EL MAESTRO DE ESCUELA[*]
I. LO QUE SON LOS CURAS DE PUEBLO
A fines del año de 1863 me dirigía a la ciudad de San Luis Potosí, donde estaba a la sazón el gobierno de la república. La Diputación permanente había convocado al Congreso de la Unión, y yo en mi calidad de diputado, acudía al llamamiento desde el fondo del sur, en que me hallaba.
Para no tocar puntos ocupados por los invasores, tuve que dar rodeos larguísimos, y en uno de éstos, atravesando un estado de cuyo nombre no quiero acordarme, llegué un día a un pueblo de indígenas bastante numeroso.
El alcalde del lugar, deseando proporcionarme un rato de conversación agradable, vino a buscarme a mi alojamiento, en unión del cura; y éste me invitó a pasar a su casa para presentarme a su familia, ver sus libros y hablar conmigo acerca de las cosas políticas.
Era el cura un sujeto parecido en moral a todos los de su especie; pero en lo físico, era robusto, de mediana talla, regordete, colorado y de carácter alegre y decidor.
Llegamos al curato, que era evidentemente la mejor casa del pueblo, y que ofrecía todas las comodidades apetecibles, que en vano se habrían buscado en las casas pobres de los indígenas.
Grandes y decentes departamentos, un gran patio con jardín y agua, caballerizas, pesebres, en donde el digno eclesiástico encerraba sus vacas y borregos, que eran muchos, gran cocina donde trabajaba una crecida servidumbre de molenderas, cocineras, galopinas y topiles, la cual servidumbre era dada por el pueblo, según las costumbres tradicionales. Por último, el señor cura me enseñó sus piezas que eran tres: la despensa, donde además de otras cosas, había un rico surtido de vinos extranjeros y del país, el oratorio donde tenía una virgencita en un altar coqueto, y su despacho donde había un estante con algunos libros vulgares de teología moral, historia eclesiástica, cánones, y sermones, juntamente con algunas de las más bonitas novelas de Pablo de Kock, que él se apresuró a ocultarme cuando iba yo a examinarlas. Además, allí estaba la mesa con su carpeta verde, sus tinteros, sus papeles y cuadernos de badana roja, su crucifijo de metal y su breviario negro. En las paredes había colgados algunos cuadros de santos y una gran disciplina de alambre con la cual (suponían los feligreses) el buen curita se mortificaba en el silencio de la noche.
—He aquí —me dijo— el lugar donde paso algunas horas entregado al estudio, cuando me lo permiten las constantes y arduas fatigas de mi penoso ministerio. ¡Ay, amigo mío!, ¡y qué rudo es el trabajo de un pastor de almas, particularmente en estos pueblos! Y sobre todo, ¡qué vida!, ¡qué vida! Pero tome usted asiento; que voy a ofrecerle a usted una copita de algo; ¿qué quiere usted? Me veo obligado a tener siempre un surtido de algunas cosas indispensables para hacer más agradable la vida, y para poder obsequiar a los que pasan por aquí. Luego presentaré a usted a las únicas personas que me acompañan en este destierro, y que me asisten en mis enfermedades y me consuelan en mis cuitas.
El cura fue a su bodega y volvió con una botella de cognac viejo, y otra de rico jerez, que se apresuró a destapar. Un momento después se presentó una criada joven, graciosísima, de ojos bailadores y de dientes de perlas, vestida con sus enaguas de muselina, su camisa de olanes, y la correspondiente mascada de la india cruzada sobre el pecho. Esta criadita traía copas, vasos de agua, y un frasco de oloroso barro, todo lo cual depositó en la mesa, y aguardó con los ojos bajos las órdenes del ministro del Señor.
Éste le dijo:
—Oye, Paulita, deja eso allí y vete a decir a doña Lucecita y a doña Teresita que vengan, que voy a presentarles a un señor diputado que ha venido por acá de transeúnte, y que desea conocerlas: corre, mi alma, vete.
La criadita salió, y apenas el cura había servido tres copas para él, para el alcalde, y para mí, cuando aparecieron dos hermosas muchachas morenas, de ojos negros y grandes, lindas como un sol, y ligeras como corzas. Una de ellas se hallaba en estado interesante. La otra parecía más joven, y tenía un semblante tan bonito como picaresco.
—Aquí tiene usted señor diputado —me dijo— a estas caras prendas de mi alma, a estos tesoros de virtud que tienen la resignación de hacerme compañía en este destierro. Son dos sobrinas mías, hijas de una hermana que murió hace tiempo.
»Ésta —añadió, señalando a la mayor que tenía preciosos lunarcitos en la barba—, es casada; pero su marido anda en la campaña, la pobrecita no ha tenido más refugio que yo que la he recogido con sus dos chiquitos y el que está por venir. Vamos, no te ruborices tonta, que eso es muy cierto, y no tiene nada de particular. ¡Pobre Lucecita! Es un ángel, véala usted.
