EL ESTADO DE GUERRERO. ÁLVAREZ VERSUS JIMÉNEZ[*]

De propósito nos hemos abstenido hasta hoy, de hablar acerca de la cuestión que se agita en ese estado y que tanto interesa a la república entera.

Y lo hemos hecho así, primero, porque habíamos abrigado la esperanza de que el supremo gobierno pondría término a aquella situación con tacto y con sabiduría; y luego un sentimiento de delicadeza, que se explica fácilmente, sabiendo que por el movimiento que inició en Iguala el ciudadano general Jiménez, se nos llama a la primera magistratura del Estado de Guerrero, había puesto sello en nuestros labios.

Pero ahora que algunos órganos respetables de la prensa de México llaman la atención pública sobre lo que pasa en el sur; ahora que numerosos pueblos se Kan adherido al acta de Iguala, después del nuevo triunfo obtenido por el señor Jiménez sobre don Diego Álvarez, y que a este propósito se pregunta todo el mundo, qué es lo que pasa allí; ahora que en las juntas preparatorias del Congreso, se nota la ausencia de los siete diputados que debía enviar el Estado de Guerrero, a causa de que en él no han tenido lugar todavía elecciones ningunas; ahora sí debemos romper el silencio e instruir al público de los motivos que han dado lugar al desconocimiento de don Diego Álvarez, como gobernador del estado, y de los que parece tener el gobierno para no haber arreglado aún aquellas diferencias.

Iremos por partes, y compendiosamente repetiremos lo que con más detalles ha referido el patriota general Jiménez en su bien escrito manifiesto publicado en esta capital y que reproducen en sus respectivas columnas nuestros apreciables colegas El Globo y El Correo.

Sabido es: que la familia de los Álvarez ha ejercido desde hace muchos años en los desgraciados pueblos del sur, un dominio absoluto, al que si bien se sometían callados, no era con voluntad. Apenas su tolerancia era explicada por el respeto que inspiraban los antecedentes patrióticos del anciano general don Juan Álvarez, uno de los hombres de la independencia, amigo del inmortal Guerrero, y que había sabido captarse el afecto de los surianos por diferentes motivos.

Sábese también: que el venerable caudillo no siempre hizo uso como medio de popularidad, exclusivamente de la dulzura paternal con que trataba a sus compatriotas, sino que a veces empleó otros recursos que le dieron cierta fama de poco escrupuloso en materia de principios democráticos.

Pero sea lo que fuere, y dejando el examen de su vida política para cuando escribamos su biografía, confesamos: que su entidad era aceptada; que su voz era oída con respeto, y que mientras tuvo en sus manos, vigorosas aún, las riendas del poder, el sur permaneció unido, compacto y contento.

Pero desde que su avanzada edad le impidió tomar parte en las cosas públicas y se vio reducido a un estado automático en que apenas conservaba el instinto de la conservación y el discernimiento preciso para atender a las necesidades de la vida material, y por esa razón el mando recayó en su hijo don Diego; pudo presumirse que éste no iba a heredar la popularidad de su padre, así como no había heredado sus patrióticas virtudes.

Notorio es: que este señor don Diego Álvarez era, tiempo hacía, aborrecido y despreciado por los buenos hijos del sur, que si alguna consideración le profesaban, era merced a la influencia del anciano jefe, y por no incurrir en el desagrado de éste, que se había juzgado ofendido por la humillación del hijo, a quien creía buenamente su heredero natural.

Son muchas las causas que explican la frialdad y aversión que los surianos tienen a don Diego. El carácter que distingue a aquel pueblo siempre guerrero y amante de sus libertades, hace que allí no sean estimados y obedecidos sino los hombres sinceramente republicanos, valientes, constantes, y que se precien de ser hijos del pueblo.

Guerrero era un tipo grandioso por todas estas cualidades, y por eso Guerrero era el ídolo del sur; Bravo, aunque un poco aristócrata por su educación, por su familia y por sus relaciones políticas, era sin embargo, un verdadero demócrata por sus afables maneras, por su conducta benéfica, por la bondad histórica de su alma, y sobre todo, el pueblo veía en él a uno de los héroes más grandes de la independencia. Bravo dividió por eso con Guerrero el amor de los surianos, y cuando la discordia civil los hizo romper los lazos fraternales que los unían el sur entero se afligió por esta división que iba a tener, en su concepto, funestas consecuencias.

Después apareció don Juan Álvarez, cuya reputación se formó en gran parte con la reputación y con la popularidad de Guerrero; y ya hemos dicho que se aceptó como caudillo, y que hasta hace cinco años, fue no sólo el jefe de la familia suriana, sino el apoyo de la autoridad de su aborrecido descendiente.

Los pueblos del sur, sinceros, apasionados, pero poco dispuestos a alucinarse con fingidas promesas y con mentidos programas, sólo admiten a los hombres de hechos y no aman sino cuando tienen pruebas incontestables de la virtud de sus caudillos.

Por esa razón, comparando a los antes mencionados, con don Diego Álvarez, cuya ambición trabajaba por hacer de su familia una dinastía y que se destinaba él mismo a ser el heredero del poder absoluto en el estado, le encontraban raquítico, y sus simpatías se volvían naturalmente de otro lado, en busca de hombres más dignos y de jefes que no perdieran tanto como él, la semejanza con los padres de la independencia.

Este juicio, por desfavorable que fuese para don Diego, era motivado por multitud de justas razones.

Don Diego Álvarez, al revés de los demás héroes surianos, había comenzado su carrera desde luego en una alta categoría militar, no lograda en fuerza de eminentes servicios, sino merced a la influencia de su padre, que logró arrancar para él una de tantas gracias que no se conceden por la convicción al mérito, sino por la condescendencia a la amistad exigente.

Pero esto nada habría tenido de particular, si él, como otros jefes liberales que han comenzado su brillante carrera de ese modo, hubiese hecho honor a su nueva posición, combatiendo por el progreso y trabajando por su pobre estado a fin de mejorarlo y procurar ponerlo al nivel de los demás de la república; pero don Diego se contentó con recibir su despacho, y con acompañar a su padre en una que otra expedición sin peligro antes de que estallase la memorable revolución de Ayutla.

Durante ésta, no sabemos que haya asistido, en su calidad de soldado, a ninguna acción de guerra, como asistió por ejemplo su hermano don Encarnación, que era un valiente; pero eso sí, cuando el señor Álvarez (don Juan) ocupó la presidencia de la república, don Diego tuvo su lote de gloria usurpado, recibió su banda de general, y todavía cuando don Juan creyó conveniente renunciar la presidencia, don Diego sufrió mucho en su amor propio, se disgustó con su padre y apoyó un movimiento que estalló aquí el día de su renuncia. Pero hizo todo esto, no porque supiese que Comonfort era el corifeo del partido moderado, sino porque él quería ser el presidente de la república entonces.

