20

Desde el día siguiente, la casa empezó a parecerse a una bulliciosa colmena. Se colocaban colgaduras, se tiraban tabiques…

Si no recuerdo mal, la respuesta de la zarina se hizo esperar. El ministro estaba cada vez más agitado. De la mañana a la noche, se lo veía deambular por la casa con su pesado y vacilante paso, que estremecía el parquet. Se mostraba duro e impaciente con criados y secretarios. Recuerdo especialmente el tono hostil y displicente con que se dirigía a su hija. A veces miraba a Marguerite Eduardovna a hurtadillas. Imagino que ponía en la balanza su ambición y su amor por ella. Y en esas ocasiones, esbozaba una especie de sonrisa resignada, una expresión de profunda dulzura, y luego se volvía suspirando. Entretanto, Fanny me esperaba todas las noches junto a la pequeña verja del parque y me hablaba de persecuciones en las universidades, de disturbios reprimidos con violencia inaudita, de estudiantes detenidos y deportados… Recuerdo aquella extraña sensación: la voz de Fanny temblando de odio y el pálido rostro de Kurílov, cuya imagen me perseguía sin tregua… Ya daba todo igual. Los estudiantes tenían razón y el Cachalote también. Cada pequeño insecto humano pensaba sólo en sí mismo, en su vida de mosquito amenazada, y odiaba y despreciaba a los demás, lo cual era justo… Sólo yo los comprendía a todos. Demasiado bien. El juego había acabado. Dios exige más ceguera a sus criaturas.

Pasaba el tiempo y la zarina seguía sin contestar. Mientras tanto, la avalancha de floristas y tapiceros no cesaba. Durante algún tiempo prevaleció la idea de organizar una fiesta nocturna en el jardín.

Como ya he mencionado anteriormente, el parque descendía por delante de la casa hasta el mar, un triste golfo septentrional rodeado de pinos y zarzas. Creo que Kurílov quería erigir un pontón y disfrazar a unos músicos. Pero esas finezas eran muy ajenas a su carácter, de modo que lo ayudaba Hipólito Kurílov.

El ministro ignoraba la reputación de su sobrino y hasta qué punto lo perjudicaba, de modo que lo apoyaba en su carrera cuanto podía. Si se acusaba al Cachalote de favorecer a su numerosa parentela en perjuicio del Estado, se debía sobre todo a Hipólito.

—No roba, pero tampoco es que haya obtenido nada para el pueblo —decía la gente—. Coloca a sus conocidos, primos y hermanos en todas partes, y todos roban.

La primera señora Kurílov había criado a aquel chico, huérfano desde muy pequeño, y el ministro seguía cumpliendo de forma escrupulosa cuantos deseos su mujer había expresado en vida. Era uno de los rasgos de su carácter, una estúpida lealtad, una rígida honradez que descargaba su conciencia, pero que le hacía cometer numerosos errores y provocaba los mayores desastres.

En la habitación de su difunta esposa, que permanecía intacta, seguía colgando un enorme retrato de Hipólito Kurílov de niño, con una aureola de dorados bucles en torno al demacrado y alargado rostro.

Todas las tardes, el ministro y su sobrino bajaban hasta la orilla, medían el terreno y discutían el modo de colocar los músicos y el color de los farolillos.

Hipólito Nicolaiévich corría, agitaba los brazos, señalaba el golfo…

—¿Se imagina, tío? El mar de fondo, iluminado por la luna, el aroma de las flores, la música en sordina alzándose sobre el agua, los vestidos de las mujeres… ¡Un Watteau! —exclamaba arrastrando las erres y levantando las blancas y regordetas manos. Era un jorobado sin joroba, con el pecho abombado, la cabeza apenas separada del tronco y la cara alargada y pálida—. Naturalmente, será caro —añadía con despreocupación—. Déjeme a mí…

En aquellas islas, el crepúsculo era de una tristeza tremenda. Recuerdo que llovía y que las gotas acribillaban las serenas aguas del golfo. El sol poniente permanecía en el horizonte hasta la mañana: un globo de un rojo apagado que, envuelto por la bruma, parecía humear.

Kurílov escuchaba con expresión sombría y, de vez en cuando, se volvía hacia mí.

—¿Qué opina, señor Legrand? Habla usted poco, pero tiene buen gusto. Los farolillos, ¿de qué color los prefiere? ¿Tal vez verdes?

En realidad ni siquiera me escuchaba. Contemplaba el mar inmóvil y volvía sobre sus pasos, suspirando.

Al final decidió ir en persona a pedir la respuesta del zar y someter a su consideración, si aceptaba asistir, la lista de invitados.

Acompañé al ministro al Palacio de Invierno. Cuando salí, vi a los peticionarios que aguardaban en el patio. Llevaban toda la mañana allí; la lluvia los había agrupado bajo un saledizo, como a un rebaño. Cuando apareció el Cachalote, dieron unos tímidos pasos en su dirección. El ministro agitó la mano con gesto de hastío.

