CORRESPONDENCIA ENTRE PRÓSPERO Y EL NIGROMANTE
PRÓSPERO A NIGROMANTE[*]
Al Nigromante
Colima, febrero 20 de 1864
Querido maestro y amigo:
Como ofrecí a usted en Mazatlán repetidas veces, le escribo para darle cuenta de mi viaje y de lo que pasa por estos rumbos. Espero que en cambio usted me cumplirá su palabra, dirigiéndome sus cartas a Acapulco, para donde voy a salir a principios del mes entrante.
Comienzo, pues. Ya usted vio que por irnos a saborear el café en casa de Escudero, Alfredo y yo corrimos el riesgo de quedarnos, y de perder el valor de nuestro pasaje. A usted debimos el habernos salvado de aquella contrariedad, pues que se sirvió venir a decirnos muy contento que la Colima había salido ya del puerto y que tendría el gusto de que le hiciéramos compañía algunos días más. Recuerda usted nuestra sorpresa y el apresuramiento con que nos dirigimos al American Exchange por nuestros últimos envoltorios, pues nuestro equipaje estaba ya a bordo desde el día anterior. Recuerda usted además el placer que tuvimos cuando al llegar al muelle supimos que el benévolo capitán de la Colima se proponía aguardarnos, y que sólo había puesto su buque en franquía para aprovechar la buena hora. En efecto, divisamos a lo lejos la goleta que se entretenía dando bordadas hasta que tuviésemos la bondad de llegar los que nos habíamos retardado.
Pues bien, maestro, más nos valiera habernos quedado por entonces platicando con usted en Las olas altas, y viendo a las hermosas hijas de Mazatlán pasear en el muelle a la luz de la luna, aunque hubiéramos perdido el valor del pasaje, pues nos hubiéramos embarcado después en el Santiago que se hizo a la vela algunos días más tarde, y que tuvo una navegación feliz. La nuestra fue asaz desdichada, y va usted a verlo.
Todavía conmovidos por el último adiós que nos dimos sobre el muelle, el cual adiós también debe haber conmovido a usted, a pesar de que lo disimulaba con su sonrisa burlona al ver que Chavero llevaba su enorme libro de La Jerusalén libertada, debajo del brazo, como quien se siente capaz de ir leyendo en el mar, y al verme a mí cargando un canasto con naranjas, pasas e higos cubiertos, como si todo ello debiese preservarme del mareo, nos metimos en el bote aquel que saltaba endiabladamente sobre las olas ya alborotadas por la brisa de la tarde. Llevábamos ocho robustos bogas, de suerte que no nos parecía difícil, merced a sus brazos y a la senda propina que les ofrecimos, alcanzar a la Colima, que seguía meciéndose graciosa y trazando su zigzag a velas desplegadas y muy lejos de nosotros.
Apenas los remos comenzaron a cortar las aguas y nuestro bote a bailar una galopa infernal sobre el espinazo de las olas enormes de aquella ensenada, deliciosa, cuando el de La Jerusalén libertada arrojó el tomo sobre los envoltorios, se puso lívido y acongojado y se mareó completamente. Sin embargo, él solo se daba ánimo, diciéndome:
—Esto no es nada; no me siento mal que digamos; ¡qué lindo es el mar, qué poético, y qué!…
No concluía su frase porque se desvanecía y tenía necesidad de acostarse, privándose de contemplar el bello espectáculo que ofrecían frente a nosotros la inmensa llanura del mar y el cielo sereno y puro en el que brillaba el astro del día en todo su esplendor. Detrás veíamos alejarse rápidamente los cerros que flanquean la entrada del puerto, y la hermosa ciudad con su blanco y elegante caserío sombreado por numerosas palmeras, lo que da a Mazatlán el aspecto de las ciudades orientales, según las be visto en las estampas, porque ya sabe usted que no las conozco de otro modo.
Créame usted, be dejado con sentimiento esa población. El carácter de sus habitantes es muy a propósito para hacer que se engrían los viajeros. Ese corazón franco y generoso, ese trato familiar y expansivo que es común a los hijos de las costas, esa hospitalidad tan cariñosa y tan sincera, son prendas, que como no brillan en las poblaciones centrales, nos hacen querer con predilección a las de los puertos, en donde al día siguiente de la llegada de uno es tratado como antiguo amigo. Sobre todo, las familias se distinguen por su patriotismo, por su mexicanismo. Comerciando constantemente con extranjeros, tratando todos los días con yankees que allí ejercen todo género de industrias, desde la de hosteleros y marmitones, hasta la de acróbatas y barberos: los habitantes de Mazatlán, sin embargo, permanecen siendo buenos mexicanos y prefieren las cosas de su tierra, no así como en México y en otras ciudades del interior, en donde todos quieren ser españoles, franceses o ingleses, por más que Dios les haya dado un colorcito semejante al de usted y al mío. Estoy seguro de que esas lindas muchachas de Mazatlán no bailarán con los invasores, si llegan éstos a apoderase de Sinaloa. Estoy seguro de que allí no les pondrán arcos triunfales ni saldrá el populacho a cantarles hossanna. Usted está bien en ese estado, porque su palabra encontrará oídos que la escuchen y corazones en que haga desarrollar el germen del heroísmo. ¡Ojalá que tenga yo la misma suerte! Al menos mi país es el viejo país de los héroes, es la cuna de los hombres que ni descansan, ni se intimidan.
A los motivos anteriores de sentimiento por alejarme de Mazatlán, ¿me permitirá usted que agregue el de dejar allí a usted y a Patoni? Con dos patriotas como ustedes, llenos de fe y de valor, es menos triste hablar de la situación, y se siente circular en las venas la savia del entusiasmo.
Desde San Luis Potosí no vengo encontrando más que guerreros que dicen: que la táctica aconseja retirar, y políticos que sostienen que es preciso ir a México para sembrar la discordia entre los invasores; y adjudicatarios que aseguran que la independencia está en la salvación de la Reforma, y la salvación de la Reforma en la salvación de sus casitas que es necesario librar de la confiscación, haciendo que se revisen sus negocios y presentándose a hacer una protesta que al fin y al cabo nada vale; y que es un pecadillo que se perdonará después fácilmente.
Por docenas he ido yo dejando desertores en el camino, que trazaban su itinerario de escape para México y las ciudades ocupadas por el enemigo. Por esa razón, al encontrarme con Patoni y con usted he pasado días de verdadero gusto.
Pero con esta digresión me he distraído de mi cuento. Todavía íbamos en el bote. Pues bien; a fuerza de remos, logramos alcanzar a la Colima. El capitán viró hacia nosotros para encontrarnos; pero al ir a abordar el buque, uno de nuestros bogas no pudo fijar el bichero en el costado que se nos presentaba, y el muy bárbaro lo retiró: entonces un golpe de mar hizo balancearse a la goleta haciendo un gran movimiento de proa a popa, y en virtud del que se imprimió a nuestro bote, nos vimos debajo de aquélla y próximos a sufrir un porrazo que nos hubiera hecho hundirnos y tomar un baño muy desagradable; pero nuestro patrón era muy diestro, y gobernó con tal actividad, que nos salvamos. A todo esto, Alfredo cerró los ojos resignado y sin exhalar una queja; hasta se sorprendió cuando nos vimos de nuevo libres y al costado de la Colima.
El capitán nos alargó un cabo y asidos de él pudimos subir a bordo.
La embarcación estaba ya llena. Blas José Gutiérrez, Ocadiz y otros nos esperaban impacientes, pues se habían embarcado desde la mañana. Faltaban, sin embargo, Anacleto Herrera y Cairo, Urbano Gómez y los ayudantes del primero que eran cuatro, quienes no tardaron mucho en llegar, pues como nosotros, bogaban a todo remo, sorprendidos por la salida de la goleta. Conque ya ve usted que los agüeros no fueron felices: un romano se hubiera vuelto a Mazatlán; nosotros, pobres diablos, afrontamos el peligro. Alfredo no hizo más que verse sobre cubierta y perder la cabeza enteramente; por lo cual se bajó dando traspiés a la cámara y se acomodó prontamente en un camarote angosto como un ataúd.
Yo permanecí arriba esperando al general Herrera y Cairo que llegó con los demás. El capitán, que era un suizo chaparrito y muy afable, nos recibió con exquisita cortesía y destapó algunas botellas de champagne para brindar con nosotros por el buen viaje. Formamos círculo en derredor suyo, y copa en mano, pronunciamos palabras solemnes, como los Argonautas, según Píndaro, al hacerse a la mar por la primera vez.
Anacleto Herrera (Dios le tenga en gloria), que era patriota antes que todo, quiso que hiciéramos una libación por la patria y comenzó a pronunciar un elocuente y entusiasta discurso; pero sorprendiole el mareo, en medio de una flor retórica, y arrojando la copa y andando en cuatro pies, tuvo que refugiarse en la cámara. Era que la goleta iba ya viento en popa. Soplaba una brisa fuerte, y el velamen hinchado nos hacía avanzar con suma rapidez. Rechinaban las jarcias, la mayor parecía un globo inflado, y los enormes oleajes hacían que la pobre y vieja Colima saltase con brincos descompasados como un potro al que echan la primera silla. Todos se enfermaron del mareo, y fueron a recogerse como pudieron. Sólo un español, antiguo marino, y yo, quedamos en pie sobre cubierta. Yo he tenido un desengaño. Deseaba marearme porque dicen que eso es bueno para la bilis; y yo traigo mucha que recogí en San Luis y en el camino; pero, ¡oh dolor!, tengo una cabeza de hierro; nada me sucede. En vano devoré todas las pasas, y los higos, y hasta el azúcar; en vano apuré mi copa de champagne y otras más; quedé firme, como en tierra.