Vinieron los años de 56 y 57, en los que el Estado de Guerrero no estuvo enteramente en paz a consecuencia de los pronunciamientos de Castrejón y de Vicario en Iguala y de Juan Antonio Pizotzin en Chilapa. Hubo en ese tiempo días muy aciagos para los pueblos del sur, pero éstos no vieron nunca a don Diego salir a su defensa, y al contrario, le vieron esquivar lo más que fue posible el peligro, hasta que el anciano general por una parte, y el valiente Jiménez por otra, reunieron nuevas tropas y pudieron acabar con la reacción en Chilapa.

En el año de 58, ya enseñoreado el partido clerical del centro de la república, y Vicario del distrito de Iguala en el Estado de Guerrero, don Diego fue nombrado gobernador del estado por los pueblos; pero como dice el general Jiménez en su manifiesto, la situación era peligrosa, y por esto y no por modestia, rehusó tan honroso encargo y se retiró a su hacienda a hacer esa vida de indiferencia y de reposo que tanto le agrada.

El valiente general Jiménez hizo frente a la situación, y tomó las riendas del gobierno, no porque se creyese apto, sino porque había peligro.

En esos dos años de 58 y 59, don Diego, instado vivamente por su padre y por el compromiso de ser el segundo en jefe de la división del sur, avanzó hacia Iguala y emprendió la campaña de la Tierracaliente. Primero sitió a Taxco con una fuerza numerosa; el vecindario le resistió, y ya próximo a triunfar, merced a los esfuerzos de Jiménez, repentinamente y sin que pueda explicarse todavía el sur el motivo de su pánico, se retiró con precipitación, al acercarse el coronel reaccionario Abraham Peña, a quien Jiménez acababa de derrotar. Jiménez, triunfante, se encontró al volver al campamento, con las cargas abandonadas por don Diego, y con la orden de seguirle en la vergonzosa fuga que había emprendido.

Degollado se levantaba amenazador al día siguiente, de una derrota; pero don Diego tardó más de un año en reponerse de su pánico en su hacienda, y por fin a mediados de 59 volvió a subir. Tomó la plaza de Cutzamala sitiada desde antes por Arteaga, y la tomó merced a Jiménez, y avanzó sobre Iguala, acampando en sus cercanías. Pero no bien acababa de llegar, cuando su impericia, su imprevisión, su falta de valor, le ocasionaron un nuevo revés terrible y que llenó de luto al estado. Sabida es su tremenda derrota de Cocula.

Volvió entonces a meterse en su hacienda de la Providencia, y desde agosto de 1859 hasta el triunfo de la Reforma, no se movió de nuevo. Jiménez se quedó en Tixtla, haciendo frente a Vicario y a Carranza y combatiendo con ellos. Pero su fuerza había sido destruida en Cocula, don Diego no le auxiliaba, y Zaragoza tuvo que venir desde el norte a libertar de Vicario el distrito de Iguala.

A pesar de todo y por recomendación de su padre, volvió a salir electo gobernador del estado en 1861 y no aceptó en 1862 el puesto, sino porque en primer lugar ya no era peligroso, y luego porque con permiso o sin él tuvo la seguridad de apoderarse de las rentas de la aduana marítima de Acapulco y de todas las federales que desde aquella época recibe sin interrupción; ¡siete años! No hay en la república mexicana un solo jefe o gobernante que haya tenido esta fortuna.

El ministro Doblado nos envió a nosotros su comisión para arreglar el contingente del estado que debía venir al ejército de oriente. Esto fue en 1862. El ministro nos dio para don Diego Álvarez treinta mil pesos en órdenes sobre el Manzanillo. Don Diego tomó el dinero y no organizó el contingente, que se vino pidiendo limosna, entiéndase bien, pidiendo limosna, a las órdenes del general Pinzón a Puebla, y llegaron allí los soldados desnudos, mal equipados y hambrientos.

Apelamos al recuerdo de los bravos del ejército de oriente que los vieron llegar. En Puebla se les dio equipo. Nuestro patriota amigo el señor don Agustín Rovalo, les dio de su peculio banderas, tambores y cornetas.

Se perdió Puebla; los franceses entraron a México; Vicario se apoderó de Iguala, don Diego esperó impasible. Era que tenía su proyecto: embarcarse para Nueva Granada con todo y familia, vendiendo sus intereses y abandonando el puesto de gobernador.

La carga estaba hecha; don Diego iba a partir, llevándose al anciano caudillo del sur; pero los pueblos en masa acudieron a la Providencia y evitaron con sus ruegos esta ignominia. Ésta fue la primera intentona de embarque. Tenemos, no uno, sino doscientos testigos de este suceso.

Jiménez con su valiente brigada y lleno de miseria esperaba en guardia a orillas del río de Mezcala, que Vicario no se atrevía a pasar.

Los franceses vinieron a Acapulco y lo ocuparon, apoyados por tres buques que mandaba el almirante De Bouet, a la sazón que Vicario con cinco mil hombres, atravesó el Mezcala y avanzó sobre Jiménez. Don Diego se asustó, encargó a dos personas de Acapulco que arreglasen su embarque por un punto de la costa. De estas dos personas, una fue el traidor don Librado Salas, su primo, administrador de la aduana marítima de Acapulco, y otra, un comerciante español, cuyo nombre nos reservamos para cuando sea preciso.

Ellos lo arreglaron. El español envió su goleta la Adelaida al puerto Papanoa, al occidente de Acapulco, a esperar al gobernador del estado, que con el antiguo insurgente iba a desertar.

La patriótica resolución de este buen anciano y el temor que tenía de correr la suerte de Guerrero en el Colombo, hizo que el viaje se difiriese, porque se resistió a partir, al grado de que nosotros le hemos visto llorar de desesperación al ver el desaliento de su hijo, que aseguraba, para cohonestar su deserción, que el señor Juárez se había marchado a los Estados Unidos, negándolo nosotros porque teníamos fe en la firmeza del presidente (entonces éramos juaristas decididos).

Pasaban entonces algunas de estas escenas en un punto de la montaña adonde el anciano se había refugiado, y que se llama Pueblo Viejo, que serán la eterna vergüenza de don Diego y una gloria más para su padre.

Don Diego hoy niega esto; ¡con razón! Hoy eso es la muerte.

Pero no se atreverá a negarlo delante de sus hijos porque lo presenciaron y lo presenciamos también otros, que guardamos documentos muy privados, en que consta la determinación de la fuga.

Cuando esto pasaba en la costa, Jiménez, resuelto a morir por la libertad de su patria, se encerraba en Chilapa con ochocientos hombres, sin un peso, sin municiones de boca, abandonado de todos, sitiado por cinco mil hombres; pero fuerte con su fe, con su valor, con su heroísmo y con el deseo de una muerte gloriosa.

