13

En la terraza, oí a Langenberg proseguir una conversación iniciada con Dahl:

—Habría que crear una organización secreta que se encargara de eliminar a esos malditos socialistas, revolucionarios, comunistas, librepensadores y, naturalmente, a todos los judíos… Se podría reclutar a antiguos criminales, delincuentes comunes, con la promesa de perdonarles la vida. Esa gente, la chusma revolucionaria, no merece más piedad que los perros rabiosos.

Kurílov y el príncipe se habían detenido y lo escuchaban sonriendo.

—¡Diantre! —exclamó Nelrode—. ¡Qué claro lo tiene, amigo mío! Por desgracia, nada más lejos de la realidad.

Bajaron al jardín. Dahl, Langenberg y el viejo ministro de Asuntos Exteriores se marcharon pronto. Kurílov y el príncipe quedaron a solas.

—¿Cómo quieren que no derivemos, usted y yo, hacia ese liberalismo que nos reprochan en la corte? Al oír semejantes estupideces se le cae a uno el alma a los pies. —El viejo príncipe, que se había disculpado por cubrirse, pues el calor era muy intenso para la época del año, se detuvo. Estaban en medio del sendero, flanqueado de rosas blancas. Aunque caminaba tras ellos, se habían olvidado de mi presencia. Nelrode llevaba una gorra inglesa con una gran visera forrada de seda verde. Se la caló sobre los ojos y, con voz profunda y cansada, dijo en francés—: Los perros ladran, la caravana pasa[3]. —Y con fuerza golpeó la tierra sirviéndose del bastón—. Nunca me arrepentiré de haber sido humano. Sobre todo a mi edad, es un gran consuelo, Valerian Alexándrovich, ya lo verá.

Aún me parece estar viendo aquellas manos blancas y largas. Me esforcé en imaginar la mañana en que había lanzado su escuadrón sobre la pequeña plaza polaca, cubierta de muertos y sangre.

Entonces lo escuchaba con irónica incredulidad. Más tarde, cuando estuve en su lugar, comprendí que no había habido ni un ápice de hipocresía en las palabras de aquellos hombres. Como cualquiera de nosotros, tenían mala memoria.

Sentados en un banco, en un sitio que llamaban la glorieta de las Musas, hablaron de los atentados revolucionarios. Recuerdo como si fuera ayer aquellos tejos podados en formas caprichosas y el olor de los bojes. Me deslicé detrás del seto; me habría bastado extender la mano para tocarlos. Los escuché con apasionada curiosidad.

—A menudo me advierten que se prepara un atentado —dijo el príncipe—. La gente me escribe o pide que me avisen: «No vaya a tal sitio, o a tal otro». Aunque jamás hago caso, he de reconocer que por la noche, en casa, cuando me acuesto sabiendo que al día siguiente debo ir al lugar en cuestión, siento miedo. Pero se me pasa en cuanto subo al coche.

—Yo rezo todas las mañanas al despertar —confesó Kurílov—. Considero la nueva jornada como si fuera la última de mi vida. Por la tarde, al volver a casa, agradezco a Dios que me haya dado otro día de prórroga —concluyó con aquella solemne banalidad que le conocía bien, aunque le temblaba la voz. Luego guardó silencio.

—¡Ah, sí, usted cree en Dios! —dijo el príncipe en su inimitable tono. Entonces soltó una risita cansada y murmuró—: Me esfuerzo cuanto puedo en mis tareas, pero le juro que no sé por qué. Me proporciona cierta satisfacción personal, que no es la del deber cumplido, Valerian Alexándrovich, sino el amargo placer de comprobar, una y otra vez, hasta dónde llega la estupidez humana. En cuanto a la posteridad y esas zarandajas, me traen sin cuidado. ¡Qué revuelo se armó a propósito del asunto del anarquista Semenoff! Sin embargo, le ahorré unos meses de sufrimiento, la angustia y el terror de la ejecución, y al mismo tiempo evité esos juicios que no consiguen más que difundir entre el pueblo las ideas contra las que queremos luchar. Y en Polonia, lo mismo… A los muertos no podía causarles ningún mal ser pisoteados por los cascos de los caballos, reconozcámoslo; e inspirando un terror saludable, corté de raíz la insurrección y salvé vidas humanas. Cada día que pasa concedo más valor a la vida humana y menos a lo que convenimos en llamar «ideas» —añadió en tono soñador—. En una palabra, actué con lógica. Eso es lo que la gente no puede perdonar.

—Yo confío en el juicio de la posteridad. Rusia olvidará a mis enemigos, pero no a mí. Todo esto es duro, es difícil —murmuró Kurílov suspirando—. Aseguran que hay que saber derramar sangre, y es verdad. —Y tras una pausa, puntualizó débilmente—: Por una causa justa…

—Tampoco creo demasiado en las causas justas —repuso el príncipe, y respiró hondo—. Pero es cierto que soy mucho más viejo. A usted aún le quedan ilusiones.

—Vivir es difícil, es duro —insistió el ministro con tristeza. Se interrumpió y, de pronto, bajando la voz musitó—: Tengo tantas preocupaciones…

Me incliné hacia ellos un poco más. Era mi primera acción realmente arriesgada en casa del ministro, pero me devoraba la curiosidad.

El príncipe carraspeó y se volvió hacia Kurílov. Conteniendo la respiración, los observaba entre los intersticios del seto, a unos metros de mí.