»Esta otra, es Teresita su hermana, inocente como una paloma y que comulga todos los días. El Señor la ha puesto en mis manos para salvarla de los peligros a que su hermosura y su candor la exponían en ese mundo pícaro en que iba a quedar abandonada.
Las muchachas estaban coloradas como amapolas, y decían tartamudeando.
—¡Ah, qué padre!… ¡Jesús!… ¡qué vergüenza!
Yo, en unión del gravedoso alcalde indígena, bebí a su salud, y el curita les pasó su copa para que probaran el jerez, lo que ellas hicieron mortificadas. Pero tranquilizándose a poco, sentáronse, y el cura, llamando a un topile, le mandó que fuera a decir al preceptor que cerrara la escuela, y se viniese a acompañar a las niñas con la guitarra.
—Cantan estas niñas, señor, cantan y tienen una voz no maleja; sólo que no saben acompañarse, y es preciso que el maestro de escuela, que es un infeliz que no sabe nada, pero que rasga un poco la guitarra, las acompañe.
—Pero, padre —exclamaron las chicas—, ¿qué va a decir el señor de nosotras? Él, que ha estado en México, que habrá oído cosas tan buenas, y ¡ahora usted quiere que le cantemos, y precisamente cuando tenemos catarro!… ¡ha hecho un frío!…
Yo dije lo que dice cualquier tonto en casos semejantes, y ellas, cada vez más animadas, comenzaron a hacerme preguntas sobre México, en donde nunca habían estado; distinguiéndose por su curiosidad la que comulgaba diariamente. Las copitas de jerez se menudearon, la conversación se animó, el curita, que era bellaquísimo, salpicó la plática con algunas chanzonetas dirigidas a sus sobrinas, a fin, manifestaba, de que dejaran su timidez y fueran aprendiendo a tratar con las gentes civilizadas; y hasta el alcalde, que había guardado un respetuoso silencio y permanecía encogido en una silla, con la enorme vara de la justicia en las manos, se atrevió a decir no sé qué brutalidad.
En esto oímos la gritería de los muchachos, que exclamando a coro ¡Ave María Purísima! salían de la escuela, dispersándose a carrera abierta por la placita y por las calles.
A poco llegó el maestro de escuela, con el sombrero quitado y cruzando los brazos humildemente.
II. LO QUE SON LOS MAESTROS DE PUEBLO
Al ver a este hombre, se me oprimió el corazón. Parecía la imagen de la tristeza, y de la angustia, en medio de aquella reunión alegre.
Era el maestro un hombre como de cuarenta años, flaco, moreno, de ojos hundidos pero inteligentes, miserablemente vestido y trémulo.
—Buenas tardes, señor cura; buenas tardes, niñas; buenas tardes, señor alcalde —dijo, y después de este triple saludo, apenas pudo dirigirme una mirada de extrañeza.
—Buenas tardes, don José María —respondió el eclesiástico—: vamos, hombre, hoy lo libertamos a usted del trabajo, y acompañará usted con la vihuela a las niñas, para que las oiga cantar este señor, que es un diputado que va a San Luis Potosí. Pero tome usted antes esta copita, es un vino muy bueno que quizá no habrá usted probado nunca.
El maestro se negó humildemente.
—Pero ¿por qué, hombre? Vamos: no sea usted tonto.
—Señor —repuso el infeliz—, tengo miedo de que me trastorne la cabeza, no be comido.
—¿No ha comido usted? ¿Tan tarde? Pero habrá usted almorzado…
—Tampoco, señor cura; aquí está el señor alcalde que puede decírselo a usted; no pudo darme nada, y mi familia tampoco pudo conseguir; nadie quiere prestarnos en el pueblo… ¡debemos ya tanto… que no nos es posible conseguir un grano de maíz!
—Bien, bien, hombre —dijo el cura medio corrido—, basta; pero, ¿por qué no me ha dicho usted nada, o a las niñas?
—Señor, estaba usted fuera, y yo me atreví a pedir a la niña doña Teresita, pero me dijo que no le era posible, ni a doña Lucecita, que estaba usted muy pobre, y…
—¡Ah que don José María! —exclamó la comulgadora—, con lo que va saliendo… ¿qué dirá el señor?
—Pero, señor alcalde, ¿no es posible que este hombre tenga su sueldo pagado cumplidamente? —preguntó el cura medio enojado.
—Siñor cura —respondió el alcalde levantándose—, había ya un poquito de dinero del pueblo; pero su mercé mandó que lo diéramos para la función del martes, y no quedó nada, siñor cura, nada.
