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Pero por encima de todos esos miedos pequeños, anecdóticos, autónomos, soportables uno a uno a condición de que nunca coincidan, está el gran miedo, con mayúsculas y letras luminosas, el Big One: el día futuro, sin fecha, ni siquiera seguro en su venida aunque esperable, el día del gran miedo, en que todas las amenazas, pequeñas o grandes, confluyan en un mismo momento y lugar, aquí y ahora, en una de esas ocasiones especiales que el destino nos depara, cuando el orden desaparece temporalmente por motivos excepcionales (una catástrofe natural, una revuelta popular, una guerra, un ataque extraterrestre, cualquier excusa es buena) y toda la violencia se descontrola y explota: llegan los saqueos de tiendas y almacenes, los asaltos a casas particulares, las bandas organizadas que se entregan al pillaje, las violaciones masivas, las cárceles abiertas, el incendio de las comisarías y los hospitales, la falta de suministros básicos, el apagón, el ruido, el estado de emergencia, las tranquilas familias encerradas en sus casas para resistir los ataques contra sus propiedades y contra ellos mismos, prisioneros de nuestra dependencia tecnológica y nuestra incapacidad absoluta para resolver sin ayuda las necesidades más básicas —encontrar comida y agua, calentarnos, comunicarnos, protegernos—; como una desquiciada fiesta de inversión, un carnaval terrorífico en el que nada es controlable y donde vale todo, día idóneo para los ajustes de cuentas pendientes, las venganzas aplazadas, las listas de fusilables que llevaban años amarilleando, el cumplimiento de deseos y apetitos que en otras circunstancias serían imposibles de satisfacer, la materialización de los odios, la liberación de los instintos, bellum omnia omnes, los violentos como bestias desatadas, sin control ni represión, sin disimulo ni persecución, barra libre para todos —asesinos, torturadores, violadores, pedófilos—, los meros ladrones convertidos también en violentos para exigir su botín, asaltando hogares, almacenes, sucursales bancarias, ciudadanos; pero también aquéllos que creemos inofensivos, los que no son habitualmente violentos ni delincuentes, los normales que pasean, trabajan y van al teatro y que de repente un día, bajo circunstancias excepcionales, se convierten en bestias, lo sabemos por lo sucedido en cada guerra, esos ejemplares padres de familia, vecinos educados y generosos compañeros de oficina que en una situación extraordinaria, empujados por la obediencia o la conformidad grupal, corroboran las conclusiones del experimento de Milgram, o el de Stanford, y se convierten en ejecutores, carceleros, enterradores, torturadores, violadores de proporciones balcánicas, ésos que hoy parecen dormir hasta que llegue el gran día, el gran miedo, la danza macabra, la pesadilla que todos temen aunque pocos podrían nombrarla, el monstruo que enseña las uñas cada poco tiempo (en una región devastada por la naturaleza, en una ciudad conquistada en guerra, en una revuelta por el precio del pan) para recordarnos que está ahí, que no duerme, sólo descansa, respira tranquilo a la espera de su prometida jornada de gloria. Carlos cree que, aunque no lo formulemos, aunque incluso lo ignoremos, todos compartimos ese temor, esa conciencia de fragilidad de nuestra vida, de cómo en cualquier momento pueden venirse abajo las convenciones y restricciones, y desbordarse una violencia hasta entonces contenida, que tiene muchas y diferentes causas, tantas tal vez como ejercientes, como una reunión de millones de pequeñas violencias que, apoyadas unas en otras a la manera de miedos recíprocos, resiste como un dique hasta que algo lo agriete y fluya sin control. Él recuerda bien, por lecturas o por memoria personal, muchos momentos en la historia, también en la más reciente, en que ese equilibrio milagroso se ha derrumbado, incluso en entornos tenidos como exquisitamente civilizados y donde una guerra, una protesta ciudadana que degenera, un desastre natural que aísla, resulta en episodios terribles. Y piensa si esa fractura periódica, que cada cierto tiempo nos refresca lo incierto de nuestra normalidad, no es otro mecanismo más del miedo: como esos episodios de violencia policial que cada poco nos recuerdan lo conveniente de temer a la autoridad, también esos momentos de descivilización nos advierten contra cualquier tentación insurgente: no rompáis nada que os acabará doliendo, no cuestionéis la realidad presente porque las alternativas siempre serán peores, las revoluciones generan caos, muerte, destrucción, virgencita que me quede como estoy.