INFLUENCIA MORAL DE LA MÚSICA[*]
Señores:
Hace algunos años apenas que en este país, donde las bellas artes debían ser el fruto natural de la tierra, como dice Voltaire de la Italia, el divino arte de la música, contando con numerosos adoradores, no tenía ni un templo ni una escuela.
El artista, sacerdote de lo bello, colocaba al genio de la melodía entre sus penates y le adoraba en el fondo de su bogar, haciéndole el confidente de sus alegrías íntimas, el místico protector de sus amores, y pidiéndole consuelos en sus horas de tristeza y de pesar.
Pero la música no estaba aún elevada al rango que debía ocupar en una nación civilizada; su culto no era un culto público; faltábale un altar en que el pueblo pudiese tributarle los homenajes de su admiración y un templo donde una familia de artistas, a semejanza de las antiguas familias sacerdotales, se educase en las máximas de lo bello y se encargara de mantener el fuego sagrado de la inspiración y de ejercer la propaganda.
La influencia civilizadora del siglo XIX, que ha arrancado de raíz tantas cosas malas en México y que ha puesto la primera piedra de tantos monumentos grandiosos, ha hecho que este plantel se levante, ha infundido en el alma de sus fundadores la fuerza bastante para llevar a cabo la empresa y, después de algunos años de infancia vacilante y trabajosa, el Conservatorio de Música se ha creado en nuestra primera ciudad; el arte tiene ya un templo que no podrán destruir ni las preocupaciones sociales, ni los trastornos de la política, porque está fundado sobre bases indestructibles: la simpatía y el patriotismo.
Pero, ¿qué objeto moral tiene una escuela semejante y por qué el filósofo y el patriota se detienen en sus dinteles, regocijados al escuchar el torrente de armonías que sale de su seno, y orgullosos al pensar en las glorias que promete a la patria?
Antes de resolver tal cuestión, es necesario responder a otra: ¿qué influencia moral tiene la música en las sociedades?
Pregunta es esta que no puede resolverse de una manera absoluta, ni antes de haberse examinado, siquiera sea someramente, las diversas opiniones que desde los antiguos tiempos han dividido a los legisladores y a los sabios.
Unos han dicho que la música influye poderosamente en la civilización de un pueblo; otros han relegado con fría indiferencia el arte musical al rango inferior de las cosas que sólo dan placer al hombre.
Platón, en su famoso libro de La República, al imaginar aquella sociedad modelo, donde no debían reinar más que las virtudes y la dicha, proscribe a los poetas, que con sus concepciones seductoras dan ideas falsas de la divinidad y afeminan el corazón del hombre. Pero en cuanto a la música, aunque proscribe también y por igual razón las dañosas armonías de la lira jónica y de la lira lidia, que sólo eran aptas para predisponer a los goces sensuales, ensalza y eleva la influencia de la lira dórica y de la lira frigia, cuyos acentos dan temple al alma para la guerra, la fortalecen en las adversidades y peligros y son las más dignas de la majestad y de la grandeza de los dioses. Y concluye diciendo que «la música es la parte principal de la educación, porque el número y la armonía, insinuándose temprano en el alma, se apoderan de ella y llevan consigo la gracia y el amor a lo bello». Grecia entera, como el gran filósofo, amaba la música, la elevó al rango de ciencia, encerró en ella no sólo lo que llamamos melodía, sino la poesía, la danza, la mímica y el conocimiento de todas las artes y las ciencias físicas.
Grecia se creía deudora a la música de su civilización; y en su simbolismo poético nunca recordaba a Cadmo para agradecerle el alfabeto, sino considerándolo unido a la fenicia Harmonía cuyos cantos habían comenzado por embelesar a las tribus semibárbaras que habían habitado aquel rico suelo.
El pueblo helénico, esencialmente idólatra de lo bello y que acostumbra deificar todas las grandes ideas, se había apresurado a colocar en el Olimpo de sus dioses a Pan el de la flauta y a Apolo el de la lira.