—Usted ha navegado mucho —me dijo el español dándome un golpecito en la espalda.
—Sí —le respondí—, en el canal de Santa Anita, allá en México, y en el lago de Chalco.
—¡Cómo! —replicó—. ¿Usted no ha andado a bordo mucho tiempo?
—No, señor —le repetí—; no conozco más movimiento que el de las canoas que me llevaron, cuando era yo estudiante, a pasear con las muchachas a Santa Anita e Iztacalco. Hace cuatro meses que navegué en un vapor americano de Acapulco al Manzanillo; ¡pero ya usted ve, eso es tan poco!…
—Pues entonces, amigo mío, no tardará usted en marearse de lo lindo.
Aún me quedó aquella esperanza.
El sol se había puesto ya; las brumas de la noche nos ocultaban las costas; no había luna, y estábamos en alta mar. Usted sabe muy bien que a semejante hora y en esas circunstancias es imposible estar alegre. La tristeza viene al corazón como una cosa natural, se piensa en Dios, se piensa en la familia, se recuerda a los amigos, se recuerdan las amarguras de la vida. Es la hora del recogimiento religioso y de la meditación. Yo me quedé solo mirando con ojo sombrío la inmensa llanura del océano, ¡alumbrada a trechos por la luz de las estrellas!
Hay algo en las soledades del mar que nos impone y nos aterra, algo más solemne que en las soledades de las montañas, que yo también conozco tanto. El bramido lejano del mar en medio del silencio de la noche es más majestuoso que el mugido del viento en las florestas. El cielo tiene allí una belleza terrible; las aguas con sus insondables abismos parecen mirarnos con lástima. Entonces se quiere más la vida porque se la siente más débil y más miserable. A mí no me vino el orgullo de verme dominando aquel terrible elemento, ni sentí, como sienten otros, la superioridad del hombre, rey de la creación. Confieso a usted que al verme en aquel pequeño y viejo buquecillo, manejado por cinco marineros, y entregado a merced de las olas que abrían en derredor nuestro pavorosas profundidades, lejos del amparo de los hombres y confiando sólo en la grandeza de Dios, me creí humillado y me vinieron deseos de arrodillarme al sentir que soplaba en mis cabellos salvajes y en mi frente, algo desconocido y terrible como el aliento del Eterno…
Pero soy un sandio en estar refiriendo a usted esto, a usted que lo siente mejor que yo con esa alma privilegiada, a la cual no se igualará jamás la pobre y pequeña mía, a usted, que en más larga navegación y en más grande espacio ha podido meditar y sentir como no soy yo capaz de sentir y de meditar. Ésta es sólo una confidencia, perdónemela usted en consideración a que los que viajan por mar, se mueren por referir sus impresiones, que son siempre las mismas.
Yo creo que llegaría fácilmente a familiarizarme con la vida del mar que tiene tan poderosos encantos, y he envidiado a los marineros que trepaban hasta las gavias para hacer sus maniobras, en medio de la oscuridad y del viento.
Llegó la hora de la cena, que fue muy pasable, porque en estos buques costaneros, se come bien en el primer día, no en los demás.
Los compañeros mareados no quisieron cenar y casi todos se contentaron con pedir té o café, repetidas veces. Sólo el capitán, el español y yo, hicimos los honores al beafteack, preparado por el cocinero chino que llevábamos, y al Burdeos regularcito que se nos sirvió.
Al día siguiente ya comenzó a haber alguna animación. Los mareados se sintieron mejor, menos Alfredo que siguió igual. Teníamos un buen viento y estábamos alegres. En la mañana hablábamos de la patria; Herrera y Cairo nos refería episodios del sitio de Puebla, en el que fue uno de los más heroicos soldados. Tal vez usted no se acuerde de Herrera, que fue diputado en 61; de estatura mediana, delgado, rubio, con ojos azules, un poco saltones, y hoy con grandes bigotes y perilla. Su modo de hablar es apresurado, a veces tartamudea, y en su acento se descubre desde luego la inflexión peculiar a los jaliscienses y a casi todos los habitantes del interior, quienes además parece que añaden un sonido muy nasal y muy breve a todas sus palabras. Herrera tiene naturalmente todos los modismos de su tierra y todo el acento, y además su provincialismo exaltado, pero que me gusta. Los jaliscienses parece que pertenecen a una nación separada de la nuestra; tienen su mundo aparte, como suele decirse.
Ellos aman antes que todo y sobre todo lo de su país. Guadalajara es su ciudad santa; alaban siempre y tienen razón, su cielo azul y sereno, su clima dulce, la belleza de sus mujeres, que en efecto, señor, son encantadoras, y capaces de volver loco a un varón fuerte. Saben de memoria los versos de sus poetas, la historia de las guerras de occidente, y son apasionados para quererse en política o para odiarse. Aquí he tenido una ocasión de conocerlo. Herrera y Urbano Gómez son dos jaliscienses, y por ellos hemos conocido la historia pública y privada de Jalisco. Herrera y Cairo no es sólo un soldado valiente.[1] Es médico de profesión y me parece bastante instruido en otros ramos y entusiasta en la literatura. Él entró a servir en el ejército, en la guerra de Reforma, y como usted recordará, es hermano del famoso doctor Herrera y Cairo, a quien asesinó sin piedad aquel Piélago y a quien después colgó Degollado al tomar a Guadalajara.
Anacleto, que así se llama este general, me ha venido hablando, no de los antiguos literatos de Jalisco, porque él es demasiado joven, sino de los de nuestra época, de Villaseñor, de Epitacio Jesús de los Ríos, de Miguel Cruz-Aedo, de Vallarta, de José M. Vigil, de Hijar y Haro, de Lancaster Jones y de las poetisas Isabel Prieto y Esther Tapia, que va a casarse por poder dentro de poco tiempo.
Así pues, veníamos muy entretenidos. Por la noche, y después de la cena, Herrera y sus ayudantes y dos pasajeros más, muy aficionados al orfeonismo, se ponían siempre a cantar el Himno Nacional, y todas las canciones populares de Prieto: los «Cangrejos», la «Chinaca», la «Pitanza» y los «Moños verdes», en cuya composición tuvo usted una buena parte. Nosotros, en nuestros camarotes, nos arrullábamos al compás de estos cantos patrióticos y al dulce mecimiento de la goleta que seguía caminando con buen viento.
Alfredo no logró leer una sola octava del Tasso, perdido como estaba con su mareo; así es que yo cogí el libro, y lo repasé tres o cuatro veces.
Cuando había alguna cosa curiosa que ver, como una legión de toninas que atravesaban cerca de nosotros, haciendo un ruido enorme con sus grandes resoplidos, o un picacho que sobresalía en la línea azul y lejana de la costa, o una tintorera que venía a dar vueltas en derredor del buque, llamábamos a Alfredo para que subiese sobre cubierta. Entonces salía él bamboleando de la cámara y sonriendo, pero pálido y cadavérico; veía lo que queríamos enseñarle, y se volvía lo más pronto posible a su ataúd.
A propósito de tintoreras, un día, antes de que llegáramos frente al cabo Corrientes, que como usted sabe se avanza como la proa de un navío gigantesco, entre la ensenada de Banderas y el puerto de Navidad, y cuando descubrimos la primera de las tres islas Marías, estábamos todos agrupados en un lado del buque, cuando un marinero gritó, parándose en el banco de popa:
—¡El Mocho!, ¡el Mocho!
Este grito terrible, que hace tres años apenas obligaba a tocar a somatén en los pueblos y alargaba las quijadas de los caminantes asustados, nos pareció muy extraño en el mar. ¿El Mocho allí? ¿Habría guerrilleros en el océano?
Pero pronto salimos de dudas; corrimos hacia la popa, y nos inclinamos para buscar en la dirección que nos señalaba el marinero.
En efecto, pocos instantes después, y envuelta en el manto de esmeralda de las olas que venían a chocar contra la popa de la goleta, vimos aparecer una hermosa y colosal tintorera, que procuraba alcanzar unas cáscaras de naranja y unas patas de borrego que el marinero acababa de arrojar. ¡Linda tintorera, con sus ojos brillantes y con su boca enorme, armada de dos hileras de dientes, agudos y blancos!
—Pero ¿por qué llamas mocho a esta tintorera? —preguntamos al marinero.
—Pues, señor —nos respondió con su acento costeño—, pongan ustedes cuidado y verán que le falta un pedazo de una aleta… por eso le llaman todos los marinos el Mocho…
—¡Ah!, ¿conque es conocido por todos los marinos este animal?
—Muy conocido, seguramente, como que se ha comido ya unos seis o siete cristianos en esta agua… tiene ya fama el bicho en toda la costa.
—Cuéntanos, cuéntanos —dijimos al marinero, rodeándole con extrema curiosidad.
Alfredo se vino a mezclar entre el grupo, apoyándose en nosotros. El marinero, que era un negrito de Panamá muy decidor y muy bellaco, compuso su pipa y comenzó así su relación:
—Hace cuatro años pasábamos por aquí; yo estaba entonces a bordo de otro buque, un bergantín hermoso y muy velero tripulado por ocho marineros. Veníamos por carga a Manzanillo, como hoy; pero el tiempo era malo, y no teníamos viento. Un poco más allá, frente a la segunda María, no pudimos andar, nos cogió una calma chicha de los diablos. El capitán se desesperaba, carecíamos ya de víveres, y echamos al agua un bote para ver si fisgábamos un buen dorado o algún agujón de los que suelen acercarse… En efecto, nos metimos dos marineros en el bote, un canaco[2] y yo. Era un buen muchacho aquel Tránsito, que así se llamaba, y antes de empuñar los remos, sofocado de calor quiso bañarse un rato, y dejándome sus ropas en el bote, se echó al mar. Se alejaba un poco, y el capitán y los compañeros impacientes le gritaban que acabara pronto y que comenzáramos nuestro quehacer, cuando de repente Tránsito arrojó un grito, nos hizo señas y se lanzó braceando furiosamente con dirección a nosotros. Ya estaba cerca, y entonces vimos que le seguía a corta distancia un tiburón. Yo cogí un remo y procuré ir a su encuentro; pero Tránsito, sacando medio cuerpo fuera del agua y agitando los brazos con terror, volvió a hundirse y para siempre. Era este maldito Mocho que ustedes ven allí, que le había agarrado por los pies y que no tardó en devorarle.
