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Niza, 1931
En 1903, el Comité Revolucionario, haciendo uso del término que se empleaba entonces, me encargó «liquidar» el asunto Kurílov. Aunque el episodio tuvo una repercusión fugaz en mi vida, al empezar mi autobiografía su recuerdo cobra intensidad porque configuró los inicios de mi carrera revolucionaria, a pesar de que a la larga determinara mi cambio de bando.
Entre esa fecha y la toma del poder transcurrieron catorce años, que pasé entre la cárcel y el exilio. Después vino la Revolución de Octubre (el período del Sturm und Drang…), y de nuevo el destierro.
He vivido cincuenta años, que pasaron volando; de eso no puedo quejarme. Pero el final se hace esperar. El final se eterniza.
Nací el 12 de marzo de 1881 en un pueblecito perdido de Siberia, a orillas del Lena. Mis padres eran dos deportados políticos conocidos en la época, cuyos nombres ya nadie recuerda: Victoria Saltykov y el terrorista M., Máximo Davidóvich M.
A mi padre apenas lo traté; ni el presidio ni el exilio favorecen la vida familiar. Era un hombre alto de ojos pequeños, negros y brillantes, grandes manos huesudas y muñecas finas… Hablaba poco; tenía una risita cáustica y triste. Cuando vinieron a detenerlo por última vez, yo aún era un niño. Me besó, me miró con una especie de irónico asombro, frunció los labios en una tenue mueca hastiada que podía pasar por sonrisa, salió de la habitación, volvió por los cigarrillos que había olvidado, y a continuación desapareció para siempre de mi vida. Murió en la cárcel, a la edad que acabo de cumplir, en una celda de la fortaleza de Pedro y Pablo inundada por el agua del Neva durante las crecidas otoñales.
Tras su detención, fui a vivir a Ginebra con mi madre. De ella, que falleció en la primavera de 1891, me acuerdo mejor: era una persona delgada y frágil, con crenchas pajizas y anteojos. La típica intelectual de los años ochenta… Todavía la recuerdo en Siberia, en el viaje de regreso, cuando la liberaron. Yo tenía seis años y mi hermano acababa de nacer.
Mi madre lo llevaba en brazos con una torpeza sorprendente, apartado del pecho, como si se lo enseñara a las piedras del camino mientras lo oía llorar de hambre, estremecida. Me parece volver a ver sus manos temblorosas enredándose en los pañales y los imperdibles cuando lo cambiaba; unas manos delicadas y largas. A los dieciséis años había matado de un disparo a quemarropa al jefe de los guardias de Viatka, que se había ensañado en su presencia con una presa política, una anciana enferma a quien obligaba a caminar bajo el sol ruso, que en pleno verano golpea como una maza.
Me lo había contado ella misma como si fuera algo apremiante, pero yo aún no tenía edad para comprenderlo bien. Recuerdo la extraña sensación que experimenté al escuchar el relato. Y su voz, sonora y aguda, distinta del tono paciente y cansado que le conocía.
—Esperaba que me ejecutaran. Consideraba mi muerte como la suprema protesta contra un mundo de lágrimas y sangre. —Hizo una pausa y bajando la voz añadió—: ¿Lo comprendes, Lonya?
Su expresión y sus gestos eran fríos y sosegados, pero sus mejillas habían enrojecido ligeramente. No esperó mi respuesta. Mi hermano lloraba, así que se levantó con un suspiro, lo tomó en brazos, lo sostuvo unos instantes como si fuera un pesado paquete, y luego nos dejó para proseguir con su tarea de cifrar cartas.
En Ginebra era la responsable de uno de los comités terroristas suizos, el mismo que a su muerte se ocupó de que me cuidaran y educaran.
Vivíamos de la asignación que recibía del Partido y de sus clases de inglés e italiano. Cuando llegaba la primavera, llevaba la ropa de invierno a la casa de empeños; en otoño, la ropa de verano… En fin, el panorama habitual.
Era muy alta y delgada, y a los treinta años estaba tan estropeada como una vieja, con la espalda encorvada que le aplastaba el frágil pecho. Aunque sufría de tuberculosis y tenía el pulmón derecho destrozado, siempre decía:
—¿Cómo voy a cuidarme mientras las pobres obreras escupen sangre en las fábricas?
Así se expresaban los revolucionarios de su generación.
Y tampoco nos mandó a vivir a otro sitio. ¿Acaso no se contagiaban de sus madres los hijos de las obreras enfermas?