Y como si en efecto hubiese estado sometido a ese yugo misterioso de la melodía, que tenía para él un encanto divino, el pueblo griego conservaba como dogmas las prodigiosas tradiciones del poder de la música.
Sus acrópolis habían sido construidas bajo la influencia de la armonía y Tebas, al contemplar las masas graníticas de sus ciudadelas, divinizaba en la lira de Anfión el símbolo de la fuerza.
Sus tribus salvajes habían sido domadas y sus desiertos poblados merced al ritmo y a la armonía; y la poética fábula de Orfeo simbolizaba la dulzura y la persuasión.
Los habitantes de la Arcadia, antes feroces y sanguinarios, se habían tomado humanos, dulces y sociables por el poder de la música.
Los lacedemonios, divididos en sangrientas facciones, se habían reconciliado gracias a los cantos armoniosos de Terpandro, y habían triunfado de sus enemigos siempre llevando a la cabeza de sus legiones a sus tañedores de flauta.
Los atenienses encontraban nueva fuerza en los himnos guerreros de Tirteo o conquistaban la isla de Salamina por los cantos de Solón.
En fin, por dondequiera, en su legislación, en su historia, en su filosofía, en los misterios de su religión, se veía siempre asociada la influencia de la música a la idea de su progreso y de sus creencias; y los griegos no creyeron que el arte divino era perjudicial o indiferente a sus glorias, sino cuando se introdujo la afeminación, corrompiendo lo que antes era la voz de los dioses, del patriotismo y de la ciencia.
«Has herido la majestad de la antigua música», decían los éforos, condenando a Timoteo de Mileto, el jonio, sobre las mismas tablas en que con su lira voluptuosa procuraba corromper a la juventud de Esparta.
Estas tradiciones históricas alegan en su favor los que preconizan la influencia benéfica de la música en las costumbres de un pueblo.
Los enemigos de tal opinión acusan de fabulosos los prodigios que los poetas atribuyen al arte musical.
Es inútil, dicen ellos, para el progreso humano; es inútil para dulcificar las costumbres, y sólo sirve para entretener el ocio y para hacer llevadera con un placer más la amargura de la vida.
Los egipcios y los hebreos, que han sido idólatras de la música, han sido también los más feroces y crueles guerreros y han manchado su historia con los rasgos sangrientos de sus venganzas.
Los primeros no salían más inclinados a la clemencia de los templos de Isis, bajo cuyas bóvedas resonaban las poderosas armonías de sus orquestas colosales; y los segundos jamás dominaron sus salvajes rencores, ni cuando danzaban al compás de la música, conduciendo en tabernáculos por el desierto a sus dioses Renfiam y Moloch, ni cuando habiéndolos sustituido con las tablas de la ley escuchaban las armonías de la cítara y del salterio con que sus sacerdotes acompañaban en el templo los himnos del Dios del Sinaí.
Los italianos de la Edad Media, únicos que conservaban en aquellos tiempos el fuego del arte, hacían estremecer el mundo con los cuadros de sus guerras civiles, y los pueblos modernos se degüellan al son de sus canciones y de sus himnos guerreros.
Nerón cantaba acompañándose con la lira al contemplar el incendio de Roma, y Eróstrato se preparaba a destruir el templo de Diana, improvisando en sus pórticos canciones voluptuosas.
¿Es, pues, una verdad la eficiencia de la música como agente de civilización?
Cada uno de nosotros, señores, prescindiendo de esta discusión histórica, conoce en su conciencia que el arte divino de la música, si no es por sí solo un motor de progreso, sí es evidentemente un auxiliar muy útil, un elemento de asociación y sobre todo un consuelo y una esperanza.
Un escritor francés ha dicho con mucha justicia que la «música dirigida por la filosofía es uno de los más hermosos presentes del cielo y una de las más bellas instituciones humanas»; y otro ha añadido que «la música nos llama al placer, la filosofía a la virtud; pero por el placer y la virtud, la naturaleza nos invita a la dicha».
