MORELOS EN TIXTLA[*]
I
Tixtla, hoy Ciudad Guerrero, que fue desde la erección, del estado de este nombre en 1850, hasta 1870, capital del mismo, y que sigue siendo una de las poblaciones más considerables del sur de México, era en 1811 solamente un pueblo de cuatro mil habitantes, escasos, consagrados en su mayor parte a la agricultura y a la arriería, de que sacaban gran provecho, conduciendo los cargamentos de la nao de China desde Acapulco hasta México, en competencia con los arrieros de Chilpancingo y de Chilapa.[1]
Situada esta población en un valle ameno, rodeada de montañas por todas partes, regada por varios arroyos, disfrutando de un clima templado y benigno, se había hecho desde siglos anteriores uno de los centros más populosos y productivos del sur de la Intendencia de México.
En lo religioso, su parroquia pertenecía a la diócesis de Puebla, y en lo político, el subdelegado dependía directamente del virrey.
Este subdelegado era de gran importancia, porque asumía en su persona no sólo la autoridad civil y política de toda aquella comarca, sino también la militar, y estaban por eso sujetos a él todos los cuerpos de milicias provinciales que se habían levantado allí en años anteriores y que guarnecían aquellas plazas.
En 1811 era el subdelegado y comandante militar don Joaquín de Guevara, rico hacendado de aquel rumbo, avecindado primero en Chilpancingo y dueño de las haciendas de caña de azúcar de Tepechicotlán, Acahuitzotla y San Miguel, situadas a poca distancia de Tixtla unas, y la última en el camino de Acapulco y al pie de la hermosa cordillera de los Cajones. Don Joaquín de Guevara, por sus opiniones realistas, por su caudal y por su influencia poderosa, venía a ser en aquellos rumbos lo mismo que era en la Cañada de Cuernavaca el célebre realista español don Gabriel de Yermo, es decir, el señor feudal y la fuerte columna del gobierno español en aquella extensa zona, limitada al sur por un ramal de la Sierra Madre, y al norte por el río de Mezcala.
Desde que Morelos apareció en la costa a fines de 1810, y se acercó a Acapulco, Guevara, siguiendo las órdenes del virrey, se mantuvo a la expectativa, creyendo siempre que las intentonas de los insurgentes acabarían por fracasar allí mismo, y aunque los últimos triunfos obtenidos por aquel caudillo le habían dado en qué pensar, no juzgó sino remoto el caso de ver invadida la fuerte y populosa comarca encomendada a su cuidado.
Sin embargo, procuró desde aquellos meses y más todavía en los primeros meses de 1811 poner en buen pie de fuerza los regimientos de milicias, encargando su mando y disciplina a entendidos jefes españoles, fortificó la plaza de Tixtla, reunió considerable número de municiones de guerra, hizo traer ocho piezas de artillería que colocó en un fortín en una eminencia del lado occidental de Tixtla, a la izquierda de otra conocida con el nombre del Calvario y dividida de ella por una calle profunda y por un acueducto, y en otros puntos de la población, en que levantó fuertes parapetos, y una vez así, se dedicó a vigilar el camino real de Acapulco y a preparar de mil modos a los pueblos para la resistencia.
En semejante empeño lo ayudaba oficiosamente y con el entusiasmo de un antiguo predicador de las cruzadas, el cura de Tixtla, don Manuel Mayol, clérigo poblano, furibundo realista y que ejercía un dominio absoluto en la conciencia de sus feligreses.
Este cura predicaba cada cuatro días en el púlpito contra la independencia y sus caudillos, a quienes presentaba con odiosos colores. Pero con particularidad hablando de Morelos, el atrabiliario clérigo llegaba hasta el frenesí. Al principio lo presentó solamente como un rebelde insignificante, que en breve iba a ser colgado en una almena del castillo de Acapulco; pero a medida que Morelos fue creciendo en importancia militar, a causa de sus victorias, el furor del cura no conoció límites y llegó en sus diatribas hasta lo absurdo y lo grosero. De este modo, el cura Mayol logró exaltar el ánimo de la gente supersticiosa e ignorante de su feligresía, haciéndole entender que la guerra de los insurgentes era una guerra contra Dios y la religión, y que combatir contra ellos era combatir contra los poderes infernales. Así es que en el pueblo de Tixtla había una especie de furor febril contra Morelos, furor que se había apoderado hasta de las mujeres y los niños, de la gente española y mestiza, y hasta de los numerosos habitantes indígenas, que profesaban la religión católica como verdaderos idólatras.
De modo que cuando el comandante Guevara determinó levantar fortificaciones en la plaza, la población entera se apresuró a ayudarle. Aun las mujeres y los niños cargaban piedras y arena, presididos por el cura y sus vicarios, que llevando un crucifijo, los estimulaban a la tarea, mientras que las campanas de la parroquia tocaban rogativa.
En semejante disposición de ánimo, Guevara esperó confiadamente. Si los insurgentes se atreviesen a invadir su zona militar, él contaba con buenas tropas, con una plaza bien fortificada y con la adhesión de las poblaciones.
Una sola sombra vino a turbar su ánimo sereno. Habiendo invitado a los Bravos, hacendados de Chilpancingo, para que levantasen tropas también, y se mantuvieran dispuestos a la defensa, esos sujetos, los primeros de aquella población por su importancia social y su riqueza, pues eran dueños de la gran hacienda de Chichihualco y de otras fincas, se habían negado con frívolos pretextos, pero en realidad porque les era simpática la causa de la independencia proclamada en Dolores y sostenida por Morelos.
Desde el día en que tuvo conocimiento de la repulsa de los Bravos, el comandante Guevara no cesó de vigilarlos, y a pesar de que estaba emparentado con ellos, pues su hija doña Antonia de Guevara acababa de casarse con el joven don Nicolás, hijo de don Leonardo Bravo, los persiguió tenazmente, obligándolos a ocultarse o a andar fugitivos en aquellas comarcas.
Pero con esta sola excepción, todos los pueblos de la subdelegación de Tixtla se manifestaban decididos sostenedores del gobierno español. Así es que Guevara, a quien sólo inquietaban, de cuando en cuando, las excursiones nocturnas de los Bravos a Chilpancingo, que por otra parte no tenían consecuencias serias, nada temía respecto de la adhesión popular.
A mediados del mes de mayo, el coronel realista don Nicolás Cosío, antiguo sargento mayor de dragones de España, y que había sido nombrado comandante general de la división del sur, hasta principios de ese mismo mes en que por orden del virrey fue sustituido en ese cargo por el coronel español Fuentes, fue enviado por este último violentamente a la plaza de Tixtla, para tomar el mando de las tropas y ayudar a Guevara en la defensa de la plaza, pues Fuentes previo, con razón, que habiendo salido Morelos del Veladero el día 3 por el camino de la sierra, no tardaría en aparecer en la zona militar encomendada a Guevara.
Así, pues, al llegar a unirse a ella, sabiendo que los Bravos reunían gente en Amojileca, Zitzicazapa y otros lugares cercanos a Chilpancingo, que elaboraban parque en la gruta de Michapan, en que habían estado ocultos, y que se mostraban ya más a la luz tanto don Leonardo como don Miguel y don Víctor Bravo, determinó, de acuerdo con Guevara, acabar de una vez con aquellos temibles conspiradores. Al efecto, organizó una división compuesta de un piquete del regimiento Fijo de México, de algunas compañías de milicianos llamados patriotas de Chilapa, Tixtla, Zumpango y Tlapa, y del Fijo y Lanceros de Veracruz, todo en número de seiscientos hombres, y poniéndola bajo el mando del comandante español don Lorenzo Garrote, uno de los jefes veteranos que habían venido últimamente de la península, dio a éste orden de que pasase a Chichihualco y de que se apoderase de los tres hermanos Bravos, vivos o muertos.
Garrote se puso en marcha con la reserva y rapidez que el caso exigía, y mientras que llega a Chichihualco diremos lo que había pasado allí.
Morelos se dirigió, después de salir del Veladero, a la pequeña hacienda de La Brea, que está situada ya en las primeras cumbres de la Sierra Madre, y allí se detuvo, tanto para apoyar a su retaguardia, que fue atacada por el jefe español Fuentes, quien logró apoderarse de un cañón casi abandonado a causa de las asperezas del camino, como para dar tiempo a los Bravos para que se adelantasen y preparasen en Chichihualco a sus tropas.
