18
Todas las mañanas, cuando Kurílov despertaba, me presentaba en su habitación para proporcionarle los cuidados. Lo encontraba echado en la tumbona ante la ventana abierta, con un batín de seda escarlata que resaltaba aún más sus mejillas, pálidas y como infladas. Su barba rojiza había empezado a encanecer. La tez macilenta, las ojeras violáceas y las dos pequeñas heridas que fruncían las aletas de su nariz revelaban a todas luces el avance de la enfermedad. Adelgazaba, se deterioraba, sus amarillentas y pesadas carnes parecían colgar como un vestido holgado. Sólo daba esa impresión ataviado así, con bata, pues el uniforme y las medallas, distribuidas por el pecho, le conferían una especie de ilusoria coraza.
Era evidente que las cataplasmas de Langenberg surtían más o menos el mismo efecto sobre el cáncer que sobre un cadáver.
Su hijo solía entrar a verlo a lo largo de la mañana. Kurílov lo abrazaba, lo acariciaba, pasaba con suavidad su manaza por la frente del niño, le apartaba el flequillo de los ojos, le tiraba con ternura de las largas orejas… Lo trataba con profunda y singular dulzura. Parecía temer hacerle daño, tocarlo con demasiada brusquedad.
—Vamos, vamos… Está fuerte, ¿verdad, señor Legrand? —decía, tranquilizándose a sí mismo—. Ve, hijo mío…
Con su hija volvía a mostrarse como el hombre público frío e impasible que daba órdenes sin levantar la voz. Irene Valeriánovna me inspiraba una antipatía instintiva, pero en cambio la pareja formada por el Cachalote y la antigua actriz me gustaba, me conmovía, no sé por qué.
Escribo, recuerdo, divago, mas no consigo explicarme por qué aquellos dos seres humanos me resultaban tan… comprensibles. Tal vez se debiera a que había vivido desde la infancia en un mundo abstracto, en una «urna de cristal», y entonces veía por primera vez a unos seres humanos, a unos infelices, con sus ambiciones, defectos y estupideces… Pero no dispongo de tiempo para pensar en eso. Sólo quiero recordar un viejo episodio olvidado. Cualquier cosa antes que quedarme aquí esperando la muerte de brazos cruzados. El trabajo en el Partido, Karl Marx al alcance de los obreros, la traducción de las obras de Lenin, la doctrina comunista administrada en dosis mínimas a los pequeñoburgueses bolcheviques de aquí… Hice cuanto pude. Pero estoy enfermo, cansado. Esos viejos recuerdos me fatigan menos, me atontan, impiden que mi memoria se extravíe en recuerdos inútiles de guerra y conquista, en lo que no volverá para mí…
Recuerdo a Kurílov preparándose para ir a la corte, un día en que se recibía a no sé qué soberano extranjero. Apenas se tenía en pie, mientras dos criados lo vestían dando vueltas a su alrededor, enfundándolo en el traje de gala, colocándole las medallas en el pecho… Bajo la ropa llevaba una especie de corsé anudado a la espalda que sujetaba la parte enferma de su cuerpo.
En la habitación de al lado, lo oía jadear penosamente mientras lo embutían en aquel traje.
Subió al coche, tieso y solemne, cubierto de relucientes dorados, y se marchó.
Volvió al anochecer. Cuando de pronto oí gritar a Marguerite Eduardovna, deduje que Kurílov se había sentido indispuesto. Más que ayudarle a bajar, los criados lo sacaron del coche y lo llevaron a la casa, donde, para mi gran sorpresa, al golpearle sin querer en el brazo uno de ellos, el Cachalote, relativamente tranquilo y paciente, había perdido los estribos hasta el punto de cubrirlo de insultos y pegarle.
El criado, cuyo sombrero con escarapela coronaba un sencillo y apacible rostro de campesino, había palidecido de miedo y se había quedado de pie, inmóvil y como en posición de firmes, con la cabeza erguida y los grandes ojos posados estúpidamente en su señor con expresión bovina.
Cuando sonó el golpe fue como si lo hubiera recibido el propio Kurílov. Entonces se detuvo y vi que sus labios se movían; pero de repente la cara del criado pareció reavivar su furia.
—¡Vete, canalla, perro! —bramó, agitando el puño.
