LAS TRES CAÍDAS DE TACUBA[*]

Cualquiera que no conozca nuestras costumbres podrá creer al ver el extraño título de este articulejo que se trata de tres porrazos que se ha dado algún individuo llamado Tacuba, o de tres destallecimientos que ha sufrido en su vida moral alguna sujeta adornada con este nombre indígena.

Pues, no señor; trátase de un sermón de viernes santo que, acompañado de su procesión correspondiente y de su representación a lo vivo de las tres caídas que, según tradición, sufrió el Salvador camino del Gólgota, ha adquirido gran celebridad entre el pueblo de México desde hace diez años; mejor dicho, desde que se comunicó por medio de los tranvías esta gran capital, dominada por las leyes de Reforma, con el pueblecillo de Tacuba que vivía dulcemente olvidado a la sombra de las pintorescas costumbres del siglo XVI.

Tacuba es un pueblo situado como a tres leguas al noroeste de México. Antigua capital del reino de Tacuba en tiempo de la monarquía azteca, compartía con México y Tezcoco el poderío de aquel vasto imperio, y aunque sufriendo la hegemonía de los mexicanos, su rey era uno de los miembros de aquella especie de triunvirato en que se apoyaba el despotismo de los Moctezumas.

En aquella época Tacuba era una gran ciudad. Hoy es un pobre villorrio con una iglesia grande de fábrica antigua que tiene a su lado un convento derruido hoy y desierto y que domina orgullosamente con sus altos muros y su torre alta y esbelta un grupo irregular de casas de azoteas blancas y de chozas parduscas de adobe y techos de tejamanil en que se oculta una población triste y miserable.

Por lo demás, nada de notable en Tacuba; ni un gran monumento, ni una industria especial, ni bello paisaje, ni leyenda popular. Algunas perspectivas del valle de México menos hermosas que en otras partes, algunos recuerdos históricos del tiempo de la Conquista que los moradores de allí ignoran y que es preciso ver en una página de Bernal Díaz del Castillo, palpitante de interés y escrita con tanto desorden y con tan viva emoción como si lo hubiera sido en la madrugada que siguió a la famosa Noche Triste.

Había hasta hace cinco años a un costado de la iglesia y del ferrocarril de Toluca un pequeño promontorio o colina de tierra en que se distinguían claramente las capas artificiales formadas por los adobes endurecidos por el tiempo. Era la ruina de un antiguo templo azteca. En las gradas de ese templo fue donde lloró Cortés afligido al ver a la luz del día las consecuencias de la derrota que sufrió su espíritu en la Noche Triste.

Pero esta colina acaba de desaparecer; la han destruido los vecinos, haciendo adobes para sus casas.

Nada hay, pues, en Tacuba que merezca la pena de verse. Pero de tiempo inmemorial se celebra allí la semana Santa, como era costumbre en los pueblos de indígenas, con procesiones públicas, sayones, Pilato, centuriones, sermones al aire libre, en suma, con la tragedia de la Pasión representada en las calles y en la plaza.

Aquello pasaba inadvertido si no es para los pueblecillos comarcanos que, más escasos de población y de elementos, no podían celebrar por sí mismos la sagrada farsa y venían a contemplarla a Tacuba, lo mismo que iban a Azcapotzalco o a Tlalnepantla.

Fue un pensamiento de Ramón Guzmán digno de Pereire el que dio repentina popularidad a las tres caídas de Tacuba. Díjose el famoso empresario, allá cuando comenzaba a tender los hilos de hierro de sus ferrocarriles con los que, como una araña gigantesca, tiene envuelto a México, que tender uno más que comunicara a la metrópoli con el pueblecito de Tacuba no sería inútil. Nada tenía Tacuba que enviar a México, nada tampoco gana México comerciando con Tacuba; un puñado de indígenas que comen maíz y viven como cenobitas con las yerbas del campo.

Pero ¿y las tres caídas del viernes Santo? El populacho de México tan amante de diversiones al aire libre, tan acostumbrado a las procesiones religiosas, que se muere por abandonar sus húmedas y oscuras mansiones, sus casas de vecindad infectas y por aspirar un aire mejor, por comer sobre la yerba o sobre el suelo de las plazas, por beber pulque a la sombra de los árboles o bajo los rayos del sol en este tiempo de primavera en que la sangre bulle en las venas anémicas de los proletarios; el populacho que hace muchos años que no ve la procesión de la Santísima el jueves Santo, ni la del Santo Entierro y la Soledad el viernes Santo, ni la del Santo Entierro solo, el sábado de Gloria; el populacho para quien todo esto era un espectáculo apetitoso; ¡cómo correría a ver las tres caídas de Tacuba, con sus sayones, sus chirimías, su centurión con la sentencia, sus Pilatos y Caifases narigudos, sus tres Marías y su Jesús Nazareno temblando sobre las andas!