Adelantáronse, pues, don Leonardo, don Miguel y don Nicolás, y tan luego como llegaron a su hacienda, se pusieron de acuerdo con don Víctor, y reunieron a todos sus parciales y amigos, a quienes armaron con las armas que pudieron, organizando también una excelente caballería, compuesta de los mejores jinetes de aquellos lugares. De modo que cuando don Hermenegildo Galeana llegó con su regimiento de Guadalupe, se encontró ya con la gente de los Bravos dispuestos.[2]
Mientras que venía Morelos, que se había quedado atrás dos jornadas, Galeana, obedeciendo las órdenes recibidas, determinó dar descanso a su tropa, en tanto que los Bravos disponían mejor la suya y se procuraban víveres para alimentar a las dos. A esta sazón, el comandante Garrote, que nada sabía, llegó a Chichihualco a las doce del día 21 de mayo, y encontrando algunos pelotones de gente armada, los atacó, logrando arrollarlos, merced a la sorpresa que recibieron. Pero avisados los Bravos y Galeana, que se hallaban en la casa de su hacienda, corrieron a ponerse al frente de sus compañías organizadas. Galeana se dirigió al río, en el que sus costeños se bañaban y lavaban su ropa, y haciéndolos tomar sus machetes, así desnudos como estaban, los condujo frente a los realistas, lanzando su terrible grito de guerra: «¡Galeana! ¡Galeana!» que debía ser por mucho tiempo el terror de sus enemigos.
Los realistas, sorprendidos a su vez, aterrados ante el aspecto de aquellos intrépidos combatientes negros, que acometían como fieras, y flanqueados además por la caballería de los Bravos, echaron a correr despavoridos, dejando en poder de los insurgentes armamento, parque, dinero y cuantas cargas llevaban. El tremendo comandante Garrote llegó el primero a Chilpancingo a contar el caso, y sin detenerse allí más que el tiempo necesario para beber agua, se dirigió a Tixtla, en donde entró la madrugada del día 22 a despertar a Cosío y a Guevara con la noticia de semejante desastre.
El pánico y la consternación que ella produjo, no pueden describirse. Era, pues, cierto: los Bravos se habían alzado por fin, y habían llamado en su auxilio al poder infernal de Morelos. Los demonios pintados por el cura Mayol habían aparecido por fin en la zona militar del comandante Guevara, hoy defendida, sin embargo, por un militar experto como Cosío. Estos jefes llamaron al cura Mayol y le comunicaron la fatal nueva.
El cura, después de conferenciar con aquellos jefes, se dirigió a la iglesia y mandó llamar a misa. La dijo temblando, y después subió al púlpito y excitó de nuevo a sus feligreses a defender al rey y a la religión.
Sólo que la muchedumbre observó que en vez del furor de antes, el terrible cura no tenía ahora más que lágrimas y sollozos, lo que no dejó de ser comentado desfavorablemente.
Después de la misa, Cosío mandó tocar generala, y el cura echó a volar las campanas, tocando a rebato, lo que duró todo el día y difundió la alarma hasta en los campos y cuadrillas más lejanas del pueblo.
II
En semejante estado de alarma pasáronse los días 23 y 24 de mayo de 1811. Cosío y Guevara reunieron todas las tropas de que pudieron disponer: el regimiento llamado Fijo de México, cuyos soldados eran conocidos popularmente con el nombre de Los Colorados, a causa de un brillante uniforme de paño de grana, el regimiento Lanceros de Veracruz, las compañías de milicianos de Tixtla, Chilapa, Zumpango y Tlapa, que no habían ido a Chichihualco, y los dispersos de esta acción que fue posible reunir. Además, dieron armas a todos los hombres aptos para combatir en Tixtla, entre los que se hallaban como cuatrocientos indígenas, a quienes en razón de manifestarse decididos en favor del gobierno, se admitió en las milicias, confiándoles la defensa de algunos puntos importantes, siempre bajo el mando de jefes españoles.
De modo que todas estas fuerzas formaban un conjunto respetable de cosa de mil quinientos hombres, teniendo, además, la ventaja de contar con una plaza de guerra con buenas fortificaciones, con ocho piezas de artillería; bien municionada y provista, y con la adhesión del vecindario.
Así las cosas, se supo que Morelos, sin perder tiempo, había llegado a Chilpancingo al anochecer del día 24, al frente de seiscientos hombres. Cosío y Guevara pasaron, pues, el 25, preparándose a la defensa, pues no dudaron que Morelos atacaría la plaza en los días próximamente inmediatos, tan pronto como contara con mayores fuerzas, supuesto que sería absurdo tal intento con las que tenía.
A fin de recibir noticias oportunas, habían enviado numerosos emisarios a Chilpancingo, que evitando las avanzadas insurgentes, situadas en el camino, habían estado viniendo cada dos horas a dar parte, pues Chilpancingo no dista de Tixtla más que tres leguas escasas.
Hasta las cinco de la tarde del día 25, nada se había sabido de particular. Las tropas de Morelos descansaban. El caudillo, alojado en casa de los Bravos, era festejado con un banquete, al que asistían los jefes y oficiales insurgentes. Los soldados fraternizaban con los vecinos, y las hermosas chilpancingueñas, afamadas por su belleza y su gracia, lejos de espantarse ante la aparición de los «demonios de Morelos», habían despojado sus lindos huertos moriscos, pomposos y ricos en aquella estación, a fin de que la casa del general insurgente apareciera al amanecer del día 25 como apareció, adornada con flores, cortinas y alfombras de bellísimas flores, las incomparables flores de la zona templada del sur.
Semejantes noticias hacían bailar de cólera al cura Mayol, quien las repetía y exageraba adrede a Cosío y a Guevara, para exasperarlos, lanzando al mismo tiempo los más terribles anatemas contra los chilpancingueños y amenazándolos con que no quedaría dentro de poco piedra sobre piedra en su pueblo, nido infame de herejes y de rebeldes.
Cosío y Guevara, por su parte, se explicaban aquella conducta del vecindario de Chilpancingo, considerando: que los Bravos estaban emparentados con todas las familias de allí, lo mismo que sucedía con sus adictos de Chichihualco, pues esta hacienda y Chilpancingo formaban una misma población. Pero aquel recibimiento hecho a Morelos indicaba, de todos modos, que el pueblo de Chilpancingo iba a convertirse desde entonces en enemigo del gobierno español.
La tarde toda del expresado día 25 se pasó sin novedad. A las seis y media, las tropas acuarteladas en la casa de comunidad, o que vivaqueaban en el cementerio de la parroquia, convertido en fuerte, salieron a formarse para pasar lista, en la plaza bastante amplia y que entonces no tenía los árboles coposos que hoy la adornan.
La plaza se llenó de soldados y de oficiales, pues con excepción de las fuerzas que guarnecían el fortín del Calvario y los parapetos levantados en lo que se llamaba entonces Barrio Alto, el costado oriental de la población, es decir, del lado de Chilpancingo, todas estaban allí.
Cosío y Guevara les pasaron revista, después de lo cual, y según la costumbre militar de aquel tiempo, los tambores y pífanos tocaron la oración, que escucharon los soldados con las armas al hombro y los oficiales descubierta la cabeza. Luego y al concluir la diana que seguía al toque de oración, Cosío gritó con voz fuerte por tres veces: «¡Viva el rey!», grito que repitió la tropa y ésta se entró en sus cuarteles al toque de fajina.
La plaza quedó todavía ocupada por los curiosos que habían acudido a ver la formación; pero como comenzaba a oscurecer, y las patrullas de caballería y de infantería circulaban despejando las calles, momentos después, aquel lugar estaba solo y la población entera pareció quedar desierta.
Sólo en la gran casa del subdelegado, recién construida y situada en el lado meridional de la plaza, junto a la parroquia, parecía reinar alguna animación, y entraban y salían a cada instante por el enorme zaguán que servía de entrada principal de ella, caballos, mulas, jinetes y soldados de a pie. Además, las ventanas del salón principal que daban a la calle, estaban alumbradas. La casa era baja, pero de aspecto señorial. El único piso se eleva del suelo como dos metros, resguardado por un fuerte antepecho rematando con una magnífica balaustrada de piedra. Esta balaustrada está también convertida en parapeto, y entre ella y el muro de la casa se paseaban varios centinelas guardando el salón y las piezas todas, que daban por un lado a la plaza, y por el otro a la calle real.