Sin embargo, recuerdo que nunca nos besaba. Por otra parte, éramos niños tristes y despegados, al menos yo. Aunque en ocasiones, cuando estaba muy cansada, extendía la mano y suspirando nos la pasaba por el pelo lentamente, una sola vez.
Aquel alargado y pálido rostro, los dientes amarillentos, los miopes ojos que parpadeaban tras las gafas, y las delgadas y torpes manos que dejaban caer los enseres, que no sabían cocinar ni coser y siempre estaban escribiendo, cifrando cartas, falsificando pasaportes… Creía haber olvidado sus rasgos (han pasado muchos años), y sin embargo ahora vuelven a cobrar forma en mi memoria.
Dos o tres noches al mes cruzaba de Suiza a Francia por el lago Lemán cargada con paquetes de octavillas y explosivos. Me llevaba consigo, no sé si para curtirme en los peligros de la vida que, por una especie de «tradición dinástica revolucionaria», debía ser la mía o para que, dada mi corta edad, los aduaneros se fiaran de nosotros; aunque quizá fuera porque, como mis dos hermanos habían muerto, no quería dejarme solo en el hotel, del mismo modo que las madres convencionales se llevan a sus hijos al cine. Me dormía en la cubierta del barco. Por lo general, era en invierno. El lago, sobre el que se alzaba la espesa bruma, estaba desierto y la noche era fría. Ya en Francia, me dejaba durante unas horas con los Baud, unos campesinos que vivían a orillas del Lemán y que tenían seis o siete hijos; recuerdo una tropa de niños coloradotes, sanos y estúpidos. Bebía café muy caliente; comía pan recién hecho y castañas. A mis ojos, aquella casa, con su chimenea, aquel aroma a café y las voces infantiles, era el paraíso terrenal. Había una terraza, una especie de gran balcón de madera que daba al lago y que en invierno quedaba cubierto de nieve y crujiente hielo.
Tuve dos hermanos más pequeños, que murieron tras vivir algún tiempo solos en la habitación de un hotel, igual que yo. Uno falleció con dos años; el otro, con tres.
Recuerdo especialmente bien la noche que murió el segundo, un niño precioso, rubio y fuerte.
Mi madre estaba al pie del lecho, una vieja cama de madera oscura. Sujetaba una vela y miraba al niño agonizante. Me encontraba a su lado, sentado en el suelo, y veía su rostro consumido, iluminado desde abajo por la llama. Mi hermano se estremeció un par de veces, ladeó la cabeza con expresión sorprendida y cansada, y expiró. Ella permaneció inmóvil, aunque la mano que protegía la luz le temblaba visiblemente. Por fin reparó en mí y quiso decir algo («La muerte es una cosa natural, Lonya», lo más probable), pero sus labios se contrajeron en una mueca melancólica y guardó silencio. Tras enderezar la cabeza de mi hermano en la almohada, me cogió de la mano y me llevó a casa de una vecina. Recuerdo el silencio, la oscuridad, la palidez materna, su camisón blanco y su largo cabello rubio, despeinado. Parecía un sueño confuso. Poco después, ella también murió.
Entonces yo tenía diez años. Había heredado de mi madre el germen de la tuberculosis pulmonar. El Comité Revolucionario me confió al doctor Schwann, un ruso nacionalizado suizo y uno de los jefes del Partido. En Monts, cerca de Sierre, tenía un sanatorio con veinte camas que se convirtió en mi casa.
Situado entre Montana y Sierre, Monts es un pueblo siniestro aprisionado por negros abetos y montañas oscuras, aunque tal vez sólo fuera una impresión personal.
Durante años viví clavado a una tumbona en un balcón, sin ver más mundo que la copa de los abetos y, al otro lado del lago, una urna de cristal parecida a la nuestra, que reflejaba los rayos del sol poniente.
Más adelante, pude salir y bajar al pueblo. Me cruzaba con otros tísicos envueltos en chales en el único camino practicable, subía como ellos, resoplando y deteniéndome a cada paso, contaba uno tras otro, como los demás, los abetos del trayecto, y miraba con odio el cerco de las montañas, que ocultaba el horizonte por doquier… Después de tantos años, aún sigo viéndolas, igual que todavía me parece percibir el olor del sanatorio —a desinfectante y linóleo nuevo— y en sueños oigo el soplido del foehn, el viento seco de otoño, en el bosque.
Con el doctor Schwann aprendí idiomas y medicina, ciencia por la que sentía un interés especial. En cuanto mi salud mejoró, comencé a realizar diversas tareas para los comités revolucionarios de Suiza y Francia.
Pertenecía al Partido por el simple hecho de haber nacido.