¡Qué cebo para esa gente que no gusta de la religión sino cuando se divierte con ella! ¡Valía la pena de tender hasta Tacuba un caminito de hierro! Verdad es que en los días comunes no produciría lo bastante para cubrir los gastos; verdad es que había ya en construcción un ferrocarril (el viejo de Toluca) que llegaba hasta allí. Pero también es verdad que el tráfico sólo el viernes Santo bastaría para producir una pingüe ganancia, y además, ¡los viajes frecuentes del tren especial de Tacuba harían que la otra empresa no pudiera competir!

Decididamente era preciso intentar. Ramón Guzmán, con la actividad que lo caracteriza, construyó el camino, y un año después, como Dios después de haber creado el mundo, vio que era bueno.

Ya lo creo. Desde el primer año, el pueblo pobre de México asaltó los vagones del Distrito Federal para trasladarse a Tacuba. Succès complet, como diría un francés. Eso se llama conocer a su gente.

Desde entonces, año por año, el pueblo de México deja vacías las iglesias de la gran ciudad el viernes Santo y corre a Tacuba a saciar su apetito desenfrenado de diversión religiosa, mezclado con su apetito de manjares picantes y de pulques de toda especie.

Las tres caídas de Tacuba. He ahí la gran cosa de la semana Santa para el populacho. ¿Pero seguirá siéndolo? Eso es lo que vamos a ver. Yo quise contemplar de cerca las famosas tres caídas y al efecto, el viernes Santo a las diez de la mañana, me dirigí a la plaza mayor, a la sazón henchida de gente de todas las clases sociales y aturdidora con el sonido de las cornetas de los tranvías, con el ruido de diez mil matracas, con los ecos de la música situada en el jardín del Zócalo, con los gritos de los muchachos vendedores de judas y con el confuso vocerío de aquel mundo paseante.

Junto al jardín, en cuyo borde occidental se detenía una hilera de carruajes y se agolpaba el gentío en medio de los vendedores de flores y de aguas frescas, esperé los vagones de Tacuba y de Azcapotzalco.

Había una masa de gente popular que los esperaba también. Vinieron por fin y apenas asomaron por la curva del Empedradillo cuando viejos, hombres, mujeres, muchachos, corrieron en oleadas hacia ellos para abordarlos antes de que hicieran alto. Yo me apresuré como los demás.

—Ándele, patrón; súbase pronto, porque si no, lo dejan sin lugar —me dijo un cochero afectuoso.

Y así era en efecto. Conmigo entró una turba, arremolinándose, empujándose, sofocándose. Me arrinconé en un ángulo y allí me resigné a soportar aquella masa humana que se desgajaba sobre mí.

Por fortuna acertó a sentarse junto a mí una jamona trigueña, discreta y decidora, cuyo labio superior estaba decorado con un bigote que infundía respeto, y que después de resoplar con aire de descanso y de satisfacción y de dirigir una mirada escudriñadora en torno suyo, me dijo:

—Estése usted quietecito, señor, y no se pare porque lo dejan parado hasta Tacuba.

En obsequio de la justicia ya me había propuesto observar tan prudente conducta, pues los que se ponían en pie para dejar su asiento a las gatas tenían todas las penas del mundo para mantener el equilibrio.

Junto a la trigueña del bigote tomó asiento un yankee parecido a uno de los que ha dibujado Villasana en su deliciosa Conquista de las Indias; estaba acompañado de su mujer, también americana, y que llevaba un sombrero y un traje adecuados al viaje y a la compañía, y dos niñitas coloradotas, de ojos azules y cabellitos rubios que asomaban en ondas bajo las alas de sus sombreritos de paja. Las niñitas no tuvieron dónde sentarse, pero quisieron ir en pie para ver el camino. Frente al yankee, casi sobre él y la bigotuda, iban hasta diez magdalenas de último orden, descocadas, parlanchinas, vestidas a la negligé, como para llenarse de polvo y comer enchiladas, decían ellas, con tápalos y cintas de colores chillantes, pintarrajeadas espantosamente y chanceando con otros diez léperos de sombreros fieltros de anchas alas, de corbatas azules y rojas y de saquito rabón, que tenían todo el aspecto de gente de rompe y rasga.