—¡Bah!, ¡bah! Siempre salen ustedes con eso. Es preciso conocer a estos indios, señor diputado (el cura se permitía olvidar que yo era indio también) para saber a qué atenerse. ¡Son más agarrados!… siempre están llorándose pobres, y por una bicoca que dan a la iglesia y a sus pobres ministros, ya tienen disculpa para faltar a sus otros deberes. A este pobre maestro lo matan de hambre verdaderamente, porque figúrese usted: tiene su mujer, cuatro hijos, una madre vieja, ¡y no cuenta con más sueldo que quince pesos al mes! También es una barbaridad meterse así a maestro de escuela; un hombre que tiene tanta familia, debe tomar otro oficio, y procurarse un modo de vivir mejor. Sobre todo, que dejen a estos indios, que ni quieren aprender nada, ni pagar a sus preceptores, ni aprovechan tampoco. Vea usted, hace más de cuarenta años que están pagando una escuela, y ninguno de ellos sabe leer.
—Y ¿cuántos habitantes tiene este pueblo? —pregunté.
—Tendrá unos tres mil, con las cuadrillas cercanas —contestó el cura.
—Es grande —dije.
—Sí, señor, es grande —añadió el preceptor—; concurren a la escuela regularmente de doscientos a trescientos niños.
—¡Un número bastante crecido! Y ¿aprenden a leer y a escribir?
—A leer, muy pocos, sólo los que tienen Silabarios y Catones, a escribir menos, porque como no me dan papel, ni tinta, ni plumas, nada puedo hacer; a los demás, les enseño sólo el catecismo del padre Ripalda.
—Con eso es más que suficiente —interrumpió el cura—. Éstos son unos animales, que ni aprenden bien, ni sacarían provecho de la lectura, ni la escritura.
—Sin embargo, señor —dijo el maestro—, tienen muy buenas disposiciones, hay algunos niños muy vivos, y que aprenden muy pronto; pero como no hay libros…
—En fin, tenga usted, don José María, ese peso, vaya usted a dar el gasto y a comer, y luego viene usted acá. Señor alcalde, usted me pagará después este dinero.
El maestro recibió su moneda y se fue corriendo a su casa. El cura quedó taciturno y colérico, el alcalde lo miraba con temor, y tenía ganas de retirarse.
Yo puse fin a esa situación embarazosa, llamando a uno de mis mozos, muchacho alegre y que tocaba bastante bien el arpa y la guitarra, que cantaba malagueñas y zambas, con mucho sentido, y cuyos talentos musicales dieron asunto a Riva Palacio más de una vez para sus romances de costumbre.
Mi mozo se apresuró a obedecer, templó la guitarra y acompañó a Lucecita y a Teresita, que olvidando el incidente desagradable del maestro, se pusieron a cantar con voz fresca, aunque un poco afectada como hacen generalmente las payitas, una multitud de canciones cuyos versos se encarga la casa de Murguía de refaccionar cada año, y de dispensar por toda la república, por conducto de los mercaderes ambulantes de mercancía.
Así cantando y tomando copas de jerez, nos estuvimos, hasta que en el campanario del pueblo sonaron las oraciones, que consisten generalmente, primero en siete campanadas, y luego en un repique que ensordece.
Entonces comenzaron a brillar las luces en todo el pueblo. Paulita, la criada, trajo dos velas encendidas que puso sobre la mesa, rezando la consabida fórmula: Alabado sea el Santísimo, etcétera, los cantos se interrumpieron por un instante, porque el señor cura rezó la Salutación, acompañándolo las muchachas y el alcalde, después de lo cual la conversación volvió a animarse.
A poco llegó la hora de cenar: Lucecita y Teresita fueron a disponer la mesa; el cura me invitó, yo acepté solamente el dulce, porque había comido tarde, y el alcalde fue a dar una vuelta a la cocina, para ver en qué era útil.
III. PATRIOTISMO DE LOS CURAS
Pasamos al comedor y tomamos asiento. El cura se acomodó junto a Lucecita, yo tuve el gusto de ver a mi lado a Teresita y al otro al niño más grande de Lucecita, que se parecía muchísimo al digno sacerdote, cosa nada extraña, puesto que eran parientes. En cuanto al niño más chico, Lucecita dijo que estaba ya durmiendo.
—¡Pobres huerfanitos! —dijo el cura acariciando al que se hallaba en la mesa—. ¿Qué sería de ellos sin mí?
Describir la cena, es inútil. Se sabe en México y en todos los países católicos, lo que es una comida de cura. Suculentos asados de carnero y de gallina, estofados, chiles rellenos, pescados de río, magníficas legumbres, ensaladas, queso olorosísimo, y en cuanto a frutas, más de las que tomamos en México en diciembre; jícamas, plátanos, naranjas, chirimoyas, higos y nueces. Después dos o tres dulces de leche y de frutas.
El digno alcalde había estado trayendo las fuentes con los manjares, en unión de los topiles, así como las tortillitas calientes que gustaban mucho al señor cura.