»Fue lastimoso el caso, como ustedes ven, y nosotros llenos de cólera quisimos vengar la muerte del pobre canaco. Inmediatamente se vinieron al bote tres compañeros más, provistos de buenos arpones, y nos pusimos a perseguir a la tintorera con encarnizamiento.
»Por fin logramos fisgarla; pero desgraciadamente, con torpeza, y el animal se desprendió de los ganchos rompiéndose una parte de la aleta, después de lo cual huyó y se fue a sus cuevas a hacer la digestión del infeliz Tránsito.
»Nosotros apesadumbrados continuamos nuestro viaje, y contamos, tanto en Manzanillo, como a nuestra vuelta en San Blas y en Mazatlán, la triste ocurrencia. Yo me casé con la viuda de Tránsito, en la cual tengo ya cuatro hijos para servir a ustedes.
»Al año de esta desgracia nos dijeron en San Blas que yendo a bucear perlas un buen muchacho de allí, fue arrebatado por una tintorera que, según pudieron ver los que con él estaban, tenía sólo un pedazo de una aleta. ¡Era el Mocho!
»Después, tenía yo un compadre en la ensenada de Banderas. Allí vivía el pobre en una casita de la playa con su familia. Su mujer era bonita y se la pegaba al bueno de mi compadre con un sujeto que vivía también allí en otra casucha. Cuando mi compadre se iba a vender su maíz del valle de Banderas a San Blas, el sujeto se venía a acompañar a la dicha mujer y se pasaban los días muy contentos; se almorzaban las gallinas que ella le escatimaba a su marido, y salían a la madrugada a sacar ostiones y pulpos de entre las peñas, y a bañarse, porque los dos sabían nadar muy bien, según me ha contado mi compadre. Un día de esos, en que mi compadre había ido a San Blas a vender maíz y a comprarle a mi comadre un corte de enaguas y una gargantilla, la muy ingrata se quedó con el galán, y como de costumbre, se fue a bañar con él. Jugando estaban los dos entre las olas, y queriéndole alcanzar ella, cuando dio un grito y se hundió. El hombre espantado, ganó la orilla y se sentó a observar el agua. De repente apareció medio cuerpo de la muchacha, ensangrentado y horrible. El tiburón, el Mocho, le había comido el otro medio cuerpo, desde los pies hasta la cintura, dejándole sólo la parte de arriba, que vino echada por las olas hasta la playa. El galán sacó aquel resto, y vio aquella linda cara todavía espantada y aquellos brazos mordidos de desesperación, y tendió sobre la arena la mitad de lo que había sido su querida. Entonces fue cuando conoció al Mocho, porque habiendo consumido el primer bocado, vino guiado por la sangre en busca del segundo, y se estuvo parado entre los tumbos un momento. A ese tiempo fue llegando mi compadre en su bote, con su corte de enaguas y la gargantilla; y no encontrando a su mujer en la casita, se echó a buscarla, y fue a dar con el hombre que le señaló los restos, diciéndole que había venido a salvar a la desgraciada; pero que había llegado tarde. Mi compadre se mudó de allí luego luego.
»Desde entonces el Mocho comenzó a ganar mucha fama; todo el mundo le tenía miedo, y los marinos y los buzos soñaban con él. Seguramente habita en alguna cueva de la primer isla María, porque siempre que pasa por aquí alguna embarcación, se viene siguiéndola, sin separarse de ella, hasta que llega al cabo Corrientes. Entonces la abandona y se vuelve para su rumbo.
»Hace un año pasaba por aquí un pailebot, y le cogió una tormenta: el Mocho vino siguiéndole; y en la noche, que era muy oscura, fue necesario hacer una maniobra. El viento soplaba con fuerza, y el pailebot se volteaba a tal grado, que sus palitos casi tocaban las olas; ningún marinero quería subir a componer las velas, que era preciso arriar, porque si no se navegaba a palo seco, era muy seguro zozobrar. Por fin un muchacho trepó; pero entonces vino un golpe de aire, el pailebot se fue de lado y el muchacho perdió la cabeza, y fue arrastrado por las olas. Sus compañeros, a pesar de la oscuridad, vieron que ya no estaba agarrado de las jarcias, le gritaron, y convencidos de que había caído, maniobraron de modo que se detuviera el pailebot: el muchacho nadaba como un pez, y se hubiera salvado con todo y el alboroto del mar; pero el condenado Mocho, que no dejaba de seguir el buque, se encargó de la suerte de aquel desdichado, y con éste fueron ya cuatro los comidos.»
—Ya no queremos saber más hazañas de este infame asesino —dijo Herrera—… es un verdadero marqués este tiburón. ¿Y ahora ustedes nada le hacen ya, no es cierto?
—Qué quiere usted, señor; los parientes de los que se ha comido no andan por aquí, y nadie se interesa en vengar su muerte… dejamos que la justicia divina lo castigue.
—Eso es precisamente lo que nosotros hacemos con otras tintoreras de tierra, dejamos que la justicia divina se componga con ellas.
—Pero un veneno —dijo otro—; ¿no hay un veneno que arrojarle en unas patas de borrego para que reviente?
—Sí, señor, ya hemos pensado en ello; pero estos tiburones son muy malditos, no se comería quizás las patas, y sucedería que íbamos a envenenar inocentes pececillos que no se han comido a nadie, y tal vez se irían a la costa y allí los sacarían los pescadores y se iba a morir la gente.
Convencidos por tan poderosas razones y admirados de la previsión del marinero, seguimos viendo con susto al Mocho, que retozaba como un cabrito entre las aguas. No dejó de preguntar alguno al marinero si iríamos a tener tormenta, y si la goleta zozobraría; pero con su respuesta negativa, nos tranquilizamos y pasamos a diferente asunto.
Acabamos de pasar las tres islas Marías, y llegamos frente al cabo Corrientes; el Mocho en efecto desapareció, y comenzamos a sentir la alegría de la llegada a Manzanillo.
¡Ay! Aquella esperanza iba a desvanecerse pronto.
Al día siguiente, es decir, al séptimo de nuestra navegación, que comenzó rápida y que siguió muy lenta, puesto que habíamos hecho siete días, avistábamos ya la bocana de Manzanillo y estábamos cerca de la gran peña blanca que se alza en medio de las aguas como un centinela avanzado.
De repente divisamos un punto blanco muy pequeño en el horizonte; era una vela. El capitán pidió su anteojo y se puso a observar. El buque siguió avanzando como un pájaro marino. A poco se le distinguía ya muy bien, y el capitán, después de ver con cuidado, nos dijo:
—Señores, ése es un buque de guerra francés y vira hacia nosotros. De seguro es el crucero que recorre estos mares y del que hemos oído hablar en Mazatlán.
Calcule usted, maestro, nuestra emoción: ¡habíamos escapado de los ladrones en el camino del interior, de los salvajes en la sierra de Durango, y caíamos en manos de los franceses maldecidos!
Cada uno hizo las demostraciones que su cólera le dictó.
El crucero se acercaba cada vez más: era una hermosa fragata de veintidós cañones, la Cordeliere, y traía enarbolada la aborrecida bandera francesa. De repente disparó un cañonazo y entonces dejamos de andar. Ya que estábamos al habla, un oficial desde la proa en donde se hallaba en pie en compañía de otros y de muchos soldados de marina formados, se puso las manos junto a la boca, haciendo de ellas una bocina, y gritó en castellano, pero con el acento francés muy marcado:
—¡Bandera!
Nuestro pobre capitán estaba pálido e inquieto. Sabía muy bien que llevaba militares a bordo y además muchas armas de éstos y de sus criados. Pero ordenó inmediatamente izar la bandera mexicana; y sea que las cuerdas no estuviesen en corriente, o que la bandera no estuviese colocada, hubo una tardanza de minutos. El oficial francés impaciente, volvió a gritar colérico:
—¡Capitán!, ¡su bandera, pronto!, ¿oye usted?, ¡pronto! —y mandó descubrir una de las piezas del costado que se nos presentaba. El capitán trémulo, como un caminante a quien los bandidos de camino real presentan sus mosquetes, dio prisa a sus marineros para que izasen la bandera, y aún se puso a ayudarles. A poco nuestra pobre bandera rota y sucia, se fue elevando con dificultad y quedó izada en el pico de la mayor. Este momento fue amargo, muy amargo. Mientras la humillación fue sólo para nuestro buque y para nosotros, la impresión fue soportable; pero cuando la bandera de la patria cubrió este viejo y miserable buquecillo mercante amenazado por una fragata orgullosa y armada con veintidós cañones, nuestra pena fue inmensa. Hubiéramos dado nuestra vida por estar a bordo de un buque de guerra mexicano y por oír tocar el zafarrancho de combate.