Deque usté el tompeate, Masimianita —dijo la trigueña a una de aquellas chicas, quitando un tompeate con comestibles que colocó debajo de su asiento y un poco debajo del mío.

Entretanto, Maximianita y sus alegres compañeras iban dirigiendo miradas y saludos familiares a los conocidos que veían por las portezuelas al atravesar las calles del Refugio, del Coliseo Viejo y las que siguen en la línea del ferrocarril.

—Adiós, Pablito, chulo; ahí va Pablito, Cholita; ¡qué pillo!, ¡y le dijo a usted que estaba enfermo y que por eso no la acompañaba a los munimentos!

—A ver, a ver —dijo Cholita, echándose sobre el yankee para asomarse a la portezuela. Y sin hacer caso del yankee que hacía un gesto indescriptible con su enorme boca y que la veía con una mirada oblicua capaz de petrificarla, Cholita se puso a chiflar a Pablito de un modo particular.

Pablito era un lagartijo también de último orden que se apresuró a doblar una esquina no sin mirar de reojo el vagón en que iba aquel nido de pichonas peladas.

Prodújose entonces una algazara espantosa entre el grupo de las diez viajeras y de sus diez amigos, que se deshizo en risotadas, en manazos, en dichos equívocos y que obligó a la bigotona a decirme risueña:

—¡Qué alegres van las niñas!

—En efecto —le respondí—, van muy alegres.

—Sí, es muy bonito este viaje de Tacuba, y que no ha visto usted nada; todavía falta que ver. ¿Y usted ha venido ya a las tres caídas?

—No, señora —le repliqué—, es la primera vez.

—Ah, pues entonces vasté a divertirse mucho. ¡Es cosa linda!, ¡y luego —añadió tomando un aire de devoción—, que ya verasté la procesión y los centuriones y al padre que predica el sermón! ¡Ah! —concluyó con algo de pavor—, ¡y a la vuelta, eso sí que es cajeta!… ¡Hay mucha apretura y pleitos y puñaladas! ¡Dios nos asista!… Yo traigo a mi hijo; pues, no es mi hijo, pero como si lo fuera, es un muchacho que yo he criado, desde que estaba yo en Guincochea con la niña…

Una parada del vagón detuvo en los labios de la bigotuda el nombre que iba a pronunciar… El sacudimiento había sido tan brusco que arrojó sobre el yankee a tres de las doncellas.

El yankee no dijo nada, pero se puso rojo de cólera…

—¡Hum! —refunfuñó mi vecina—, y qué vendrá a hacer a Tacuba este gringo con su mujer y sus criaturas… a burlarse nada más el herejote.

Las muchachas se reían, el yankee se ponía de mal humor.

—Se ha enojado —dijo la trigueña—, porque las niñas se ladearon sobre él; ¡qué delicado!, ¿de qué se almira si piores cosas hacen en su tierra?

Entretanto, el vagón, seguido de otros diez, había atravesado la ribera de San Cosme; el calor era sofocante; el polvo penetraba en remolinos por las portezuelas, las doncellas se habían puesto serias de fastidio y de cansancio, pues iban de pie lo mismo que otras treinta personas; más allá de su grupo se distinguían arrieros, mujeres con canastos y tompeates, muchachos que se acurrucaban entre las piernas de los hombres y en las faldas de las mujeres; en las plataformas había racimos humanos, gentes que se colgaban de todas partes; en suma, era un mundo aquel vagón que soportaba lo menos ciento veinte personas de todos sexos, edades y cataduras.

De repente, una de las niñitas del yankee, casi tapada por una de aquellas mujeres, gritó:

Mamma, this woman smells very badly.

La mamá, que iba como abogada, le respondió con su voz ronca:

—Well, move away from here.

La niña se separó peniblemente de aquella harpía y se arrimó junto a un hombre barbudo y cubierto de cueros, pero a pocos momentos gritó otra vez:

—But mamma, the man smells still worse.