Se me olvidaba decir que el pobre maestro, que había llegado al principiarse la cena, se mantenía acurrucado en un rincón fijando sus ojos tristes en aquel opulento festín, con que el cura se regalaba diariamente: mientras que él, sus hijos, su mujer y madre, enflaquecidos, apenas podían llevar a la boca una tortilla y un poco de arroz o frijoles.
Luego, cuando el cura después de comer, de saborear el café con su copa de cognac y de encender su puro, se puso expansivo y alegre, invitó a tomar dulce al pobre maestro, el cual rehusó con timidez.
Yo comprendí que entre el eclesiástico y el preceptor no reinaba la mejor armonía, y lo atribuí naturalmente a ese dominio tiránico que el cura quería ejercer y ejercía en efecto, sobre el pobre diablo.
Las chicas se retiraron por un momento, y entonces quedamos solos, el cura, el maestro y yo, en la mesa. Entonces el eclesiástico comenzó a hablar de política.
—A todo esto —dijo—, y por el deseo que tenía yo de distraer a usted, señor diputado, me había olvidado de preguntarle, ¿qué hay de nuevo?
Yo respondí entonces lo que sabía; díjele cómo el ejército francés, según informes, habiendo concluido ya la mala estación, comenzaba a moverse para salir del centro a los estados; le comuniqué las noticias que tenía acerca de nuestras tropas del interior, acerca de nuestro gobierno residente en San Luis, le hablé indignado de las bajezas que cometían los malos mexicanos que ayudaban a los franceses en su obra inicua de invasión y piratería, dije pestes de los bribones de la regencia, sin contenerme porque uno de ellos fuera arzobispo, hablé de la resolución incontrastable que teníamos los republicanos de luchar sin descanso en defensa de la patria; dije en fin, todo lo que había que decir en aquellos instantes y con la fogosidad propia de mi carácter. El maestro me escuchaba satisfecho y conmovido.
Pero el cura, arrojando a bocanadas el humo de su puro, sonriendo con incredulidad y moviendo la cabeza, me dijo con lentitud y aplomo.
—Señor diputado, usted parece de genio fogoso: es usted joven y no tiene experiencia ni ve las cosas a sangre fría. Usted, además, profesa ideas exaltadas, y es natural que sus sentimientos se sobrepongan hoy a la voz poderosa de la razón. Yo veo las cosas de otro modo. ¿Se incomodará usted si le digo mi modo de pensar?
—De ningún modo, puede decir lo que guste; pero ya conoce mis ideas respecto del patriotismo.
—Sí; pero me permitirá usted decirle que es un patriotismo indiscreto. De todo lo que usted me ha dicho, y de todo lo que sé, deduzco lo siguiente. Ustedes están perdidos, la república acabó ya; don Benito Juárez va retirándose a la frontera, y se dará de santos con no caer en manos de los franceses; las tropas de usted están desmoralizadas, mientras que las francesas y las auxiliares de aquí están orgullosas con sus triunfos. Usted ve qué recibimiento les hacen los pueblos; los señores regentes se manejan con prudencia; y el monarca elegido, ese príncipe heredero de cien reyes, y que, según sabemos, es amable y de grandes talentos, es esperado con ansia. Yo creo que la monarquía está ya fundada en México; y vea usted: yo tengo la convicción de que ella hará la felicidad de nuestra patria, que se acabarán las revoluciones, y sobre todo, ¡imperará otra vez con toda su grandeza nuestra santa religión!… Porque, convenga usted…, amigo mío, convenga en que ustedes los liberales han atacado las tradiciones, han querido minar el edificio religioso, han lastimado la piedad de los fieles, han herido a la santa iglesia católica, la han despojado de sus sagrados bienes (que el emperador, estoy seguro, sabrá devolver) y, en fin, han establecido la tolerancia de cultos en este país donde sólo había dominado la fe católica, apostólica y romana. De modo que ustedes lucharán; pero en primer lugar, nada podrán hacer contra los franceses, que son los primeros soldados del mundo, los que no tienen rival y están acostumbrados a presentarse y vencer. En segundo lugar, los Estados Unidos, que podían ayudar a ustedes, están acabando también y ¡ojalá que se los lleve Satanás! Esa guerra civil que hoy los devora, va a acabar con su mentida riqueza que no es más que mentira y farsa, como todo aquello que no se funda en la verdadera religión. No tienen ustedes remedio; y si usted quisiera escuchar un consejo porque me ha simpatizado usted, le diré que no se meta en nada, que se vuelva para su tierra, y que no se exponga. Mire usted —continuó sacando una cartera—, yo en nada me mezclo, y me limito a mis funciones de pastor de las almas; pero tengo cartas de México, de prelados respetables y que no se engañan nunca. Ellos me aseguran que dentro de un mes todo esto se hallará en poder de los franceses, y esperan en la bondad divina que la paz se establecerá, cuando menos, a mediados del año entrante, época en que llegará el monarca.
