26
Un extraño sentimiento se apoderó de mí: estaba aterrado y, al mismo tiempo, era consciente del alcance de la enorme y amarga broma que el destino nos gastaba.
Se acercaba la fecha del regreso. Kurílov parecía cada día más contento y saludable. El tiempo era espléndido, radiante. Hasta yo había acabado acostumbrándome al aire de las montañas y, en ciertos momentos, sentía una especie de apacible letargo, mientras que en otros estaba tan harto de todo que me daban ganas de romperme la crisma contra una de aquellas rocas… hermosas rocas rojas, lo recuerdo, como las de aquí.
Una tarde tomé una decisión. Anuncié que un asunto urgente me reclamaba en Suiza y tenía que marcharme al día siguiente, y pedí entrevistarme con el ministro.
A esa hora, cuando acabábamos de cenar (eran casi las ocho y el sol se ponía), Kurílov solía dar un paseo, antes del té de la noche. Tomaba el camino que pasaba por delante de la balconada y torcía por un pequeño sendero que ascendía entre rocas. Yo lo acompañaba.
Recuerdo el sonido de las piedras al rodar a nuestro paso. Eran redondas, lisas como huevos y de un tono rojizo, reflejo del sol poniente. En contraste, el cielo tenía una tonalidad violeta y, a aquella luz violenta y fúnebre, el rostro del Cachalote adoptaba una expresión extraña.
En lo alto, los torrentes rugían, chocaban ruidosamente contra las piedras y se precipitaban con furioso y vano ímpetu. Los dejamos atrás y proseguimos el ascenso, hasta que en un momento dado le comuniqué que, tras haber madurado mi decisión, me iba. Y que consideraba mi deber como médico revelarle que estaba más grave de lo que tal vez creía. Confiaba en que se cuidaría más y renunciaría a cualquier actividad superflua, a fin de vivir más tiempo.
Me escuchó sin mover un músculo de la cara y, cuando acabé, me lanzó una mirada profunda y serena, que recuerdo como si fuera ayer.
—Pero, mi querido señor Legrand, lo sé muy bien. Mi padre murió de un cáncer de hígado, así que… —Suspiró y, con un tono sencillo y sincero que de forma gradual fue tornándose solemne y rimbombante, añadió—: Ningún buen cristiano teme a la muerte si ha cumplido su deber en esta tierra. Espero hacerlo bien los pocos años que me quedan antes de descansar en paz.
Insistí por si no lo había entendido; le pregunté si no pensaba renunciar al cargo, siendo como era consciente de su mala salud. Añadí que siempre había sospechado que no ignoraba la auténtica naturaleza de su enfermedad, pese a las afirmaciones de aquel idiota de Langenberg; pero ¿sabía que el cáncer de hígado era una enfermedad de evolución rápida, que hablábamos de meses, a lo sumo de un año?
—Por supuesto —respondió encogiéndose de hombros—. Me pongo en manos de la voluntad divina.
—Creo que cuando un hombre se enfrenta a la muerte, para la tranquilidad de su espíritu es mejor que renuncie a toda actividad perjudicial.
—¡Perjudicial! —exclamó con un estremecimiento—. ¡Por Dios! ¡Si es mi único consuelo! ¡Tengo la sagrada custodia de las tradiciones del Imperio! Como Augusto al morir, puedo decir: «Plaudicite amici, bene agi actum vitae!»[4].
Kurílov podía seguir un buen rato con el mismo tema, pero no hacía falta, así que lo interrumpí.
—Valerian Alexándrovich, ¿no le parece terrible? Sabe perfectamente que su actividad provocó la muerte de seres inocentes y que volverá a provocarla. No soy un estadista. Me gustaría saber si eso no le quita el sueño de vez en cuando —pregunté, tratando de expresarme en el tono más sencillo e irónico posible.
Guardó silencio. El sol se había puesto y ya no distinguía sus facciones. No obstante, como lo miraba de muy cerca con apasionada atención, vi que ladeaba la cabeza. En aquella actitud, parecía un bloque de piedra oscura.
—Toda actividad, toda lucha causa muertes —dijo al fin—. Si estamos en este mundo, es para actuar y destruir. Pero cuando obedecemos a móviles superiores… —Se interrumpió y, en un tono diferente, con una inflexión de voz suave y triste (creo que era esa franqueza, esos arranques de sinceridad, los que lo hacían tan interesante e irritante), añadió—: Vivir bien no es fácil… —Se levantó y volviéndose hacia mí preguntó—: ¿Bajamos?
Regresamos en silencio. Entre otras cosas, porque era tal la oscuridad que había que tener cuidado con las piedras y las zarzas bajas, que se enganchaban a la ropa. Delante de la casa, me tendió la mano.
—Adiós, señor Legrand, buen viaje. Espero que volvamos a vernos.
Repuse que todo era posible, y nos separamos.
Pero al amanecer, me despertó un ruido de pasos y voces ahogadas en el jardín. Me acerqué a la ventana y, por los intersticios de la persiana, vi al pobre Kurílov acompañado de una especie de policía, fácilmente reconocible pese al disfraz. Recordé haberlo visto con el ministro en varias ocasiones, cuando éste iba a presentar sus informes al zar. Comprendí que iba a mandar que me siguieran. Como de costumbre, procedía con muy poca habilidad; pero fue el único momento de nuestra relación en que, de pronto, experimenté odio auténtico. Al ver a aquel hombre seguro de sí mismo, poderoso, tranquilo, que en su jardín, con una escueta orden, podía lograr que me siguieran como a un animal, encerraran y colgaran, comprendí que en determinados casos es fácil matar a sangre fría. En ese instante le habría descerrajado un tiro de revólver en pleno rostro con entera satisfacción.
Pero entretanto había que huir, y eso fue lo que hice. A la vista de todo el mundo tomé un tren hacia San Petersburgo, seguido por un policía, pero durante la noche me apeé en una de las pequeñas estaciones de montaña, desde donde gané la frontera persa. Me quedé unos días en Persia; allí cambié mi pasaporte suizo por la documentación que me facilitaron los miembros del grupo revolucionario de Teherán, a nombre de un vendedor de alfombras del país, y a finales de septiembre volví a Rusia.