LOS CAMINOS DE ANTAÑO. DE TOLUCA A MÉXICO[*]
Hoy que la locomotora, elevando su penacho de humo (estilo de brindis ferrocarrilero) sobre las alturas alpestres del camino de Toluca, conduce sentada cómodamente en veinte vagones a la concurrencia distinguida y no distinguida, oficial y privada, que ha ido a inaugurar la exposición de esa ciudad, y que la conduce sin molimiento de huesos, ni miedo de ladrones, es oportuno recordar lo que era, hace treinta años, el camino que conducía de la ciudad de los chorizos a la culta capital de la república, y esto en tiempo de paz, que no en los revueltos días de nuestras guerras civiles.
Con esto, los lectores pueden comparar y deducir las consecuencias que fueren de su gusto, que ellas serán tales que se vendrán, solitas, a las mentes aun de los tontos de capirote.
Era, pues, el año de gracia de 1851 y desempeñaba la presidencia de esta entonces descontentadiza república el nunca bastante bien sentido general don Mariano Arista. La nación estaba en paz, en esa paz relativa que nunca llegaba a ser, por entonces, ni completa ni duradera, pero que en fin, daba motivo a los ditirambos de los periódicos ministeriales, y a la acción de gracias que se dirigía siempre a la Divina Providencia en los discursos de apertura de las cámaras.
Verdad es que había tres o cuatro pronunciamientos pendientes en los estados, pero eran movimientos locales con objeto de introducir contrabando, disgustillo de algún general de cincuenta años que deseaba la banda azul, probaditas que bacía el cojo Santa Anna a sus antiguos adeptos para saber si la pera estaba madura. El ilustre caudillo refugiado en Turbaco no dejaba de escribir por cada correo a los antiguos compañeros de sus cuarenta revoluciones para excitarlos a una nueva contra el güero Arista, que se había convertido en enemigo del ejército.
Pero todo eso se estrellaba contra el buen sentido de los pueblos.
Además, el inmenso desastre de 47 había enseñado al país a conocer a su costa los peligros de la guerra civil y las ventajas de la paz y de la reparación interior.
Así, pues, siempre hablando relativamente, la república estaba tranquila; el régimen federal de 24 funcionaba regularmente; el partido moderado, en cuyas sabias manos se perdió la mitad más grande del territorio, como decía un general de la época, se había apoderado de los destinos públicos; las cámaras de la Unión y los congresillos de los estados, como las llamaba Alamán con su verba cáustica y desdeñosa, hacían leyes para la felicidad del pueblo y los gobernadores velaban por la tranquilidad pública y por la seguridad de sus gobernados.
En torno de la ciudad de México, fuerzas disciplinadas y regulares, recorrían los caminos siempre frecuentados, los más frecuentados de la república, por numerosos viajeros.
El de Toluca a México es uno de ellos. Toluca, que era capital entonces de un estado tres veces más grande que el actual, tenía un gran tráfico y comunicación diaria con México. Los que traían ganado vacuno de Morelia, los conductores de piaras de cerdos, los carreteros que transportaban maíz o trigo de aquel valle, los arrieros que cruzaban con sus recuas, los indios vendedores de mantequillas, de loza, de huevos, de morcillas o de ponteduros, los representantes, en fin, de la pobre industria toluqueña, venían como les era posible:
A caballo con arnés
unos, o en asno pacífico,
como dice Rodríguez Galván, y los demás a pie y andando y cargando sus huacales, como se usa hasta hoy.
Pero para los que no pertenecían a esta tribu de necesitados y cuidadores de bestias, había un vehículo mejor para trasladarse a México, y este vehículo era la diligencia.
¡Ah! ¡La diligencia! Cosa elegante entonces, introducción moderna y que había dejado atrás los coches de bombé, pesados y lentos como litigio de testamentaría. La diligencia era el hipogrifo, era el huracán, era la luz. Pintábanla en los anuncios sobre nubes, como el carro de Faetonte y con alas, como al Pegaso. Caminar en diligencia era el ideal de los provincianos y el recurso predilecto de la gente acomodada, como que no había otro mejor.
¿Ferrocarriles? Apenas se hablaba de eso aquí entonces, entre la gente sabia, como se habla hoy de la dirección de los globos, con escepticismo, y pensando que esas cosas que hacían los extranjeros con ayuda del diablo, nunca se verían en nuestro territorio erizado de montañas y puesto bajo la protección del rocinante de don Quijote y el jumento de Sancho Panza.