Por fin, la decisión del viejo general, la murmuración de los jefes de la costa, la abnegación de los propietarios costeños que facilitaron el préstamo de un ocho por ciento sobre sus capitales que les impuso don Diego y que le quitó el pretexto de falta de recursos, el pronunciamiento del jefe Jijón en la Costa Chica en favor del imperio, que cerró el camino para Tecoanapa, nuevo punto señalado para el embarque, obligaron a don Diego, a su pesar, a auxiliar a Jiménez.

Tuvo que humillarse ante Jijón, que capituló conservando su categoría y sus armas, y con las fuerzas de este jefe y las del coronel López Orozco, que vino de Jamiltepec a auxiliar al estado, marchó a Chilapa. Jiménez no necesitaba sino un cuerpo de tropas que llamase su atención al enemigo sitiador, para hacer una salida sobre él con sus valientes. Así fue que al llegar don Diego, el enemigo, levantando parte de sus fuerzas, se lanzó a su encuentro. Jiménez entonces organizó una columna, se puso a pie a su cabeza, porque los caballos que habían escapado al hambre de los sitiados estaban inútiles, y cayendo a la retaguardia de las tropas imperiales, las hizo pedazos. Jiménez refiere estos hechos en su manifiesto.

Así es, que esa gloria de Chilapa es de Jiménez, aunque el gobierno, sin saber cómo estuvo la batalla, sino por el parte de don Diego, haya dado a éste la banda de general de división.

De esta manera quedó libre la parte del estado que está más allá del Mezcala, de la invasión de los traidores, pero aún quedaron en su poder los distritos importantísimos de Iguala y Teloloapan, que lindan con el Estado de México.

Jiménez quiso sacar más fruto de la victoria de Chilapa y marchar sobre esos distritos para libertarlos; pero don Diego, asombrado de la que reputaba su victoria, por la costumbre que tenía de sufrir derrotas, no quiso exponerse a más, y haciendo una correría inútil por el distrito de Tlapa, que se halla al costado opuesto de Iguala, se volvió a su hacienda a recibir los plácemes de sus parientes y paniaguados, que se asombraban también de verlo volver victorioso por la vez primera.

Luego los franceses desocuparon a Acapulco, y se reembarcaron, dícese por unos, que a consecuencia del revés de Chilapa, que les hacía perder la esperanza de obrar en combinación con la columna imperial que venía de México, para la campaña del sur; y otros aseguran que como el puerto se ocupó para abrigarse la escuadrilla francesa, a causa de la mala estación, habiendo cesado ésta en diciembre, ya era tiempo de dejar aquel punto.

Sea de esto lo que fuere, el hecho es, que Acapulco quedó libre, y que don Diego, avergonzado de haber querido desertar antes, mirando ahora los frutos de la constancia y del valor de otros, quiso rehabilitarse a los ojos del estado, y se procuró con esa ventaja de la apertura del puerto, algunos elementos de guerra. Compró armamento que le vino de la Alta California; compró gran cantidad de parque, y por un momento pensamos todos los que vimos esto, que por fin, el gobernador y general en jefe de la división del sur, iba a organizar de una manera más respetable la defensa del estado.

Para ayudarle, todos los ciudadanos se prestaban gustosos; el comercio nacional y extranjero en Acapulco, le facilitó sin vacilar cuantiosos préstamos; y los fondos de la aduana marítima lo ponían en posibilidad de hacer sus aprestos en grande escala, porque, a consecuencia seguramente de la paralización de seis meses, el movimiento mercantil, después de la apertura de Acapulco, fue grande; las entradas a la aduana marítima muy importantes, al grado de que el gobernador pagó los préstamos del comercio de Acapulco, y tuvo sus cajas llenas; circunstancias que entonces no favorecían a ningún jefe de ejército, ni al supremo gobierno mismo.

¿Qué hizo don Diego de ese armamento y de ese parque? Parecerá increíble, pero es el hecho. No dio un solo fusil al general Jiménez, que era el antemural del estado, guardó en almacenes su cuantioso parque, que después mandó esconder en las húmedas cuevas de la montaña de Tixtlamingo, cuando volvió Acapulco a ser ocupado por el enemigo, y en cuanto a su merced, se dedicó a los placeres de la vida íntima en su hacienda de la Providencia, donde inventaba para distraerse, ya bailecitos, ya paseos, ya otras diversiones tan interesantes como ésas, a la sazón en que el heroico ejército del centro, a las órdenes de Riva Palacio o de Régules, luchaba sin cesar con el enemigo, y a la sazón en que el cañón del imperio tronaba en el norte y en el occidente de la república.

Esta inacción, este egoísmo no es una ignominia para el pobre sur, acostumbrado a luchar cuando estaban a su cabeza Morelos, Guerrero, Bravo, Galeana o don Juan Álvarez, sino para don Diego exclusivamente, que sofocaba el entusiasmo y que siempre encontraba razones para pretextar su actitud, no habiendo otra en el fondo, que su falta de temple para ser el héroe de una época como ésa, y sus pocas o ningunas disposiciones para la milicia.

Esa actitud indiferente y egoísta, guardó desde diciembre de 1864 hasta enero de 1867. ¡Dos años de reposo! Para este general de división de la república que mandaba, según decía en una proclama, doce mil hombres y que contaba con un estado adicto y virgen de la invasión, con numerosos elementos, con un puerto de mar y con la obediencia ciega de sus patriotas soldados, casi no hubo guerra, y la invasión y el imperio, que causaron a otros caudillos la vejez, los sufrimientos, las enfermedades y una experiencia dolorosa, a éste sólo le dejaron grandes provechos y una reputación usurpada.

En septiembre de 1865, los traidores al mando de Montenegro y conducidos por el almirante Macieres, volvieron a ocupar a Acapulco. Eran cuatrocientos soldados forzados que desde el principio comenzaron a desertar a bandadas o a morir acometidos de la fiebre de la costa.

No traían intenciones de expedicionar por el interior del estado, ni tenían para ello los elementos correspondientes, sino que se limitaron a encerrarse en la ciudad de Acapulco, protegidos por un solo buque francés que a veces no tenía sino una o dos piezas de artillería. Todo el mundo creía que un asalto tendría éxito; el mismo Montenegro lo temía al principio; los comerciantes y el pueblo de Acapulco que han dado tantas pruebas de patriotismo, hasta el grado de dejar solitaria la ciudad, saliéndose a pie a los montes, sacrificaban con gusto sus casas que podrían haber sido bombardeadas, con tal de ver libre su tierra de la inmunda presencia de los traidores.

