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Tenía planeado ofrecer mis servicios a Kurílov como ayuda de cámara, preceptor o médico francófono. Fue este último subterfugio el que prosperó. Uno de nuestros correligionarios de la embajada suiza me recomendó a su jefe y éste, con toda inocencia, al ministro, que en su traslado anual a la casa de las islas y después al Cáucaso siempre llevaba consigo a un doctor joven, de preferencia extranjero.
Acudí a la embajada y, por supuesto, con el pasaporte y las falsas cartas de recomendación, logré mi objetivo mucho más deprisa que si en verdad hubiera sido Marcel Legrand. Conseguí un escrito del embajador suizo en que respondía de mí desde el punto de vista político, y ese mismo día me presenté en el palacio.
Me recibió un secretario, que examinó mis documentos y se los quedó, rogándome que volviera a la mañana siguiente. Y así lo hice.
Estaba allí, esperando, cuando Kurílov cruzó la sala con pesadas zancadas y me tendió la mano. Me sorprendió lo diferentes que resultaban sus rasgos vistos de cerca respecto a como los recordaba. Parecía más viejo y su rostro, inmóvil en público como un bloque de mármol, más blando y fofo, de una adiposidad blancuzca. Tenía marcadas ojeras violáceas.
El día que nos habíamos cruzado delante de su casa, había reparado en su forma de mirarme con fijeza, al parecer sin verme, como si buscara algo al otro lado de un cristal. Era todo frente y orejas… Durante los escasos minutos que duró nuestra entrevista, sentí sus azules y cansados ojos clavados en mí. Más tarde me explicaron que aquella manera de posar pesadamente la vista en el rostro de su interlocutor, sin parpadear, era una manía de Alejandro III que sin duda su ministro procuraba imitar. Pero sobre todo parecía dominado por una idea obsesiva; más que temor, ante aquella mirada fija y ausente uno sentía una mezcla de incomodidad y desasosiego.
Me formuló algunas preguntas y quiso saber si podría instalarme en su casa de las islas el lunes de la semana siguiente.
—Pasaré allí el mes de junio —explicó—. Y el otoño en el Cáucaso.
Respondí que estaba conforme. Hizo una seña, y el secretario me acompañó a la puerta. Me marché.
El lunes fijado pedí que me llevaran a las islas. La casa de los Kurílov se alzaba en el punto más extremo, en un lugar llamado la Flecha, desde el que se divisaba todo el golfo de Finlandia. El sol poniente se reflejaba en el mar, difundiendo una luminosidad plateada que se prolongó durante toda aquella noche de mayo. Delgados abedules y abetos enanos crecían en el esponjoso terreno, saturado de un agua negra, cenagosa. En mi vida he visto tantos mosquitos como allí; al anochecer, un vapor blancuzco se elevaba en torno a los edificios y el aire se llenaba de densas nubes de insectos.
En las islas había casas preciosas. Algunas villas de Niza me recuerdan la de Kurílov, que era del mismo estilo italiano, pomposo y rococó, de piedra color azafrán, con el zócalo pintado de un tono verdemar y adornada con grandes balcones ovalados.
Todo aquello quedó destruido durante la guerra civil. Recuerdo que siendo comisario político volví en una ocasión, con motivo de la batalla del 19 de octubre contra Yudénich, general del Ejército Blanco. Nuestros guardias rojos estaban acampados a orillas del golfo. No quedaba ni rastro de la casa, totalmente arrasada por los obuses, igual que si se la hubiera tragado la tierra. El agua, que había brotado por doquier, formaba un auténtico estanque, sereno y profundo, del que ascendía el molesto zumbido de los mosquitos. Aspiré el olor a humedad con un sentimiento extraño…
Durante un tiempo viví solo en la casa con Iván, el hijo del ministro, que contaba diez años, y su preceptor, un suizo llamado Frölich, pues el zar había retenido a su excelencia. Más tarde llegaron su mujer y su hija, Ina (Irene Valeriánovna), y por fin el propio Kurílov.