Yo no pude seguir escuchando con calma, y después de decir al cura que esos prelados eran unos traidores infames, y que aquella manera de hablar no parecía digna de un mexicano, manifesté al cura que había contenido mi cólera al estar oyéndole, pero que sentía agotada mi paciencia y que me retiraba sintiendo sólo haber estado algunos instantes en compañía de un hombre sin patriotismo y sin virtudes.
El cura me contestó entre confuso y alarmado.
—Señor, yo no soy más que un cura, no debo mezclarme en cuestiones políticas, sino sólo en el cuidado de las almas. Mi soberano está en Roma, y mi patria está en el cielo, Así, pues, yo no hago más que echar una leve ojeada sobre este mundo de miserias.
—Adiós, señor cura —le dije tomando mi sombrero—; no debo estar un momento más aquí; salude usted a las señoritas, y guárdese usted de predicar a su pueblo esas doctrinas criminales, porque no siempre ha de tener usted la fortuna de ser escuchado pacientemente.
IV. PATRIOTISMO DE LOS MAESTROS
Me retiré a mi alojamiento profundamente disgustado. En el camino observé, a pesar de la oscuridad, que un hombre me seguía.
Era el pobre maestro de escuela.
Lo esperé, y luego que estuvimos juntos me dijo:
—Señor diputado, comprendo la indignación de usted. No se puede oír hablar de tal modo sin que el corazón se subleve. Pero así son todos los curas. Figúrese usted cuánto tendré que sufrir aquí con un hombre semejante.
»Yo soy un pobre maestro de escuela; como usted supondrá, no soy de aquí; pero la necesidad y el haber adoptado la profesión de mi bueno y pobre padre, que también era preceptor, me han obligado a buscar mi subsistencia enseñando muchachos.
»No crea usted que sea yo bastante atrasado para merecer mi posición de hoy. Tengo algunos conocimientos mayores de los que se necesitan para estar aquí; pero en las ciudades, los destinos están ocupados, y además, cuando vi la convocatoria para llenar la plaza de preceptor de este pueblo cuyo censo conocía ya, creí que era un buen destino, que sería yo pagado regularmente, para poder mantener a mi madre, a mi esposa y a mis hijos.
»Me equivoqué, y hace dos años que sufro aquí tormentos indecibles. Jamás me pagan con puntualidad, me deben ya cuatro meses, y usted lo ve, me muero de hambre, mi familia no puede salir a la calle porque está desnuda, mi madre se muere, y mis hijos no tienen fuerzas ni para estudiar.
»Aquí todo lo que los pobres indígenas pueden dar, es para el cura y para las funciones de la iglesia. Yo no culpo a los indígenas, cuya ignorancia no ha podido remediarse. Yo culpo a los curas que los mantienen en ella para sacar provecho. Ya usted ve qué vida pasa el cura con sus queridas e hijos. Vive en una casa amplia y cómoda, mientras que la escuela es de paja y se está cayendo. Tiene una servidumbre numerosa que el pueblo le da, turnándose en la cocina y en los quehaceres de la casa las mozas más robustas y los mancebos más trabajadores, que los alcaldes envían por semanas. No contento con eso es inflexible en el cobro de los derechos parroquiales, de las misas, etcétera, etcétera, y el milagroso señor que tenemos en la iglesia, es una casa de moneda para el insaciable sacerdote.
»He querido enseñar a los niños a leer por un sistema económico y que ahorra el gasto de libros; pero él se opone, como usted ve, alegando la rudeza de los indios. Los alcaldes lo respetan, le temen, y no se atreven a contrariarlo. Resultado: que usted me ve humillado siempre, obligado a acompañar con la guitarra a las picaruelas compañeras de sus alegrías y a sujetarme siempre a sus caprichos, so pena de morir apedreado aquí por los indios azuzados por él. Y no lo dude usted, señor, así están todos los pueblos.
»Pero ahora sí, no quiero sufrir más. Ya hace días que el cura está predicando contra la república y su gobierno, y diciendo a los indios que el rey que va a venir, es el enviado de Dios, que será el padre y el protector del pueblo, y que los liberales son unos herejes, unos hijos del diablo, enemigos del Señor milagroso y tiranos de los indios. De este modo, no espere usted que la invasión sea rechazada aquí, ni que la patria cuente con ninguno de estos feligreses fanatizados por el cura. Pero yo, me declaro a usted que soy patriota exaltado, yo, que a pesar de mi miseria deseo tomar un fusil y batirme con el invasor, yo ruego a usted señor, que hoy que tiene que pasar por la cabecera de distrito a la que llegará usted mañana, se digne conseguir que me paguen por allá, no mis cuatro, sino dos meses de sueldo para sacar a mi familia de aquí, ver cómo la dejo con un tío que tengo acomodado, y que me está llamando hace días y marcharme a ofrecer mis servicios a la patria.»