Y tras un último y sonoro insulto en ruso, se desplomó, pero no como quien pierde el conocimiento, sino igual que un animal fulminado por la rabia. Incluso se movió como el toro que se sacude las banderillas hundidas en sus costados. Nos rechazó, se levantó con dificultad y subió la escalera tambaleándose. Marguerite Eduardovna y yo lo seguimos hasta su habitación. Se arrancó el cuello duro sin parar de quejarse. Sólo pareció calmarse cuando se acostó y su mujer le puso la mano en la frente. Los dejé así: sentada a su cabecera, ella le hablaba con suavidad, mientras él permanecía con los ojos cerrados y el rostro contraído por espasmos nerviosos.
Supuse que esa noche tendría que velarlo, como siempre que enfermaba. Sin embargo, tal vez temiendo que se le escaparan palabras imprudentes, no me mandó llamar. Su mujer se quedó a solas con él.
Al día siguiente le pregunté por el estado de su esposo.
—¡Oh, no es nada, nada en absoluto! —repitió varias veces, esforzándose por sonreír. Luego meneó la cabeza y, con labios temblorosos, posó en mí sus grandes y profundos ojos—. Si pudiera descansar unos meses… Pasaríamos una temporada en mi ciudad. París en primavera, cuando los castaños florecen… ¡Ah! Pero usted no lo ha visto, ¿verdad? —Se interrumpió—. Los hombres son ambiciosos —dijo de pronto, y suspiró.
No tardé en enterarme de lo ocurrido en la corte, o al menos de lo que contaban los enemigos del Cachalote: que el zar lo había recibido jugueteando nerviosamente con los lapiceros dispuestos sobre el escritorio. Así era como sus colaboradores adivinaban que habían caído en desgracia. Apenas entraban, antes de dirigirles la palabra y sin levantar los ojos, Nicolás II empezaba a ordenar de forma maquinal los objetos y documentos que había sobre la mesa. «Sabe que no me inmiscuyo en su vida privada, pero al menos evite los escándalos», se rumoreaba que habían sido sus palabras textuales.
Más tarde, llegué a la conclusión de que el zar no podía haber hablado así, que sus reproches debían de haber resultado infinitamente menos groseros, menos obvios, quizá apenas perceptibles en un primer momento: una frialdad en el tono; la zarina, que vuelve la cabeza…
Al día siguiente alguien mencionó la visita del monarca extranjero en mi presencia.
—Su majestad tuvo a bien olvidarse de mí —admitió Kurílov con amargura—. No me presentó al rey…
Se produjo un silencio. Todos comprendían lo que eso significaba.
En efecto, durante algún tiempo el Cachalote vaciló en su puesto. Una extraña alegría se apoderó de mí. «¡Bah! ¡Que se lo lleve el diablo! —me decía—. ¡Que se vaya, que deje el cargo de ministro y que viva tranquilo hasta que el cáncer acabe con él!».
Me horrorizaba y sublevaba la idea de tener que matar a aquel hombre, ciega criatura sobre la que la mano de la muerte se extendía y cuya sombra se proyectaba ya sobre su rostro, pero que aún seguía acariciando vanos sueños y ambiciones.
—Rusia olvidará a mis enemigos, pero no a mí —repetía esos días.
Resultaba extraño, incluso grotesco, que ya no se acordara de todos los hombres que habían muerto porque no había sabido dar las órdenes precisas en el momento crucial, o a causa de la red de espionaje que él mismo había organizado, y que siguiera importándole el juicio de la posteridad, a la que conminaba a elegir entre él, la chusma de Dahl y otros imbéciles semejantes.
Recuerdo una vez que estaba sentado en uno de los bancos del jardín con Kurílov, su mujer y su hija, que con su delicado rostro infantil, inexpresivo e impenetrable, lo oía sin escucharlo. Era evidente que en ese momento se hallaba muy lejos de allí, perdida en ensoñaciones en que no cabía la preocupación por su padre. Cuando el ministro calló, ella siguió jugueteando con la larga cadenita de oro que llevaba al cuello. Su padre se volvió y la miró ceñudo, con expresión triste e irritada. El pequeño Iván corría a lo lejos en pos de los perros. Lo oíamos gritar, un tanto jadeante, pues estaba grueso y enseguida se quedaba sin aliento.
Yo observaba los mosquitos, que se alzaban en densas nubes de las aguas del golfo. Los seres humanos que me rodeaban se me antojaban similares a aquellos insectos, que flotaban sobre la marisma, acosaban a los hombres, se agitaban sobre las burbujas de aire y desaparecían, ¡el diablo sabrá por qué!