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Está también, claro, y Carlos así lo reconoce, el miedo a los policías, no tanto a la policía como a los policías, esto es, no a la institución, no sólo o no especialmente, sino más bien a los individuos, a los agentes. Está presente, es cierto, su temor reverencial ante cualquier organismo o institución del Estado, a cuyas puertas se presenta, cuando es convocado, con un respeto y pavor propios de personaje kafkiano, una mezcla de mala conciencia y desconfianza ante los posibles errores de la máquina administrativa, de forma que cuando debe comparecer ante una oficina municipal, de la seguridad social, de recaudación tributaria, o un juzgado en el peor de los casos, acude con la mirada brillante y la voz nerviosa de quien tiene algo que ocultar, del sospechoso que entra en un edificio público y sólo saldrá encadenado.
Pero en el caso de las fuerzas de seguridad, como decíamos, su miedo no es tanto, o no sólo, hacia la institución, que también, sino sobre todo a las personas, a los funcionarios, a los administradores del monopolio violento, con los que ha tenido poco trato en su vida, pero a los que siempre ve como posibles candidatos a sucumbir a la tentación del abuso de autoridad. Tiene el ejemplo cercano de su cuñado, policía local. Conoce unos cuantos episodios en los que éste ha aprovechado su uniforme para resolver un asunto personal, recibir trato preferente, prescindir de esperas y trámites engorrosos. Le basta llegar uniformado a la sucursal bancaria, la oficina o el colegio de su hijo, y todas las puertas se le abren, los obstáculos que operan para cualquier ciudadano son suavizados o eliminados ante el empuje del agente que sabe elegir aquellas palabras que consigan esa forma de respeto y cortesía tan próxima al temor. Incluso en alguna ocasión, y de ello presume en comidas familiares, ha impuesto su criterio ante una discrepancia comercial o administrativa recurriendo a la amenaza, insinuada o explícita, cuya efectividad se apoya en la convicción de que todos podemos perder en esos casos, todos podemos ser multados, detenidos, llevados a comisaría, ver cerrados nuestros establecimientos, la ley es estricta e incluye exigencias que a veces descuidamos hasta que un agente diligente nos las recuerda, una luz fundida en el coche, un toldo que avanza sobre la acera más centímetros de los autorizados, unos decibelios que superan lo permitido ligeramente pero lo suficiente para incurrir en infracción, siempre es mejor entenderse con el celoso funcionario, atender sus peticiones, facilitarle alguna gestión o desistir en reclamarle un pago menor, minucias a cambio de la tranquilidad de estrechar su mano y recibir su sonrisa en conformidad, en adelante contaremos con su amistad, su favor, su protección, hoy por ti y mañana por mí.
Yendo un paso más allá, piensa que quien está a diario en tratos con el delito puede acabar uniéndose al mismo, la impunidad es fácil, el poder es grande, y cuando Carlos pasa junto a una comisaría observa los alrededores, la calle en que se sitúa, el tipo de gente que entra, sale o merodea, y lo ve como un espacio de permeabilidad entre el orden y el desorden, entre la ley y el delito, una zona de incertidumbre en la que uno no distingue si ese hombre de aspecto amenazante que sale de la comisaría es un delincuente liberado, un confidente, un colaborador, o un agente disfrazado para labores de calle. Para él hay pocas cosas más terroríficas que un policía delincuente, en cuyas manos estamos perdidos si llegamos a caer. Conoce todo tipo de historias negras sobre el mundo policial, algunas leídas en forma de noticia o incluso de sentencia, otras escuchadas, contadas en anécdota por su cuñado, con forma de leyenda urbana de imposible comprobación; historias relacionadas con esos funcionarios que, en cumplimiento de su tarea, tienen que meter las manos en la basura tantas veces que llega un momento en que no se sabe por qué las meten, si por estricto cumplimiento, por exigencia profesional, o porque han adelantado un paso más hacia el otro lado. Agentes mezclados en el narcotráfico, incluso organizadores del mismo; otros que ejercen como proxenetas, o como protectores mafiosos de clubes de alterne; funcionarios que detraen parte de lo decomisado, que utilizan la autoridad de su uniforme para extorsionar a los más desprotegidos; y por supuesto los abusos en el uso de la fuerza, los que maltratan, ya lo hagan por exceso de celo en su labor, por lograr la mayor eficacia en sus investigaciones, o por otras causas que no tienen amparo posible en la ley ni en la protección endogámica del cuerpo: ha sabido de policías racistas, sádicos, brutales, y ha oído historias de palizas, de torturas, de violaciones.