Bastante daba qué decir ya y causaba admiración el síntoma de ferrocarrilillo que acababa de construirse para comunicar la aduana de México con el palacio de gobierno y que era de tracción animal, puesto que los cargadores empujaban los carritos que rodaban por los rieles con gran sorpresa de los bobos y de los muchachos.
Tornando a mi cuento, había dos diligencias que hacían el viaje diariamente de Toluca a México y otras dos que lo hacían de México a Toluca. Con esto se hallaban satisfechas las necesidades de comunicación entre la metrópoli federal y la capital de provincia.
En una de las diligencias de Toluca, tomamos asiento una mañanita del mes de diciembre de 1851, y con un frío de dos grados bajo cero, dos pobres estudiantes del Instituto Literario, colegio del estado que dirigía entonces el difunto Sánchez Solís.
Con decir que éramos dos alumnos de municipalidad, está expresado todo lo que significa miseria, desabrigo, flacura, rústica timidez y fealdad caricaturesca.
Yo era casi un adolescente, mi compañero tenía más edad; ambos hacíamos nuestro primer viaje a México con una curiosidad voraz de conocer tamaña maravilla que nos pintaban como una gloria los que habían tenido la fortuna de conocerla.
Pobres, infelices, desamparados, habíamos hecho increíbles economías, condenándonos a espeluznantes privaciones a fin de realizar este viaje soñado, y fue inmenso nuestro júbilo cuando pudimos cerciorarnos de que habíamos reunido ya cuarenta pesos en nuestra alcancía. ¡Cuarenta pesos! Con eso había para pasear, nada más para pasear, sin ir al teatro, sin comer en las fondas caras, sin andar en coche, sin comprar nada, sin permitirnos el más insignificante desorden. Doce pesos de ida y vuelta con la comida en Cuajimalpa y lo demás para hotel y para comer en una fonda de tres al cuarto.
Trazado así nuestro plan, señalamos el día de la partida, hablamos de ella enfáticamente en casa de nuestras amiguitas del callejón de Zaraperos y del callejón de Jácome, causamos envidia por tres días a los infortunados alumnos más desamparados que nosotros y compramos nuestros boletos, aquellos en que estaba pintada la diligencia como el carro del rubicundo Febo.
Hecho lo cual, aseguramos nuestro tesoro compuesto de pesos duros y de morralla, en una buena bolsa. Pero como los caminos estaban tan seguros como pronto vamos a verlo, nos aconsejaron personas prudentes y previsoras que sacáramos una libranza de la plaza de Toluca para la plaza de México con el objeto de no exponer nuestros fondos si los llevábamos en moneda corriente.
Mi compañero arregló este asunto. Logró que un benévolo comerciante no sé si de la familia de los Lechugas o de los Carrascos o de los Pliegos diera una ordencita sobre México y eso en excelentes condiciones, pues al ver el triste plumaje que lo envolvía, tuvo conmiseración y no le cargó nada por el cambio.
Henos aquí, pues, provistos de nuestra carta-orden, y llevando cada uno un peso en el bolsillo, sólo para pagar la comida de Cuajimalpa. Por lo demás, nuestro equipaje era más exiguo que el del sentimental Sterne y se componía de una maletilla con camisas, medias, calzones y pañuelos. ¿Alhajas? Dios las dé. No teníamos ni un mal relojillo de cobre, ni un pobre botonzuelo de venturina. Llevábamos puesto el vestido negro de merino apañado que nos había mandado hacer Sánchez Solís para los grandes días y hasta el sombrero alto, ya tornasolado, que nos poníamos en las asistencias, pues carecíamos de fieltros para viajar. Con esto nuestra figura era exótica en la diligencia y no volvimos a ver otro ejemplar de ella, sino cuando don Benito Juárez hizo su correría en el interior, alejándose de los franceses.
Naturalmente nuestro aspecto encogido y triste, nuestras levitas negras de gran solapa y nuestro sombrero alto hicieron reír furtivamente a todos los compañeros de viaje, tan luego como nos vieron colocarnos humildemente en dos asientos de la parte trasera del coche.
Nosotros comprendimos estas burlas y nos resignamos, sirviéndonos de lenitivo en tamaña humillación la idea de que íbamos aunque con sombrero alto a conocer la capital de la república.