Abracé conmovido a aquel noble hombre, le ofrecí lo que necesitaba para trasladarse, que era bien poco, y le prometí hacer por él cuanto fuera posible.
El pobre maestro lloraba, y no sabía qué hacer para manifestarme su agradecimiento.
—Lo único que siento —añadió— es dejar a mis discípulos, a mis pobres inditos, tan buenos, tan hábiles, tan aplicados, y que lloran al verme hambriento y roto. ¡Oh!, usted no sabe cuán bueno es el corazón de estos niños indígenas, y cuán bella su alma y cuán dispuesta para recibir las santas semillas de la instrucción. Si la república triunfa, señor, como lo espero, es necesario pensar en mejorar la condición de la escuela y la suerte de los maestros. Yo volveré a serlo entonces, porque yo ejerzo el profesorado como un sacerdocio, y no como un oficio supletorio; yo amo la enseñanza, y yo lo espero todo de ella. ¡Qué triunfe la república, y la escuela popular eclipsará a la parroquia, el maestro eclipsará al cura!
V. LO QUE HA HECHO LA REPÚBLICA
Pero la república triunfó, y ¡triste es decirlo! la condición de la escuela no ha mejorado como era de esperarse.
Verdad es: que algunos gobernadores generosos y sinceramente demócratas, han emprendido el apostolado de la enseñanza popular con verdadero entusiasmo. Son pocos ¡ay! muy pocos, y sus nombres cabrían en una de estas líneas.
A la cabeza de estos dignos republicanos, debe la justicia histórica colocar al joven y esclarecido general Corona, que sin ostentación, sin ruido y sin más mira que la de probar con hechos su amor acendrado al pueblo, se ha declarado el protector de la instrucción pública en occidente, ha abierto escuelas, las ha dotado, ha comprado libros de texto liberales y ha echado los cimientos de una sólida enseñanza en aquellos apartados pueblos. También son dignos de mención, el general Arce, gobernador de Guerrero, que procuró antes de verse envuelto en las complicaciones que han surgido allí por desgracia, establecer en los pueblos desgraciados del sur, la instrucción popular, como nunca se había visto. El modesto ciudadano Lira y Ortega, gobernador de Tlaxcala, ha hecho también, en su pequeño y pacífico estado, grandes esfuerzos. El general Félix Díaz se ha mostrado igualmente activo en Oaxaca respecto de la instrucción pública.
Pero hay gobernadores que tienen manía de construir edificios de lujo, y que son inútiles si falta la instrucción popular. A estos gobernadores hay que recordarles aquellas palabras de Victor Hugo hablando del libro y del edificio: «Esto matará aquello», es decir: la instrucción será la fuerza; no el palacio.
Otros gobernadores, no comprendiendo el espíritu eminentemente civil de nuestras instituciones, quieren convertir su estado en cuartel, y sólo piensan en organizar tropita, en vestir oficiales y en crear pretorianos holgazanes, que no pueden ser más que tiranos en los pueblos agrícolas, mineros e industriales.
Otros, en fin, se sumergen en las ondas de arena del marasmo, de la dejadez, y para nada se acuerdan del pueblo infeliz. Pero los más culpables son los que hacen transacciones con las ideas antiguas, los que tienen miedo a la escuela laica, los que rebeldes a las leyes de Reforma, no quieren comprender que el estado no tiene religión, ni debe tenerla: que por lo mismo, no deben permitir la enseñanza de ella en sus escuelas, porque esto sería hacer imposible la libertad de cultos. Estos gobernadores, transigiendo con escrúpulos de vieja, y sobre todo, con exigencias de nuestros eternos enemigos, previenen la enseñanza del Catecismo de Ripalda, o al menos no vigilan que se proscriba, no procuran la independencia del maestro de escuela respecto del cura, y no introducen las reformas indicadas en la ley; pero cuyo desarrollo pertenece al legislador local.
VI. LOS PROFESORES DE LA CIUDAD
En México, por ejemplo, los profesores son buenos, y además de reunir un buen caudal de conocimientos, se muestran laboriosos en sus tareas, y resignados con la triste posición en que se les tiene. Porque, confesémoslo, están pagados mal, muy mal.
Hay además aquí una cosa notable, y es: que las señoritas que se dedican al profesorado, se han distinguido en los últimos años por su capacidad para tan importante magisterio. Eso explica el porqué en los Estados Unidos, en la Suiza y en Alemania, los tres pueblos modelos respecto de enseñanza, son preferidas las mujeres para ocuparlas en el profesorado.
La Sociedad Lancasteriana es un seminario de buenos profesores. El municipio, particularmente, en los dos últimos años en que los regidores de instrucción pública han sido los ciudadanos Baranda y Bustamante, ha autorizado también a numerosos profesores, estimulándolos con menciones honrosas.
Pero falta algo: falta la escuela normal y con una organización como la tiene en los países citados antes, moderna, ilustrada; que sea un modelo y no una copia.
