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Empecé a escribir estas notas con miras a una posible autobiografía. El tiempo pasa despacio y con algo hay que llenar el final de la vida. Pero resulta que he decidido no continuar. «Es difícil explicar la formación de un revolucionario de un modo sincero y al mismo tiempo edificante», recuerdo que decía el bueno de Herz. Y en el imaginario de Octubre, mi leyenda, «la leyenda de León M.», ocupa un lugar que seguramente conviene mantener intacto. Hijo de exiliados, alimentado de manera exclusiva con palabras, lecturas y ejemplos revolucionarios, carecía no obstante de energía y pasión.

Cuando vivía en Ginebra, oía hablar a mis compañeros de su juventud con envidia. Recuerdo a un joven de treinta años que tenía en su haber catorce atentados terroristas, cuatro de ellos exitosos: asesinatos ejecutados en plena calle con una sangre fría espeluznante. Era pelirrojo y pálido, de manos pequeñas, blancas, finas y húmedas. Una noche de diciembre, mientras volvíamos del Comité por las tranquilas y heladas calles ginebrinas, me contó que se había escapado de casa a los dieciséis años y pasado dieciocho días vagando por Moscú.

—Lo que te falta es haber matado de pena a tu madre —aseguraba sonriendo—. Y haber leído folletos ilegales como yo, con quince años, tumbado a orillas del río, a la luz de una hoguera, una noche de mayo. —Hablaba con un tono extraño y áspero, con breves frases rápidas, jadeantes, y a veces se interrumpía para luego añadir suspirando—: Los buenos tiempos…

Benditas palabras…

Pues más tarde también conocí el exilio, las cárceles, la fortaleza de Pedro y Pablo, la atmósfera viciada por el calor estival de las exiguas celdas donde convivíamos veinticinco o treinta detenidos, las enormes y oscuras salas de las prisiones de provincias y aquel bastión de los condenados a muerte, en que si pegabas la oreja al muro en algunos sitios se oía el eco de los cantos revolucionarios en el pabellón de las mujeres.

Pero ya no apreciaba en su justo valor ese aspecto romántico de la Revolución.

¿Una autobiografía? Qué vanidad. Mejor hacer memoria de ciertas cosas sólo para mí, como antaño en las cárceles estatales, cuando escribíamos en aquellos cuadernos que nos permitían conservar, aunque los requisaban y rompían a medida que los llenábamos de historias y recuerdos.

Además, ¿me habría dado tiempo a acabarla? Han pasado tantas cosas, tantos años… Un hastío, una indiferencia inequívoca me anuncia la cercanía de la muerte. La polémica, las vicisitudes del Partido, todo lo que antes me apasionaba ahora me cansa. Y mi cuerpo también está exhausto. Cada vez tengo más ganas de volverme hacia la pared, cerrar los ojos y entregarme al sueño, al más profundo, al más dulce, al último.