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Ser padre es otra forma de tener miedo, lo sabe Carlos, y también lo sabe Sara, aunque entre ellos raramente hablen con franqueza ni compartan o contrasten sus temores respectivos. Carlos no ha dejado de temer desde que nació Pablo, y aun antes, pero su miedo no ha sido el mismo, único e invariable desde entonces, sino una sucesión de miedos, en algunos casos acumulativos, en otros sustitutivos, cada fase del desarrollo del niño acompañada de inquietudes en respuesta a sus nuevas necesidades y riesgos. Ya antes del nacimiento, durante el embarazo, sufrió las habituales pesadillas surgidas de toda esa forma de conocimiento superficial (lecturas de suplementos de salud, portales médicos de Internet, conversaciones de oficina…) que engorda un repertorio horrible de enfermedades, retrasos, insuficiencias, dificultades en el parto, cordones umbilicales enrollados al cuello, malformaciones invisibles a la ecografía y que se descubren al nacer, así como la amenaza del hijo que muere días antes del alumbramiento: de repente una mañana los movimientos cesan, los padres se preocupan, acuden a urgencias, el monitor no registra latido cardíaco, y al fin queda un pequeño cadáver que comienza a pudrirse en el vientre, según el relato que leyó en una web. El nacimiento permitió desechar esos temores y sustituirlos por un nuevo repertorio, mayor y más duradero: asfixias repentinas, caídas accidentales, descuidos irremediables, dudas sobre la mejor postura para dormir (boca arriba puede ahogarse con un inesperado vómito, boca abajo puede faltarle el aire al pegar la cara al colchón, de lado acabará desplazándose y quedando boca arriba o boca abajo), y esa condena de incertidumbre e impotencia que es la muerte súbita, sin explicación ni síntomas, indetectable, sin prevención posible, minoritaria, descartable estadísticamente, pero que condena a miles de padres a la obsesión y el insomnio, a levantarse varias veces cada noche, entrar en el dormitorio infantil, acercarse a la cuna y colocar una mano en el pecho del hijo para comprobar la continuidad de su respiración; noches de mal dormir hasta el amanecer en que, al despertar, uno teme encontrar un cuerpo frío y sin pulso en la cuna.

Según crece el niño y gana autonomía, muchos de los miedos iniciales son desechados, algunos permanecen y se atenúan, otros en cambio crecen, y a cambio se incorporan nuevas amenazas. A las de carácter patológico (todas las enfermedades dables a esas edades, que convierten a padres como Carlos en habituales de los servicios de urgencias) se suma todo tipo de accidentes domésticos posibles, que no probables: el que se ahoga en la bañera donde fue dejado unos segundos para atender el teléfono, el que mete los dedos en el enchufe y se electrocuta, el que se desliza entre los barrotes del balcón o trepa a la ventana abierta, el que se bebe el contenido de una botella de lejía, el que se traga un bote de tranquilizantes, un tornillo o una espina, el que cae de espaldas y se golpea la nuca con cualquier borde del mobiliario, la casa toda convertida en zona peligrosa, lo que obliga a padres como Carlos a multiplicar las protecciones, todo mullido, a prueba de golpes, los cajones y puertas bloqueados, los enchufes cegados, aunque cada medida de seguridad no hace más que aumentar la sensación de inseguridad, la obsesión por no dejar un flanco descubierto, por no perder de vista un segundo al hijo, que en mitad de la noche puede levantarse solo, mientras todos duermen, y caer desde la barandilla en su intento por bajar de la cama, o alcanzar el suelo sin problema y recorrer la casa convertida en un campo de minas sin la mirada vigilante del adulto. Durante unas semanas de mal sueño, Pablo, sin haber cumplido los dos años, tomó la costumbre de levantarse en mitad de la noche y salir al pasillo, llegar hasta el dormitorio de los padres y observarlos mientras dormían. Así lo sorprendió una noche Carlos al despertar de repente, pero en otra ocasión lo encontró en el salón, o en la cocina, y esto le condenó a semanas de insomnio, de romper la continuidad en el sueño ante la posibilidad de un niño solo en la casa, que siempre sería peligrosa por mucho que antes de acostarse multiplicase sus esfuerzos por tenerlo todo bien cerrado, bien asegurado, bien protegido.

A los riesgos domésticos se sumaron pronto los callejeros, en los que ya no era garantía el celo del padre, pues acechaban los comportamientos ajenos, incontrolables, los ciudadanos imprudentes y los malvados, ambos peligrosos por igual: el coche que no frena en el semáforo y arrolla la silla del bebé, el autobús que da marcha atrás y no ve al niño que estaba detenido junto a la rueda, la alcantarilla defectuosa que cede al peso ligero de un menor, las porterías de fútbol que periódicamente caen y aplastan un cráneo a medio desarrollar, los columpios y piezas de mobiliario urbano que pueden clavarse, golpear, cortar, atrapar; los perros catalogados como asesinos y que aún pasean sueltos y sin bozal, y cuya mandíbula cerrada en torno al cuello sólo puede abrirse haciendo palanca con una barra o previa muerte del animal; y por supuesto todo ese reparto de criminales y dementes inesperados, de los que las noticias dan cuenta cada cierto tiempo, siempre escasos pero suficientes para extender la alarma entre los padres, todos dominados por uno de los miedos más antiguos, de siglos: el hombre malo, el del saco, el coco, el sacamantecas, el tío Camuñas, el Garrampón, el enfermo que entra en la zona infantil del parque con un cuchillo de cocina, el delincuente sexual no menos enfermo que ofrece golosinas, paseos en coche, juegos irresistibles en su casa; los niños desaparecidos, secuestrados, violados, asesinados, que aparecen meses después en un vertedero, en una bolsa de plástico en el fondo de una ciénaga, en un hoyo lleno de cal viva, en una parcela de difícil acceso, con la boca llena de tierra y el cuerpo devorado por las alimañas.