En efecto, volvamos la vista a todas partes y encontraremos que la música acompaña al hombre desde la cuna hasta el sepulcro; en la cuna con el canto de la madre; en el sepulcro, con los himnos de esperanza que la religión entona a las puertas de la eternidad. La música nos hace creer, nos hace gozar, nos hace esperar, nos hace combatir con aliento. ¿Es acaso por la influencia que ejerce la armonía en nuestros nervios? Tal vez: pero he aquí que como agente físico sobre la naturaleza humana, ella tiene resultados morales de inmensas trascendencias en el mundo.
La religión pide a la música el poder de sus acentos para elevar el alma a Dios.
Las religiones paganas no concebían el culto sin la armonía, y jamás en sus hermosos templos de mármol y granito, rodeados de espesos y perfumados bosques, dejaba de oírse el divino acento del himno sagrado, mezclándose al incienso que se quemaba en los altares y al aroma de las flores que adornaban las plantas de la deidad.
Desde los más remotos tiempos los dioses escuchaban el nomo acompañado de la tosca lira de los sacerdotes pastores; y después, en los santos misterios que celebraban los pueblos más cultos ya, nunca en los sombríos alrededores de los templos de Babilonia, de Ecbátana, de Chipre, de Amatonte y de Byblos, se dejaban de escuchar los dulces acentos de la cítara con que las mujeres antiguas celebraban las grandes solemnidades de su culto.
El templo del Dios de Israel se alegraba con los acordes del salterio y del arpa sagrada, con que el poeta-rey y las doncellas hebreas celebraban las glorias de Jehová.
Por último, la religión de Cristo ha santificado la música.
Sobre el pesebre mismo en que quiso nacer el Nazareno, fundador del cristianismo, el genio de la armonía hizo, según las leyendas, brotar en los aires su primer himno. Gloria in excelsis se oyó cantar en las nubes a los espíritus superiores, y la dulce religión de Jesús fue de esta manera bautizada desde su origen por la poesía y por la melodía, esas dos bases del paraíso, esos dos consuelos del alma.
Después, los primeros cristianos celebraban sus misterios o cultos en sus ágapes perseguidos, entonando cantos al Señor, y la música sagrada resonó bajo la bóveda de las catacumbas y en el silencio de las tebaidas.
Gregorio Magno estableció definitivamente la música en el templo cristiano, instituyendo ese canto solemne y majestuoso que hasta hoy hace elevar el alma, resonando en nuestras basílicas, y la predispone a los pensamientos augustos de la fe y de la esperanza.
Lutero y Calvino, al separarse de la comunión católica, dieron a la música una importancia más grande que el catolicismo y, conservando algunas melodías antiguas, crearon otras nuevas, que enseñaron a sus sociedades corales, dirigidas a veces por ellos mismos, y cuyos salmos numerosísimos, entre los que merecen el primer lugar, por la unción y la fe, los que compuso el padre de la nueva iglesia, hoy se escuchan en los templos protestantes y repite el agricultor en el campo, el niño en la escuela y la mujer en el silencio del hogar.
El interés que Lutero daba a la música está expresado en las siguientes palabras, que constan en algunas cartas suyas coleccionadas por Walch y por De Wette:
La música —dice— es uno de los dones más magníficos de Dios. Satán la teme, porque ella destierra muchas veces los malos pensamientos y eleva con un poder maravilloso a las almas abatidas. Después de la teología, yo concedo a la música el primer lugar y el más grande honor. Es necesario hacer de ella un ramo de educación. La música nos da como un sabor anticipado de la vida eterna.
Y luego, hablando del canto religioso, al que daba la preferencia, añade: «Yo querría ver la música al servicio de Aquel que la ha creado».
Así, pues, no es de extrañar que el canto religioso haya tenido una inmensa influencia en los destinos de la iglesia reformada. Con el canto religioso en los labios, el mártir hugonote inclinaba el cuello al hacha de los asesinos de Catalina de Médicis; y así también, ya libre de persecuciones y grande por su poder, entonaba sus himnos de triunfo, como los cristianos de los primeros tiempos, bajo la sombra tutelar de su lábaro victorioso.