No cree que se pueda generalizar, ni siquiera piensa que sean comportamientos mayoritarios, aunque tampoco los cree tan escasos como sostienen las autoridades cuando desoyen las denuncias de organizaciones internacionales. Sabe, o sospecha, lo que hay detrás de no pocas lesiones presentadas como fruto del forcejeo del detenido, la clásica resistencia a la autoridad. Conoce, algunas incluso de primera mano, como testigo visual, historias de manifestantes que llevados a un callejón, al interior de un portal, a bordo de la furgoneta o en los calabozos de la comisaría, fueron golpeados, pisoteados, humillados, sometidos a agresiones en las que participaban varios agentes, amenazados de muerte, sometidos a posturas dolorosas durante horas. Conoce historias de delincuentes comunes que, tras un forcejeo, son apaciguados violentamente en el calabozo. Como él no se mete nunca en líos, y es de los que en las manifestaciones se retira en cuanto aparecen las furgonetas de antidisturbios, el supuesto a temer en su caso es el de ese ciudadano tranquilo que acude a una comisaría para formalizar un trámite sencillo y que, tras una discusión fortuita con un funcionario por cualquier tipo de discrepancia, pone en marcha una espiral imparable que acabará con su detención, su bajada a los calabozos, amenazas, golpes y una denuncia en su contra. A veces piensa que su temor es exagerado, pero lo cierto es que nunca ha entrado en una comisaría, y prefiere no hacerlo, por ese miedo a franquear un umbral del que teme no salir indemne.
La ficción tampoco ayuda mucho a su tranquilidad, y aunque la ficción nacional no abunde en el personaje del funcionario que infringe la ley, ha visto las suficientes películas y series de televisión foráneas como para dar crédito al modelo de policía brutal, corrupto, avasallador, consciente de su poder y que abusa del mismo, y en esto, como en otras cuestiones vinculadas a sus miedos, no tiene claro quién es modelo de quién, si esas ficciones se basan en la realidad, o si ésta imita a aquéllas, si el policía delincuente del cine es un reflejo de un tipo extendido, o si opera como patrón a seguir para aquéllos más tentados por las posibilidades de su condición uniformada.
En su miedo a los abusos de autoridad incluye, por supuesto, la omnipresente seguridad privada, los muchos guardias jurados que en cada vez más lugares extienden su poder, sustituyen a la seguridad pública, o convierten espacios hasta entonces desatendidos en territorios para la vigilancia, la persecución, la sanción. Todo lo que teme del policía lo ve multiplicado en el caso del uniformado a sueldo de una empresa, cuya prioridad no es defendernos, más bien al contrario, nos considera potenciales delincuentes de los que hay que proteger el espacio sobre el que opera su jurisdicción. Si en el caso de los agentes públicos aún confía en la existencia de ciertos controles en el acceso a la profesión y en el ejercicio de sus funciones, no así cuando se trata de guardias privados, y piensa que bajo el uniforme parapolicial cabe cualquiera, el policía frustrado, el individuo resentido, malencarado, violento, el sádico, el delincuente. Todos además obligados a mostrar una mayor contundencia que los funcionarios del Estado, toda vez que su autoridad es menos evidente, más discutible, y el respeto no se consigue con educación y buenas palabras, si quieres que los ciudadanos, los usuarios, ergo los potenciales delincuentes, te obedezcan y repriman sus instintos criminales en tu presencia, debes infundir temor, y pareciera que dentro del sector, entre los propios guardias o entre sus empleadores, se organizan para que cada cierto tiempo un episodio violento, un incidente en el que esté implicado un vigilante, que termine con un ciudadano apaleado, y que sea masivamente difundido por los medios de comunicación, sirva como recordatorio al resto de la población sobre la conveniencia de temer a esos uniformados tanto como a los que patrullan por la calle, o incluso más. El viajero sin billete que es reducido a golpes en el andén, el ladrón de supermercado que es desnudado y humillado en una habitación sin ventanas, el indigente expulsado a patadas del espacio privado donde pretendía protegerse del frío, el usuario exigente cuyo comportamiento quejica termina cuando un guardia le pone la cara contra el suelo, cumplen bien esa función, de ahí su recurrencia periódica.
