14
Pasaron en el jardín el resto del día, acompañados por Vania, el hijo de Kurílov, que los escuchaba aburrido.
—Para él la vida será más fácil —dijo el ministro.
La brisa estival me traía todas sus palabras.
—Atravesamos un momento difícil, pero estoy convencido de que para remontar la corriente bastaría con que la opinión pública nos ayudara.
»En cuanto a mí —dijo Kurílov tras una breve pausa—, no se imagina cuánto me reconfortan las muestras de simpatía que me llegan de todas partes. La sociedad está cansada de flirtear con la revolución. Opino que podemos esperar diez o doce años difíciles. Pero el futuro es esperanzador.
—Mi querido amigo… —murmuró el príncipe en tono de duda, y calló.
El ministro acariciaba pensativo el pelo de su hijo, que bostezaba con disimulo y se estremecía de pies a cabeza, con esos movimientos bruscos, reprimidos con fuerza, esa especie de instintiva repugnancia que muestran los niños al sentirse tocados por las manos de un viejo.
Al hilo de sus mudas reflexiones, que no me costaba reconstruir, Kurílov dijo:
—La emperatriz parece afligida por el nacimiento de la gran duquesa Anastasia. Este cuarto fracaso ha sido duro. Sus majestades aún son jóvenes, es cierto, pero…
Hubo un largo silencio. Luego el príncipe sacudió la ceniza del cigarrillo y, esbozando una mueca, comentó:
—Ayer vi a su alteza el gran duque Miguel. Realmente es el vivo retrato de su augusto padre…
Ambos miraban sonrientes al niño, como si en él se proyectara la imagen del futuro: el emperador, que muere sin heredero; su hermano, el gran duque Miguel, que lo sucede en el trono, una era de paz y felicidad para Rusia… Al menos, así pensaba el Cachalote. Las ideas del príncipe eran más difíciles de comprender… Recuerdo muy bien aquel día.
Por fin, el príncipe se acordó de mí, me mandó llamar y pidió un remedio para la tos crónica que padecía. Señalándole el cigarrillo, le advertí que no debería fumar.
—Esta juventud siempre tan radical… —comentó riendo—. A los hombres se nos puede quitar la vida, pero no así los vicios.
Tenía la voz clara y una forma brillante y concisa de expresarse. Le ofrecí un calmante, que aceptó agradeciéndomelo. Luego me marché a mi habitación, donde permanecí largo rato divagando y preguntándome qué cábalas y conjeturas sobre el futuro serían las acertadas, las suyas o las nuestras. Me sentía terriblemente triste y cansado, aunque a intervalos era presa de una alegre ferocidad, que me sorprendía.
Cuando volví al jardín ya era tarde. El crepúsculo de primavera estaba comenzando y el cielo, límpido y deslumbrante, parecía un inmenso y transparente cristal rosa. En esos momentos, las islas poseían una gran belleza. Las pequeñas lagunas entre las lenguas de tierra relucían tenuemente y reflejaban el cielo.
El coche del príncipe se disponía a partir. Nelrode, sentado en el fondo del landó, llevaba una manta de piel sobre las piernas y sostenía un ramo de rosas blancas recién cortadas para él y que acariciaba.
Le tendí la fórmula del calmante.
—¿Es usted francés, doctor? —me preguntó.
—Suizo.
Asintió.
—Hermoso país… Este verano pasaré un mes en Vevey.
Hizo un gesto imperceptible al criado, tras lo cual la puerta se cerró y el coche empezó a alejarse.
Camino de San Petersburgo, en la carretera, ya a las puertas de la ciudad, una mujer, la antigua prometida de Gregorio Semiónov, que llevaba quince años esperando ese momento, lanzó una bomba al paso del carruaje del príncipe. Los caballos, el cochero y un anciano que estaba oliendo tranquilamente sus rosas volaron por los aires en pedazos, junto con la asesina.