Un Corona, un Escobedo, un Díaz, un Riva Palacio, un Régules, habrían aprovechado estas felices circunstancias y habrían dado una prueba de valor republicano, plantando con brazo triunfante la bandera de los libres en los baluartes miserables del enemigo. Pero don Diego Álvarez no tiene ese orgullo militar que obliga al que tiene banda azul, a las empresas gloriosas, y por eso se quedó tranquilamente en su repetida hacienda, contentándose con establecer dos campamentos cerca de Acapulco, mandados por dos ancianos generales casi inútiles, los señores Solís y Augon. En esos campamentos los soldados de la costa se aburrían sobrenaturalmente, no teniendo que luchar más que con los mosquitos, las lluvias, el fango, las fiebres y el hambre, porque el monarca cuyo reposo guardaban, los socorría a medio real por plaza a veces, y a veces sólo con totopo; y dejándolos allí morirse en la inacción, se entregaba tranquilo a sus diversiones de la Providencia. Nunca estuvo esta hacienda feísima, tan alegre y ruidosa como entonces; y un extranjero que hubiese pasado por allí, no habría creído que el enemigo de la patria estaba a diez leguas, ni que aquello era un cuartel general, sino que habría pensado más bien pasar por una aldea donde un pacífico alcalde entretenía su vejez en hacer esos mitotes que tanto cuadran a los pueblos cortos.

En esto consiste el heroísmo de don Diego; pero su secretaría trabajaba diariamente en forjar esos quijotescos y belicosos partes y esas modestas cartas que llegaban al gobierno y al extranjero, y hacían creer que don Diego los ponía con la visera calada y puesta la lanza en la cuja, o para valernos de una figura que no sea de la Edad Media, con el machete suriano bajo el brazo, y todavía jadeando por la fatiga de la batalla.

Nosotros apelamos, para que no se nos crea bajo nuestra palabra, al testimonio respetable de los jefes surianos que se fastidiaban de tener tal jefe, y al de los generales Díaz y Riva Palacio, que se asombraron de ver este cuadro de tranquilidad pastoril en donde pensaban encontrar sólo las rudas faenas del guerrero.

Don Diego era un Amintas o un Títiro en vez de ser un Aquiles o un Eneas; y nosotros, que teníamos sinceramente la intención, a pesar de nuestra pequeñez, de hacer su epopeya, no encontrábamos asunto en sus hechos sino para hacer algunas bucólicas, que ni emprendimos, porque esta clase de poesía era entonces inoportuna.

Mientras que Álvarez así defendía a su patria desgraciada, Jiménez guardaba fielmente y siempre arma en mano, las puertas del sur, y Figueroa, uno de sus tenientes y tan aborrecido de don Diego, vigilaba su línea militar de Mezcala y hacía irrupciones atrevidas en el distrito de Iguala, penetrando a veces hasta las calles de esta ciudad y librando combates con los traidores frecuentemente, en todos los cuales salía victorioso, y de los que volvía siempre con abundante botín, circunstancia que exacerbaba el odio de don Diego, porque Figueroa repartía ese botín sólo entre sus soldados, merced a lo cual pudo equipar, sin recibir nada de la Providencia, sus seiscientos u ochocientos jinetes.

La mejor prueba de los trabajos patrióticos de Figueroa, es un informe que un oficial de ingenieros francés que el imperio mandó a Iguala, dio al Ministerio de la Guerra y al mariscal Bazaine, donde enumeraba detalladamente los rasgos atrevidos de Figueroa, pintaba como muy temible su táctica y lo declaraba uno de los primeros guerrilleros del país. Este informe original y en francés, cayó en nuestro poder en la acción de Tierra Blanca, el día 12 de diciembre del año pasado, dada contra el coronel Abraham Peña, jefe de la brigada imperialista del sur. Estaba entre los papeles del oficial francés que allí murió. Más adelante lo traduciremos y verá la luz pública.

Como decíamos, el general Jiménez no descansaba y hasta en algunas fiestas que se celebraban en Tixtla, que era su plaza militar, se veía siempre el entusiasmo por la guerra y por la patria.

El 5 de mayo y los días de septiembre eran celebrados con furor; acudía multitud de gente de toda la comarca, se hacían simulacros de guerra, las mujeres surianas enardecían con sus exhortaciones el valor del soldado, los oradores del pueblo proclamaban la guerra, y los tambores, los clarines y las músicas militares atronaban el espacio con sus varoniles vibraciones que excitaban el delirio del combate. No eran las arpas de bordón y los guitarrones de la Providencia, que sólo convidaban a bailar las cuecas lúbricas de la costa.

Por el mes de octubre de 1865 llegó a la Providencia el valiente general Díaz, que se había escapado de su prisión de Puebla y que se había dirigido desde luego al sur, esperando, como era natural, que los hombres de allí, que tenían un grande acopio de elementos de guerra, le facilitasen algunos para poder comenzar esa brillante cadena de triunfos que le trajo hasta la capital del imperio. Díaz llegó con solo un criado. Éste fue el origen del ejército de oriente. Todo el mundo esperaba que don Diego le daría un buen número de sus fusiles de California y una cantidad regular del parque que se estaba echando a perder en las cuevas. ¿Y qué obtuvo? Que se le pregunte, y su respuesta será la mejor prueba de nuestros asertos.

Lo mismo que Sesma a Guerrero después de la derrota de Morelos en Valladolid, Álvarez sólo habilitó al bravo general con unos cuantos fusiles también de chispa que de nada le sirvieron.

Entretanto, Montenegro se mantenía tranquilo en Acapulco con sus ciento y tantos enfermos, y don Diego se divertía en la Providencia, amurallado con los pobres soldados de los campamentos y con sus genízaros de la Providencia creyendo que la república triunfaría hasta dentro de cinco años o más.

Aquí viene bien la advertencia de que los soldados del sur, cuando eran socorridos, lo que no sucedía con frecuencia, recibían medio real por plaza. ¡Tan poco así le producían al señor don Diego las rentas de la aduana marítima de Acapulco, y las otras federales del estado!

Debemos advertir también, que aunque el puerto estaba cerrado para nosotros en aquellos días, los comerciantes seguían recibiendo sus expediciones de Europa, y luego importaban sus mercaderías por cualquier punto de la costa, como Papanoa, Petacalco, o Tecoanapa, pues sabido es que en ese litoral abundan los buenos puertos y las cómodas ensenadas, que hacen la importación tan fácil como en Acapulco.

Estos puntos estaban ocupados por nosotros; los comerciantes a quienes interesaba realizar sus efectos, se arreglaban de modo que el enemigo no estorbaba su comercio, y sólo tenían que pagar dobles derechos, pues lo hacían en la aduana de Acapulco al arribar sus buques de Europa, y luego en las establecidas por don Diego en los expresados puertos, adonde buques de cabotaje se encargaban de llevar las mercancías. De manera que puede decirse que los rendimientos de la aduana marítima de Acapulco fueron, con muy poca diferencia, los mismos que en tiempo de paz.