Así también, los primeros colonos europeos de la América del Norte, al poner el pie en las playas del Nuevo Mundo, saludaron con los cantos de la fe cristiana esas vírgenes florestas, esos ríos caudalosos, esas montañas colosales, donde en breves años iban a fundar con sus virtudes y su libre pensamiento uno de los imperios más poderosos de la tierra.
De este modo, el himno religioso fue el primer vagido de ese pueblo admirable que hoy atruena el espacio con la voz de sus locomotoras, que imponen al océano el yugo de su marina y que asombra al mundo con la grandeza de su poder.
Si de los pueblos civilizados volvemos nuestras miradas al aduar del salvaje, encontraremos allí que el adorador del fetiche o el anciano que busca, a semejanza de los antiguos druidas, la soledad de las selvas para adorar en ella al Gran Espíritu creador de la naturaleza, acompaña sus plegarias con el ronco acento de sus cantos monótonos, pero expresivos y tristes.
En el México de los aztecas, donde la música se encontraba en singular atraso, ella ocupaba, sin embargo, un lugar importante en las ceremonias religiosas; y las tradiciones nos refieren que los pontífices mexicanos pasaban días enteros cantando a sus dioses en el atrio de sus teocaltin.
El culto exige el himno. «La música es la lengua del cielo», dice el poeta italiano Mazza.
Si de la religión pasamos al patriotismo, a la guerra, por dondequiera encontraremos el canto tirteico; la música entusiasma a los pueblos con los acentos de cien marsellesas y los hace defender a la patria o vengar las ofensas hechas al honor.
Por todas partes se reproduce el mito bíblico de la música guerrera, haciendo caer las murallas de Jericó.
¿Y en la vida íntima? En la vida íntima, la música preside todos los misterios del corazón. La joven canta esperando al escogido de su alma, como si quisiera prevenir el dulce lenguaje de la esperanza y de la lisonja con sus canciones virginales; la esposa arrulla a su esposo con las armonías que le inspira su ternura; la madre dulcifica el carácter del niño abriéndole con una melodía las puertas de la vida, o identificándose con la patria, enardece el corazón del joven con los acentos del triunfo.
En el salón, la ciencia musical traduce en notas las quejas del dolor, de la desesperación, las imprecaciones de la ira, los delirios del amor y los suspiros de la melancolía. El canto es lágrima, el canto es sollozo, el canto es gemido, el canto hiere, consuela, desespera o mata.
De allí, de la intimidad del hogar y del fondo sagrado del templo, el arte se trasladó al teatro y vino desde el coro antiguo a elevarse en el tablado moderno hasta la cúspide de la gloria. Hoy, la música es una de las hijas de la gloria, y como el heroísmo, como la poesía, como las ciencias y como la escultura, la pintura y la arquitectura, tiene derecho a los laureles del triunfo y a los homenajes de la humanidad.
La música es hoy una gran ciencia, que avanza a pasos agigantados, que cada día sorprende con una nueva combinación, que cada vez se espiritualiza y habla más directamente al alma, pudiendo decirse hoy con razón lo que en otro tiempo decía Anáxilas: que «la música, como Libia, produce cada año un nuevo monstruo». El monstruo que hoy nace y que crecerá titánico en el porvenir, es lo que se llama en Europa el «mesianismo wagneriano», la armonía que filosofa, la poesía que, dejando la palabra, se apodera de la melodía para hacer sentir y pensar. A tal ha llegado la importancia del divino arte en nuestros días.
En cuanto al músico, al sacerdote de este culto divino, él sirve a la patria, dándole honra con su talento y con sus victorias. ¿Quién se atrevería a apartar del lado de Dante, de Miguel Ángel, de Rafael, a Guido d’Arezzo, a Palestrina, a Cimarosa y a Rossini? ¿Quién se atrevería a negar la entrada del templo en que están colocados Sobieski y Federico el Grande, Goethe y Schiller, y Alejandro de Humboldt, a Mozart, a Beethoven y a Weber?