VII. LAS HERMANAS DE LA CARIDAD. LOS JESUITAS
Todavía hay quienes creen que los jesuitas son aptos para dirigir las escuelas republicanas: todavía hay quienes las confíen a las hermanas de la Caridad, instrumentos del jesuitismo y del retroceso. ¡Válganos Dios!
La escuela confiada al clero, es propia sólo de las monarquías absolutas. En una república, tal institución es un contrasentido y un peligro constante. La educación dirigida por el sacerdote, es una añeja monstruosidad heredada de los chinos y de los egipcios, y aprovechada por la teocracia hasta el siglo XVI en algunos países de Europa, hasta el siglo XIX en México: ¡qué vergüenza!
Sí: la tolerancia de cultos establecida ya, no puede permitir eso, la república y la Reforma no pueden confiar a sus hijos, a sus soldados de mañana, a las manos de sus eternos enemigos. Sería entregarse maniatado el vencedor al vencido. Sería obligar al pueblo, que tanto ha luchado, a emprender cada diez años un trabajo de Sísifo desesperante. ¡No más transacciones!
Desde el momento en que el estado interviene en una escuela, la religión y el sacerdote o la sacerdotisa deben salir por la otra puerta. De otra manera, borremos con mano indignada los santos principios conquistados por la Reforma, y marchemos a las tumbas de nuestros mártires para llorar por la inutilidad de su sacrificio.
¡Las hermanas de la Caridad! Dejemos a los conservadores y a los clérigos que ensalcen su utilidad, y encojámonos de hombros. Nosotros no debemos hacer coro a semejantes doctrinas.
Para nosotros, la hermana de la Caridad es una infeliz mujer llena de ignorancia y de preocupaciones, manejada por un jesuita ambicioso, y que es absolutamente inútil para la enseñanza. Apelamos a las pruebas de bulto. Que sostenga, no digo una escuela de provincia dirigida por hermanas de la Caridad, sino la casa central de México, una oposición con la última de las escuelas municipales o lancasterianas, y nos daremos por vencidos, si la escuela religiosa vence.
Pero, ¡qué van a enseñar esas pobres mujeres alucinadas e histéricas! Lo que ellas enseñan es una devoción tan inútil como estúpida; lo que ellas enseñan, es la esclavitud mujeril, la abyección, el odio a la libertad que va perpetuando la generación de mujeres sin patriotismo, la indiferencia a la libertad, todas esas doctrinas malsanas, oscuras, innobles, que nacen en el claustro, en las frías naves de la capilla, en los extravíos del misticismo corruptor, en las peligrosas intimidades del confesionario, y en las lecturas banales de los librillos que vienen de la casa central de París.
En esos conventos, que tenemos la tolerancia de sufrir, aun cuando han invocado la protección del ex emperador de los franceses; hay, como en los pantanos, algas dañosas para el espíritu de las niñas, y un foco de aversión a las ideas de patria y libertad.
Y no hay aquí exageración ni espíritu de partido. Jamás había yo escrito contra las hermanas de la Caridad; pero yo las estudiaba, las seguía de mil maneras, he interrogado a sus alumnas, he recibido la confidencia de algunas familias, y sobre todo, he analizado la institución, su objeto, su organismo, sus medios; y no vacilo en creerlas peligrosas, mucho más hoy, que se les han concedido ciertas preeminencias en la instrucción pública. ¡Por Dios! ¿Hay tan pocas mujeres dignas en México, que tengamos que acudir para la dirección de nuestra juventud, a estas misioneras de los jesuitas franceses y españoles?
Acépteselas, si se quiere, en los hospitales; yo, aun allí les disputaría su utilidad, y conmigo estarían casi todos los profesores de México, es decir, aquellos que no ocultan sus convicciones tras de una máscara hipócrita, con la cual se captan el cariño de una clientela aristocrática y devota. Acépteselas allí para que disputen con los médicos, ellas que han salido muchas veces de la cocina de España o de la granja de Francia, para vestir el hábito; acépteselas para que mortifiquen a la infeliz mujer, cuyas faltas la hacen más digna de indulgencia que de severidad; para que recen el rosario a los pobres enfermos, deseosos de paz y de silencio; para que so pretexto de consagración a la humanidad doliente, sean alcancías ambulantes de un directorio que está en el extranjero… sí, aceptémoslas; pero cerrarles las puertas de la escuela republicana, de la escuela del estado, no sólo es conveniente: es un deber sagrado.
Que me perdone mi respetable amigo el señor don Mariano Riva Palacio, gobernador del Estado de México, si he podido ofenderle en las anteriores palabras. No ha sido tal mi intención, y lo respeto y lo estimo mucho para atreverme a ello. Yo establezco en tesis general mis ideas, y guardián celoso del espíritu de la Reforma, la defiendo con todas las nobles armas del escritor.