En el momento se arrió un bote de la Cordeliere, le tripularon catorce marineros mandados por un oficial, y se dirigieron rápidamente a nuestra goleta. Se les puso una escala pequeña y subieron a bordo el oficial y cinco marineros, entre los que se distinguía un viejo sargento por su fisonomía dura y feroz. El oficial, haciendo un ligero saludo a todos nosotros que estábamos agrupados junto al capitán, pidió a éste sus papeles de mar. Corrió por ellos a la cámara y los presentó. El oficial tomó el rol de pasajeros, y después de recorrerle con la vista, comenzó a llamar a todos por sus nombres, haciendo un saludo muy cortés a cada uno que le contestaba aquí estoy. El capitán de puerto de Mazatlán don Juan Agustín Marín, había puesto, sin pensar en el crucero, el nombre de Herrera y Cairo con su título de general. El francés, guardándose la lista, comenzó a hacer preguntas al capitán, sobre la fuerza que guarnecía aquella plaza. Se le dijo la verdad. Después nos preguntó si traíamos armas, y le contestó, no sé quién, que traíamos algunas para nuestra defensa, pero que eran pocas. Entonces ordenó el registro del buque. Los marineros se lanzaron a la bodega como ratas, y no tardaron en salir trayendo un buen número de pistolas, rifles y dos carabinas de cazadores de Vincennes, que pertenecían a Herrera, y pantalones y chaquetas militares de los asistentes del general.
—Mi teniente —dijo el sargento en francés—, estos sujetos son soldados; mirad estas armas y estos uniformes. Aquí hay carabinas de cazadores de Vincennes; ¿dónde las habrán cogido? (Habían sido quitadas en Puebla.)
—En efecto, es particular —dijo el teniente; pero sin hacer más preguntas se metió él mismo seguido de dos marineros a registrar la cámara.
—En estos camarotes que tienen echadas las cortinas, hay señoras —dijimos Urbano Gómez y yo al teniente.
—Bien, no toquéis esos camarotes —dijo el oficial a los marineros; y se contentó con echar una ojeada a los demás, saliendo inmediatamente y sin tomar ni las pistolas que en algunos de ellos había.
Este oficial hablaba perfectamente el español, y se mostraba muy cortés y afable. Después supimos que profesaba afecto a los mexicanos y que reprobaba, aunque en reserva, la inicua guerra que su soberano nos hacía.
Por último nos dijo:
—Voy a dar cuenta al comandante, y me llevo los papeles y las armas. No creo que haya dificultad en que continúen ustedes hasta Manzanillo; sin embargo, voy a recibir órdenes y volveré.
Seguimos siempre a la capa mientras que el oficial iba a dar cuenta de su comisión. Los compañeros no temieron que se les quitasen sus armas y no las ocultaron. Yo sí, lo mismo que los papeles voluminosos que traía de San Luis, y que eran comunicaciones del gobierno, despachos y cartas.
A pocos momentos volvió el oficial y notamos que venía acompañado de un mexicano, moreno, vestido de negro, y que traía un fieltro gris con una gasa ancha negra. Supusimos que era un traidor de San Blas, y esto alarmó en gran manera, particularmente a los jaliscienses, porque dieron por hecho que iban a ser conocidos y denunciados.
Pero apenas estuvo el bote francés al costado de la goleta, y el mexicano alzó la cara para vernos, cuando todos prorrumpieron en un grito de alegría.
—¡Es Juan Sepúlveda, es Juan Sepúlveda! —dijeron, y tan pronto como estuvo a bordo corrieron a abrazarle con efusión.
Usted no conoce a Sepúlveda; ni yo le conocía tampoco. Voy a dar a usted una idea de él, porque es un personaje importante que está llamado a figurar en los acontecimientos del occidente por su talento, por su patriotismo y por su amistad íntima y casi fraternal con Ramón Corona. Es secretario de este joven general que hoy milita a las órdenes de Uraga en el ejército del centro, y su consejero y su oráculo. Como Corona, no tardará en separarse de Uraga a quien profesa una aversión que no disimula; reúne toda clase de elementos para preparar la defensa de la república en Sinaloa contra los franceses y Lozada. Ya dije a usted en Mazatlán que en San Luis Potosí me hice grande amigo de Corona, que me simpatizó mucho por su sencillez republicana y por su exaltado patriotismo. Él había ido a aquella ciudad en unión del coronel Dávalos a tratar con el gobierno acerca de la campaña de Jalisco. También dije a usted cuánto sufrió allí y cuántas dificultades tuvo para ver a los ministros y para lograr que le hiciesen caso. Es tan joven y tan encogido y conoce tan poco el mundo, que no podía hacerse creer: pero en fin, tan luego como obtuvo lo que deseaba, partió para su estado natal, algunos días antes que yo, e incorporado al ejército del Centro, Uraga le ha confiado el mando de una brigada de tropas ligeras.
Pues bien; apenas llegado, envió a Sepúlveda en un pailebot llamado el Francisco, a traer armas a Mazatlán. Yo no recuerdo si iba a aquel puerto o ya venía el Francisco cuando le apresó la Cordeliere que acababa de llegar a estas aguas; le quitó todas las armas que llevaba, y aun retuvo prisioneros a los pasajeros, a Sepúlveda y al padre de Corona que allí venía también. Los franceses armaron el Francisco con dos piezas de artillería, le tripularon con marineros y tropa de la Cordeliere, y he aquí que aquel buquecillo anda hoy también en estas costas a caza de embarcaciones mexicanas. En cuanto a los prisioneros que se habían trasbordado a la fragata francesa, fueron desembarcados en Manzanillo, menos Sepúlveda, a quien mantuvieron en prisión, porque cuando el oficial de la Cordeliere iba a registrar el pailebot, aquél despedazó y arrojó al mar un paquete de comunicaciones. Hoy sé que acaba de ser puesto en libertad.
Después que el francés registró nuestra goleta, volvió a bordo de la fragata y enseñó a su jefe el rol de pasajeros: Sepúlveda fue interrogado acerca de quiénes éramos, y él contestó que a unos no conocía, y otros eran negociantes pacíficos. Entonces pidió y obtuvo permiso para pasar a saludarlos y enviar recados a su familia.
Sepúlveda es alto, delgado, moreno, de ojos expresivos y de bigote escaso. Dícese que es muy instruido, muy honrado y muy perspicaz. Enemigo mortal de Lozada, como Corona, y liberal entusiasta, no descansa en sus trabajos en favor de la república, y de ahí viene su amistad con el general, a quien se unió desde Tepic y a quien quiere como a un hermano.[3]
Cuando Sepúlveda nos hubo referido brevemente la historia de su prisión, nos dijo que según había comprendido, no habría inconveniente en que la goleta continuase hasta Manzanillo; pero que tal vez serían trasbordados dos pasajeros, porque entre los papeles de mar que el oficial se había llevado, había alguna carta o comunicación en que se decía que iban allí un general y un diputado, cuyas dos personas habían sido juzgadas de importancia por el comandante francés. Estos dos sujetos éramos el general Herrera y Cairo y yo, que tuve el privilegio de ser mencionado como el único diputado que allí venía, a pesar de que Chavero, Gutiérrez y Ocádiz lo eran también.
Mientras esto se hablaba en la popa del buque, y parados unos y sentados otros sobre el caramanchel, el oficial interrogaba de nuevo al capitán y prevenía que se le entregasen todas las pistolas que había dejado la primera vez; pero con la más exquisita urbanidad.
Yo le seguía, deseoso de indagar qué se dispondría respecto de nosotros; pero él nada dejó entender. Luego mandó a sus marineros que registrasen los equipajes. Los baúles y petacas fueron abiertos a fuerza, porque no se pidieron las llaves a nadie, y los marineros se apoderaron de todos los papeles, sin tomar ninguna otra cosa.
Cuando yo vi salir de la bodega a uno de aquellos franceses, trayendo un gran paquete de pliegos con el sello nacional, creí que el escondite en donde yo había puesto mis papeles estaba descubierto. No: eran los documentos del general Herrera, sus despachos y todo su archivo. En cuanto a mí, logré salvar papeles y armas, merced a que oculté todo a tiempo bajo los pies de los caballos de Herrera y de Urbano Gómez que iban en la bodega. Sólo así pudieron escapar, porque aquellos endiablados marineros todo lo rastrearon, todo lo examinaron en aquel lugar, y fueron a rascar hasta la arena que servía de piso y de lastre, y a mover y a levantar hasta las cadenas del acta que estaban pesadamente recogidas en la proa. Pero no creyeron que debajo de los pies de los caballos pudiese haber algo, y aun la tierra removida para hacer el hoyo que encerraba la caja de los papeles y pistolas, parecía estar así por el continuo movimiento de aquellos animales. Así es que fui el único que desembarcó con sus papeles y sus armas.
Un pobre individuo que venía con nosotros y que traía de Mazatlán una buena cantidad de pistolas con puño de marfil, con la esperanza de venderlas bien en Colima, y que las limpiaba todos los días para preservarlas de la humedad del mar, quedó desconsoladísimo al verse obligado a entregarlas. Había perdido todo su capital.
En esos momentos y mientras el oficial presenciaba el registro de la bodega, tuvo lugar un incidente digno para mí de recordación.
Sepúlveda nos había asegurado que íbamos a quedarnos prisioneros Herrera y yo. En este concepto, comenzamos a escribir brevemente algunas pequeñas cartas que creíamos necesarias, y dimos nuestros encargos a los amigos que se quedaban. Entonces se nos presentaron dos jóvenes oficiales ayudantes de Herrera, llamados Calleja y Pavón,[4] y nos dijeron que supuesto que íbamos a ser trasbordados al buque francés, y que haríamos mayor falta en el país, ellos, que eran dos oficiales oscuros, deseaban tomar nuestros nombres y sustituirnos.
Abrazamos a aquellos generosos jóvenes, agradeciéndoles aquel arranque de caballerosidad y de patriotismo; pero rehusamos naturalmente su sacrificio, lo que les causó pena y aun nos lo tuvieron a mal, porque íbamos a privar a nuestra patria de mayores servicios que los que ellos podían prestar.