—¡Váyanse! ¡Atrás! —gritaron dos criados, adelantándose.

En un visto y no visto, los hicieron retroceder y cerraron la verja. Sombrío y pensativo, Kurílov subió al cupé blindado y me indicó que lo siguiera. Qué paradójico… Ese día, también a él lo recibieron mal. El zar estaba cansado; la emperatriz, enferma.

Lo esperé largo rato delante del palacio, asfixiándome en aquel coche, y luego volvimos a las islas al paso.

Acurrucado en un extremo, Kurílov miraba en silencio al vacío. A veces urgía al cochero chasqueando apenas la lengua, pero en cuanto éste aflojaba las riendas y los caballos empezaban a galopar, se enfurecía, insultaba al hombre y proseguíamos al paso. La lluvia arreciaba por momentos. Es curioso hasta qué punto comprendía los «estados de ánimo» del Cachalote. Sin embargo, resultaba difícil adivinar qué emociones agitaban su espíritu detrás de aquella coraza, bajo aquella inmovilidad estatuaria. Las intuía de un modo extraño que me proporcionaba, además de satisfacción intelectual, un gozo casi físico. Tiempo después, en Siberia, cuando escapé del presidio y tuve que cazar para alimentarme durante la huida, recuerdo que mientras acechaba a una presa percibía sus estremecimientos de un modo similar.

El calor y el bochornoso aguacero parecían ascender de la tierra. Era evidente que el ministro ardía en deseos de hablar conmigo; pero como de costumbre, el pobre idiota temía revelarme lo que una sola de sus miradas o sus gestos habría evidenciado incluso a un niño.

—Bendita servidumbre… —dijo al fin con amargura.

Como no repliqué, se sumió de nuevo en el silencio, volvió la cabeza y se puso a contemplar el agua que chorreaba por la ventanilla. Habíamos cruzado la puerta de San Petersburgo. Seguíamos un ancho paseo flanqueado de árboles, de cuyo empapado follaje la lluvia, reluciente como la plata, caía con estrépito.

En un momento dado, el coche hizo un movimiento extraño y miré a Kurílov. Aunque por lo general era perfecta y absolutamente dueño de sí mismo, una sacudida del carruaje, un ruido de cristales rotos, solían provocarle una especie de involuntaria contracción nerviosa, que un instante después se transformaba en calma glacial. Me divertía sorprender aquellos sobresaltos, que revelaban su obsesión por un atentado.

Pero ese día no reaccionó. No se puso rígido; su cuerpo inerte siguió la inercia del vehículo, que, desviado por una piedra, había dado un bandazo.

—¿Se ha hecho daño? —le pregunté.

Me miró como si acabara de despertar. Tenía las mejillas hundidas y pálidas, y los ojos entornados.

—No —respondió, y meneó la cabeza—. Es extraño. Me encuentro mejor. Cuando tengo la mente ocupada con todos esos problemas, el dolor se calma. —Suspiró—. Cuanto más arriba estás, más pesada es tu cruz.

—Sin embargo, si está cansado… ¿Por qué no se retira? Marguerite Eduardovna…

—No puedo —me interrumpió—. Esto es mi vida.

Y en silencio llegamos a casa.

La idea de situar la orquesta a orillas del mar acabó desechándose. Kurílov decidió organizar un espectáculo en la Sala de Malaquita, como le había aconsejado Dahl. El zar y la zarina habían dado un vago asentimiento, aunque podían cambiar de opinión en cualquier instante. En todo caso, las invitaciones estaban cursadas.

La Sala de Malaquita ocupaba la mitad de la planta baja, y allí se montó el escenario. Varios días antes del baile, entré y encontré a Kurílov presenciando un ensayo. Una joven disfrazada de pastora estilo Luis XV tocaba un instrumento antiguo, una especie de cornamusa que producía el sonido alegre y agudo de un pífano. Habían retirado todos los muebles, excepto la enorme araña de cristal veneciano con varios niveles, cuyos colgantes tintineaban como eco de la música.

Con los grandes ojos azules muy abiertos, el ministro parecía escuchar con atención; luego felicitó a la intérprete. Cuando la joven se marchó, nos quedamos solos en medio de la sala, momento en que advertí que las tablas del escenario, que aún no habían cubierto con alfombras, estaban mal ensambladas y parecían a punto de partirse bajo el peso más liviano. Se lo hice notar. Kurílov me miró como si despertara de un sueño y no respondió.

—Fíjese: no es nada seguro —insistí.

De repente hizo una mueca y una expresión de ciega furia lo transformó.

—Ah, ¿no? ¡Pues mejor! ¡Mejor! ¡Dios mío! ¿Por qué no se irán todos al infierno? ¿Por qué no se los tragará la tierra? —Al cabo de unos instantes, consiguió dominarse y me miró inquieto—. No me haga caso. Estoy nervioso, enfermo…

Se acercó a una ventana para mirar fuera, y al cabo de un buen rato se marchó sin decir nada.