Los tales compañeros de viaje eran: un español que vive aún para regocijo de las musas castellanas y que entonces era joven, y como siempre, pelón, decidor, epigramático, ingenioso, confianzudo, chistoso, hablando siempre muy alto y conociendo a todo el mundo. Otro español que venía de Morelia muy charro, de grandes y ásperas patillas negras, con magnífico jorongo saltillero sobre su chaqueta de paño, chaleco de terciopelo rojo y corbata azul, gran cadena de oro y calzoneras con espesa botonadura de plata, molestísimo con su sombrero blanco galoneado y adornado de chapetones. El señor cura de Ixtlahuaca, robusto y gigantesco sacerdote, de largo semblante, gran boca, cejas espesas y anteojos de oro, vestido de negro y embozado en senda capa española de cuello de terciopelo. Una dama de cosa de cuarenta años; buena moza, de lindo color apiñonado, ojos negros, de pestañas rizadas y boca sonriente; matrona opulenta que olía a casa grande de a legua, y que iba vestida de negro y envuelta en un mantón de lana oscura muy confortable.
Una joven sobrina de ésta, linda como un ángel, la muchacha más bonita de Toluca entonces, blanca, de dieciocho años, ojos oscuros y tímidos con ojera azulada, boquita de coral y hoyuelos en la barba y en los carrillos, vestida también de oscuro, envuelta la cabeza en un pañuelo de seda color claro. El señor licenciado Palacios Lanzacorta, ¡oh!, un gran abogado que acababa de ganar un pleito ruidoso en el tribunal superior del estado en unión del famoso Agustín Franco y que regresaba a México, lugar de su residencia y de su fama. Gordo, mofletudo, de ojos vivaces, vestido como un gran señor, con traje de casimir francés hecho por Lamana, prendedor de perla en la pechera, gran corbata sílfide abrigando un cuello de canónigo, fieltro gris de cartera cubriendo su cabellera romántica, espesa y mezclada de hilos blancos, esclavina de cuello de nutria con fiador de seda, leontina de oro con sellos de ágata y guantes de paño oscuro. Este hombre era un espécimen del abogado rico de México que se hacía pagar diez pesos por legua de camino y mil por cada alegato de buena prueba.
Una dama de compañía de las señoras, medio vieja, amarillenta y flaca, vestida pobremente y envuelta en un rebozo. Cerca de ella otra señora obesa colorada, con grandes verrugas, también vestida modestamente. Un empleado de la tesorería del estado que iba seguramente a México a curarse la nariz, una colosal remolacha que se le caía a cada estornudo que le producía el frío de la mañana. Por último, un comerciante de Toluca taciturno, flaco, rasurado y vestido como un sacristán.
Ésos eran nuestros compañeros. No había, pues, un asiento vacío, y aun iban sobre el techo un cervecero francés y un mozo de hacienda.
Cuando una señorita que hacía las veces de administradora de la casa de diligencia pasó revista, examinando su cartera de cuero, a los pasajeros que se había embaulado en aquella caja colorada y llena de correas, llegó la cartera al cochero, sonaron las siete de la mañana y dio la orden de partir. Sonó el látigo, arrancaron las mulas y la diligencia partió en efecto echando chispas en el empedrado y haciendo un ruido de los mil demonios.
La mañana estaba brumosa y horriblemente fría. El vientecillo del Nevado colándose por las portezuelas nos entumecía y paralizaba, pero salió el sol, avanzó la hora, y pronto advertimos que habíamos salvado el espacio de llanura que media entre Toluca y la aldea polvorosa y triste que llama todo el mundo ciudad de Lerma.
Después de cambiar mulas, entramos en el llano de Salazar. Los pasajeros que habían venido soñolientos y taciturnos comenzaron a bostezar, a sonreírse y saludarse de nuevo. Naturalmente mi español pelón y parlanchín comenzó la conversación.
—Se explica el frío, señor licenciado —dijo dirigiéndose a Lanzacorta que acababa de asomar la cabeza entre el cuello de nutria de su esclavina.
—Efectivamente —respondió éste, sacando del bolsillo una cigarrera de carey con cifra de oro, y ofreciendo a su interlocutor cigarros habanos de La Honradez, entonces legítimos pero muy caros.