Aunque Carlos argumentaba contra el alarmismo de ese tipo de noticias, y se presentaba confiado de cara a Sara, apenas pudo desprenderse de alguno de esos miedos, y era incapaz de comportarse como sus vecinos y amigos, que tomaban el aperitivo dentro del bar mientras sus hijos jugaban en la plaza, y sólo de vez en cuando echaban un ojo por la ventana, sin alarmarse ni interrumpir un chiste si en ese momento no los veían. No así Carlos, que se situaba de frente a la ventana, y si Pablo salía de su campo de visión se acercaba con disimulo a la puerta para localizarlo. También cuando iban al campo con la familia, y los niños hacían pandilla y marchaban a explorar el bosque cercano, mientras los padres aprovechaban para dormir la siesta o jugar a las cartas. Carlos se ofrecía para acompañar a su hijo y sobrinos, y si no podía hacerlo, enfrentado a las burlas de sus familiares por su exceso de protección, acababa marchando a pasear él solo, con la excusa de bajar la comida, y se dedicaba a vigilar de lejos al grupo de niños, porque sabía que cerca había un río, poco profundo pero lo suficiente para un accidente, y había también una carretera no muy alejada, y árboles a los que trepar y desde los que caer, y un cercado con toros en los que algún niño querría presumir de habilidades taurómacas, y casas de campo tal vez habitadas por esa gente rural que cada cierto tiempo protagoniza historias brutales, pastores dispuestos a follarse cualquier cuerpo, animal o humano, tras meses de aislamiento y castidad forzada.

Cuando estaban de vacaciones, los miedos no quedaban en casa, sino que viajaban con él, o se transformaban en otros temores más propios de cada lugar visitado: un acantilado al que puede acercarse demasiado un niño, un mar resacoso que engulle a los que juegan con una colchoneta hinchable, un parque de atracciones siempre a la espera de un accidente para cumplir la estadística. El primer verano que fueron de camping los tres, Carlos quiso, la primera noche, cerrar la tienda de campaña desde dentro, asegurándola incluso con un pequeño candado. Como quiera que Sara rechazó su intento, burlándose de su exageración por la seguridad, y argumentando el peligro que sería ese candado en caso de que tuviesen que salir de forma apresurada de la tienda (un incendio en el camping, supuesto que Carlos no pudo rechazar), durmieron con la tienda cerrada pero sin llave, y aunque situaron al niño al fondo de la tienda y él se colocó junto a la puerta, despertó varias veces con el pensamiento histérico de que tal vez alguien podría, en mitad de la noche, recorrer el camping abriendo las tiendas para buscar niños con no se sabe qué intenciones, realizar algún ritual espantoso propio de esas tierras levantinas donde acampaban, o alimentar, alguna mafia de venta de órganos o prostitución infantil de la que tenía noticia o al menos rumor.

Por supuesto, su celo extremo hace que nunca haya extraviado a su hijo, ni siquiera en unos segundos de despiste en medio de la multitud, pues cuando camina por la calle siempre espía los pasos de su hijo, e intenta no perderlo de vista un instante. Tampoco recuerda haber tenido sueños, pesadillas de desaparición, de niño perdido y padre buscándolo con ansiedad. Más bien se trata, como le sucede con el ocasional miedo nocturno, de una pesadilla de la razón, algo que, a fuerza de pensarlo repetidamente, se acaba incorporando a nuestra conciencia con la fuerza de un recuerdo o de un sueño frecuente: va caminando por la calle con Pablo y, en un momento de descuido, se gira y no lo encuentra, ha debido adelantarse o retrasarse, es difícil saberlo porque hay mucha gente en la calle, no sabe si debe avanzar o volver sobre sus pasos, tal vez así se aleje de él, quizás el niño vuelva al punto en que se separaron y él ya no esté, y a partir de ahí cada paso que dé puede ser un metro más de distancia irreversible, cuando cree avanzar en realidad puede estar alejándose, pero tampoco puede permanecer quieto, ni perder tiempo en llamadas policiales, cada minuto no empleado en encontrarlo aleja más su reaparición, hasta que tal vez cruce esa línea de no retorno, ese paso que uno da sin conciencia de su fatalidad, pues avanzar por esa calle significará que el hijo perdido continúe por la avenida transversal y a partir de ahí las trayectorias ya no volverán a encontrarse más, por mucho que continúe sus pasos, que no se detenga, que camine deprisa, que corra, lo hará con la certidumbre de estar apartándose más que acercándose, los respectivos caminos se han convertido ya en pasillos, tal vez paralelos pero incomunicados, sin puertas comunes, y sólo queda esperar una buena acción, un gesto amistoso, un ciudadano que observa al niño perdido y lo acompaña a una comisaría o le pregunta la dirección de su casa para conducirlo a la misma, después de tantos años de prevenir a su hijo contra las proposiciones espontáneas de desconocidos en la calle, contra los lobos que en el bosque se acercan amistosos a las niñas o engañan a los cabritillos enseñando una patita blanqueada bajo la puerta, después de empeñarse en educar a Pablo en la desconfianza hacia los extraños, al final su reaparición queda a merced de ese desconocido, de ese anónimo en cuya buena intención hay que confiar para que el coche se dirija en efecto a la dirección facilitada por el niño y no tome un desvío hacia las afueras.