En el salón, bastante lujoso para aquellos tiempos y aquellos rumbos, y cuyo techo de magnífico cedro artesonado era digno de una mansión regia, y cuya alfombra y canapés de damasco y candiles de cristal revelaban desde luego la riqueza de su dueño, se hallaban en animada conversación cuatro personajes, de los cuales tres estaban sentados junto a una mesa cubierta con un tapete de damasco rojo y en la que se veían en revuelta confusión, un gran tintero, salvadera y braserillo de plata, con su pirámide de ceniza, candelabro del mismo metal, en la que ardían cinco velas de esperma, muchos papeles, pistolas, sables y, por último, un frasco de aguardiente de España, con cuatro copas y vasos de agua puestos en una bandeja también de plata. Uno de estos personajes, vestido con el uniforme de coronel de dragones, huácaro azul con solapas blancas y botones de oro, pantalón blanco y botas fuertes, era un hombre al parecer alto, como de cuarenta años, buen mozo y densamente pálido, casi amarillo; se conocía luego que padecía de calenturas de la costa y que en esos momentos sufría un acceso que en vano procuraba dominar, y que se revelaba en su inquietud, en su humor irascible, en el brillo intenso de sus grandes ojos negros y en el temblor de sus mandíbulas, que parecía sacudir sus pobladas patillas negras. Llevaba el cabello según la moda introducida por el virrey Venegas, es decir, corto y con espesa furia, sobre la frente.
Era el mayor Cosío, el pobre Cosío, que destituido del mando de la división realista del sur por Venegas, a causa del mal éxito de sus operaciones contra Morelos, y a causa tal vez de ser mexicano de origen, se veía ahora subalternado al coronel español Fuentes quien lo había enviado quizás con toda malicia a unirse a Guevara para que asumiera la responsabilidad de un nuevo desastre.
Sin embargo, Cosío era como todos esos mexicanos que habían abrazado la causa de España contra la insurrección, como Elorza, como Iturbide, como Armijo, realista fiel, exaltado, sumiso hasta el servilismo, y aunque lastimado en su dignidad por aquella destitución, lejos de manifestar resentimiento, procuraba exagerar su adhesión al gobierno, y se alegraba interiormente de hallarse en aptitud, defendiendo la plaza de Tixtla, de recobrar su perdido crédito. Así es que hacía todos los esfuerzos posibles por asegurar la victoria.
Guevara, que tenía conocimiento ya de que Cosío había caído de la gracia del virrey, no se conformaba con sus disposiciones, sino a regañadientes, viéndose forzado a dividir con él los laureles del triunfo, aunque cedía en consideración al carácter y experiencia de un jefe como Cosío, educado en el servicio militar y que disfrutaba de prestigio entre la tropa por su categoría y por su instrucción.
Guevara era el segundo personaje del grupo. Corpulento, grueso, como de cincuenta años, de arrogante presencia, el subdelegado de Tixtla mostraba el tipo del español acaudalado, aunque era también mexicano de origen. En su semblante fresco y rubicundo, rebosando salud, se veía marcado el orgullo del rico, acentuado todavía por una gran nariz aguileña, y que apenas atenuaba la sonrisa de unos labios gruesos y desdeñosos. Se había puesto también el uniforme de coronel de milicianos provinciales, uniforme lujoso y flamante que apenas había usado dos o tres veces en los grandes días de parada. Pero él, conservando los usos añejos de un ricacho del año 9, llevaba todavía el peinado de coleta, cuidadosamente rizado y empolvado, la barba afeitada, los puños y la pechera con encajes, y no pudiendo soportar las botas fuertes, traía calzón corto, ricas medias de seda y chinelas con hebillas de oro. Todo él, en fin, respiraba riqueza, una cierta ostentación un poco rústica y de mal tono.
El tercer personaje era el comandante Garrote, el derrotado del Chichihualco, cuyo aspecto estaba en conformidad con su extraño hombre. En efecto, era un sujeto de color cetrino, de ojos pequeños, barba espesa e inculta, también con el pelo corto, frente estrecha, alto, seco, membrudo y de fisonomía dura y feroz. Desde su reciente derrota parecía desconcertado y abochornado, pero al través de esta aparente humillación se descubría en él una desmedida soberbia, irritada ahora por el despecho.
Por último, el cuarto personaje que se paseaba con agitación por la sala, deteniéndose de cuando en cuando para contemplar distraídamente los espejos venecianos que decoraban las paredes, o los santos guatemaltecos que en sus nichos de cristal adornaban las rinconeras, era el famoso cura don Manuel Mayol. La figura de este clérigo era singular: flaco, largo, rojo como un pavo de Indias, pelón, con el cuello enorme, embellecido por una nuez pronunciada, con los ojos saltones e inyectados y la boca grande y provista de largos dientes negros.
Vestido con su sotana y manteo, cuyo extremo recogía en un brazo, el irascible cura parecía presa de una extraordinaria excitación y hablaba en voz muy alta.
Ya sabemos que este cura era enemigo frenético de la independencia: sólo agregaremos que sus opiniones exaltadas no le impidieron después de 1821 pavonearse con su cruz de Guadalupe, y añadir a su nombre en todos los documentos que escribía de su puño, el título de «capellán mayor del Ejército Independiente del Sur», título que mendigó del general Guerrero.
Pero en la noche del 25 de mayo de 1811, todavía este prócer ilustre era capitán insurgente. Así es que el cura Mayol trinaba contra él.
—Dicen —exclamó, encarándose a Guevara— que Vicente Guerrero viene ahí de oficial. ¡Semejante pícaro! ¡El que no sabía más que jugar gallos y armar pendencias! Siempre dije yo que ese tunante pararía en ladrón.
—Pero, ¿lo han visto? —preguntó Guevara.
—Sí, lo han visto —agregó el comandante Garrote—. Viene con los negros guadalupes de Galeana.
—Lo que no me explico —dijo el subdelegado— es el cómo ha podido este maldito cura atraerse a don Hermenegildo, que parecía buen realista y que se prestó tan de buena voluntad a pelear contra los insurgentes cuando lo de Tepango.
—Y cate usted, que ésa ha sido una buena adquisición —observó Cosío, con voz temblorosa—. Es lo mejor que tiene Morelos.
—¿Y sus hermanos vendrán también? —preguntó Guevara.
—Según me escriben de Acapulco, vienen todos, don José Antonio, don Juan José y el muchacho don Pablo.
—Yo los vi en Chichihualco —añadió otra vez Garrote.
—Según eso —replicó con acento burlón el cura—, usted vio mucho, señor comandante.
—Pero hace cuatro días nos dijo usted que no había visto más que negros… con machetes. Todos eran negros y los Galeanas son blancos.
Cosío frunció las cejas, Guevara sonrió, Garrote se levantó indignado.
—Señor cura —respondió con acento colérico—, si el carácter sagrado de usted no me pusiera un sello en los labios, yo le respondería como merece. Yo he visto negros, y en efecto, así es; pero usted parece indicar que el susto me hizo ver negros a todos; ¡esto es decir que yo tengo miedo!
—Yo no digo que haya usted tenido miedo, señor comandante Garrote —repuso el cura con insolente ironía—; yo hago solamente una observación. Por lo demás, la acción tuvo mal éxito para nosotros… Usted perdió allí los cañones, el parque, los soldados…
—Señor cura… —dijo Garrote, gangoso de cólera—, ésos son azares de la guerra. Usted no entiende de milicia.
—Sí, sí, entiendo algo… ¡los azares de la guerra y luego los demonios negros y encuerados…! Pero, ¿en qué consistirá que los negros guadalupes combaten encuerados?… ¿Ése será su uniforme? —añadió el cura, con una risa silbante y sarcástica.
—¡Basta! —exclamó con tono de mando Cosío.
Las groseras burlas del cura contra el infortunado Garrote lo habían exasperado.
Guevara, para dar un giro más cortés a la conversación, dijo:
—Pues, y que haya arrastrado Morelos a don Hermenegildo, todavía se comprende, puesto que tenía ya a los otros hermanos, rancheros rústicos y candorosos; pero, ¡haber trastornado en unas cuantas horas a los Bravos! Eso sí que no me cabe en el juicio.
—Ésa es la envidia —dijo el cura—; ésos se meten por envidia.
—¿Envidia de qué o de quién? —preguntó Guevara.
—Envidia de usted, señor don Joaquín.