—Gracias, no fumo; aquí mi paisano es un gran fumador de cigarros. Hace tiempo que… ¡no los fuma tan buenos como los de usted, señor licenciado!…
—¿El señor viene de muy lejos? —preguntó el abogado, ofreciendo cigarros al otro español.
Sí —replicó el primero—, está administrando una hacienda en el sur de Morelia y tengo el honor de presentárselo a usted… es el señor don Indalecio de la Foncerrada… el señor licenciado Lanzacorta.
—Mucho gusto…
—Servidor…
—¿Y hace tiempo que no viene usted a México? —preguntó el licenciado.
—Cinco años, desde la guerra de los yankees. Desde entonces ando metido en la hacienda.
—¿Y cómo están los caminos por allá?
—Así, así —respondió el español—, no andamos muy bien. Pero yo he traído a mis mozos hasta Maravatío. Los de por aquí están más seguros, ¿eh?
—¡Oh! Sí, seguramente —replicó el licenciado—. Al menos desde que entró el señor don Mariano al gobierno del estado.
—Se compusieron algo —interrumpió el pelón—, pero apenas pidió licencia y se vino a México cuando hemos vuelto a las andadas.
—¿Cómo, a las andadas? —preguntó con inquietud Lanzacorta.
—Sí; se ha dicho en Toluca que ha vuelto a aparecer por aquí Roca.
—¿Quién es Roca? —dijo el abogado abriendo los ojos.
—¡Oh! ¡Roca! —dijo, haciendo un gesto expresivo el español y mirando en torno suyo como sorprendido de que hubiese alguien que no conociera a Roca… Las señoras bajaron los ojos como intimadas, el cura movió la cabeza, el empleado sonrió maliciosamente debajo de su nariz de rábano, el comerciante pareció oír indiferente. Nosotros paramos la oreja.
—Roca —continuó el español—, es una celebridad; me admira que usted no haya oído hablar de él, señor licenciado. Ya se ve; como vino usted de México hace tres meses y con gran escolta; como ha permanecido usted en Toluca entregado a las ocupaciones de su ruidoso pleito; como además, en todo este tiempo, Roca había desaparecido completamente, su nombre se había olvidado. El de usted, el glorioso nombre de usted como sabio jurisconsulto ha sido el único que ha resonado en Toluca. Usted fue el hombre de moda.
—Hombre —dijo Lanzacorta algo picado—, siento haber sido el sustituto de un bandido en los ecos de la fama…
—Roca —siguió diciendo imperturbable el español— ha sido el terror del Monte de las Cruces. Con todo no crea usted, señor licenciado, que Roca sea un asesino ni un ladrón vulgar. No. Roca es un bandido de novela, algo como Diego Corrientes, mi compatriota; es altivo, generoso, valiente, enemigo de vilezas, galante con las damas, caritativo con los menesterosos, feroz con los soberbios.
—Entonces, más bien don Quijote de la Mancha —dijo riendo el abogado.
—No tanto, por supuesto, no tanto. Roca desvalija a los pasajeros bonitamente, pero les deja siquiera la ropa. Es enemigo de dejar desnudas a sus víctimas, especialmente a las damas (las señoras se pusieron encarnadas como amapolas). No maltrata, no apalea; sólo unas tres veces ha disparado su pistola sobre algún pasajero que ha intentado defenderse, y lo ha hecho con tal acierto que el pasajero ha quedado muerto en el acto. De modo que nadie se atreve a resistirle. Roba solamente dinero, alhajas…
El licenciado dirigió una mirada instintiva a su mano izquierda en cuyos dedos relampagueaban varios brillantes como en los dedos de un jugador de oficio.
—Seguramente, si nos saliera —dijo el español, observando la mirada del ostentoso abogado—, esos anillos no se escaparían, así como ese prendedor, ni la cadena, ni las calzoneras de mi paisano, ni nada de valor. Nos daría una buena desplumada y apenas quedarían libres de ella estos señores colegiales que han hecho bien en venir de sombrero alto, para hacerse sospechosos (risa general).
—¿Y qué señas tiene ese Roca?
—¡Ah! Es un guapo mozo, no se ha visto nunca ladrón tan bien parecido. Figúrese usted un hombre como de treinta años, alto, delgado, de rostro ovalado, pálido como el alabastro, ojos negros y grandes como los de un oriental, bigotes, barba y cabellos largos y negros.
—¡Un romántico de camino real!