Continuemos nuestra narración. Mientras que en la Providencia se negaron los recursos al general Díaz; en Tixtla se le facilitó espontáneamente todo lo que estuvo en la posibilidad del general Jiménez. Partió éste con aquel jefe sus escasas municiones, le dio el batallón Guerrero mandado por el coronel Avilez, y el batallón Morelos por el teniente coronel Cano para que comenzase con ellos su admirable campaña, que no fue sino una serie de triunfos, y el bizarro jefe de oriente ha sabido hacer justicia a estos servicios.

Así pasó un año. En los meses de octubre y noviembre de 1866, cuando el general Díaz marchaba sobre Oaxaca, después de haber organizado la guerra en el Estado de Puebla, carecía de municiones y las pedía con instancia y frecuentemente al cuartel general de la Providencia; pero con este u otro pretexto siempre se lo negaron.

Antes de la batalla de Michoacán, esas instancias se redoblaron, y nosotros, los amigos del general que deseábamos, ya que no se combatía en el sur, al menos que se pusiesen a disposición del incansable guerrero todos nuestros elementos, veíamos con indignación que se tenía especial empeño en no ayudarle, y al contrario, que se procuraba abandonarlo, quizás por envidia.

Tan cierto es eso, que necesitando el general para el buen éxito de su empresa, que se hiciese un movimiento por las tropas republicanas de Guerrero sobre Iguala, para llamar la atención del enemigo por un flanco y habiéndolo manifestado así a sus amigos y habiéndolo emprendido también el general Jiménez, este jefe solicitó repetidas veces del general Álvarez la autorización respectiva, que siempre se le negó; pretextando que ese movimiento sería prematuro. ¡Prematuro, y todas las fuerzas republicanas avanzaban hacia el centro!

De manera que si el general Díaz no hubiese hallado recursos en su propio valor y en su fe, evidentemente aislado de ese modo, y careciendo de elementos, o se habría desalentado, o habría sido vencido. Pero la circunstancia de no tener parque, hizo precisamente que la acción de Miahuatlán se decidiese en un ataque a la bayoneta que aterró al enemigo. Entonces el general Díaz se apoderó de abundantes muuniciones, y no necesitó ya de don Diego Álvarez.

A este propósito, recordamos que Díaz antes de Miahuatlán nos indicaba en una carta, que si no se le enviaban más de cincuenta cargas de parque, quedaría muy apurado. ¡Y Álvarez le mandó ocho, que llegaron después de la victoria!

¡Tales son los servicios prestados a la patria por el hombre a quien el gobierno, querría mantener en la dictadura del sur!

En noviembre, el general Jiménez, desesperado de no obtener el permiso para marchar sobre Iguala, se decidió a emprender la campaña sin orden y autorizado solamente por su patriotismo. La nación no puede hacerle cargo de esto, primero, porque en las guerras de independencia, el único delito es no combatir contra el enemigo, y luego, porque el resultado satisfactorio de la empresa, al mismo tiempo que pone en relieve la falta de ánimo de don Diego, que la desaprobaba, muestra que Jiménez era el hombre que se necesitaba, el que defendía a su patria allí y el que merecía el mando de unas armas que él sabía abrillantar con el triunfo, mientras que en las manos de Álvarez la apatía y el desaliento las llenaban de orín.

Así fue, que el general Jiménez hizo avanzar su fuerza de caballería; a la vanguardia, la mandó atravesar el Mezcala y traer la guerra al distrito de Cuernavaca, en el que se apoyaba enteramente el enemigo de Iguala. Así lo hizo, y la fortuna coronó los esfuerzos del patriota general.

El primero de diciembre del año pasado, salió de Tixtla esa fuerza, y en menos de quince días había derrotado al jefe de la brigada imperialista del sur en Tierra Blanca, apoderándose de un convoy que conducía a Iguala, y cogiéndole más de doscientos prisioneros; lo había vuelto a derrotar en los Hornos, adonde fue atacada por el séptimo regimiento de caballería y por el décimo de línea; hizo evacuar la plaza de Cuautla y reconcentrarse a las guarniciones de todo ese distrito a la de Cuernavaca, adonde con el auxilio de una brigada que envió el general Riva Palacio desde Tenancingo, y en unión del general Leyva, se pudo poner el sitio que concluyó con el reñido combate en que murió el coronel imperialista don Paulino Lamadrid.

Después de esto, el enemigo abandonó a Cuernavaca y se reconcentró a México. El general Jiménez avanzó con sus aguerridos batallones hasta aquella plaza, de la que después partió para unirse al general Riva Palacio a Toluca.

En Querétaro, el general Jiménez y las valientes tropas que mandaba se cubrieron de gloria. No hay más que ver las órdenes generales del ejército de operaciones, en aquellos días, y en ellas consta con frecuencia mencionado, como el de un héroe, el nombre del modesto caudillo del sur. No hay más que preguntar al general en jefe, al general Corona, al general Riva Palacio, al general Régules, al general Treviño, al general Vélez y a todos los jefes que asistieron a aquel memorable sitio, y ellos dirían lo que vieron hacer a Jiménez en el terrible combate frente a la Casa Blanca, el día 24 de marzo, en que quedó tendida en el campo gran parte de sus batallones y muertos a la cabeza de éstos sus bizarros jefes: después en los empeñados ataques que dio el enemigo a la línea de la garita de México, que mandaba el jefe de Guerrero, en los días 11 y 27 de abril, en que rechazó las columnas mandadas por Miramón y por Castillo, y por último, en el terrible asalto que intentaron los imperiales, al mando todavía de Castillo, el día primero de mayo. En esta vez, como en todas, Jiménez rechazó al enemigo que había saltado ya las trincheras y desalojado un batallón de Toluca que ocupaba la casa de Callejas, Jiménez, con un grupo pequeño de surianos, sostuvo heroicamente el punto de la garita, y para ello tuvo que combatir personalmente el arma blanca, y rodeado de cadáveres, contra los audaces soldados del enemigo, que ya dueños de Callejas, flanqueaban su posición, y que quedaron por fin muertos, adentro de los parapetos.

El general Escobedo, testigo presencial de tan gloriosas hazañas, y justo apreciador de ellas, le felicitó solemnemente, en presencia de numerosos jefes, por este combate, le apellidó héroe en la orden general del ejército; y no cesó, ni cesa hasta hoy, de tributarle las justas alabanzas que su comportamiento merece. A estas felicitaciones, debe añadirse las de los generales Corona y Riva Palacio, que también testigos del valor de Jiménez, se apresuraron a manifestarle su consideración.

Nosotros preguntamos ahora: ¿hizo otro tanto don Diego Álvarez en el sitio de Puebla? No hay más que preguntarlo a los jefes que allí estuvieron, y ellos imparcialmente podrán decirlo.

