23

Poco a poco, Kurílov fue cambiando y se volvió cada vez más sombrío y nervioso. En esa época, solía ir con su mujer a la casa del Cáucaso o a Francia, pero ese año no pensaba moverse. Esperaba no se sabía qué; no lo sabía ni él. Seguramente que el zar cambiara de opinión. O que el mundo se detuviera, ahora que él, Kurílov, ya no era ministro.

Por fin, hacia finales de julio, se publicó el decreto por el que Nicolás II nombraba a Dahl como sucesor del Cachalote, quien encajó el golpe sin pestañear, pero pareció envejecer súbitamente. Advertí que la presencia de su mujer le pesaba. Se mostraba aún más amable, más considerado con ella, pero saltaba a la vista que le recordaba sin cesar el sacrificio de su carrera, recuerdo que le resultaba muy penoso. Como todos los años, los chicos, Ina e Iván, habían ido a pasar el verano en casa de su tía, en algún lugar de la provincia de Orel.

Parecía que la única presencia que soportaba era la mía. Supongo que lo calmaba con mi silencio y porque apenas me hacía notar. Siempre he tenido un paso sumamente leve y sigiloso.

La casa se había quedado vacía y resonaba como una colmena abandonada. Por supuesto, ya nadie venía a visitar al ministro en desgracia, por miedo a comprometerse; pero lo asombroso era que él estuviera sorprendido y dolido. Por la mañana llamaba al criado con el habitual timbrazo imperioso, que se oía en todo el edificio.

—¡El correo!

Entonces le llevaban un puñado de cartas, que él miraba con avidez y luego dejaba caer sobre la cama, suspirando, para desparramarlas con la mano. Aunque su rostro permanecía impasible, los dedos le temblaban de manera imperceptible.

—¿Ningún mensaje de su majestad? ¿Nada?

Al preguntarlo, se ruborizaba lastimosamente y su mirada se volvía aún más gélida y fija. Era evidente que la simple pregunta lo martirizaba, pero que no podía evitar formularla. Aún me parece estar viendo la lenta afluencia de la sangre a su pálido y alargado rostro, que acababa enrojeciendo hasta la ancha y despejada frente. Cada timbrazo, cada ruido de un coche en el patio, le provocaba un sobresalto.

Hacía un tiempo espléndido y calor. Kurílov bajaba a primera hora al jardín y aspiraba el aroma de las flores y el mar de césped de los macizos, que parecían prados y se podaban en esa época del año. La suave brisa traía el silbido de las hoces y las voces de los campesinos.

—¡Así acabaremos también nosotros, señor Legrand, así acabaremos! —Se detenía, miraba alrededor y luego contemplaba el golfo, de un invariable gris pálido bajo el cielo azul—. Qué bien se respira este aire que aún no ha contaminado el hombre, ¿verdad, señor Legrand?

Clavaba el bastón en una hoja, la alzaba hacia la luz, se paraba, miraba fijamente la hierba y los arbustos, sin verlos… El canto de los pájaros lo deleitaba, decía, hasta que empezaba a esbozar muecas de dolor.

—¡Ya es suficiente! ¡Volvamos adentro! ¡Estos gorjeos me dan dolor de cabeza! Y el sol me atonta —añadía haciendo un gesto hacia el pálido astro septentrional, reflejado en el agua. Era la hora en que antaño iba a presentar sus informes al zar—. A tirar del carro, Cincinnatus

Cuando hablaba del zar, la zarina, la corte, los ministros, se le escapaban breves risitas amargas. Bajo el quemante azote de la adversidad, aquel hombre, al que nunca vi mostrarse ingenioso ni sarcástico, juzgaba las cosas del mundo con regocijante crueldad.

—¿No conoció a ningún revolucionario exiliado en Suiza? —me preguntó una vez.

—No —mentí, temiendo una trampa.

—¡Fanáticos, iluminados, chusma!

Pero en realidad los revolucionarios no le interesaban. Lo que contaba para él, para su soberano, para Rusia, eran las intrigas de los grandes duques, los ministros y, sobre todo y ante todo, las intrigas de las que él había sido víctima, las maquinaciones, que calificaba de «diabólicas» y rumiaba con amargura, de Dahl y su camarilla. No me hablaba de ellas; yo no tenía por qué saber nada, pues no era más que un insignificante medicucho, indigno de conocer el destino y los infortunios de los grandes hombres de este mundo. Mas aunque no lo pretendiera, cada una de sus palabras aludía a su propia historia.

¡Mi pobre Kurílov! Nunca me sentí tan cerca de él, jamás lo comprendí, desprecié y compadecí tanto como esos días y noches. Pálidas noches blancas, cuya claridad permanecía en el horizonte doce horas, aunque ya empezaba a debilitarse, porque estábamos en agosto, que en esas latitudes es el otoño, estación árida y triste en cualquier parte, pero allí aún más… Le aconsejaba que se fuera: le hablaba de Suiza y de una casa en Vevey, blanca y adornada con una parra rojiza, como la de la familia Baud. Le pintaba cuadros idílicos. En vano. Él se aferraba a la proximidad del zar, al recuerdo, a la ilusión del poder.

—¿Ministros, esos peleles? —repetía con rabia—. ¿Un zar? ¡No: un santo! ¡Dios nos proteja de los santos en los tronos! ¡Cada cosa en su sitio! En cuanto a la zarina… —Se interrumpía, fruncía los labios en una mueca de desprecio y soltaba un profundo suspiro—. Lo que falta es actividad…

Y también le faltaba otra cosa: la ilusión de controlar el destino de los hombres. Eso no cansa; y si llega a cansar, es el final… de todo. Ahora lo sé.

—Usted es el único que ha permanecido fiel al hombre derrotado —me dijo en otra ocasión.