—Eso es; un romántico, y tan triste que no se le ha visto reír una sola vez. Gran jinete, con las manos y los pies de una dama, elegante para vestir pero sin afectación, monta siempre soberbios caballos y en ellos pasea una vez por semana en la alameda de Toluca, los domingos generalmente.
—¡En Toluca! ¡Los domingos! —exclamó Lanzacorta pasmado—. No comprendo…
—Va usted a comprenderlo. En Toluca todos saben que él es quien asalta la diligencia, pero como se cubre la cara, ninguno puede asegurar ciertamente que lo ha visto. Además, como no maltrata a los pasajeros y sólo roba cosas de valor, más bien es una providencia que todos procuran mantener aquí por temor de que alejado este capitán venga otro, uno de esos bandidos feroces y sin entrañas que ultrajan a las señoras, apalean a los hombres y desnudan a todos. Así es que autoridades y particulares ven en Roca, como llevo dicho, más bien una providencia.
—Pues está linda la providencia…
—Pero usted reflexione, señor licenciado, en que por ejemplo, si no trajera usted sus anillos, su reloj, su prendedor y algunas onzas en la bolsa, y si mi paisano, don Indalecio, no viniera de calzoneras con montadura tan rica y de sombrero galoneado de oro, sino que se hubiera resignado a traer el modesto equipaje de nosotros (señalando al empleado y al comerciante que sonreía furtivamente) o al de esos señores colegiales con su sombrero alto, nada tendrían ustedes que temer, sino la pérdida de diez o doce pesos, que se echa uno al bolsillo sólo para pagar su contribución a Roca…
—Bien —dijo el abogado frunciendo las cejas—, ya veo que es usted el panegirista de ese bandido de novela, digno sin embargo de la horca, pero por ahora no tenemos nada que temer de él. Traemos una escolta de quince dragones, que estoy viendo allá abajo, y vamos como en un baúl.
—¡Hum! —gruñó el cura que no había chistado palabra hasta ahí—, señor licenciado, aquí es tiempo de decir Cave ne credas.
—¿Le teme usted, señor cura?
—En lo más seguro hay riesgo —murmuró con espanto la vieja gorda de las verrugas. El comerciante siguió riéndose debajo de su sombrero alemán aplomado con cinta negra, según el uso de Toluca.
Mi compañero me daba de codo, como diciéndome:
—¡Qué bien hicimos en traer la libranza!
En esto, la diligencia comenzó a andar despacio; las ruedas chirriaban en las escabrosidades; el sota se había bajado para azotar las mulas; el frío, a pesar del sol, se hacía más intenso; penetraba por las portezuelas un olor balsámico de montaña; los pinos proyectaban sus siluetas verde-oscuras en los costados del camino. ¡Íbamos entrando en el monte famoso, en los dominios del pálido Roca!
Circuló entre los pasajeros como un estremecimiento de pavor. Hubo un momento de silencio desagradable. El licenciado fumaba cigarros rabiatándolos con una preocupación visible. Don Indalecio de la Foncerrada se mesaba las negras barbas, pensativo. Hasta el español pelón se limitaba a tararear entre dientes la «Colasa», canción entonces muy en boga.
La escolta que había seguido de lejos la diligencia se acercó entonces hasta marchar a su costado. Mandábala en jefe un sargento gordinflón y chaparrito, colorado como tomate, de bigote gris y con los ojos de borracho. Lo seguían como trece o catorce dragones cubiertos con chacos de cuero negro, envueltos en barraganes amarillos y montados en caballos flacos.
—¡Es el cojo! —dijeron todos.
—¿Quién es este cojo? —preguntó el licenciado.
—Es el encargado de cuidar el monte —respondió el español parlanchín—, muy buen muchacho, muy puntual.
—¡Hola, sargentito!… —gritó el licenciado—, acérquese usted un momento.
El sargento se acercó.
—¿Qué tal está el camino?
—Muy bueno, señor, le tengo como una patena, no hay cuidado.
—Oiga usted, sargentito, yo soy el licenciado Palacios Lanzacorta y tengo mucha amistad con el ministro de la Guerra. Cuídenos usted bien y yo me acordaré de usted en México. Además, tendrá usted una excelente gratificación.
—Mil gracias, mi licenciado; no tenga usted cuidado, señor; el camino está que se pueden traer por él talegas de onzas… ¡Bonito yo para dejar pícaros! ¡He dado una colgada de ellos en estos ocotes! Tiemblan de oír mentar al sargento Mondragón.