El yankee, que mascaba su tabaco con visibles muestras de un fastidio insoportable, atrajo hacia sí a su bija y con gran dificultad logró sentarla sobre sus rodillas, mientras que la americana bacía lo mismo con la otra.

Las niñas estaban rojas como cerezas y se abogaban.

Afortunadamente pasábamos entonces por Popotla.

—¡El árbol de la noche triste! ¡El árbol de la noche triste! —gritaron todos.

Y en efecto, el árbol legendario acababa de mostrar su silueta carbonizada y revestida ahora con algunos retoños raquíticos. Se recordará que manos imbéciles lo incendiaron hace pocos años por sólo el placer de destruir tan venerable monumento vegetal.

Después de atravesar una calzada triste y polvorosa bordada por magueyes y sauces y cruzada a la sazón por carros de cuatro ruedas con asientos y por gentes a pie cargando el indispensable saco de comestibles y el corambre de pulque, llegamos a Tacuba. ¡Gracias al cielo! Un momento más y teníamos fiebre en medio de aquel vagón en que íbamos aprensados como arenques en un barril.

Salimos, respiramos con todo y polvo el aire de la llanura y descansamos. Había mucha gente ya en el costado de la iglesia, bajo los árboles que protegían con su sombra los puestos de frutas, de enchiladas y de pulque que allí se ofrecían como único refrigerio para los peregrinos.

No había más que comer. Bajo diez o doce enramadas rústicas y pequeñas se ostentaba el popular licor y al aire libre, entre columnas de polvo chillaban las enchiladas, las chalupas y las carnitas invitando a una indigestión capaz de reventar al caballito de Troya.

Yo iba a ver las tres caídas; así es que penetré impaciente en el atrio de la iglesia. Bajo los numerosos olivos que hay allí plantados desde los tiempos de la Conquista, y que dan alguna sombra a mediodía, se tendían cien grupos de peregrinos de México almorzando y bebiendo pulque con gran algazara.

En el pórtico de la iglesia un gran grupo rodeaba a un vendedor de versos sagrados que los recitaba con voz gangosa.

He aquí una muestra de esta literatura sacra:

Adiós Jesús amoroso,

adiós brillante lucero,

adiós camarín dichoso,

hasta el año venidero.

Adiós sagrada Pasión

y corona sacrosanta;

adiós la Sábana Santa,

adiós Cruz de salvación.

Donde fue la redención

y la muerte del Salvador,

por salvar al pecador

como padre generoso,

adiós divino Señor,

adiós Jesús amoroso.

Tus hijos se van llorando

cada uno por su destino;

échales tu bendición

y guíalos por buen camino.

Que esperan de tu poder

como Padre sin igual

los libres de todo mal

y les convidas al cielo;

adiós Padre celestial,

adiós brillante lucero.

Adiós columna bañada

de roja sangre inocente,

donde el Cordero paciente

dejó su espalda llagada.

Su cabeza lastimada

con la corona de espinas,

adiós ¡oh! manos divinas

que hicieron el cielo hermoso,

adiós plantas superfinas,

adiós camarín dichoso.

Adiós la Túnica y Manos

de mi Dios y Redentor

que murió por nuestro amor

a las tres el Viernes Santo.

Y los ángeles con llanto

al sepulcro lo llevaron,

y los astros se enlutaron

por la muerte del Cordero

adiós hermoso Señor,

hasta el año venidero.

—Pero ¡cómo! —dije para mi coleto—, ¡ésta es una despedida, luego ya se está acabando la cosa de las tres caídas!

La iglesia estaba llena de gente, pero en el atrio no había preparativos de procesión; eran las doce y media, hora del sermón. Recorrí las afueras y no vi gente, ni señales de expectativa. Las casas no tenían ni adornos.

Pregunté a una familia que estaba echada bajo un olivo.

—No señor —me respondieron—, todavía no es hora de las tres caídas; es a las dos de la tarde.

Pero un sujeto grueso, melancólico y ceñudo que estaba por ahí, como distrayendo su mal humor y que según me aseguró era vecino de Tacuba, deseando satisfacer mi curiosidad, me dijo:

—Si ha venido usted a oír el sermón, entre a la iglesia; ahí lo están predicando ya; pero si ha venido a ver la procesión, sepa usted que no hay procesión.

—¿No hay procesión?