—¿Envidia de mí? —respondió el subdelegado con tono sincero—. No, señor cura, en esto usted se engaña. ¿Envidia de mi capital? Los Bravos son tan pudientes como yo, y además, son honrados a carta cabal; es preciso hacerles esa justicia. ¿Envidia de mi empleo? Si este cargo más trae congojas que satisfacciones. No, aquí hay otra causa, otro secreto; ese cura los ha trastornado completamente. Sólo así se explica que dejen sus bienes tan saneados, sus fincas de campo, todo su bienestar, y se lancen en pos de aventuras. Que Vicente Guerrero, que los negros de la costa, que otros como ellos se metan en esta empresa descabellada, se comprende, no tienen qué perder; pero que sujetos acomodados como los Galeanas, los Ávilas, los Bravos, se comprometan con riesgo de sus vidas y haciendas eso sí que es extraño. Debe ser un hechicero el tal cura.
—¿No lo he dicho en la cátedra del Espíritu Santo? —replicó Mayol—. Es el diablo en persona, el diablo vomitado por los profundos abismos. Por lo menos, el espíritu de Satanás lo inspira y lo anima. Si no fuera así, ¿cómo habría podido convertir en soldados a esos negros infelices de la Costa Grande, buenos sólo para sembrar algodón y tabaco? ¿Cómo habría podido seducir a esos rústicos Galeanas y convertirlos de la noche a la mañana en generales; cómo habría podido resistir a los valientes jefes —y en esto lanzó una mirada oblicua a Cosío—, experimentados en el arte de la guerra, habilísimos tácticos, él que no ha leído más táctica que la del misal? Jure usted, señor don Joaquín, que ese mal sacerdote trae al demonio en el cuerpo. La historia de la iglesia, por otra parte, presenta numerosos ejemplos de hombres de semejante especie. Simón Mago, Arrio, Nestorio, Lutero, Calvino, todos los heresiarcas.
—Basta —volvió a exclamar Cosío con voz irritada y cogiéndose la cabeza entre las manos.
—¿Le duele a usted la cabeza, mi coronel? —preguntó Garrote.
—Algo, ya sabe usted… la calentura. Pero este cura —añadió en voz baja— me marea con su charla.
En esto dieron las ocho y comenzó a sonar el toque de ánimas, que en la parroquia de Tixtla era prolongado y lúgubre en extremo.
El cura aprovechó la ocasión para salir del silencio embarazoso a que lo obligaba el enfado de Cosío, y arrodillándose con la cara vuelta a la pared, dijo:
—Recemos por el alma de los fieles difuntos, especialmente por los que murieron en Chichihualco en defensa de la religión y del rey… —y comenzó a murmurar—: Requiem aeternam dona eis Domine.
—Et lux perpetua luceat eis [Y la luz perenne luzca para ellos] —respondió Guevara, poniéndose también de rodillas.
Garrote, a su pesar, y conteniendo la ira, se levantó también para rezar. Cosío se reclinó en la mesa, con la cabeza entre las manos.
Después de los sufragios de costumbre, que el cura multiplicó adrede, éste se levantó, lo mismo que Guevara, mientras que Garrote se dirigió a la puerta que daba al interior de la casa, por donde se oía ruido de gente.
A poco volvió diciendo:
—Es don Juan Chiquito con el gigante.
—Que entren —murmuró Guevara.
Y entró primero un sujeto pequeño, regordete, cabezón, con grandes patillas rojas, vestido con chaquetón de paño oscuro, botas de montar, llevando ceñido un gran sable y en la mano un sombrero de vicuña adornado de toquillas y chapetones de plata.
Era el comandante don Juan Navarro, llamado generalmente a causa de su estatura de enano, don Juan Chiquito, y que después de haber servido para escoltar los convoyes de la nao de China de Acapulco a México, y las conductas de plata de México a Acapulco, se había hecho célebre como guerrillero contra los insurgentes de la costa.
En pos de él entró, inclinándose para pasar por la puerta, un extraño personaje, un gigante de un poco menos de tres varas de altura, bien proporcionado, como de treinta y siete años de edad, de aspecto bonachón, trigueño, lampiño y vestido de granadero.
Con casaca y pantalón verdes con vivos rojos y gran shacó adornado de un largo chilillo que casi llegaba al techo.
Era Martín Salmerón, llamado en el sur vulgarmente Martín de Acalco, por haber nacido en el rancho de Acalco, cerca de Chilapa, y que era famoso por haber recorrido casi toda la Nueva España, desde que el virrey Branciforte a quien fue presentado en primero de noviembre de 1796, le permitió que se mostrase, por paga, como un fenómeno extraordinario.
Era el mismo a quien conoció el barón de Humboldt y cuyo retrato, hecho por el pintor Guerrero, tenemos en el Museo Nacional.
Cosío, que no lo había visto nunca, se quedó contemplándolo con admiración; Guevara y Garrote contestaron el saludo humilde que les dirigió, y el petulante cura le alargó una mano flacucha, que el gigante se inclinó a besar, tomándola en una de sus manazas.
—Hasta hoy a la oración pudo llegar de Chilapa —dijo don Juan Chiquito— y ha estado vistiéndose y tomando algún refrigerio. ¡Vea usted qué magnífico granadero, mi coronel! —añadió el enano, con una risa estúpida, dirigiéndose a Cosío.
—Muy bien, y, ¿qué va usted a hacer con ese gigante? —preguntó Cosío a Guevara.
—¿Como qué? —respondió éste—; ¿no le parece a usted que lo pongamos al frente de la línea de batalla, junto al fortín, o en otra parte en que pueda ser visto e infundir pavor en los enemigos?
—Eso es —exclamó el cura—, Sansón contra los filisteos.
—Sería una lástima —dijo Cosío— que en vez de Sansón hiciera el papel de Goliat, y que una bala, en vez de una piedra, nos privara de esa maravilla.
—Señor coronel —se atrevió a observar el cura—, usted parece olvidar que el Dios de Israel está con nosotros, y que por eso este gigante no puede ser más que Sansón, y que los insurgentes no pueden ser más que filisteos, enemigos del pueblo escogido, y que…
—¡Basta! —gritó por tercera vez Cosío—, pónganlo ustedes donde quieran…
—Vaya usted a descansar, don Martín —dijo Guevara al gigante—, y usted, don Juan, encárguese de alojarlo y de tenerlo listo.
El gigante y el enano salieron.
A la sazón que se verificaba esta entrevista en la casa del subdelegado, un jinete bajaba apresuradamente por la cuesta que conduce de Chilpancingo a Tixtla y que termina en el bellísimo bosque de ahuehuetes que se llama de la Alberca, porque, en efecto, allí hay una alberca antiquísima, cuyas aguas abundantes sirven para el riego de las huertas de un barrio entero.
El jinete, luego que bajó el camino llano que flanquean las cabañas y los jardines indígenas, puso su caballo al galope, llegó hasta cerca del Santuario que está escondido en otro bosque de ahuehuetes, y torciendo a la izquierda tomó por la calle real, respondiendo a cada paso a los centinelas que lo detenían; entró en la plaza por un portillo del parapeto y se apeó en la casa del subdelegado, diciendo a un oficial de órdenes que lo anunciara.
—Habla —le dijo Guevara, viéndolo aparecer en la puerta de la sala—; ¿qué hay?
—Señor, que Morelos está aquí mañana.
—¡Mañana! —exclamaron en coro Cosío, Guevara y Garrote. En cuanto al cura Mayol, se desplomó en una silla.
—Sí, mañana —continuó el emisario—, lo sé de cierto; la persona que usted sabe me lo aseguró, diciéndome que viniera yo en el acto a avisarlo a usted.
—¿A qué horas has salido de allá?
—Oscureciendo; pero tuve que extraviar camino, y como no se puede correr por las cuestas, he tardado…
—Pero, y bien, ¿qué notaste tú en las tropas? —preguntó Cosío.
—En las tropas, nada; todas están acuarteladas; algunos oficiales se pasean cantando.
—Y, ¿Morelos? ¿Viste a Morelos?
—Lo vi en la tarde, paseando a caballo con don Leonardo Bravo y con otros. Después ya no volví a verlo.
—Y mi hija, ¿viste a mi bija? —preguntó con ansiedad Guevara.
—Sí, señor; pero no pude hablarle más que unas palabras. Estaba con la niña en los brazos. Me vio entre los mozos, me llamó y me dijo en voz baja:
—Dile a mi señor padre que no tenga cuidado, que nada le harán mañana.