En esto, Herrera bajó a la cámara a traer algunas cosas, y entonces el oficial francés se dirigió a nosotros y nos preguntó:
—¿Quién es el general Herrera y Cairo?
—Yo —dijo atrevidamente Calleja.
—¿Usted pertenece al ejército mexicano?
—Sí, señor.
—¿Estuvo usted en Puebla?
—Estuve; pero no en la plaza, sino con el general Comonfort. (Calleja ocultaba la verdad; pero se hubiera comprometido, dándose como uno de los prisioneros que se habían fugado.)
Así continuó el oficial preguntando y Calleja respondiendo sin perturbarse y sin comprometerse; pero manifestándose siempre buen mexicano. Herrera y Cairo salió de la cámara y se sorprendió de aquello; pero se le dijo que callase para no descubrir el engaño de Calleja, y calló en efecto, aunque de muy mal humor. En cuanto a mí, el oficial no me interrogó, ni hizo mención siquiera de mi nombre, con lo cual me tranquilicé.
Después de ese interrogatorio en que Calleja había lucido su talento para desorientar a la mejor policía del mundo, el francés se puso a platicarnos como un antiguo amigo. Nos preguntó si conocíamos a Casimiro Pacheco, que era nativo de Guadalajara, y que había sido su condiscípulo en la Escuela Central de París; si sabíamos dónde estaba, y si era republicano o amigo de los franceses, y nos encargó que le diéramos expresiones de su parte si llegábamos a verle. Entonces se despidió y se fue con Sepúlveda a la fragata.
Ya eran las seis de la tarde. A bordo del buque francés se tocaban los tambores y probablemente se renovaban las guardias. A poco rato volvió a venir el bote, pero ya no con el oficial de quien nos había dicho Sepúlveda que tenía simpatía por los mexicanos, a lo que debíamos seguramente habernos escapado de quedar prisioneros, sino con otro de muy diverso aspecto y menos corteses maneras. Éste parecía normando, tenía la fisonomía altanera y hablaba con acento imperioso y duro.
—Capitán —dijo—, el comandante previene a usted que su buque no puede continuar a Manzanillo porque aquí vienen gentes que irán a servir con las tropas de Uraga que están cerca de Colima. Que por un acto de generosidad que se comprenderá bien, no las toma prisioneras, ni echa el buque de usted a pique; pero que le ordena desembarcar en San Blas, y si mejor le parece, en Mazatlán, siempre que no esté bloqueado. Que si usted por una locura no obedeciere, vigilaremos por el cumplimiento de esta orden y se echará a pique su embarcación.
Todos quedamos indignados. Aquella manera imperiosa y despreciativa, y sobre todo aquella orden, nos hicieron sentir toda la barbarie de la fuerza brutal.
El capitán observó al oficial que no teníamos ya víveres, pues que habiéndolos tomado para cinco días nomás y habiendo hecho seis comenzábamos a vernos apurados; que aun cuando tuviéramos buen viento no llegaríamos a Mazatlán, sino después de cinco días, y que íbamos a perecer de hambre.
—Ustedes pueden entrar en San Blas, en donde tendrán todos los recursos necesarios.
—A San Blas no podemos ir —dijimos—; preferimos morir en el mar. Allí está Lozada; nosotros somos liberales y él no nos perdonará esto. Seremos fusilados, con tanta más seguridad, cuanto que van aquí hombres que le han hecho la guerra y que son sus enemigos personales.
—¡Oh!, el general Lozada no hará esto —replicó el normando—; él es nuestro buen amigo, y además, se le dará orden de tratar a ustedes bien. Él obedecerá, no hay que dudarlo.
—No; más bien volveremos a Mazatlán.
—Se nos ha acabado el agua —añadió el capitán—, estamos ya a ración, y sólo queda salada de los pozos de Mazatlán. Por mí no rehusaría bebería, soy marino, y no la encuentro tan mala; pero estos señores no podrían pasarla.
—¡Oh!, sí podrán, la necesidad les hará encontrarla agradable.
—¿Usted me permite pasar a ver a su comandante? —preguntó el español que ya antes había intentado salvar las armas de Blas José Gutiérrez diciendo que eran suyas, y no le habían hecho el menor caso; pero que no cesaba de interponer sus empeños por nosotros.
—Es bien inútil; pero puede usted venir.
En efecto, se fue el español, y sus esfuerzos no fueron vanos, porque volvió acompañado del oficial, que dijo al capitán:
—El comandante previene a usted de seguir en las aguas de la fragata, hoy, y mañana a la mañana, usted irá a desembarcar a Chamela. Pondrá usted un farol rojo en el palo mayor por las noches hasta que llegue, y si toca usted en un otro punto que Chamela o San Blas, se echará a pique su goleta. ¿Usted comprende?
—Perfectamente —respondió el capitán.
—Bien. Además, se defiende a usted de hablar con ningún buque que no sea francés. Usted sabe cuánto su falta deberá ser castigada si no cumple estas órdenes.
Entonces bajó a su bote y dio la voz de largar imperiosamente; el sargento la repitió y el bote se alejó con rapidez entre las olas ennegrecidas ya por la oscuridad de la noche. La fragata proyectaba su gigantesca sombra más densa entre las tinieblas del mar, y nuestra goleta estaba a su costado como un pigmeo enfermo de los nervios.
Nosotros estábamos fastidiados y taciturnos. El capitán nos dijo:
—Es preciso obedecer, de otro modo echarían a pique mi pobre goleta. Mañana estaremos en Chamela.
Esa noche navegamos en las aguas de la fragata; al día siguiente, que amaneció muy tarde para nuestra impaciencia, seguimos lo mismo hasta las doce en que la fragata se alejó a toda vela sin decirnos adiós, rumbo a Manzanillo. A todo esto, nos hallábamos en alta mar, habíamos perdido de vista las costas, y fue hasta pasadas muchas horas, después de haber virado por redondo, cuando logramos divisar una línea azul en el oriente. Era la costa de Jalisco.
Realmente estábamos a ración de agua y tomábamos por todo alimento galleta ablandada en café. Carne, ni para remedio; arroz ni sombra; sólo había quedado un bote de chachalaca en vinagre. Ya sabe usted, un chilito como un arvejón de grande, y cáustico como potasa. Esto abría más el apetito y lo dejamos.
En la noche que siguió a aquel día de miseria, tuvimos el dolor de ver pasar a lo lejos, el vapor americano que venía de California a Manzanillo, y en el cual esperaba yo embarcarme para Acapulco. Le vimos atravesar en medio de las tinieblas con sus linternas azules y rojas, lento y majestuoso. Yo estaba consternado. Perdía la esperanza de llegar dentro de tres días a mi tierra. Usted comprende la impresión que eso me causaría.
Para colmo de males, al día siguiente, al amanecer, comenzamos a tener un viento de bolina. La goleta se tumbaba como dicen los marineros, de modo que el agua solía meterse por un costado.
Al mediodía teníamos temporal. Al anochecer, el temporal era espantoso, y estábamos en riesgo de zozobrar. Hablar a usted de los esfuerzos que hizo el capitán con su tripulación para salvarnos, sería pálido. ¡Pobres hombres! Se fatigaron y se desesperaron.
—¡Qué viaje! —exclamaba el capitán—, ¡qué viaje tan desgraciado! Hace cinco años que no veo un temporal semejante.
Los marineros maniobraban con vigor, pero todo era inútil. El que llevaba el timón anunciaba que no podía gobernar ya, y la brújula no señalaba tampoco.
Todos estaban acostados y con un mareo espantoso; nadie hablaba, nadie pensaba; eran masas inertes. Sólo el capitán, los marineros, el español y yo quedábamos en pie, agarrándonos con todas nuestras fuerzas de cualquier cosa para no ser arrebatados por las olas que barrían la cubierta, o arrojados por una violenta sacudida del buque. ¡Desgraciado de mí, habría preferido estar mareado a presenciar aquel espectáculo terrible! La más densa noche nos envolvía, silbaba el viento espantosamente entre la lona, y rompió la botavara de la mayor y dos o más velas que cayeron en pedazos. El capitán entonces desesperado mandó picar palos. Pero por fortuna no fue obedecido. Los marineros estaban desfallecidos y no podían moverse; a uno de ellos le había roto una pierna la barrica del agua que se le había rodado, cogiéndole contra la obra muerta.
—¡Capitán! —preguntó el español asido de un cable—, ¿cree usted que tenemos riesgo de naufragar?
—Es muy posible —contestó el pobre suizo; y se recostó envuelto en su capa, desesperado y mesándose las barbas.
El mar nos columpiaba en medio de sus negros y profundos abismos, como si la goleta fuese un pedazo de corcho. Yo veía aquello que me parecía una pesadilla infernal, y entonces esperé la muerte con resignación.
Así pasamos toda la noche, y a la madrugada la tempestad iba calmándose, pero ninguno pensó en levantarse ni en tomar el desayuno. El peligro había sido espantoso, y aún seguía el mal tiempo lo bastante para tenernos fastidiados a unos, y perdidamente mareados a otros.
Por fin, en la tarde cesó el mal tiempo completamente y sucedió una calma boba para acabar con la poca paciencia que nos quedaba. Entonces se hicieron sentir los horribles efectos del hambre y de la sed. Quedaban apenas unas cuantas galletas, muy poco café y apenas unos cuartillos de agua de pozo de Mazatlán. Si algunos dorados no hubiesen tenido la bondad de acercarse al costado de la goleta para hacerse fisgar, habríamos pasado la pena negra. Pero tres hermosos peces de esta clase fueron alcanzados por el arpón del cocinero, y vinieron a terminar su violenta agonía sobre cubierta. Allí fueron los temores de que hubiesen comido la yerba marina llamada manzanilla, que hay en los bajos de la costa y que tiene efectos venenosos; pero el hambre hizo afrontar el peligro, y nos dimos un festín que no esperábamos.