Invóquese, no la urbanidad, sino la verdad histórica, la verdad severa, y ella hará justicia, diciendo: que si el general Pinzón, único jefe pundonoroso que venía al lado de don Diego, no hubiese estado allí, la fuerza de la costa habría hecho aún más mal papel que el que hizo.

¿Cómo, pues, en presencia de estos hechos, que constan a todos, se atreve don Diego Álvarez, en un papel que publicó hace meses, a decir que el general Jiménez para nada había servido en Querétaro? O este hombre estaba cegado por la pasión, como todo enemigo vulgar y mezquino, o no había tomado sus informes de nadie. Creemos lo primero, porque el telégrafo y las comunicaciones del general Escobedo, transmitían la noticia de estos acontecimientos al general Díaz, quien se apresuraba a su vez, a hacerla saber al ejército de oriente.

Pero don Diego, al hacer tan temeraria apreciación, se expuso al desprecio de los hombres de corazón y al mentís que le dará la historia, donde quedaron grabados eternamente los hechos gloriosos de Jiménez, quien no tendrá más trabajo que mostrarle el parte oficial del sitio de Querétaro para confundirle.

Después de esta campaña en que Jiménez perdió más de la mitad de sus soldados, muertos o heridos, en los diversos combates que sostuvo, unido a la división de México vino a incorporarse al ejército que sitiaba esta capital. Tan pronto como llegó, Álvarez, más atento a sus intereses personales que a los de la patria, viéndolo con tan corta fuerza, concibió el pensamiento de marcharse al sur para cerrarle las puertas y deshacerse de cualquier modo de tan temible rival.

A este efecto estuvo instando al general Díaz para que lo dejase partir, so pretexto de que sus costeños se enfermaban a causa del rigor del clima. Estábamos en mayo, es decir, en una estación muy benigna para la organización de los surianos; pero a pesar de esto, don Diego pretextó el invierno, y el general Díaz, fastidiado hasta lo sumo y vista su poca utilidad, le dejó partir.

Ya en marcha, y considerando que Jiménez, por la pequeñez de su fuerza, y por traer bastantes enfermos de la disentería que fue epidémica en Querétaro, tenía mayor razón para regresar al Estado de Guerrero, le autorizó para hacerlo, y así fue que marchó poco después que don Diego.

Lo que pasó después, está minuciosa y justificadamente referido en el notable Manifiesto que hace poco publicó el general Jiménez y que se reprodujo en las columnas de El Globo y en las nuestras; pero se reduce sustancialmente a esto:

Don Diego Álvarez para poner en ejecución sus miras de destruir a Jiménez, lo sitió en la plaza de Iguala sin tener para ello motivo alguno, y lo sitió, porque creía a pie juntillas que el triunfo sería suyo, puesto que tenía consigo dos mil hombres y bastantes recursos en su caja, mientras que el general Jiménez apenas contaba con quinientos hombres escasos y en la mayor miseria.

Don Diego no contaba con ese valor indomable y extraordinario de Jiménez, que tantas veces había visto superar a las mayores dificultades.

Jiménez hizo cuanto pudo para evitar un rompimiento. Álvarez, creyendo esto debilidad, se negó con orgullo y con obstinación a reconciliarse, y prorrumpió en amenazas fanfarronas que no podían asustar a quien se ha visto otras veces cercado por cinco mil hombres y ha triunfado de ellos.

Así fue que Jiménez se vio precisado a defenderse; don Diego en tanto, no contento con la fuerza que tenía, llamó un nuevo cuerpo de tropas en su auxilio, cuya llegada debía proteger el general Pinzón. Jiménez entonces hizo salir de la plaza su valiente caballería que derrotó a la fuerza auxiliar, muriendo en ese combate el expresado general Pinzón, que relegado al olvido por Álvarez hacía tiempo, había sido llamado últimamente con el objeto de servir a las miras del tirano del sur.

Tan pronto como don Diego supo la muerte de Pinzón, que era su brazo derecho, levantó el sitio, lleno de pavor como siempre. Jiménez entonces salió de la plaza, y con una fuerza menor tres veces que la de su contrario, le derrotó tan completamente, que Álvarez escapó solo, y perdió hasta sus equipajes y sus ahorros de campaña, que eran de cierta consideración, a juzgar por la época en que se hicieron, en la cual apenas tenían los jefes del ejército qué comer.

Todo quedó en poder del vencedor.

Éste, desde que estaba sitiado y viéndose agredido tan injusta como villanamente, y sobre todo, cansado ya, lo mismo que sus sufridos y constantes subordinados, de sufrir el yugo tiránico y brutal de los Álvarez que han hecho por tantos años del desgraciado sur una monarquía bárbara, en la que se han acostumbrado a disponer de vidas y haciendas con esa crueldad implacable de los reyes salvajes del África; se decidió a poner fin a tan vergonzosa servidumbre y levantó a instancias de sus soldados una acta desconociendo a don Diego Álvarez y libertando para siempre al sur de su tiránico dominio.

Y decimos para siempre, porque la resolución generosa de emanciparse, que hoy conmueve a los pueblos de Guerrero, es irrevocable ya y tiene que llevarse a cabo necesariamente.

Los distritos de Iguala, Teloloapan, Mina, Chilapa, y el Centro (Tixtla), se apresuraron a adherirse al acta de Iguala tan pronto como se vieron libres de la presencia y de la presión de Álvarez, y hasta los pueblecillos y rancherías más insignificantes han enviado al libertador un voto de gracias y su protesta de combatir a su lado hasta acabar con la negra dictadura de Álvarez.

El general Jiménez llegó a la capital del estado (Tixtla), en medio de las aclamaciones del pueblo agradecido, que veía en él no sólo al defensor de la independencia y al del sur contra las huestes del imperio, sino defensor de sus derechos hollados por el hombre audaz que sin más mérito que descender de un viejo caudillo, ha querido hacer del libre Estado de Guerrero una monarquía salvaje como la de Honolulú.

El general Jiménez, habiendo dado ese paso, contando como cuenta con la aprobación de los pueblos, se dirigió al gobierno general sometiéndosele y pidiendo que se pusiese un remedio eficaz a aquella situación. No ha querido el poder, porque modesto por costumbre y por instinto, sólo aspira a la regeneración de su país, y sólo deseaba y desea que el pueblo libremente y en uso de sus derechos designe, por medio del sufragio, a los hombres que deben gobernarlo.

Pero el gobierno general, sin comprender esta situación o comprendiéndola, pero dejando que el tiempo condujese las cosas a una coyuntura en que la solución fuese fácil, ni accedió a la solicitud de los pueblos que se habían adherido al acta de Iguala, ni mandó auxilio de ninguna especie a don Diego Álvarez, que despachaba correos tras de correos pidiendo el envío de tropas para socorrerlo, o instando porque los ejércitos que entonces estaban en la capital de la república marchasen a sostenerlo, como si su dictadura aborrecida de todos, fuese una cosa que interesara vivamente a los patriotas de México.