Kurílov empezó a quejarse, reconoció que estaba agotado, enfermo, rodeado de enemigos e intrigas…

—¿Por qué no seguí su consejo? ¿Por qué me case? —repitió varias veces con amargura—. Un estadista debe ser invulnerable. Ellos saben cuál es mi punto débil —aseguró con énfasis— y cada vez que doy un paso adelante, ahí es donde me golpean. Mi vida se ha convertido en un infierno. ¡Si supiera usted qué indecencias, qué mentiras se cuentan diariamente a propósito de mi mujer!

—Lo sé, mi pobre amigo, lo sé —dijo el príncipe con suavidad.

—Para celebrar el vigésimo cumpleaños de Ina quiero dar un baile, como es costumbre entre nosotros. No ignora usted que sus majestades no han vuelto a pisar mi casa desde la muerte de mi primera esposa. ¿Puede creer —añadió con voz temblorosa— que me hicieron saber que, para ellos poder asistir a dicho baile, sería deseable que Marguerite Eduardovna estuviera ausente? Y tuve que sonreír y tragarme la ofensa sin rechistar. Es inaudito que una persona de mi posición, ante quien tiemblan miles de hombres, se vea obligada a inclinarse ante esa gentuza, esa chusma dorada que puebla la corte —prosiguió con su tono pomposo—. ¡Ah, estoy cansado del poder! Pero cumplo con mi deber, lo cumplo quedándome —repitió varias veces con vehemencia.

—Es cierto que si Marguerite Eduardovna pudiera abandonar momentáneamente Rusia… —comenzó el príncipe.

—¡No! —lo atajó Kurílov—. Prefiero acabar de una vez y marcharme también. Es mi esposa ante Dios. Lleva mi apellido. Pero ¿qué les importa a ellos el pasado? ¿Acaso lo conocen? La calificaron de «mujer ligera» y asunto concluido. No me refiero al amor ni a los primeros años; pero sólo yo sé la abnegación que me ha demostrado, el consuelo, la ayuda que supuso para mí durante catorce años. ¡Mi vida! ¡Mi desgraciada vida! Sabe que cuidé de mi pobre mujer hasta el final. Nadie, ni siquiera usted, se imagina lo que llegué a… —Quería decir «sufrir», pero sus orgullosos labios se negaban a pronunciar la palabra. Se enderezó e hizo un gesto de cansancio con la mano—. Está muerta. En paz descanse. Pero yo, ¿no tenía derecho a rehacer mi vida como considerara oportuno? Ahora veo que la esfera privada de un estadista pertenece al público, como su trabajo. En cuanto intenta reservarse un pequeño rincón de su vida, sobre eso precisamente se lanzan sus enemigos.

—Margot… —murmuró el príncipe con aire soñador—. Esa mujer, incluso ahora, vieja y ajada, conserva un extraño encanto… Tal vez el que desprenden quienes fueron muy amados.

—En otros tiempos la amaba —admitió Kurílov con una sinceridad que me sorprendió—. Usted sabe cuántas locuras cometí por ella. Pero los sentimientos que me inspira ahora no pueden compararse a aquello. En la vida estoy solo, Alejandro Alexándrovich; todos lo estamos. Y cuanto más arriba nos encontramos mayor es nuestra soledad. En ella Dios me dio una amiga. Adolezco de muchos defectos; el hombre es un amasijo de vicios y miserias. Pero soy leal, no abandono a mis amigos.

—Desconfíe de Dahl. Ambiciona su puesto, y creo que sólo esperan un paso en falso por su parte para dárselo. Además, es su antiguo colega en el ministerio. ¿Quién mejor que nuestros antiguos compañeros para ponernos la zancadilla? ¿Por qué no quiere casar a su hija con el cretino del hijo de Dahl? Una buena dote lo apaciguaría. Mediante el ejercicio del poder sólo busca el enriquecimiento.

—A Ina le repugna profundamente esa unión —respondió Kurílov, titubeante—. Por otra parte, me temo que eso nada arreglaría. Dahl es como uno de esos perros insaciables que no se conforman con la carne; también quieren el hueso.

—¿Se enteró de su última jugada maestra? Ya sabe la cantinela que se repite en la corte de un tiempo a esta parte: Rusia para los rusos. Si alguien desea obtener la concesión de una línea ferroviaria, por ejemplo, ha de tener un apellido que acabe en «off». Pues bien, el barón descubrió en algún sitio a un pobre principucho arruinado, pero con un apellido de antiguo linaje, del que se sirve para obtener concesiones mineras o ferroviarias, que revende a judíos o alemanes a cambio de una jugosa comisión. Dos mil rublos al príncipe, y todos contentos. ¿No le parece divertido?

—A veces me asombra la increíble codicia de esa gente. Un ciudadano corriente tiene derecho a ser codicioso, porque sabe que de lo contrario morirá de hambre. Pero las personas que lo poseen todo, dinero, relaciones, tierras, jamás se dan por satisfechos. No puedo entenderlo.

—Cada cual tiene sus debilidades… La naturaleza humana es incomprensible. Ni siquiera puede afirmarse con certeza que un hombre sea bueno o malo, estúpido o inteligente. No existe hombre bueno que no cometa en su vida una maldad, ni malo que nunca experimente un impulso bondadoso, ni hombre inteligente que jamás haga estupideces, ni imbécil que en alguna ocasión no actúe con inteligencia. Por otra parte, eso confiere a la vida su carácter diverso, imprevisible, lo cual también se me antoja divertido…

Se pusieron en pie y, sin dejar de hablar, abandonaron la glorieta. Esperé unos instantes y me marché.