—Magnífico; de modo que ese Roca…
—¿Roca?… —dijo con aire desdeñoso el sargento, parándose en los estribos… Roca no existe, Roca no es más que el coco de las viejas… Ya iba a venir él por aquí para que yo lo colgara… Les alza tamaño pelo a las facultades onimodas que yo tengo.
—Bien, pues tenga usted un trago de buen coñac y confiamos en usted —dijo Lanzacorta sacando una caramayola forrada con su vasito para dar de beber al sargento.
Después de que éste apuró el trago se apartó para incorporarse a su tropa.
—Señor licenciado —dijo la vieja de las verrugas—, ruéguele usted que no desampare la diligencia, porque onde la desampare, nos cayeron.
El comerciante se sacudía de risa, excusándose siempre de ser visto.
Entrábamos en una espesura. El sargento volvió a acercarse.
—Mi licenciado, voy por aquí a dar una campeada; no me tardo; quiero sosprender a unos que me dicen que andan desbalagados por unos escondrijos.
—Bueno —respondió el abogado—, pero no se aparte mucho.
—No tenga usted cuidado, mi licenciado, voy a una vista… a una vista, un ojo al gato y otro al garabato…
La escolta se perdió en las oscuridades del bosque por el lado izquierdo.
No bien habían transcurrido unos cinco minutos y la diligencia seguía caminando lentamente, cuando se escuchó del lado derecho del bosque un agudo silbido y salieron como flechas de entre los pinos y por una hondonada oscura en donde el camino hacía recodo, hasta cinco bandidos jinetes en poderosos caballos, cubiertos con sarapes, envuelta la cara en pañuelos negros y armados de mosquetes.
Y Colín, el cochero, no dijo más que esta palabra aterradora:
—¡Los compadres!
—¡Es Roca! —dijo el pelón. El licenciado se puso verde, don Indalecio inclinó la cabeza, las señoras quisieron privarse, el comerciante abrió los ojos. Nosotros palpitamos de curiosidad; íbamos a presenciar una escena de robo en el camino real. Un jinete montado en arrogante caballo, con el ancho sombrero hasta los ojos y el jorongo de colores metido por la bocamanga, dejando ver sólo dos ojos negros de árabe y teniendo en una mano delgada y nervuda una pistola americana, se detuvo a un costado de la diligencia. Otro se situó del lado opuesto, y dos se apearon de sus caballos que tuvo un tercero, y se dirigieron mosquete en mano a cada una de las portezuelas.
—Nadie se mueva —dijo sordamente uno dirigiendo miradas feroces, y temblando, sin embargo—. ¡A ver! ¡Usted! —dijo al licenciado.
Éste no aguardó más órdenes; quitóse rápidamente los anillos, el prendedor, el reloj, sacó diez onzas, dinero en plata, la cigarrera de carey.
—No tengo más… —dijo despavorido.
—La esclavina —refunfuñó el bandido arrebatándosela. Luego le obligaron a quitarse las botas para mostrar que no llevaba nada en ellas.
Siguió el turno a don Indalecio.
—Pero hombre —dijo con aire suplicante—, yo no uso calzoncillos, me quedaría en cueros.
—¡Pos quítese la botonadura, pronto! —don Indalecio, ayudado de su paisano y del comerciante, arrancó los botones de plata, y entregó además el sombrero, el reloj, dinero, la chaqueta, el chaleco rojo y se quedó procurando ocultar las piernas velludas que se le descubrieron, abiertas ya las calzoneras. El pelón entregó sus diez pesos, el empleado otros cinco, el comerciante nueve reales y unas tenacitas de plata, el señor cura un reloj, la capa y veinte pesos. Mientras el otro ladrón había quitado los anillos a las señoras, y se detenía porque la linda joven no podía sacar de su dedo una sortija con un pequeño diamante.
—¿Qué sucede? —dijo Roca con voz airada.
—Capitán, esta señora no puede sacarse un anillo.
—Pues, ¡córtele el dedo! —respondió con terrible acento.
—¡Ay!, ¡no, señor! —dijo la niña—, espérese usted tantito, ya saldrá. Y se metió el dedo en la boca e bizo tal esfuerzo que el anillo salió por fin.