El miedo a la policía tiene extensión en todo lo referente al sistema de justicia, sobre todo en su reverso sancionador. Ahí está el temor a la cárcel, claro, no por la pérdida de libertad, ni por el estigma posterior, sino por los relatos de violencia carcelaria, esa imagen de sociedad sin ley intramuros, como fábrica o reserva de delincuentes. Carlos no ha hecho nada, ni de pensamiento, ni cree que haga nunca nada que pueda conducirle a la cárcel, pues aparte de sus buenas intenciones, en su caso la prisión sí funciona como coacción contra las tentaciones delincuentes. Pero, de natural pesimista, piensa en fallos del sistema o encadenamiento de circunstancias, casuales o ajenas, que acaban llevando a un inocente a la cárcel, aunque sea por poco tiempo. Un accidente de tráfico seguido de una fuga irreflexiva, cualquier comportamiento temerario que termina de forma trágica, un instante de rabia del que arrepentirse toda la vida, o una confusión, una identificación desafortunada, un parecido físico, estar en el sitio equivocado en el peor momento, y acabar detenido, entrar en comisaría, dormir en los calabozos, pasar por el juzgado y terminar de forma preventiva en la cárcel.
Su conocimiento del mundo carcelario es aún más limitado que el del ámbito policial. Aunque atiende a las noticias e informes al respecto, en este caso su principal fuente de información y de construcción imaginaria es de nuevo, y de forma más clara, la ficción, todos esos lugares comunes del cine, el explotado género no por previsible menos terrorífico, con sus personajes habituales, brutales, vengativos, traicioneros, el sistema autónomo de justicia en su interior, administrado por los propios reclusos, el código de honor, las jerarquías, las zonas de porosidad con funcionarios corruptos, cada espacio de la prisión convertido en área peligrosa, el patio donde una pelea tumultuosa es aprovechada para clavar un objeto afilado, el taller donde las herramientas acaban buscando el cuello, las duchas, claro, lugar privilegiado en la ficción por la mayor vulnerabilidad que implica el cuerpo desnudo más allá de la habitual broma del jabón que cae al suelo. Y si esa posibilidad carcelaria le asusta, qué decir del pánico que siente por las prisiones de otros países, esos almacenes de miseria e inmoralidad donde se hacinan los encarcelados durante años, a merced de motines sangrientos, salvajismo, perversión, extorsión, olvido y muerte, y que el cine, desde el clásico El expreso de medianoche, ha usado de forma ejemplarizante para amedrentar a los turistas con tentaciones delictivas. En esos casos, cree que la probabilidad de un error que le acabe encarcelando es aún mayor, y le impresionan los frecuentes relatos de turistas engañados que son sorprendidos en el aeropuerto con un kilo de heroína en la maleta, camuflado en un souvenir, o el encargo inocente de un taxista que te dice que tiene un hijo en España y te pide que por favor le hagas llegar un paquete en su regreso, historias que terminan con el turista llevado del lujoso hotel a la celda inhabitable donde convivir con la brutalidad, la enfermedad, los insectos, las infecciones, el chantaje, el sometimiento, el abuso, la corrupción.