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Fui a la pensión que me recomendó Fanny y que regentaba una tal señora Schröder, una mujer de origen alemán que había empezado gestionando un burdel para acabar transformándolo en casa de huéspedes. Estaba a sueldo tanto de los revolucionarios como de la policía. La tolerancia de unos y otros permitía que esos sitios fueran especialmente seguros.

Acudían muchas prostitutas, que eran nuestras informadoras involuntarias y gratuitas. Por la noche, antes de volver a la avenida Nevsky o los cabarets, se reunían en la pensión de la Schröder. Poníamos la tetera y la botella de vodka sobre la mesa y, sin percatarse, nos suministraban más nombres y direcciones que un revolucionario profesional. Eran buenas chicas, dulces y sumamente desgraciadas. Reaccionarias de corazón, como suelen ser las prostitutas, muchas no sospechaban el papel que les hacían desempeñar ambos bandos, pero algunas traicionaban a unos y otros a sabiendas, por interés, celos o exceso de locuacidad.

La noche misma de nuestra llegada decidimos ir a la catedral de San Isaac, donde se celebraría una misa, ya que al día siguiente era Domingo de Pascua. Según las informaciones de Fanny, estaba prevista la asistencia del ministro y yo podría verlo en persona, pues sólo lo conocía por fotografías.

Ese año la festividad de la Pascua coincidía con la de no recuerdo qué santo, de modo que Kurílov no iba a oír la misa en la capilla del ministerio, como de costumbre.

Fanny me indicaría quién era y luego desaparecería, pues la buscaba la policía por un asunto de impresión clandestina, motivo por el cual el Partido había descartado encargarle el atentado. Era un ser de una inteligencia y una capacidad de decisión extraordinarias, animada por una especie de inquietud febril, de tensión perpetua, que en ese grado sólo he visto en mujeres capaces de auténticas proezas de resistencia y energía pero que, de repente, se venían abajo y optaban por suicidarse, o se pasaban al enemigo y nos traicionaban. Muchas, no obstante, murieron valientemente.

Por la tarde, Fanny había conseguido dinero y ropa de campesina para ella.

Cogimos dos grandes cirios y los kulitchs, los bizcochos de Pascua que era costumbre llevar a bendecir a la catedral, y nos dirigimos hacia el templo dando un rodeo, porque mi compañera quería enseñarme el palacio del ministerio, donde vivía Kurílov.

Yo iba contemplando San Petersburgo, que me parecía de una belleza asombrosa. Ese año, la Pascua había caído muy tarde y las noches ya eran claras.

Se veían perfectamente los palacios rojos, los muelles, las oscuras casas de granito. Me detuve ante el ministerio para admirar las columnas y los balcones de hierro forjado. La piedra tenía el rojo oscuro de los edificios oficiales, un tono de sangre seca. La alta verja rodeaba un jardín aún desnudo, entre cuyas ramas peladas se divisaba un patio de arena y una ancha escalinata de mármol blanco.

Nos encaminamos hacia San Isaac. Las calles estaban llenas de gente humilde que, al igual que nosotros, llevaba cirios y kulitchs envueltos en servilletas blancas comprados en puestos ambulantes. Los coches circulaban con lentitud. Llegamos a la plaza, donde la muchedumbre aguardaba. Vi pasar a miembros del cuerpo diplomático, ministros, altos dignatarios, mujeres… Luego entramos con la plebe, santiguándonos como los demás.

Fanny me condujo a un rincón apartado desde el que veíamos los primeros bancos. El olor y la humareda del incienso eran tales que, con las sienes palpitantes y como a través de una nube, percibía la presencia de una multitud de trajes de noche y relumbrantes uniformes con cordones y estrellas. Las caras, iluminadas por los cirios, se me antojaban tan amarillentas como las de los muertos, y las bocas estaban flanqueadas por profundas sombras. Los sacerdotes, deslumbrantes, entonaban sus cánticos y balanceaban sus incensarios hacia nosotros.

—Es el tercero del primer banco de la izquierda, está entre dos mujeres —me dijo Fanny—. Una lleva un sombrero con plumas de ave del paraíso; la otra, la joven, un vestido blanco.