Comenzó a soplar por la mañana del décimo día una brisa ligera, y el capitán maniobró de modo que nos acercamos a la costa con dirección al puertecillo abandonado de Chamela. Después tuvimos buen viento, la goleta avanzaba con rapidez, las costas iban agrandándose a nuestros ojos, y sentimos ya el blando soplo del terral que nos traía de cuando en cuando el perfume de las montañas vecinas. Por fin, llegamos a la ensenada de Chamela que es tranquila como un estanque, y a poco el ruido de las cadenas nos anunció que habíamos anclado.
Nuestra alegría habría sido grande si hubiésemos tocado un puerto habitado; pero estábamos enfrente de un lugar desierto donde apenas se alzaban algunas casuchas vacías.
De todos modos experimentamos el bienestar que causa el término de un viaje largo y azaroso. Se arriaron los botes y nos metimos en ellos impacientes por llegar a tierra. Tocamos en efecto la playa; pero no había más que soledad en derredor nuestro. Allá lejos, y perdidas entre los cerros que nos circulan, veíanse otras cabañas que parecían habitadas. Serían chozas de milperos.
Un rato después y mientras los mareados se daban el placer de acostarse sobre un suelo que no se movía, o volvían a ponerse malos con el mareo de tierra, se acercó a nosotros un hombre. Era dueño de una canoa que estaba en la arena y que conducía maíz a Manzanillo. Él vivía allí en una cabaña con su mujer e hijos.
Este hombre nos manifestó que aquel lugar era desierto; que una gran casucha de paja que estaba frente a nosotros encerraba palo de tinte perteneciente a los Castaños de Guadalajara; que no había en los montes vecinos más que algunos milperos que habitaban en chozas, y que en suma no teníamos allí recursos de ninguna especie.
Él ofreció proporcionarnos chocolate y algunas tortillas, eso sí, a precios equitativos. A mí me costó cada tablilla de malísimo guayaquil, dulce como melado, un peso, algunas gorditas de maíz y sal, dos pesos, y otros tres pesos una gallina.
Así pues, sin saber qué hacer, nos recogimos en las enramadas que estaban en la playa, para guarecernos del rocío que es abundante en la costa. La goleta siguió anclada allí, pues los marineros se proveían de agua y esperaban comprar gallinas o chachalacas para tener provisiones hasta San Blas, hacia donde pensaba dirigirse el capitán.
Pasamos el día siguiente formando proyectos de viaje. Desde muy temprano habíamos encargado a un milpero que nos fuese a alquilar caballos o mulas a Tomatlán, sea para dirigirnos a Manzanillo o a Colima por Autlán de la Grana. Comimos, pagando como la noche anterior, y a las cinco de la tarde tuvimos una noticia alarmante.
Un viejo montañés vino a decir al dueño de la canoa, en presencia de Ocádiz y de Gutiérrez, que advirtiera a los viajeros que corrían un peligro muy grave, porque sabida en Tomatlán ese mismo día la llegada de algunos señores liberales, una partida de pronunciados que allí estaba, se dirigía a Chamela para robarlos y tal vez asesinarlos. Yo creo que tal noticia fue fraguada por el dueño de la canoa para obligarnos a fletársela para el puerto de Manzanillo; pero por entonces, ignorando el estado político de la costa de Jalisco cercana a San Blas, en donde ya Lozada estaba a las órdenes de los franceses, y no conociendo tampoco el terreno, no creímos inverosímil aquel aviso, y más aún por la manera misteriosa con que se nos dio. Así pues, formamos consejo y dispusimos salvarnos como pudiéramos. Gutiérrez y Ocádiz fletaron una de las canoas de aquel hombre, yo otra. Urbano Gómez determinó salir para Manzanillo en sus caballos tomando por Navidad, y Herrera, que no tenía más que uno, resolvió ofrecerlo con la mayor galantería a una pobre señora que venía con nosotros de Mazatlán sin ninguno que la protegiese, y que se dirigía a Manzanillo en busca de su marido o de su hermano. En cuanto al general y sus ayudantes saldrían a pie.
A las seis de la tarde partieron Gutiérrez y Ocádiz en su canoa, llevando por patrón al mismo dueño, por remeros a sus hijos y por bastimento un canasto lleno de unas bolas de un mazacote medio crudo que llaman allí contamales. Gómez mandó ensillar; y Herrera con los suyos decidió permanecer en expectativa para tomar el cerro si la partida llegaba. Al efecto destacó sus vigías y tomó todas las providencias necesarias. Ya he dicho que ninguno había quedado con armas más que yo. A las ocho de la noche fui a embarcarme con los míos, y con Alfredo. Pero entrando en el bote notamos que el patrón estaba cayéndose de borracho. La mar estaba muy picada, y tal sería el peligro que calculamos navegando en una mala canoa muy cargada, en una noche oscurísima, con aquel mar y con aquel patrón enteramente ebrio, que nos decidimos a volver a tierra, prefiriendo aguardar el otro peligro, del que podíamos al menos escapar internándonos en los bosques.
Volvimos, pues, dijimos a nuestros compañeros lo que pasaba, y permanecimos en vela.
Las diez de la noche serían cuando oímos a muchas gentes que se acercaban cantando y dando gritos. Nos pusimos en pie; pero nuestros vigías nos avisaron que eran los milperos que andaban borrachos y que venían a la playa a seguir divirtiéndose. Parece que aquel era día de fiesta.
En efecto, eran ellos, nuestros remeros los conocían perfectamente, y nos tranquilizaron sobre su conducta. Sin embargo, no los perdimos de vista hasta que se quedaron dormidos en la arena.
Acabó por fin aquella noche maldita. El dueño de la canoa que había yo fletado y que se llamaba Salvatierra, proporcionó dos caballejos a Alfredo y a Eugenio su hermano, que salieron para Tomatlán en la madrugada, comprendiendo al fin que la noticia anterior había sido falsa. Urbano Gómez salió para Navidad con dirección a Manzanillo, Herrera montó a la dama en su gran caballo, y con sus ayudantes y criados salió a pie cantando «La chinaca», también con rumbo a Tomatlán; yo quedé al último.
Envié a uno de mis criados en la canoa, ya gobernada por Salvatierra, a Navidad, y en caballos que me proporcionaron los de allí, me puse a seguir el mismo camino que Urbano Gómez, llevando un guía montañés.
¡Qué camino aquel! Soy suriano, estoy acostumbrado a caminar en las montañas de mi país y en la costa; pero aquello era más salvaje y más escabroso. El guía tenía que ir abriendo el sendero con su machete, porque la vegetación siempre verde y exuberante lo había hecho intransitable con las ramas de los árboles y las grandes yerbas que crecen espesas y fuertes. A cada paso se deslizaban a nuestra vista enormes culebras, o cruzaban venados colosales, o se espantaba el ganado mesteño. Íbamos siempre bajo una bóveda de verdura sombría y fresca; pero llena de insectos que nos devoraban. El mosquito de brillantes colores que no falta en los bosques de la costa, nos bacía picaduras insoportables, mientras que la huina, que es una conchuda pequeña y que vive adherida a las hojas verdes, se nos pegaba como polvo para acabar luego con nuestra piel. Caminábamos con cierta desesperación y atormentados con los chillidos de las chachalacas y de los papagayos que no descansaban haciendo un ruido atroz.
Después de caminar así dieciséis leguas mortales, y siendo ya de noche, divisamos una luz a lo lejos perdida entre los bosques. Nos dirigimos hacia ella, pero extraviamos el sendero que llevábamos y nos encontramos enredados en un verdadero laberinto de árboles gigantescos unidos entre sí por bejucos que se trenzaban en enormes redes mezclándose con las ramas de mil arbustos de espeso follaje. Los caballos se hundían entre la yerba y se encabritaban a cada paso maniatados por los bejucos. Fue preciso echarnos a pie, y que el guía fuese cortando con su machete todos aquellos lazos. No veíamos luz ninguna y andábamos a tientas y con suma lentitud, temiendo por momentos pisar algún reptil o que una de las ramas espinosas nos sacara un ojo. De repente oímos unos gritos estridentes y desapacibles que tenían cierta semejanza con los gritos humanos.
—Son los huacos, señor —dijo el guía.
Después el aire nos trajo una oleada de exhalaciones muy húmedas y frías, y oímos un ruido singular, como de algo gigantesco que se arrastraba entre la yerba.
—Es el río —volvió a decir el guía.
En efecto, era un río que se deslizaba manso entre aquel terreno suave del bosque. De súbito nos encontramos en su borde, salimos de aquel antro oscuro que habíamos atravesado, y a la luz de las estrellas pudimos ver la masa negra y tranquila de las aguas que corría por un lecho de fango ancho e igual. Montamos a caballo y pasamos. Del otro lado cesaba el bosque y vimos ya más cerca la luz y oímos el ladrido de los perros. A poco llegamos al lugarejo que apenas contenía tres casuchas. Allí nos recibieron los montañeses con alguna sorpresa, porque por aquellos caminos no transita ningún viajero; pero con la más franca hospitalidad nos ofrecieron cuanto deseábamos. Aquel lugar se llama Pazulco.
Muy temprano le dejamos y continuamos nuestro viaje, atravesando entonces inmensos y espesos bosques de palmas de cayaco, o sea cocos de aceite, en los que perdido un caminante sería muy difícil que lograra salir. Tal es la extensión de ellos, su espesura y su uniformidad. El sendero allí casi desaparece, porque a veces no hay otra marca de él que las señales puestas con el machete en los troncos del palmero, y que es necesario renovar frecuentemente para que no se confundan con las grietas del árbol.