Así fue que por la indiferencia del gobierno, la situación de Guerrero ha permanecido así desde el mes de julio hasta la fecha. El señor Jiménez no había dado un solo paso más de avance, en espera de la resolución del gobierno; pero don Diego, teniendo con esta actitud expectante del señor Jiménez, tiempo para reunir a la fuerza algunas tropas, lo hizo, armándolas además con un armamento que compró en California con el dinero de la aduana marítima de Acapulco. Es de advertir, que don Diego, a pesar del decreto de 12 de agosto por el que el gobierno general resume las facultades de disponer de todas las rentas de la federación, sigue recibiendo las que produce la expresada aduana marítima, de la cual hace quince años que no tiene un solo centavo el gobierno, porque con un pretexto u otro los Álvarez han dispuesto de todos los rendimientos, y como refiere con verdad el señor García Pérez en su artículo editorial de El Siglo XIX titulado «Estado de Guerrero», el anciano don Juan acostumbraba decir: que la aduana era suya.

Con tales elementos, don Diego hizo avanzar fuerzas para el distrito de Tlapa, al oriente de Tixtla, para atraer la atención del general Jiménez hacia ese rumbo, mientras que otras marchaban al mismo tiempo directamente sobre Tixtla.

Esta sabia combinación del fecundo genio militar de Álvarez fracasó desgraciadamente para él. Jiménez se movió rápidamente con una fuerza inferior en número a la de su enemigo de Tlapa, y volvió a derrotar a éste tan completamente, que le quitó todo su armamento y parque, y los jefes alvaristas tuvieron que pasar despavoridos la frontera de Oaxaca y que ir a refugiarse en Silacayoapan. A esta sazón, el joven Jiménez, hijo del general, salió de Tixtla al encuentro de la columna alvarista, y también la hizo replegar hasta la hacienda de la Providencia, de donde no se ha atrevido a volver.

Como consecuencia de estos sucesos, más de cien pueblos que componen el distrito de Tlapa y gran parte de la Costa Chica, siempre enemiga de Álvarez, se han adherido al acta de Iguala, y no queda a aquel déspota más que el rincón de Acapulco de donde no tardará en arrojarlo el odio de los pueblos.

Ésta es la situación que guarda en la actualidad el Estado de Guerrero. He aquí por qué no tiene todavía representación en el Congreso general.

Hemos referido los hechos secamente sin hablar de la política verdaderamente inicua de don Diego Álvarez, dejando que otras personas a quienes se puede juzgar más imparciales, dijeran lo que sabían y habían observado siempre en el infeliz Estado de Guerrero, porque a nosotros se nos podía tachar de apasionados; aunque tenemos en comprobación de nuestros dichos bastantes documentos justificativos que aducir.

Efectivamente, no han faltado escritores patriotas y severos que revelen a la república lo que es el gobierno de Álvarez en el sur. El señor García Pérez, redactor que fue de El Siglo XIX, dijo lo bastante, lo sustancial y lo justo, en su elocuente editorial del día 21 de noviembre, de manera que nada tenemos que añadir, si no es que Álvarez, que nunca ha comprendido la democracia, y ante quien se arrodillan todavía los pobres negros de la costa para pedir audiencia, ha multiplicado los suplicios inquisitoriales en su hacienda para aterrar a los que se atreven a manifestar simpatías por los libertadores, y que los pueblos mismos de la costa rehúsan seguirlo y prefieren ir al castillo de Acapulco y a la isla de Caballos, a disparar un solo tiro contra los valientes republicanos que han roto el yugo con que los Álvarez han oprimido por tan largos años el cuello de los hijos del sur.

Debemos aclarar también, que don Diego Álvarez no era, cuando el general Jiménez lo desconoció, gobernador constitucional del estado, sino que había prorrogado su dictadura por sí y ante sí, en virtud de un decreto muy singular, en que quiso remedar las razones que tuvo el señor Juárez para dar el 8 de noviembre de 1865, aunque las circunstancias no eran las mismas. Verdad es que el gobierno de la república había ya facultádolo para continuar en el mando de las armas; pero don Diego expresamente dijo en su decreto que pudiendo invocar esta suprema disposición, no lo hacía, porque sin necesidad de ella, le asistían otras razones que allí alegaba para continuar en el poder hasta seis meses después de que la república se viese libre de la intervención y del imperio, en cuyo tiempo el pueblo podría sufragar libremente.

De modo que el general Jiménez no ha combatido una autoridad elegida por los pueblos, sino a un dictador, arbitrario y usurpador del poder.

Hasta aquí se ha estado creyendo quizá, que Álvarez era el gobernante constitucional de Guerrero, opinión que hemos oído generalmente y que nos hemos apresurado a desmentir con el mismo fundamento con que también hemos desmentido la aseveración de que sea joven, cuando tiene más de sesenta años, y la de que ha viajado al extranjero, cuando nunca ha salido de la república, y apenas conoce algunos estados de ésta, como son los de México y Puebla, razón por la cual, tal vez no ha podido comparar el adelanto de otros estados pequeños del interior, con la barbarie en que han tenido su padre y él al de Guerrero, para su eterna vergüenza.

Es preciso también sentar para no extraviar el espíritu de la historia: que la primera fuerza francesa que ocupó a Acapulco, en 31 de mayo de 1864, se marchó de allí en diciembre del mismo año, porque quiso hacerlo voluntariamente no habiendo sido jamás hostilizada en la plaza por Álvarez, que se limitó, como lo hemos dicho antes, a interceptar los caminos, con lo cual no perjudicó ciertamente al enemigo, porque recibía todo lo que necesitaba por mar, de Manzanillo y de San Blas, y aun de la misma costa de Acapulco, pues los jefes que empleó don Diego en la custodia de esos caminos, con raras excepciones, hicieron un comercio bastante regular con las licencias concedidas a excusas, a la que introducían víveres frescos a la plaza.

El traidor Montenegro que ocupó a Acapulco en septiembre de 1865, no se fue sino hasta enero del presente año, y eso sin ser arrojado, sino que se embarcó tranquilamente para San Blas con sus ciento y tantos soldados enfermos, con los cuales se mantuvo en la plaza un año y cinco meses sin cuidarse del bravo don Diego, quien por su parte tampoco intentó ni el más ligero asalto a la plaza. En esto había algo de interés. Los traidores, por conducto de algunos aventureros americanos, compraban el ganado de los ranchos de Álvarez, quien no permitía su introducción a Acapulco, sino a condición de comprárselo a él y a precios subidos. Grande escándalo causaba entre los republicanos esto; pero en presencia de un tirano semejante, sellaban sus labios, no atreviéndose a murmurar de semejante tráfico en voz alta, más que unos cuantos hombres independientes y enérgicos como nosotros.