—¿Que nada me harán?
—¿Que nada le harán a usted? —añadió el cura—; pero esa gente ya da por suya esta plaza.
—Bueno —dijo Cosío—, ¿tiene usted confianza en su amigo de Chilpancingo?
—Completa —respondió Guevara—. Es seguro que mañana seremos atacados.
—Y, ¿a quiénes viste de Chilpancingo entre los insurgentes?
—A todos, señor —contestó el emisario—; a los Bravos, a los Ruedas, los Aldamas, los Catalanes, los Alarcones, los Salgados de Amojileca, a todos; todos están con ellos en la infantería y la caballería.
—¡Pícaros! —exclamó Guevara—. ¿Y mi yerno Nicolás?
—Con ellos; él también está en la caballería; toda la tarde ha andado a caballo con Vicente Guerrero y con Nicolás Catalán.
—Bueno —dijo Cosío—, ya estamos enterados; ahora es preciso tomar nuestras providencias. Morelos, con la gente que tiene, sólo podría quitarnos la plaza estando dormidos nosotros. Pero lo conozco; es capaz de intentarlo. Así es que vamos a pasar la noche en vela. Yo voy a llevarme todo el Fijo y los Lanceros al fortín, para presentar batalla, si es posible. Usted, señor don Joaquín, cuide de los puntos de la plaza. Usted, señor cura, deje el catalán y ayúdenos en lo que pueda.
—Yo, señor coronel —dijo el cura con altanería—, con catalán y sin catalán, soy un ministro del Altísimo, y mi puesto está junto a los altares; allí velaré por mi grey.
—Venga usted, Garrote —dijo Cosío, ciñéndose su sable.
—Con este hereje —dijo el cura a Guevara, cuando el coronel hubo salido— temo que nos suceda una desgracia. Por sí o por no, despache usted a su familia a Chilapa, hoy, en el silencio de la noche. Ponga usted en salvo su vajilla y todo lo que tenga de valor, porque nadie sabe lo que puede pasar con esos judíos. Yo voy a ver si puedo conciliar el sueño, aunque lo creo difícil, y al alba mandaré llamar a misa; desde entonces se tocará rogación y mis vicarios y yo imploraremos el auxilio divino en favor de las armas del rey.
Guevara se quedó pensativo un momento, y luego, siguiendo los consejos del cura, fue a despachar a su familia y a poner en salvo sus tesoros.
Al rayar la aurora, Cosío había formado su batalla en una colina chata y pedregosa cercana al fortín que llamaban del Calvario porque estaba del lado de esa capilla, y frente a otra que se llama Piedras Altas. Sabía, por sus exploradores, que Morelos había salido de Chilpancingo a la una de la mañana, y que no tardaría en presentarse en el camino, justamente frente a la posición escogida.
El Fijo de México, apoyando en el fuerte su extrema izquierda, estaba listo para entrar en acción. Los Lanceros de Veracruz, situados a retaguardia del Fijo, y las cuatro piezas de grueso calibre puestas en batería en el fortín, cargadas a metralla, y con sus artilleros, mecha en mano. El plan de Cosío consistía en dejar acercarse a la columna insurgente sin hostilizarla, y teniéndola a tiro de fusil, cargar sobre ella, apoyándose en todo caso, en el fuerte. Así en un combate rápido y terrible iba a decidir ese primer encuentro, quedándole, sin embargo, en caso de un desastre, el poderosísimo apoyo de la plaza de la ciudad, en cuyas fortificaciones se habían colocado otras cuatro piezas, distribuidas en dos bocacalles en el cementerio de la parroquia, defendiéndolo todo las compañías de milicianos y los vecinos armados, al mando de Guevara.
La bandera española flameaba orgullosa en el fortín, en la plaza, y en la única torre de la parroquia. Los tambores y los pífanos acababan de tocar diana y aún resonaban los gritos de «¡Viva el rey!» que repetían los ecos de las montañas vecinas, cuando al dorar el sol los encinares de la cumbre, por la que serpentea el camino de Chilpancingo, apareció la descubierta de caballería de los insurgentes, bajando poco a poco. Luego comenzó a desfilar también la infantería, el Regimiento de Guadalupe, desplegada al aire la bandera blanca y azul. Después venían tres pequeñas piezas cargadas en mulas, el parque, y a retaguardia la caballería de los Bravos, compuesta de magníficos jinetes de brillantes mangas rojas y azules con fleco de oro y plata. Esa caballería llevaba como enseña un estandarte rojo.
Cosío y Garrote examinaban atentos este desfile pausado y majestuoso.
De repente resonó un «¡Viva!» en las filas insurgentes, y en una colina más cercana al fuerte apareció un gran grupo de jinetes, llevando en el centro una bandera negra. ¡Ahí estaba Morelos!
III
En efecto, era el caudillo que había venido a examinar hasta allí las posiciones enemigas.
Después de que las hubo estudiado con detenimiento, fijando alternativamente su anteojo en el fortín y en la parte de la población que se veía, sus ayudantes fueron a comunicar las órdenes.
La columna descendió a la llanura pedregosa de las Piedras Altas y allí hizo alto. Morelos no tardó en reunirse a ella.
El capitán don Vicente Guerrero y don Leonardo Bravo venían con él. Como prácticos en el terreno, Morelos los había llamado para informarse acerca de los lugares.[3]
Don Hermenegildo Galeana, llamado en seguida, vino a recibir órdenes.
—Señor Galeana —le dijo Morelos—, dentro de una hora ese fortín debe estar en nuestro poder. No podemos emplear mucho tiempo, porque inmediatamente después tenemos que tomar la plaza, que a lo que parece está bien fortificada. El Regimiento de Guadalupe, menos la compañía de mi escolta, bastará para eso. Y ya sabe usted, hay que economizar el parque, tanto, que es preciso no disparar, sino a quemarropa. No haremos uso de nuestras piezas, y pueden quedarse cargadas. En cuanto a los «colorados» y a los «verdes» —añadió, señalando la línea de batalla de Cosío— corren de mi cuenta.
Galeana partió a galope y fue a dividir su regimiento en cuatro columnas de asalto, cuyo mando encomendó a sus hermanos don Juan José, don José Antonio, y a su sobrino don Pablo, quedandose él con la primera, que llevaba la bandera blanca y azul, la bandera de la independencia.
Luego don Leonardo y don Miguel Bravo fueron a unirse a la caballería de don Víctor, que se había colocado a cierta distancia, haciendo frente a los Lanceros de Veracruz y a la guerrilla de cuerudos de don Juan Chiquito, que parecía muy belicosa. La caballería insurgente se dividió en dos trozos. Don Víctor y don Miguel Bravo se pusieron a la cabeza del uno, con el objeto de atacar a la caballería realista; don Leonardo y don Nicolás, su hijo, al frente del otro, vinieron al lado de Morelos, quien formó su batalla con él y con su escolta, para atacar de frente a la infantería de los colorados y de los milicianos, a cuya cabeza estaban Cosío y Garrote.
En esto y a punto de comenzar el combate, Morelos vio algo raro en las filas enemigas, y llamó a Guerrero que se disponía a incorporarse a su Regimiento de Guadalupe.
—¿Qué es eso? —le preguntó, señalando a un hombrazo vestido de verde, y que blandía una lanza enorme.
—Señor —respondió Guerrero—, ése debe ser Martín de Acalco, el gigante que ha andado enseñándose en las plazas de toros con ese uniforme de granadero. ¡Lo traerán para espantarnos!…
Morelos se rió de buena gana.
—¡Qué ocurrencia! —dijo—. Estas gentes son muy cándidas y nos tratan como a chiquillos… ¡Hola, colegial! —exclamó, llamando al joven capitán don Luis Pinzón; y cuando éste llegó, caracoleando en un magnífico caballo que acababa de regalarle don Nicolás Bravo—: usted ha estudiado teología y ha leído la Sagrada Escritura, ¿no es así?
—Sí, señor —contestó Pinzón.
—¿Se acuerda usted de la famosa batalla del valle de Terebinto?
—Sí, señor, aquella en que David mató al gigante Goliat de una pedrada. Eso está en el primer libro de los Reyes.
—Bueno: pues aquí va a haber algo parecido. ¿Ve usted ahí al frente de la línea enemiga aquel figurón vestido de verde, con un enorme gorro y una lanza?… También es un gigante que se llama Martín… ¿de qué?