Ese camino era profundamente fastidioso por su monotonía, y sólo se nos hizo soportable por los ratos en que tuvimos que andar por la playa y enteramente a orillas del mar que allí interrumpe la línea de bosques, trazando profundas ensenadas y cavando cada día la base de las montañas abruptas de la costa.
Nuestros caballos caminaban sobre la espuma que arrojaban las olas, que allí son enormes y que hacen un ruido que atruena aquellas soledades. Después volvimos a internarnos en los bosques de palmeras, y a las diez de la noche era tal la oscuridad y tal la estrechez y escabrosidad del sendero, que renunciamos a andar más y decidimos encender una hoguera y pasar junto a ella la noche. La encendimos en efecto, y merced a eso descubrimos que algunas ramas secas que amontonamos ardían como el pino. Eran ramas de un árbol que los costeños llaman huausolote y de que se sirven los pescadores de Navidad y de Manzanillo para alumbrarse, pues es bastante resinoso. Tomamos unas rajas y las llevamos como hachas para ver el camino. Estábamos a una legua de Navidad y podíamos llegar perfectamente.
En Navidad hay una miserable población que vive en cabañas de palapa o ramas de palmero, como en la costa del sur. Todo el mundo dormía; pero acercándonos a la playa, oyó el ruido de los caballos un individuo, abrió una ventana y me llamó por mi nombre. Era Salvatierra, el dueño de la canoa que ya nos esperaba. Mi criado dormía en la canoa que se hallaba atracada en el puerto.
Estábamos rendidos de cansancio y dormimos bien.
A la madrugada desperté y vi que hablaba con Salvatierra un sujeto muy sospechoso y vestido como un guerrillero. Tenía un sombrero de alas anchas, chaqueta de lienzo, calzoneras y canana con cartuchera. Salvatierra me hizo levantar pronto, y llamándome aparte:
—¿Es usted liberal? —me preguntó.
Le respondí que sí; él me dijo confidencialmente estas palabras:
—Pues, señor, debo hablarle a usted la verdad. Este hombre a quien usted ve allí, es un amigo a quien envié ayer en la mañana a Cihuatlán con el encargo de alquilar caballos para ustedes; llegó en la madrugada y me dice que el señor licenciado don Urbano Gómez, que ha sido gobernador de Colima, que pasó por aquí ayer, y que llegó a Cihuatlán en la tarde, fue asesinado anoche por una partida que se ha pronunciado allí por los franceses. A este muchacho lo convidaron para el negocio, pero él no quiso, y se vino temiendo que después lo persigan. Como ya había pedido los caballos, diciendo que eran para unos señores que debían pasar por Navidad, aquellos hombres le dijeron que vendrían a encontrarlos. Conque se lo aviso a usted para que determine si quiere continuar hasta Manzanillo por tierra o si mejor nos vamos por mar en la canoa.
Aquella noticia de la muerte de un compañero de viaje y de un buen amigo, me impresionó terriblemente; pedí los detalles, y el hombre me los dio espantosos. Según él, dormía Urbano en un alojamiento, cuando los pronunciados, que eran como cuarenta hombres, rodearon la casa y gritando mueras al antiguo gobernador chinaco de Colima forzaron las puertas y le mataron, cosa que el muchacho no vio, pero que oyó decir, y que era indudable.
Usted supondrá que con semejante suceso mi elección no fue dudosa. Me decidí a irme por mar a Manzanillo; mandé preparar la canoa y me puse a almorzar de prisa; pero Salvatierra me insinuó que era muy prudente embarcarnos en el acto, porque según creía, los de Cihuatlán no tardarían en llegar. Así pues, nos embarcamos y partimos.
Íbamos saliendo de la ensenada de Navidad con alguna lentitud, cuando al volver la cara para ver por última vez aquel pueblecillo, distinguimos algunos jinetes que corrían hacia la playa. Eran los bandidos de Cihuatlán. Escapamos de buena.
Seguimos costeando, y como la canoa llevaba un trinquetito y un pequeño foque, y hacía buen viento, caminamos con rapidez.
Pero estaba escrito que aquel viaje sería azaroso hasta el fin. De repente vimos una vela que se dirigía a nosotros. Era el Francisco, que como hemos dicho, estaba armado por los franceses. Se acercó a nosotros y nos detuvo, preguntándonos el oficial adónde íbamos y qué llevábamos.
Salvatierra, poniéndose en pie, le respondió que a Manzanillo y que conducía maíz. Todos los míos estaban recostados, y sólo los dos remeros, mi criado y yo que también teníamos remos, permanecimos sentados a los costados de la canoa.
El oficial se convenció y el pailebot siguió navegando en dirección contraria de la nuestra.
Una vez libres del Francisco, seguimos alegres pensando en Manzanillo y calculando la hora de nuestra llegada; pero habríamos andado dos millas apenas cuando vimos detrás de nosotros una balandra, y tras de ella, y siguiéndola a toda vela un gran buque, que disparó un cañonazo, al oír el cual, la balandra se detuvo.
El gran buque era la Cordeliere. ¡Otra vez la Cordeliere!
Francamente, prefería ahogarme a ser preso de nuevo por los franceses. Así es que aprovechándome de la ocupación del crucero que hacía el examen de la balandra, hice arriar nuestras pequeñas velas y dije a Salvatierra que nos refugiáramos tras de una punta que desde allí veíamos, muy a propósito para cubrirnos con sus sombras, mientras que el sol se ponía. Aquella punta estaba erizada de peñascos y de morros gigantescos, entre cuyos picachos podíamos permanecer escondidos. Pero Salvatierra movió la cabeza y me dijo:
—Lo que es allí no voy; no conozco la ensenada; pero sé que hay remolinos y no quiero arriesgarme.
Por fin, a fuerza de instancias y mezclando a ellas la amenaza de hacerle responsable ante las autoridades mexicanas de lo que nos sucediera, Salvatierra cedió y nos dirigimos a la punta. Serían las cinco de la tarde.
Llegamos y echamos el ancla que era una gran piedra atada con un bejuco de la costa. La ensenada que hay a un costado de la punta es pequeñísima, y efectivamente peligrosa por la multitud de peñascos que apenas sobresalen, y por las grandes cavernas que las ondas han cavado en la base de granito del cerro que forma la punta, y por las que el agua parece abrirse paso hacia profundos y misteriosos abismos.
Aquella caverna sombría y espantosa, en cuya boca las ondas se entrechocaban en rápidos remolinos, aquel sumidero por donde se escapaba constantemente el rugido siniestro de una catarata subterránea, nos causó pavor.
Yo repetía sin querer aquellos versos de Homero en la Odisea: «La otra roca que verás, está más abajo y al alcance de una flecha. En su cumbre se eleva una higuera cargada de hojas, y debajo de esa higuera está la divina Charybdis que traga sin cesar las ondas negras. Tres veces al día las rechaza y tres veces las atrae lanzando rugidos espantosos. Que no te encuentres allí cuando Charybdis traga las aguas, porque Neptuno mismo no podría salvarte de la muerte».
Distrájome de estos recuerdos un remero que me señaló en una roca un altísimo penacho de agua y espuma. Las olas, azotando furiosamente aquella roca que tenía una perforación, producían esa maravilla hidráulica que estuve contemplando algunos minutos; pero Salvatierra, tomándome del brazo, me señaló en silencio y mirándola con ojo sombrío, la caverna adonde éramos arrastrados cada vez más sin apercibirnos de ello.
—Advierto —le dije—, que se han quedado atrás los morros junto a los cuales habíamos anclado.
—Y advierte usted bien, porque no tardará nuestra canoa en hacerse pedazos dentro de esa cueva. ¿Sabe usted nadar?
—Algo —le repliqué—; pero no se trata de eso, ¿es que realmente hay aquí un remolino?
—¿Pues no lo está usted viendo, cristiano? Nos va a llevar el diablo a todos.
—Entonces, salvémonos; arríe usted el ancla, y que remen estos muchachos con fuerza a fin de salir de aquí.
—Difícil es; pero vamos a procurarlo, porque sería caso lastimoso el que se fuesen ustedes a hundir en ese abismo.
Y Salvatierra, poniéndose de nuevo a gobernar, mandó a sus bogas empuñar los remos y arriar el ancla. Uno de ellos procuró hacer esto último; pero, ¡nueva desgracia!, el ancla estaba cogida entre las grietas de un peñasco anegado, de manera que no era fácil levarla. Desesperado yo alargué mi cuchillo al remero y le demandé cortar el bejuco. Una vez cortado quedamos libres pero sentimos desde luego toda la fuerza del remolino que habíamos resistido hasta allí por no poder el ancla desprenderse de aquella bendita peña. Fue un momento de angustia atroz. Los remeros hacían esfuerzos desesperados, hasta que por fin nos libertamos de aquel monstruo, lo cual nos hizo experimentar un bienestar indefinible.
Ya el sol se había puesto, y las brumas de la noche nos hacían invisibles a los buques franceses. Así es que seguimos avanzando siempre pegados a la costa y con dirección a Manzanillo. Pero la distancia que teníamos que vencer era larga, la noche muy oscura, y los remeros desfallecían. Para que no dejara de haber otro peligro más, vimos de súbito levantarse a uno de nuestros costados un enorme oleaje de espuma y de fósforo; y al mismo tiempo dos gruesos chorros de agua trazaron un arco sobre la canoa. Era una ballena seguida de sus ballenatos. Salvatierra se puso a dar golpes en los costados de la canoa, y dijo a mis criados que hicieran lo mismo.
Esto era para ahuyentar al animal, que indiferente o piadoso se alejó de nosotros con su séquito colosal.
Yo trataba de adivinar qué nuevo peligro nos sobrevendría, y me hacía la ilusión a veces de que aquello no era más que una pesadilla espantosa.