Cuando Montenegro evacuó la plaza de Acapulco don Diego se hallaba en Cuernavaca, pues se vino dejando al enemigo tranquilo en aquella ciudad, y ansioso, según decía, de recoger los laureles de la victoria en el valle de México, ya que su valor no le había permitido recogerlos en su casa.

Para concluir, permítansenos dos palabras acerca del general Jiménez a quien don Diego, con un énfasis de lord inglés, echa en cara su origen oscuro.

Sí, es verdad: Jiménez nació en el seno del pueblo pobre, pertenece a esa clase de hombres raros que tienen el orgullo de haberse elevado desde los últimos grados de la escala social hasta una posición superior, y esto merced a sus méritos y a la consideración de sus compatriotas. Jiménez comenzó su carrera como soldado raso, hizo la campaña contra los americanos en el valle de México, a pie y con el fusil al hombro, mientras que don Diego, hecho de luego coronel y en corcel arrogante, ya acompañó entonces a su señor padre en aquellas famosas hazañas que ejecutó a la cabeza de la división de caballería que mandaba, y de las cuales quedaron muy honrosos recuerdos en la república.

Jiménez, por los diversos combates a que asistió en el valle de México, fue ascendido hasta sargento primero, y en esta clase regresó al sur.

Después, sirviendo con lealtad y con valor en diversas épocas, y siendo uno de los más distinguidos héroes de la revolución de Ayutla, combatiendo muchas veces a campo raso con las tropas de Santa Anna, ganó sus ascensos uno por uno hasta llegar a coronel del batallón Guerrero.

Don Juan Álvarez, conociendo su indómito valor le tuvo siempre una extraordinaria consideración, que hizo nacer en el corazón de don Diego los más ruines celos. El gobierno después (ya era presidente el señor Juárez) lo graduó de general y le confirió después el empleo efectivo a solicitud de un hombre eminente que le tenía en gran estima, del ilustre general Zaragoza, quien siendo ministro de la Guerra, hizo su propuesta sin conocimiento de Álvarez y firmó su despacho, no habiendo querido revalidar los de otros jefes del sur porque decía no merecían esa consideración, pues en su concepto Jiménez era el único soldado digno de Guerrero. Si del general Zaragoza hubiese dependido, Jiménez habría desde entonces mandado en jefe la división del sur, porque con motivo de la expedición que hizo a Iguala aquel caudillo, tuvo oportunidad de conocer todo el prestigio de que el modesto jefe suriano (entonces gobernador del estado) disfrutaba en aquellos pueblos, y supo también por boca de los habitantes del distrito de Iguala la historia de las diferentes campañas, comenzadas bajo felices auspicios con Jiménez y concluidas tan fatalmente por don Diego.

A consecuencia de esta predilección justa del general Zaragoza por el general Jiménez, mediaron entre el Ministerio de la Guerra y el señor Álvarez muy agrias comunicaciones, cuyas copias obran en nuestro poder, y que honran sobremanera al señor Jiménez, así como son desfavorables a la dinastía de los Álvarez.

Éste es el general Jiménez a quien Álvarez reprocha su origen, como si el nieto de infelices esclavos africanos como don Diego, pudiese hoy picarla de noble. Hay hombres, como don Diego, cuya epidermis y cuyo cabello no les permiten meterse en las filas de la aristocracia, y bien sabe Dios que si el partido conservador tuviera un asiento que ofrecer a don Diego, que no fuese un pescante, ya tiempo ha que estaría con él, pues sus inclinaciones todas le llevan a la nobleza y a la distinción.

El señor Jiménez ha desempeñado varias veces el cargo de gobernador de Guerrero, y justamente en los tiempos de peligro, en los cuales don Diego siempre ha ostentado la virtud de la modestia, retirándose a la vida privada, mientras que ruge la tempestad, así como se da prisa en recoger la gloria y el provecho tan luego la calma se restablece.

El señor Jiménez no aspira al gobierno, y ha tenido cuidado de aconsejar a los pueblos que no lo designen para él, porque confiesa con sinceridad que no se cree apto para la administración, y juzga que el gobierno militar no puede hacer prosperar nunca a su estado.

Con todo, en los pocos meses que por la voluntad de los pueblos ha estado a su cabeza, se ha apresurado a dictar medidas que han sido elogiadas por la prensa de esta capital, como la abolición de las penas conservadas por los Álvarez, como por ejemplo el cepo, la corma, la flagelación, monstruosidades que a pesar de los adelantos de la república se veían con espanto autorizadas en el sur.

Es preciso explicar un hecho que ha servido mucho para que don Diego vocifere y calumnie al libertador de Guerrero. Queremos hablar del indulto concedido a Juanchito Vicario, hermano del famoso reaccionario.

Este Juanchito, hombre de rara intrepidez y de mucho prestigio en la Tierra Caliente, se salió de México en junio, y a la cabeza de una partida numerosa de adictos, se dirigió a Iguala, a la sazón que las tropas surianas aún estaban en el sitio de la capital. Grande trastorno pudo haber causado en aquellos pueblos, en los que en otro tiempo su hermano y él han mantenido la revolución, si Jiménez, obrando con política, no hubiese aceptado, al regresar al sur, las protestas de sumisión que este jefe enemigo le hiciera. Con todo, le indultó a reserva de que el gobierno general aprobase, y consiguió por ese medio mantener en paz todo ese rumbo, que una vez revolucionado, habría sido difícil de pacificar, como lo comprueban los hechos pasados. Por lo demás, Juanchito hacía mucho tiempo que no tomaba parte en la guerra, y aun había sido muy útil a nuestra causa exhortando a sus partidarios a no servir al imperio.

Esto no lo sabe don Diego Álvarez, porque los Vicarios, conociendo lo implacable de sus odios, no han querido tener trato ninguno con él, y a no haber mediado el general Jiménez, el instinto de defensa habría hecho que forzosamente tomasen el único partido que les quedaba, que era el de combatir.

Al general Jiménez, cuyo carácter ofrece toda clase de garantías, se rindieron todos esos rebeldes que hoy viven en paz y se consagran al cultivo de la tierra; y cuando Álvarez haya salido completamente del estado, se verá a todos sus habitantes agruparse en derredor del nuevo gobierno, deseosos de servirle y dispuestos a regenerar ese interesante y rico país, cuyos tesoros explotados arrancarán a los infelices pueblos de la atroz miseria que los devora, ya que hasta aquí Álvarez, como el antiguo dragón de las Hespérides, ha amenazado con la muerte a todos los hombres emprendedores que han querido hacerlos útiles a la humanidad.

El porvenir justificará todos los hechos del general Jiménez, y los pueblos agradecidos sabrán dar el lugar que corresponde a sus generosos trabajos. Él, entretanto, apela al fallo de la nación.