—De Acalco —repitió Guerrero.
—Martín de Acalco —continuó Morelos—. Ahora bien, usted va a ser el David de ese Goliat; pero no un David que lo mate, sino que me lo entregue bueno y sano. Es un pobre hombre, y además un fenómeno extraordinario de la naturaleza, y es preciso conservarlo. Así es que usted, que tiene ingenio y travesura, verá cómo hace para cogerlo vivo y sano, ¿estamos?
Todos sonrieron. Pinzón parecía consternado.
—¡Cogerlo vivo! —exclamó—. Pero señor, eso es más de lo que hizo el rey David.
—No hay excusa: usted me responde del gigante Goliat, chiquitín, ¡cuidado con matarlo!
Luego Morelos llamó al valiente padre de Talavera, que en su calidad de teniente coronel venía muy bien montado y equipado militarmente.
—Amigo Talavera —le dijo—, antes de derramar sangre, es necesario dejar a salvo nuestra responsabilidad. Para mí es un caso de conciencia, y me propongo siempre antes de atacar una plaza, intimarle rendición. Así es que, más bien por cumplir con este deber de humanidad que por llenar las fórmulas de la cortesía militar, va usted a tomar una bandera blanca y un tambor, y a dirigirse a ese fortín. Allí, en mi nombre, intimará usted al jefe que comande, la rendición del fuerte y de la plaza en el término de dos horas, y sin condiciones. Si acepta, puede usted ofrecer la garantía de la vida para todos; en caso contrario, él será responsable de las consecuencias.
Talavera partió con su bandera blanca y su tambor, y como no mediaba gran distancia entre la meseta de las Piedras Altas, en que se hallaba formado el pequeño ejército insurgente, y la empinada cumbre del fortín, pronto llegó al pie de esta última, y allí tocó parlamento.
Cosío no quiso que se introdujera al parlamentario a la línea realista, sino que salió a caballo, acompañado del comandante Garrote, bajó rápidamente la quebrada cuesta de la colina y se acercó a Talavera.
Luego que hubo escuchado la intimación, contestó, irguiéndose, con una expresión marcada de altanería y desprecio:
—Puede usted contestar al jefe que lo envía, que los soldados fieles del rey, como yo, no quieren pláticas con los rebeldes, y que es ridículo hacer intimaciones con una chusma como la que está ahí, a una plaza que tiene fuerza regular y tres veces mayor. Ésa es mi respuesta; y no vuelva usted a presentarse con bandera de parlamento, porque no será respetada.
Cosío y Garrote se volvieron al fuerte, sin saludar siquiera al parlamentario, que regresó iracundo a incorporarse a Morelos, a quien comunicó la desdeñosa respuesta de Cosío.
—¡Ah!, ¿conque es ridículo intimarles rendición con esta chusma? —dijo Morelos sonriendo—. Pues todo ese ridículo se les va a venir encima cuando les hayamos tomado la plaza que tiene una fuerza regular y tres veces mayor. Me gusta la fanfarronada en el enemigo, porque es como salsa que hace más apetitoso el triunfo. Vamos, amigo Talavera, deje usted la bandera blanca, y empuñe la lanza, que ya es tiempo, y ¡que Dios nos proteja!
Entonces, dadas las últimas órdenes, Morelos, que estaba a pie, montó en su caballo de batalla, un hermoso caballo negro de la hacienda de los Bravos, y que el caudillo refrenaba con destreza. Morelos, aunque grueso, era un gran jinete, y en aquel brioso corcel, y envuelto en su poncho blanco atado al cuello con una cadenilla de oro, parecía verdaderamente majestuoso y terrible. Sus soldados fijaban en él los ojos con idolatría. Don Leonardo y don Nicolás Bravo, el bizarro Talavera, un grupo de valientes lo rodeaba.
Entonces hizo una seña y tambores tocaron el paso de ataque; la bandera negra, la bandera terrible, se desplegó a su lado; los Galeanas se pusieron en movimiento a la cabeza de sus columnas y en dirección al fortín, en silencio y a paso veloz.
Como viese don Leonardo Bravo que Morelos se disponía a combatir en persona, se acercó a él con solicitud y le dijo:
—Señor, usted no debe exponerse así, como un soldado. Para eso estamos aquí nosotros. Usted debe disponer y nosotros ejecutar. Ruego a usted, en nombre de todos, que no se exponga.
—Amigo Bravo —respondió con firmeza Morelos—. Hay casos en que toda la táctica consiste en el arrojo y en que la orden del general debe ser el ejemplo. Éste es uno de ellos. El enemigo tiene su fortín, su plaza, su artillería y mil seiscientos hombres. Nosotros no somos más que seiscientos, y sin artillería. Sólo el arrojo puede triplicar nuestras fuerzas y hacernos superiores. Lo que vamos a hacer es casi un milagro, pero de él depende nuestra suerte futura. Es preciso, pues, que demos el ejemplo, y al vernos, todos serán mejores.
Diciendo esto, desenvainó el sable, y gritando: «¡Ahora nosotros!», se lanzó a galope al frente de su columna sobre la línea de batalla realista.
Aquello fue obra de un momento, pero de un momento terrible. Los Bravos y sus valientes chilpancingueños, que combatían por la segunda vez, queriendo rivalizar de nuevo en arrojo con los Galeanas, y en esta acción más empeñada que la de Chichihualco, se lanzaron como leones y siguiendo el ejemplo de Morelos, sobre la infantería de los colorados y de los milicianos, que fue deshecha en algunos minutos, rindiéndose prisioneros los que no murieron, o refugiándose en el fuerte con Cosío, que se batió desesperadamente, pero que, como los demás, puso su salvación en la fuga. Los Lanceros de Veracruz y los guerrilleros de don Juan Chiquito fueron más obstinados y resistieron más largo tiempo; pero los cien jinetes de don Víctor y don Miguel Bravo, semejantes a los paladines de la Edad Media, se abalanzaron hacia ellos sin disparar un tiro, se mezclaron entre sus filas y los acuchillaron sin piedad. En aquella confusa mezcla de caballeros, en que no se oía más que el sordo rugido de los combatientes y el chasquido de los sables, fácil hubiera sido que los partidarios se hubiesen matado entre sí, pero Morelos había hecho que todos los suyos pusiesen en sus sombreros, a guisa de escarapela, una rama de encina. Además, los soldados realistas tenían uniforme, y los guerrilleros, su vestido de piel amarilla. Así es que los insurgentes no tenían uniforme, no equivocaban a sus enemigos, ni erraban golpe, derribando a su paso cuanto se les oponía. Por fin, los pocos lanceros y guerrilleros de Chilapa que escaparon de la matanza, se alejaron a todo correr, y como pudieron, del campo de acción, y por una hondonada que se halla a la derecha del fortín, en cuyo fondo corre el arroyo de Cuauhtlapa, se dirigieron unos a la plaza, y otros a la llanura de norte de Tixtla y camino de Chilapa.
Entonces la pequeña columna de Morelos y la de don Víctor y don Miguel Bravo se dirigieron al costado derecho del fortín, para apoyar el ataque del Regimiento de Guadalupe, que en estos momentos parecía en todo su furor. El fortín, mandado por Garrote y defendido por trescientos hombres y cuatro piezas de grueso calibre, se veía cubierto por una densa y oscura nube de humo, sobre la cual se veía flotar la bandera española. De los parapetos de piedra y adobe del fuerte caía una lluvia de metrallas y de balas sobre las columnas de los Galeanas, que trepaban por la cuesta silenciosas y terribles, diezmadas a cada paso, pero sin retroceder un palmo, conducidas por aquellos guerreros de la costa, que, como si hubieran sido invulnerables, seguían adelante, siempre adelante, a pie, con el sable desnudo y el brazo extendido hacia la fortaleza.
Morelos, al ver esto desde el punto en que marchaba su columna, exclamó lleno de admiración, hablando con don Leonardo Bravo:
—¡Qué hombres, don Leonardo!, ¡qué hombres!
—Pero van a acabar todos si no llegamos a tiempo —respondió Bravo.
Apenas acababa de decir estas palabras, cuando pareció envolver el fortín un cinturón de fuego, y al estallido de una descarga general, sucedió un silencio de muerte.
Don Leonardo pareció angustiado. Morelos hizo alto lleno de confianza, y con el rostro radiante, dijo:
—¡El fortín está tomado!