A través del flotante incienso, divisé entonces a un individuo grueso y muy alto con el pelo y las cejas casi encanecidos, la barba rojiza y recta y una expresión implacable, altiva y severa. Lo observé largo rato. Permanecía tan inmóvil como una estatua. De vez en cuando, su mano se alzaba para hacer la señal de la cruz; pero el grueso cuello y la cara, ancha e imponente, no se movían; ni siquiera parpadeaba: sus grandes y claros ojos miraban al frente, fijos en el altar.

Sujetándose con fuerza la pañoleta roja bajo la barbilla, Fanny lo observaba con ojos brillantes. Un centenar de policías, unos de uniforme y otros de paisano, pero inconfundibles por su rigidez y un aspecto arrogante y brutal, formaban un cordón que separaba del pueblo a aquella rutilante reunión de dignatarios y ministros.

Empezaba a hacer tanto calor que la sangre se me agolpaba en las sienes y oía mis sordos y desacompasados latidos. Nos habíamos arrodillado, como la gente que nos rodeaba, y aquellos cánticos parecían caer de las magníficas bóvedas y derramarse sobre nuestras cabezas.

Ahora ya no veía a Kurílov. Me sentía presa de la somnolencia y febril, maquinalmente, rocé la losa de delante con la frente, como todo el mundo. Un hálito helado, un olor a fría humedad, ascendía a bocanadas del suelo de mármol.

La misa acabó y salimos. Los policías apartaron a la gente. Vi subir al coche al ministro, ayudado por un lacayo que llevaba un sombrero negro con una escarapela.

Los concelebrantes dieron la primera vuelta alrededor de la catedral; en la clara noche de primavera, vimos flotar las largas cintas de los iconos. Por fin, pasaron por tercera vez con la reluciente cruz, y luego sus cánticos se perdieron a lo lejos.

Nos alejamos y tomamos la avenida Nevsky camino de la pensión. Llevábamos los cirios encendidos, como toda la gente. El olor a cera colmaba el aire y las llamas ardían altas, transparentes y rectas, pues la noche era apacible en grado sumo, sin el menor soplo de brisa.

—Presagio de paz, presagio de felicidad —dijeron unas mujeres detrás de nosotros protegiendo con la mano las brillantes llamitas.

Sobre nuestras cabezas el cielo empezaba apenas a oscurecerse, pero el horizonte, impregnado todavía de una claridad rosa, coloreaba la superficie de los canales con leves sombras y cambiantes reflejos.

Volvimos a pasar ante la verja abierta del ministerio. Los coches penetraban en el jardín. En las ventanas destacaban con claridad mujeres con traje de noche y nos llegaba el rumor apagado de la música. El edificio estaba totalmente iluminado.

No sé por qué, mientras vagaba por las calles enfermo (porque el olor a incienso y el calor de la catedral me habían provocado náuseas y fiebre), al recordar el impasible y gélido rostro del ministro sentí odio por primera vez en mi vida. Mi corazón rebosaba de hiel.

Fanny, que parecía extrañamente capaz de intuir mis estados de ánimo, me miró.

—¿Y bien? —preguntó con sequedad.

Me limité a encogerme de hombros.

Entonces aquella chica, que era desconfiada y orgullosa, me habló de sí misma por primera vez. Sentados en uno de los bancos de granito de los muelles, me contó su vida. El aire del Neva, todavía puro y saturado de helor, apagó nuestros cirios.

Después oí relatos similares de labios de muchas mujeres del Partido. Todas sus vidas se parecían, al igual que su orgullo herido y su sed de libertad y venganza. Pero en el tono y las palabras de Fanny percibí una afectación que me molestaba y dejaba indiferente. Estaba visiblemente emocionada; sus ojos buscaban los míos con una especie de buena voluntad, de afán de conmoverme, de sumirme en la compasión, la admiración y el horror. Yo apenas la escuchaba; esa noche todo me parecía una pesadilla, y sus palabras se confundían en una fantasmagoría de sueño y fiebre.