Por lo demás, el señor Riva Palacio no ha hecho, al confiar la dirección de un colegio de señoritas a las hermanas de la Caridad, más que ceder a las insinuaciones que le hicieron personas que habían dado sus fondos.
Está bueno: sólo es de sentirse que el gobernante republicano no haya podido separar su carácter público de su carácter privado al autorizar semejante acto, y también es de sentirse que el colegio se haya levantado en un edificio de la nación, como es el ex convento del Carmen.
VIII. CÓMO DEBE SER EL MAESTRO DE ESCUELA POPULAR
Elevar al profesor, es evidentemente engrandecer la escuela. En vano se dotaría a ésta espléndidamente, si había de dejarse al preceptor en la posición azarosa que ha tenido hasta aquí.
Y puesto que se reconoce que el magisterio de la enseñanza pública es de una importancia vital para el progreso de las naciones, es preciso levantarlo al rango de las profesiones más ilustres, y eso se hace de dos maneras: exigiendo en el maestro una suma de conocimientos digna de su misión, y dando atractivo a ésta con el estímulo de grandes recompensas y honores.
Cuando el maestro de escuela sepa que va a ser pagado como el juez de letras, como el prefecto de distrito, como el ingeniero o como el general, y que el estado lo ha de condecorar como a los ciudadanos más distinguidos, entonces veremos precipitarse a la juventud en la carrera del profesorado, y brillar el talento en la escuela; como brilla en la academia y en el parlamento, con la nueva y poderosa luz de la gloria.
¿Y por qué no ha de ser así? ¡Es tan sublime la misión de enseñar a niños!
Martín Lutero, el gran reformador de la educación en Alemania, decía las siguientes palabras:
Todo el oro del mundo no sería suficiente para pagar los cuidados de un buen profesor. Tal es el parecer de Aristóteles, y sin embargo, entre nosotros que nos llamamos cristianos, el preceptor es desdeñado. En cuanto a mi, si Dios me alejase de las funciones pastorales, no hay empleo sobre tierra que yo ejerciese con más gusto, que el de preceptor; porque después de la obra del pastor, no hay ninguna más bella, ni más importante que la del preceptor. Y todavía vacilo en dar la preferencia a la primera; porque ¿no es cierto que se logra convertir a viejos pecadores, más difícilmente que hacer entrar a los niños en el buen camino?[1]
Es necesario independer al preceptor de toda tutela, particularmente en el campo, y sólo ejercer sobre él la inspección conveniente, como es natural, cuyo encargo debe cometerse al municipio o al visitador de escuelas.
De esta manera se logrará darle dignidad, y hacerlo más respetable todavía en los pueblos, porque esta respetabilidad le viene más que de sus conocimientos, de su independencia. Así dice con razón Edgar Quinet: «¡Cuántas veces me ha sucedido, admirar el sentimiento de respeto que en la más humilde cabaña se tiene al maestro de escuela, porque no es ni el servidor del sacerdote, ni su rival; es su colega, su socio!»[2]
Sobre todo, es indispensable más que nada, hacerle comprender que su misión no es religiosa, que sus ideas morales no deben fundarse en la estrecha base de una religión cualquiera, sino que tienen que abrazar una esfera amplísima. Él va a enseñar el dogma del ciudadano; no cultos, no liturgias, no preceptos sacerdotales. «El preceptor tiene un dogma más universal; porque habla a un tiempo al católico, al protestante, al judío, y los hace entrar en una misma comunicación civil.» Estas palabras del sabio Quinet, son justamente aplicables a nuestro modo de ser actual.
Si se hubiesen tenido presentes por los gobiernos o los ayuntamientos, no tendríamos ya que lamentar, como lamentamos todos los días, los conflictos a que da lugar, a veces, la preocupación de un pueblo ignorante, y otras la indiscreta oficialidad de un preceptor antiliberal.
Que conozca a fondo la historia patria, que comprenda el espíritu de las instituciones democráticas: esto es claro que debe pedírsele con rigurosa exigencia. Lo contrario ha hecho que los maestros hasta aquí hayan educado cuando más, buenos lectores, buenos escribientes, buenos tenedores de libros o gramáticos: pero ningún ciudadano, ningún patriota.
De manera que, recapitulando y sirviéndonos de norma las disposiciones que rigen en Suiza, en Alemania y en los Estados Unidos, nos atrevemos a indicar a los legisladores y a los ayuntamientos, el siguiente programa de estudios de la Escuela Normal de Profesores:
Lectura, escritura, aritmética, gramática elemental, moral, historia política de México, derecho constitucional, geografía elemental, nociones de botánica y zoología, dibujo y música. Los idiomas constituyen un adorno, y se considerarán de preferencia el inglés y el alemán al francés.
En mi estudio «La escuela modelo» daré la razón de estas indicaciones, porque allí es su lugar.