—No, señor —me contestó con aspecto consternado—, no hay procesión; ¡qué quiere usted; las leyes de Reforma… ahora han prohibido todo!…

—¡Ah!, lo han prohibido —me dije interiormente—, ¡bueno!, ¡se cumple con la ley! ¡Ya era tiempo!

—Sí, señor —continuó diciéndome el hombre gordo, apoyándose en una puerta del atrio—. Vea usted ¡qué triste está todo! Antes, aquí se ponía un tablado, ahí se ponía el púlpito, por ahí estaba Malco con su manopla de fierro preparado para dar la bofetada al Señor.

—Ah, ¿le daba una bofetada?

—Sí, señor, cuando el señor cura le mandaba dar la bofetada, él se adelantaba, inclinaba al Señor desde sus andas y Malco le daba la bofetada. Entonces era cosa de oír cómo gritaba el gentío encolerizado: —¡Ah, grandísimo tal, pégale a tu madre, grandísimo esto, grandísimo lo otro! Era cosa terrible y que usted considerará que tenían razón. ¡Pegarle al Señor!

—Es verdad, ¿y después?

—Después, porque esto era a las doce, después el centurión andaba por aquí paseándose en su caballo con sus sayones hasta que salía la procesión con Jesús Nazareno cargando la cruz, y la Virgen y San Juan. El señor cura subía al púlpito y comenzaba el sermón de las tres caídas; la gente lloraba, el Señor se encontraba con la Verónica y con la santísima Virgen y San Juan que venían de aquel otro lado, sonaba la chirimía muy triste, arrastraban las cadenas; el centurión traía la sentencia, el señor cura se la pedía, la leía, la despedazaba con mucha cólera, se acababa el sermón y la procesión seguía por esas calles hasta volverse a la iglesia seguida de la gente. ¡Qué cosa tan linda y tan devota!

—¡Sí, y tan honrosa para la religión! —añadí yo—, ¡y tan instructiva para el pueblo!

—Ya se ve: como usted lo está mirando, todos los de México venían a ver esto. Lo que es ahora, buen chasco se han pegado. ¡Venga usted a ver ahora lo que hay!, ¡si le digo a usted que estoy que el alma me arde!

Y nos dirigimos a la iglesia. Entramos por el claustro en donde se venera un crucifijo pintado que se llama El Señor del Claustro de Tacuba, y por una puerta lateral penetramos en la iglesia en cuya amplia nave se apiñaba la gente que había adivinado que no había otra cosa que ver. Era gente de Tacuba, porque en cuanto a los peregrinos de México todavía estaban esperando que la tragedia se representara, como en otros años. ¡Vana esperanza!

Era la procesión por dentro. Un sacerdote se desgañitaba predicando y no se le oía una palabra. Sobre la multitud que estaba frente al púlpito se destacaba el Jesús con la cruz a cuestas, llevando en andas lo mismo la Virgen y San Juan, y al pie de ellos una compañía de sayones, cuyos cascos adornados de cintajos y de plumas se distinguen bien, lo mismo que las lanzas. De cuando en cuando se escuchaba el sonido lastimero de una chirimía. Los circunstantes se empinaban para ver, hacían un gesto de desdén y desfilaban. Aquello no tenía gracia. A eso se redujo la mentada procesión de las tres caídas en este año en que una autoridad enérgica ha cumplido con su deber prohibiendo este espectáculo que nada tenía de común con la religión cristiana y que desdecía de la cultura de nuestro siglo.

El gobernador de México es digno de felicitación por haber hecho respetar la ley.

Entretanto que esto pasaba en la iglesia de Tacuba, una muchedumbre todavía mayor seguía llegando de México en los vagones cada media hora, y la cascada humana se desparramaba en torno del atrio en espera de la diversión.

Numerosos gendarmes cuidaban el orden y en toda la línea había puestos de gendarmes muy necesarios, porque el regreso de los peregrinos es verdaderamente horrible. Suele haber asesinatos, riñas, escándalos y hay siempre una borrachera que convierte aquella fiesta en una bacanal sangrienta.

Cuando nosotros entramos en el vagón de regreso nos hallamos al yankee y a su familia sentados. A fuer de compañero del primer viaje entablé conversación con él. La primera frase que me dirigió fue ésta, muy de acuerdo con el carácter práctico de nuestros vecinos:

Religión here is a pretty good business (La religión aquí es un bonito negocio). ¿Lo diría por Ramoncito Guzmán o por el cura de Tacuba?

Nick