Respondí con una evasiva. Él suspiró y me lanzó una de aquellas extrañas miradas suyas, que tanto me atraían.

—Pensándolo bien, es usted bastante misterioso —comentó.

—¿Por qué? —pregunté, no sin cierto regodeo.

—¿Por qué? —repitió lentamente—. No lo sé.

Y en ese instante tuve el convencimiento de que en su mente se había abierto paso la duda. Es increíble lo rara y obtusa que era aquella gente: deportaban y encerraban en masa a inocentes o pobres idiotas, pero los enemigos del régimen en verdad peligrosos se escabullían por los agujeros de sus redes sin sufrir el menor daño. Sí, ésa fue la primera vez que sospechó algo. Tal vez experimentara una especie de zozobra. Pero sin duda pensó que ya no tenía nada que temer; o quizá sus sentimientos respecto a mí fueran como los míos hacia él: una mezcla de comprensión, curiosidad, extraña fraternidad, compasión, desprecio… ¡qué sé yo! Aunque puede que no pensara ninguna de esas cosas. Se encogió ligeramente de hombros y no dijo nada.

Volvíamos adentro y almorzábamos con Marguerite, perdidos los tres alrededor de una mesa para veinte. Durante esas comidas, la irritabilidad de Kurílov rayaba en la locura. Un día lanzó por los aires uno de los cuencos de Sèvres que adornaban la mesa; se lo arrojó al maître a la cabeza, ya no recuerdo por qué. Se trataba de una pieza de porcelana rosa con las últimas y frágiles rosas de la temporada, amarillas y medio ajadas, que exhalaban un penetrante aroma. Cuando el maître acabó de recoger los pedazos en silencio, avergonzado, le indicó que se marchara.

—Qué infantiles somos… —dijo con aire resignado. Y permaneció inmóvil largo rato, con los ojos bajos.

Por la tarde volvía a acostarse, y luego se pasaba las horas muertas en el sofá, leyendo… Le traían libros a montones, a espuertas, novelas francesas, cuyas hojas cortaba de manera minuciosa porque eso le ayudaba a matar el tiempo. Pasaba el cortaplumas entre las páginas lentamente, las alisaba y luego les daba golpecitos con la hoja, apretando los labios con expresión ausente. Cuántas veces lo veía con un libro abierto en el regazo y los grandes ojos dolorosamente perdidos en el vacío… Miraba la última página, suspiraba y dejaba el volumen.

—Qué aburrimiento, qué aburrimiento… —repetía.

Y empezaba de nuevo a deambular por la habitación, llena de iconos. Cuando entraba su mujer, el rostro del Cachalote se animaba, pero un instante después daba media vuelta y comenzaba a pasearse de habitación en habitación.

Se negaba a recibir a las pocas personas que iban a visitarlo. Recuerdo que leía Vidas de los santos, en el que aseguraba hallar consuelo. Pero como sentía apego a los bienes de este mundo, a la vida terrenal, también acababa abandonando los libros religiosos entre suspiros.

—Dios me perdonará. No somos más que pobres pecadores…

Presumía de europeo, así que aquellos suspiros involuntarios, propios de la sensibilidad rusa, lo desconcertaban más que a nadie.

Sólo había una cosa que en verdad le gustaba y de la que nunca se cansaba. Me pedía que me sentara frente a él y mandaba que nos llevaran una mesita y un par de lámparas. El atardecer ya casi otoñal, profundo y cargado de sombras y húmedas neblinas, caía sobre las islas cuando me contaba sus recuerdos. Durante horas me hablaba de sí mismo, de los servicios prestados a la monarquía, de su familia, su infancia, sus opiniones sobre el papel y la grandeza del estadista. Pero si por casualidad se dignaba tratar de los hombres a quienes había conocido, conseguía fascinarme. Con ácido humor, me describía sus pequeñas intrigas, fraudes, robos, traiciones, moneda corriente de la corte y la ciudad, en un extraño totum revolutum que me regocijaba en grado sumo.

Creo que si más tarde supe dar algunos buenos consejos a los dueños de la situación y ayudarlos a gobernar su barco, cuando acabó el período heroico de la Revolución y hubo que contar con Europa y las pasiones siempre despiertas de los hombres, se lo debo en buena medida a Kurílov. Mi viejo enemigo me enseñó mucho más y de un modo muy distinto de lo que imaginaba.

Muchas veces ni siquiera estaba pendiente de sus palabras, sino sólo de su tono, atrabiliario y resentido, y contemplaba aquel rostro demacrado, altivo, tocado ya por la muerte y devorado por la ambición y la envidia. Nos separaba una mesita de caoba con dos lámparas antiguas, con pantallas de tela pintada, cuya llama ardía tranquilamente en la noche. Oíamos a los policías, que seguían allí, como yo, aunque ya no hubiera ministro al que proteger, haciendo la ronda ante las ventanas, silbando por lo bajo al reconocerse en la oscuridad.

—Los hombres, los hombres… —iba repitiendo el Cachalote—. Los ministros, los príncipes… ¡Qué peleles, del primero al último! El poder real está en manos de locos o niños que ni siquiera saben reconocerlo cuando lo poseen, y el resto de los mortales persiguen sombras…

Así hablaba, pues aquel hombre desconocía la sencillez; pero en este caso sus palabras eran acertadas. Luego llegaba la hora de la cena, otra vez en silencio. A continuación Marguerite Eduardovna se sentaba al piano y su marido y yo íbamos de aquí para allá por el salón de baile: el resplandeciente parquet reflejaba las arañas, encendidas para sus solitarios vagabundeos.

—¡Mañana mismo me voy! —exclamaba irritado, deteniéndose de pronto.

Mas al día siguiente todo seguía igual.