En efecto, un momento después, la bandera española, que había flameado sobre el fortín, descendía rápidamente, y en su lugar se enarbolaba la bandera blanca y azul, la bandera del Regimiento de Guadalupe.
Al verla, la columna de Morelos prorrumpió regocijada y llena de entusiasmo en un grito unánime:
—¡Viva la Independencia! ¡Viva Morelos! ¡Viva Galeana!
Morelos y sus soldados llegaron unos instantes después al fortín, y don Hermenegildo Galeana, cubierto de sangre y de pólvora, salió de los parapetos y se adelantó respetuosamente a recibir al caudillo, llevando en las manos la bandera española.
—Señor —le dijo, descubriéndose—, aquí tiene usted la bandera del enemigo; ahí adentro tiene usted trescientos prisioneros. Cosío y Garrote corrieron.
—Muy bien, señor Galeana —contestó Morelos—, guarde usted la bandera; es un trofeo del Regimiento de Guadalupe. Ahí tenemos otras en la plaza —añadió, señalando las que se veían perfectamente sobre la torre de la parroquia y en la plaza de Tixtla.
Luego Morelos fue a examinar a los prisioneros, que desarmados y temblando se amontonaban en el glacis del fuerte, lleno de cadáveres, y rodeados por los soldados vencedores. Éstos vitorearon calurosamente a su general, que los felicitó por aquella hazaña verdaderamente extraordinaria.
Pero llamando aparte a Galeana, le dijo, con cierta inquietud:
—Tantos prisioneros van a ser un estorbo para nosotros; tenemos que tomar la plaza, y si dejamos aquí una custodia conveniente, no nos quedan soldados para el asalto. ¿Qué haremos? Matarlos… ¡no puede ser!
Galeana reflexionó un momento:
—No nos queda más que un recurso —dijo—, los haremos entrar en ese galerón, después de sacar las municiones que están ahí, y les abocaremos una pieza, encargando al oficial, que al menor movimiento de ellos, haga fuego. Esto nada más mientras dura el asalto.
—Bien pensado —dijo Morelos—, y sobre todo, no queda otro medio. Póngalo usted luego en práctica.
Mientras que Galeana iba a ejecutar esta orden, se oyó una gritería fuera de los parapetos. Era una mezcla de risotadas y de vivas en la columna de los Bravos, que había quedado al pie del fortín.
Causábala el joven don Luis Pinzón, que conducía al gigante Martín de Acalco, bien maniatado y custodiado por cuatro costeñitos del Regimiento de Guadalupe.
El hombrazo todavía con su uniforme verde, su gran gorro de granadero, y atadas las manos a la espalda, parecía tan mohíno y confuso, que daba pena verlo.
Morelos lo miró con curiosidad y con lástima.
—Señor —le dijo Pinzón—, aquí está Goliat bueno y sano.
—¡Bravo colegial! —le contestó el caudillo—, no creía yo que pudiera usted cumplir tan bien mi orden.
—Me ha costado mucho trabajo, señor —replicó Pinzón con cierto acento de queja—. Además, me he privado de hacer cosas mejores con tal de coger vivo este elefante.
—¿Y cómo?… —preguntó sonriendo Morelos.
—¡Ah!… hemos trabajado mucho… Como que estaba terrible, como todos los animales mansos cuando se enfurecen. Ya mero lo matábamos, porque también él nos acometía con su lanza. Pero vio correr a sus jefes, y echó a correr también él. Entonces pude manganearlo de un pie, y cayó al suelo. Fue cuando estos muchachos lo amarraron antes de que pudiera levantarse. Pero, señor, pude haber estrenado mi caballo en otra cosa.
—Vamos —dijo Morelos, fingiendo enfado—, no se queje usted; ¿qué cosa mejor pudo usted haber hecho? Ha cogido prisionero al hombre más grande del ejército realista —y luego, dirigiéndose a Martín Salmerón, le dijo—: Le perdono a usted la vida, porque es usted un fenómeno extraordinario de la naturaleza, y porque sé que es usted un hombre pacífico, a quien han obligado los gachupines a pelear contra nosotros. Quedará usted libre luego que hayamos tomado la plaza; pero le prevengo, que si vuelvo a encontrarlo en las filas enemigas, no he de ser tan benigno.
El gigante, después de haber dado las gracias con una gran reverencia, fue puesto con los demás prisioneros en el galerón del fuerte.
Después Morelos llamó a Guerrero, que estaba también cubierto de sangre, pues fue de los asaltantes del fortín, y llevándolo a un lugar desde donde se descubría perfectamente el panorama entero del valle y de la población de Tixtla, pues la colina del fortín es la altura más dominante y próxima al caserío, comenzó a preguntarle acerca de los puntos que importaba conocer.
Abajo del fortín había otra colina que no estaba dividida de la primera, sino por una calle estrecha y profunda. Allí había una pequeña capilla. Era el Calvario, hasta donde subían las procesiones en la semana Santa, por una pendiente muy inclinada, que descendía a la plaza y que cortaba por en medio el Barrio Alto. Las casas de este barrio, así como todas las de la población, se veían tan bien, que podían distinguirse a la simple vista hasta las personas. El atrio de la parroquia, convertido en fuerte, estaba lleno de soldados, y había allí dos piezas de a ocho. Las bocacalles laterales tenían otras dos. Las calles del Empedrado, la Real y la de la Estación, que corren de norte a sur de la población, estaban desiertas y por los callejones que comunicaban con ellas, sólo se veían pasar rápidamente y de cuando en cuando, algunos soldados.
Abajo y a la derecha del fortín estaba el hermoso bosque de ahuehuetes de la Alberca; un poco más allá, el bosque, también de ahuehuetes, del Santuario. Al oriente, más allá del caserío, y a orillas de un hermoso lago azul que confina con dos cerros elevados y cubiertos de vegetación, se veía una zona verde hermosísima, dividida simétricamente, y presentando el aspecto de una alcatifa luciente y aterciopelada.
—¿Qué sembrados son ésos? —preguntó Morelos a Guerrero.
—Son las huertas, señor, así las llamamos en Tixtla. Son huertas de sandías y melones, muy sabrosas que se siembran en el terreno húmedo que deja la laguna cuando se seca en este tiempo; y sólo en este mes existen, porque después viene el tiempo de aguas, y la laguna cubre todo ese terreno.
—Ahora comeremos esos melones —dijo Morelos—. Y aquellos cerros, ¿cómo se llaman?
—El pequeñito, que está al norte a orillas de la laguna, se llama Texcaltzin y el cerro grande que se ve detrás de la parroquia y arriba del lago, se llama Tapaxtla; la barranca roja que lo divide del otro, se llama Xompito, y este otro cerro que está al sur, Hueyantipan. Abajo, queda el camino para Mochitlán, un pueblo muy fértil que está a cuatro leguas, y más acá, junto al Santuario, está el camino que va a Acapulco.
Luego, volviéndose hacia el noroeste, Guerrero señaló los cerros por donde se distingue el camino de Chilapa, arriba de una bella y dilatada llanura; al norte el camino de Atliaca, que se dirige al río de Mezcala, por la cañada de Totoltzintla, y al nordeste el gran cerro de Coyopula, a un lado del cual había descendido el ejército insurgente.
—¡Qué hermosa es la tierra de usted, Guerrero —dijo Morelos—, por dondequiera sembrados, arroyos, colinas verdes y montañas magníficas! ¡Lástima que la población sea tan «chaqueta»!
—Sí, señor, es lástima de veras —contestó Guerrero—, pero si logramos convertirla, sacaremos de ella buenos soldados.[4]
—Vamos a verlo —concluyó Morelos, cerrando su anteojo y llamando a los Galeanas y a los Bravos.
—Son las nueve de la mañana —dijo, mirando su reloj—. A las doce es preciso que la plaza esté en nuestro poder.[5] Señor Galeana, usted con el Regimiento de Guadalupe penetrará por esas calles —dijo, señalando las que se llaman del Empedrado y Real—. El capitán Guerrero, con una compañía, tomará por aquella que se llama de la Estación, y atacará la retaguardia de la parroquia. Los señores don Miguel y don Víctor Bravo atacarán por la parte norte, y don Leonardo y yo tomaremos por nuestra cuenta la plaza, y bajaremos por el costado izquierdo de esta colina. Pero para preparar nuestro ataque, empezaremos por cañonear la plaza, y ya que tenemos piezas de batir, las aprovecharemos.