Nosotros no fuimos olvidados. Un ladrón nos registró y no encontrándonos más que un peso a cada uno, ¡se irritó!…
—¿Por qué no traen más que esto?
—Hombre —dijo el pelón—, son dos pobres colegiales que no tienen nada, ya usted los ve, se han venido de sorbete.
—Pos, pa que otra vez no anden de catrines —nos dijo, y dando un manotazo sobre la copa nos sumió el sombrero hasta el pescuezo, con lo cual estuvimos a punto de ahogarnos.
—¡Azorríllense! —gritó después.
Y todos, hasta el venerable cura, nos azorrillamos, operación que consistía en ponerse boca abajo.
Mi compañero, pugnando por quitarse el sombrero, logró por fin alzarlo un poco, pero se encontró con la mirada de uno de los bandidos que dándole un culatazo le gritó:
—¡No me mire, jijo!… porque la lleva.
Abrieron las covachas, registraron los baúles, se llevaron lo mejor, registraron papeles, carteras, devolviendo lo que no les servía, en lo que estaba nuestra libranza, los expedientes del licenciado, y el breviario del cura, y cuando terminaron a su sabor la operación, cargados con su botín, se internaron en el bosque, lentamente y al paso de sus caballos, no sin que dijera Roca al cochero y al sota que estaban inclinados en el pescante:
—¡Cuidadito!, ¿güeros, eh? ¡Cuidadito!
Esto no era más que una fórmula, porque los pobres cocheros en tratándose de ladrones eran mudos como la tumba, y los conocían y aun los conocen a todos, al palmo.
Allí se quedó la diligencia, despanzurrada, triste, como carona en medio del camino desierto, los baúles abiertos, las camisas tiradas, los papeles regados, los pasajeros pálidos, cenicientos, llenos de amargura y de fastidio, sin poder ni reírse de su aspecto caricaturesco y abatido. Era el más violento ataque a la dignidad humana. ¡La humillación más impune y alevosa!
Por fin, todos ocuparon sus asientos, las señoras dieron hilo para compaginar las calzoneras de don Indalecio, cuyas piernas hacían el efecto de chaparreras cubiertas con un pingajo, y después de un rato de silencio pesado y triste, el cura lo interrumpió, diciendo al licenciado.
—¿Qué le dije a usted?
—¡Miserable sargentito! ¡Canalla! ¡Ya me acordaré de él!
—Pero ya usted ve —dijo el pelón—, no ha habido al menos mal trato y si usted no hubiese traído sus anillos, todo se habría reducido a diez pesos.
—Hombre, calle usted; me parece que todos ustedes tienen la culpa de que ande aquí ese bandolero.
—No —replicó el español—, la culpa no es nuestra. ¿Qué quiere usted que hagamos con semejantes escoltas? Diga usted si no es una fortuna encontrarnos con un ladrón como éste.
Momentos después apareció el sargento con sus dragones, muy orondo y muy satisfecho.
—¿Qué dice usted de nuevo, mi licenciado? —gritó acercándose a la diligencia.
—Digo —contestó Lanzacorta—, que ya sabrá el gobierno la clase de alhaja que es usted.
—Pos ¿qué, han robado, amigo Colín? —preguntó al cochero.
—Sí, señor, hace diez minutos.
—¿Roca?
—No sé.
—Sí, sí; Roca, Roca —exclamó la de las verrugas—, para que vea usted que no es el coco de las viejas.
—Hoy me las paga todas; hoy lo cuelgo —dijo el sargento poniéndose a galope con sus dragones e internándose por el lado derecho en seguimiento de los bandidos.
Así, pues, el jefe de los carabineros, que tanto nos divierte en los Brigands de Offenbach, ha sido siempre como el miles gloriosus de Plauto, un tipo inmortal, común a todas las latitudes.
Desde aquel instante no volvimos a ver al sargentito. Probablemente había ido a recibir su parte del botín, en la guarida del señor del Monte de las Cruces.
Llegamos a Cuajimalpa y allí el español nos costeó el almuerzo a todos sobre su crédito, y continuamos nuestro camino hasta la hermosa capital de la república no sin temer que en las garitas otros bandidos menos orgullosos que Roca nos quitaran hasta las camisas.
Ahora, parecen leyendas estas historias de camino real y al sentir los pasajeros que caminan en un vagón, estiman principalmente la rapidez y se olvidan de la seguridad. ¡Ingratos!
Merlín