A la medianoche, el mar estaba bastante alborotado y las estrellas alumbraban débilmente. A nuestra izquierda proyectábase entre el fondo oscuro, la línea de rocas de la costa, y oíamos cercano el ruido de los tumbos.
Fijaba tranquilamente mi vista hacia nuestra derecha, por donde esperaba ver aparecer las lejanas luces de Manzanillo, pero nada se descubría sino la inmensa y negra masa de las aguas, apenas distinguiéndose confusamente en el oscuro cóncavo del cielo.
Poco a poco vi levantarse del seno de las olas un bulto negro que fue agrandándose a medida que avanzábamos, hasta tomar la figura de un monje colosal envuelto en sus hábitos, cruzado de brazos y con la capucha echada sobre la cabeza que se inclinaba en actitud meditabunda. Detrás de éste se levantó otro, y luego otro, y luego una hilera. Aquella era una procesión fantástica y terrible.
—¿Qué es esto? —pregunté a Salvatierra.
—¡Los frailes! —me respondió como aterrado.
—Pero, y bien; ¿qué significan estos frailes y por qué tiene usted miedo? ¿Son fantasmas del mar?
—Sí, señor; son peores que fantasmas para los navegantes. Son puntas de peñascos que dan a conocer a los que pasan por aquí, que sólo con la santa ayuda de Dios pueden salir vivos. ¿Conoce usted los erizos? Pues baga usted de cuenta que todo esto es un erizo de peñascos donde a cada paso puede romperse la canoa. Pero yo conozco el rumbo, y dentro de un instante estaremos fuera de peligro. ¡A remar, muchachos, a remar con fuerza!
Y Salvatierra se puso a gobernar de tal modo, que nuestra canoa trazaba singulares arabescos de fósforo en el mar. Unas veces andaba en zigzag, otras describía curvas; ora se deslizaba recta como una flecha, ora viraba de bordo; en fin, parece que huíamos perseguidos por un demonio invisible, que ya nos alcanzaba, ya nos cogía la delantera, o ya caía sobre nosotros.
Y a todo esto, tan pronto nos vimos metidos entre la hilera de aquellos gigantescos frailes, que parecían mirarnos con ojos sombríos cómo nos alejábamos de ellos, hasta verlos del tamaño de un hombre. A veces nos acercábamos tanto a alguno de esos peñascos, que podía yo ver a la tenue luz sideral distintamente las sinuosidades y picos que se nos figuraban a lo lejos formas humanas. Las olas bañaban gran parte de esas peñas y las envolvían en su manto de fósforo.
Por fin llegamos frente al último fraile, y navegando rápidamente hacia la costa, pronto el capítulo entero se perdió a nuestra vista entre las sombras de la noche. Vimos después algo parecido a uno de aquellos frailes, allá muy distante. Era la Cordeliere que estaba anclada en la bocana de Manzanillo. Íbamos, pues, a llegar, gracias al cielo, y no teníamos más que pegarnos a la costa para no ser vistos por los vigías del buque. Hicímoslo así, y descubrimos a poco la luz pequeñita y roja de la Aduana; que alumbraba solitaria en el puerto. La dejamos a nuestra derecha para ir a anclar en la pequeña ensenada de Piedras de ojo, que estaba allí, hasta que con la luz de la aurora pudiésemos ver cómo nos escapábamos de la Cordeliere y del Francisco, al entrar en la bahía.
Cuando llegaron a nosotros las tibias oleadas del terral, que nos traían el perfume de los bosques cercanos; cuando percibimos claramente el ruido de las olas al morir en la playa, a pocas varas de nosotros; cuando oímos cantar a un gallo, probablemente en una cabaña de la costa, sentimos algo como el alivio de un gran dolor. Era el término de nuestro viaje desgraciado.
Como no teníamos ancla, saltó al agua uno de los remeros para sacar la canoa hasta la playa. Una vez en ella, saltamos todos. A poco rato, dormían, y sólo yo velaba, presa de la impaciencia y de la alegría.
Una hora después, las primeras ráfagas de luz vinieron a disipar las sombras y a inundar de claridad el cielo. Entonces pudimos ver dónde y cómo estábamos. Frente a nosotros y hacia el oeste se veía Manzanillo con su caserío de paja, entre el que se destacan tres o cuatro edificios de madera al estilo americano, que pertenecen a comerciantes alemanes residentes en Colima. El caserío se halla situado completamente al pie de una montaña que se avanza hacia el mar, de manera que éste la azota por sus dos costados. La bahía se halla circuida por un anfiteatro de cerros llenos de vegetación. A nuestra derecha, en la bocana, la Cordeliere y el Francisco anclados vigilaban el puerto. A nuestra izquierda se extendía la playa hasta Manzanillo por espacio de media legua.
Podíamos, pues, irnos por tierra; pero estaba todavía bastante lejos; nos resolvimos, supuesto que ya estábamos dentro de bahía y fuera del alcance de los buques franceses, a atravesar rápidamente la distancia que nos separaba de Manzanillo. Nos dirigimos a ese punto en línea recta. Faltábanos como una tercera parte para llegar, cuando vimos a algunos cargadores del puerto y marineros que agitaban sus pañuelos y nos gritaban, señalándonos algo detrás de nosotros. Volvimos la cara, y en efecto, era un bote de la maldita Cordeliere que nos seguía con toda la fuerza de sus catorce remos. Pero aún estaba distante, y nosotros pudimos llegar a la playa antes de que nos diera alcance. Allí los mismos marineros que nos habían hecho señas, nos ayudaron a sacar la canoa a tierra para librarla de que se la hubieran llevado los franceses, porque ha de saber usted que ellos entran en la bahía a la hora que gustan, y sus botes vienen a la playa y se llevan todas las embarcaciones que no han podido detener en la bocana. Lo único que no hacen todavía es saltar a tierra. ¡Qué vergüenza! Estos ultrajes tienen lugar todos los días a ciencia y paciencia de las autoridades del puerto, que nada pueden hacer para impedirlos, pues carecen de piezas de artillería y de fuertes. Usted sabe que éste no es un puerto militar, y yo le añadiré que apenas hay en él una patrulla de policía para hacer guardar el orden a los habitantes; pero nada más; de modo que los botes de la Cordeliere que traen veinte o más soldados armados, pueden hacer lo que quieran en la bahía y hasta en las playas, seguros de que nadie les dirá una palabra.
En el momento en que llegamos, me reconoció el cónsul de los Estados Unidos, míster Xantus, a pesar de mis vestidos hechos pedazos y de mi gran sombrero, y me prodigó todos los auxilios de la amistad, lo mismo que el apreciable e ilustrado joven panameño don José María Casanova.[5]
Entonces supe que Acapulco estaba también bloqueado; que los cruceros recorrían ya estos mares; que el comercio estaba paralizado por esa razón en los puertos que pertenecían a la república; que Uraga con el ejército del centro se fortificaba en las barrancas, y que los franceses con Bazaine estaban en Guadalajara. Que Uraga, antes de replegarse a Jalisco, intentó tomar la plaza de Morelia por asalto, y que el combate fue sangriento y rudo; pero que la guarnición mandada por Márquez, había rechazado a los nuestros, causándoles considerables daños. Que allí murió el valiente coronel Padrés, y fueron heridos los generales Carlos Salazar, Leonardo Ornelas, y Caamaño. En fin, este ataque se parece al que dio el mismo Uraga a la plaza de Guadalajara en la guerra de Reforma, y que tuvo igual éxito. Así pues, maestro, están ya en poder de los franceses, el Estado de México entero, el de Michoacán, menos el sur, adonde se halla Caamaño que es el gobernador; el de Jalisco, menos también los distritos que ocupa aún el ejército del centro, y no queda por esta parte íntegro más que el Estado de Colima, que acaba de dejar el gobernador constitucional don Ramón de la Vega, para dirigirse al extranjero. Ahora está encargado del gobierno el coronel don Julio García. Tal es el estado de las cosas.
Tras de mí debía llegar a Colima Urbano Gómez, con gran gusto mío, porque le creía muerto. Logró escaparse por una ventana de la casa, que daba al monte, mientras que los bandidos trataban de forzar las puertas. Casi desnudo y descalzo echose a andar en medio de las tinieblas y se metió en los bosques. Allí vagó toda la noche, y rayando el alba, llegó guiado por el ladrido de los perros y el canto de los gallos, a un villorrio miserable. Tocó en una cabaña, y cuando le abrieron, preguntó el nombre de aquel pueblo. Respondiéronle que ¡Cihuatlán! Había vuelto al mismo condenado lugar. Por supuesto que se alejó más que de prisa y volvió a internarse en la montaña. Pasó dos días comiendo yerbas, y al tercero, un ranchero le encontró, le condujo a su rancho con algún recelo, le dio camisa y sombrero y le llevó por fin a Manzanillo, donde según mis noticias, le creían en la eternidad.
Pocos días después llegaron Herrera y Cairo y sus ayudantes, Alfredo y su hermano. Éstos habían hecho un viaje mejor. Antes de llegar a Autlán de la Grana, Herrera ejerció la medicina, y curando niños y parturientas, pudo mantenerse con sus compañeros y la dama dolorida. En Autlán hallaron al famoso Rojas que estaba en fiestas, y ese jefe les proporcionó recursos para llegar a Colima.
Blas José Gutiérrez y Ocádiz habían llegado antes que yo y no habían tenido novedad.
Si hubiéramos estado menos arrancados, habríamos mandado decir una misa, como los antiguos náufragos; pero nos contentamos con almorzar juntos y con referir cada uno su pequeña odisea, la cual nos produjo solaz y contentamiento.
He concluido mi larguísima carta. Prometo a usted que las próximas no serán de estas dimensiones, y las fecharé, como dije a usted al principio, desde Acapulco.
Próspero