¿Y quién, señores, no ve en nuestra patria seguir los senderos de la inmortalidad que han cruzado Zaragoza y Arteaga, Ocampo y Zarco, Gorostiza y Rodríguez Galván, a Beristáin, que han enriquecido con sublimes armonías el cielo del Anáhuac, a Baca Ortiz, que ha conmovido a la bulliciosa capital de Francia con los tristes acentos de su Ave María, y a Melesio Morales, que ha obligado a la desdeñosa Europa a aplaudir el genio mexicano en los teatros del Viejo Mundo? ¿Y quién no ve tachonarse nuestro firmamento de gloria con esas estrellas del arte que se llaman Ortega, León, Balderas, Valle, Paniagua, Meneses, Ituarte, Contreras y todos los jóvenes maestros a quienes la fama ha aclamado ya como triunfadores, y a quienes la gloria ha consagrado ya con el óleo santo de los escogidos?
He aquí, señores, lo que significa la creación de este conservatorio mexicano, seminario de notabilidades que honrarán a su país, aurora brillante del porvenir artístico de México. Y no me detendré en decir que con este plantel, la mujer, la mujer esclava de la miseria, del ocio y de la ignorancia en mi patria, encontrará la mano que la emancipe de su oscuro destino, porque eso, bien lo sabéis, es una verdad incontestable. Desde el momento en que el arte y la gloria colocan una corona de laurel sobre la casta frente de una mujer, la fuerza la respeta, la miseria se aleja de ella y la virtud la protege. Yo no tengo más que citar un nombre para autorizar mis palabras; un nombre que ha resonado ya entre mil «¡bravos!» en los teatros de Europa; un nombre que es una prueba brillante del genio de la mujer mexicana; un nombre que pronunciado en el mundo de la gloria, es una aureola para la frente de México; este nombre es el de Ángela Peralta, llamada por antonomasia, en el viejo continente, el «ruiseñor mexicano». La mujer, cuya educación estaba viciada aquí por las antiguas costumbres; que se formaba desde su infancia entre el fraile, que la hacía temblar ante el diablo, y la esclavitud doméstica; que la encerraba en la estrechez de una vida conventual y mezquina, carecía de porvenir, carecía de ilusiones: el amor, aun el amor era para ella un yugo cuando no un abismo, un yugo con la servidumbre doméstica a la que la condenaba el despotismo conyugal, un abismo con la pérdida de la virtud.
Hoy, con el arte, la mujer será, cuando esposa, una compañera amable, instruida y laboriosa; y si no encuentra apoyo en el mundo o rehúsa los encantos de la unión conyugal, encontrará en compensación la independencia que da la gloria y el amor que inspira el talento.
El artesano también encuentra en esta academia una fuente de consuelos antes desconocida para él. Antes, la embriaguez era el alivio pernicioso de sus penas y de sus miserias; ahora la música le hará esperar con paciencia en esas horas de fatiga y de trabajo, que amagan la morada del pobre menestral.
Una palabra para concluir. Sería una ingratitud de mi parte olvidar, antes de bajar de la tribuna, al modesto y digno presidente de la Sociedad Filarmónica, doctor don Gabino Bustamante, y al laborioso joven Luis Muñoz Ledo, su sucesor en este año.
Vosotros, los alumnos del Conservatorio, sabéis cuánto esta casa debe a los afanes y a la perseverancia de ambos; vosotros, artesanos agradecidos, como todos los hijos del pueblo humilde, sabéis cuánto sois deudores, a su ternura, de vuestros progresos y de vuestras esperanzas.
Bendecidlos, y cuando el divino arte de la música derrame en vuestra alma el bálsamo del consuelo, en las horas de un grande pesar, recordad que a los directores y profesores que se bailan a la cabeza de esta casa y al gobierno de la república, que la protege, debéis vuestro bienestar y vuestra mejora, y entonces consagradles un recuerdo, derramad por ellos una lágrima de gratitud. Ese llanto será el agua que fecunde el árbol tierno que el arte ha plantado en la Italia del Nuevo Mundo.