Los jefes fueron a disponer sus columnas, y un momento después, un cañoneo vigoroso y acertado infundía el terror en la plaza y en la población, desmontaba las dos piezas del frente del atrio, derribaba una parte de la torre y anunciaba, en fin, el asalto, que no tardó en seguirse.
Éste no duró más que el tiempo necesario para que bajasen las columnas la quebrada y áspera cuesta del Calvario. El Regimiento de Guadalupe, muy disminuido ciertamente, pero fuerte todavía en más de trescientos hombres, y guiado siempre por los Galeanas y por Guerrero, avanzó por los puntos señalados, y horadando casas o marchando a pecho descubierto, se acercó a las últimas fortificaciones de la plaza, donde los milicianos y los vecinos armados hicieron una resistencia desesperada. Don Miguel y don Víctor Bravo tomaron también toda la parte fortificada del norte; Guerrero penetró hasta el pie de los parapetos levantados a espalda de la parroquia, y cuando se oyeron las descargas de la columna que guiaba Morelos en persona en la plaza, Galeana ordenó el asalto al atrio de la parroquia, que fue tomado inmediatamente. Las tropas de la plaza, que aún se hacían fuertes en varias casas de la plaza, aspilleradas y claraboyadas, no tuvieron otro recurso que tocar parlamento y rendirse a Morelos.
Cosío, Garrote y Guevara se habían escapado durante la refriega y corrían ya rumbo al oriente de la población, sin que los insurgentes pudieran evitarlo, ocupados, como estaban, en el asalto.
Muchos de los defensores del atrio se refugiaron en la iglesia, que estaba llena de familias, y cuyas puertas se hicieron abrir con terribles clamores. El cura Mayol y sus vicarios, trémulos de espanto y revestidos con los ornamentos sagrados, se hallaban en el presbiterio arrodillados, rezando en voz alta y teniendo al Santísimo expuesto en el altar mayor. Allí, al pie del ara se agrupaban con la mayor angustia, durante el asalto, sacerdotes, ancianos, mujeres y niños, presentando el espectáculo de la mayor desolación.
Aún resonaban algunos tiros en el atrio, cuando las puertas de la sacristía, que daban al presbiterio, se abrieron y el capitán don Vicente Guerrero, descubierto y con el sable metido en la vaina, se presentó e hizo ademán de hablar.
El cura se precipitó a su encuentro.
—Señor don Vicente, Vicentito, hijo mío: tengan ustedes misericordia de nosotros; aquí no hay más que mujeres.
—Señor cura —dijo Guerrero—, la plaza es nuestra; pero no tengan ustedes cuidado alguno, porque sabemos respetar a la gente pacífica. Tranquilice usted a estas infelices gentes y que se retiren a sus casas. Pero en cuanto a los soldados que se han refugiado aquí, son mis prisioneros y deben rendirse al general.
Las mujeres no se tranquilizaron y, al contrario, redoblaron sus ruegos y clamores. El cura subió al altar, tomó la custodia, y temblando como un azogado, dijo a Guerrero:
—Vicentito, amigo mío, por lo más sagrado que tenga usted, acompáñeme a ver a Su Excelencia el señor Morelos para aplacarlo.
—Pero, señor cura —dijo Guerrero—, no hay necesidad de aplacarlo; lo que va usted a hacer es inútil. Ya he dicho que las familias pueden retirarse en paz. Los soldados, que vengan conmigo.
Entonces los soldados de Guerrero penetraron en la iglesia y se apoderaron de los realistas, que entregaron luego sus armas.
Pero el cura, llevando el Santísimo y seguido de sus vicarios y de una gran multitud, salió de la iglesia, atravesó el atrio, sembrado de heridos, y fue a la plaza, en donde Morelos aseguraba a los prisioneros que se le habían rendido.
Al ver el caudillo todo aquel aparato, se indignó, y descubriéndose, pero sin bajarse del caballo, vino al encuentro del cura.
—Excelentísimo señor —dijo éste—. En nombre de este Divinísimo señor, ruego a Vuestra Excelencia que tenga misericordia de tantas familias.
—Señor cura —contestó Morelos—, ¿a qué viene todo este aparato que desdora a la religión? Nadie ofende a las familias, ni nosotros somos las fieras que usted pinta. Vaya usted a depositar el Santísimo y a tranquilizar a esa pobre gente, que sólo usted ha podido espantar.
El cura se retiró haciendo reverencias con todo y la custodia, y más sereno, entró en la iglesia; pero no depositó el Santísimo, sino que volvió a colocarlo en el altar y él permaneció arrodillado, llorando y con las manos enclavijadas.
Después, Galeana le presentó a Morelos trescientos indios de Tixtla que habían sido hechos prisioneros en la parroquia y en otros puntos.
—Guerrero —dijo Morelos—, usted que habla el mexicano, diga a estos naturales que están libres, y que si quieren seguir nuestras banderas, los recibiré con gusto.
Guerrero arengó a sus compatriotas, y les dirigió palabras tan expresivas, que todos ellos pidieron seguir con los insurgentes.
Este hecho fue como un arco iris, en el alma del héroe, poco agitada por la cólera. Dirigiose contento a la casa del subdelegado, viendo arriar las banderas españolas de la torre y de la casa, y preguntó sonriendo por Cosío y Guevara.
—Allá van, señor —dijo don Nicolás Bravo, señalando un camino que se dibujaba como una culebra roja en la empinada cuesta del cerro de Tapaxtla—. Allá van para Chilapa.
—No quiso su suegro de usted —añadió Morelos, chanceando—, deberle a usted la vida.
En la casa del subdelegado, esperaba a Morelos otro momento de disgusto.
El cura Mayol estaba allí, todavía revestido con su capa pluvial, y con el bonete en la mano, acompañado de los acólitos con cruz y ciriales.
—¿Viene usted ahora a exorcisarme, señor cura? —le dijo Morelos bastante serio—. ¿Por qué anda usted todavía con esas ropas sagradas?
—Vengo, Excelentísimo Señor a decir a Vuestra Excelencia que todo está listo para el Tedeum.
—Y ¿quién le ha dicho a usted que yo quiero Tedeum? ¿Cree usted que Dios recibirá esas acciones de gracias que usted le dirigiera por nuestro triunfo, cuando sólo siente usted odio contra nosotros? ¿Acaso presume usted que ignoro lo que usted ha predicado y hecho? Retírese usted, y no escandalice más a sus feligreses. Yo no quiero más Tedeum que la gratitud de los pueblos a quienes vengo libertando del yugo español. ¡Váyase usted!
—Pero, señor, ¿me perdona Vuestra Excelencia?
—¿Yo? —dijo Morelos fastidiado—. Yo no tengo nada que perdonarle. Yo no hago ningún caso de usted.
Luego que el cura desapareció, Morelos, dirigiéndose a los Galeanas, a los Bravos y a los otros jefes, les dijo:
—Ahora, a atender a nuestros heridos, y a comer; hemos llegado a la hora. Son las doce. Después, a descansar. Lo que hemos hecho vale la pena; mandaremos a Zacatula a los otros prisioneros criollos para quedar expeditos. La toma de Tixtla es de buen agüero. Las banderas españolas se bajan a nuestro paso; los generales realistas corren; los pueblos se nos unen, y el espíritu de nuestro padre Hidalgo sigue viviendo entre nosotros.
Los jefes y los soldados vitorearon al gran caudillo, y algunas horas después, la población, que había entrado en confianza, volvía a entregarse a sus tareas ordinarias.
Tal fue la toma de Tixtla, tan notable, pero tan poco descrita hasta ahora. Las gacetas oficiales, como dice Alamán, nada volvieron a decir de los sucesos de esa campaña del sur después de abril de 1811, porque todos fueron favorables para las armas insurgentes. Cosío y Guevara no pararon en su carrera hasta México, adonde vinieron a explicar cómo seiscientos hombres, sin artillería, pudieron tomar una plaza defendida por mil seiscientos con ocho piezas de grueso calibre.
Valía la pena hablar de esta acción, y sin embargo, los llamados historiadores no se fijaron en ella. Don Carlos María de Bustamante le consagró una hoja; don Lucas Alamán una página; Zavala y Mora, unas líneas.
Yo he reconstruido esta narración, con nuevos datos escritos, y sobre todo, con el relato verídico de los testigos oculares a quienes tuve la fortuna de alcanzar en mi juventud, en la ciudad de Tixtla de Guerrero, mi tierra natal.[6]