ANTIGÜEDADES MEXICANAS[*]
I
Las últimas sesiones de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística han sido muy importantes porque en ellas se ha dado noticia de los descubrimientos hechos por el doctor Augustus Le Plongéon en las ruinas de Chichén Itzá (Yucatán) y por el capitán Maler en las ruinas de Mitla (Oaxaca) ambos de un gran interés arqueológico.
Me apresuro a decir algo acerca de ellos, no sólo para llamar la atención de mis compatriotas que se consagran a este género de estudios, sino para comunicar la noticia referida a la Sociedad Americana de Francia, que acaba de honrarme enviándome el diploma de socio correspondiente de ella en México.
II
El doctor Le Plongéon es un ciudadano de los Estados Unidos, que pertenece a varios cuerpos científicos de Europa y América y que se ha dedicado, según lo manifiesta en un escrito dirigido al presidente de esta república, a la Iconología de las antigüedades americanas, habiendo empezado una obra que se intitula: Vestigios de la raza humana en el continente americano desde los tiempos más remotos, para cuya conclusión ha emprendido viajes a diversos países de este continente, a fin de recoger nuevos datos. Con tal objeto resolvió visitar Yucatán, sobre cuyas ruinas e historia tanto han escrito ya en los últimos tiempos los viajeros Norman, Stephens, Waldeck, Charnay y Brasseur de Bourbourg, y antes el P. Landa, el P. Lizana, el P. Cogolludo, Remesal, Villagutierre y nuestros sabios el doctor Justo Sierra, el señor Pío Pérez y los padres Carrillo, fray Estanislao y Crescencio, habiendo también dádolas a conocer en sus obras el inmortal barón de Humboldt.
El señor Le Plongéon llegó a Yucatán, según informa, a mediados del año 1874, y allí ha permanecido hasta hoy, visitando varios pueblos, estudiando sus costumbres, consultando sus tradiciones y preparando, por decirlo así, su exploración final a las célebres ruinas de Chichén Itzá, punto objetivo, dice, de su viaje a estas regiones.
El día 20 de mayo del año pasado de 1875 llegó a Valladolid, ciudad importante en otro tiempo, pero arruinada hoy a causa de las incursiones de los indios mayas, cuyo centro de acción está situado en Chan Santa Cruz. Sabido es que esa población indígena, que obedece a los caciques indios, se ha constituido en una nacionalidad pequeña pero independiente, en lucha casi siempre con el gobierno local de Yucatán, y que ha escapado al dominio de nuestra república, guardando un carácter singular, que nada tiene de común con la sociedad mexicana, aun con la que forman las antiguas razas fundidas en un pueblo homogéneo (políticamente hablando) y que constituye la república mexicana.
A unas doce leguas de Valladolid están situadas las ruinas mencionadas que iba a visitar el viajero americano.
Después de vencer las dificultades consiguientes a una exploración de esa clase, en un país bastante deshabitado y en el que tenía que hacerse frente a algunos peligros por la cercanía de los mayas, guerreros e independientes, el doctor Le Plongéon y su señora, que le acompañó en este viaje científico, escoltados por una fuerza federal, llegaron a las ruinas el día 27 de septiembre.
Creo oportuno insertar aquí la parte más interesante del relato del señor Le Plongéon, que se publicó en La Razón del Pueblo, periódico oficial del gobierno de Yucatán, que ve la luz en Mérida, capital de dicho estado. El número que lo trae es el 224, correspondiente al día 14 de abril del presente año:
Después de descansar algunos minutos, dice el viajero, seguimos nuestro viaje hacia Chichén, cuya grandiosa pirámide de 22 metros 50 centímetros de elevación, con sus nueve andenes, se descubría desde lejos, en medio del mar de verdura que la rodea, como un faro solitario en medio del océano. La noche ya estaba entrada cuando llegamos a la casa principal de la hacienda de Chichén, que el coronel Coronado había hecho limpiar para recibirnos.
Al amanecer del día siguiente, 28, el coronel Díaz hizo levantar parapetos y fortificar la casa; puso sus avanzadas y tomó todas las disposiciones necesarias para evitar una sorpresa de parte de los indios, o resistirles en caso de que atacasen. Por mi parte, principié desde luego mis trabajos. Por las descripciones hechas por los viajeros que me han precedido, y había leído, pensé que me bastarían quince días o tres semanas, para investigar las ruinas todas. Pero el día 12 de octubre, el coronel Díaz recibió el parte siguiente.
«Comandancia de esta plaza.— En este momento, que son las once de la noche, he recibido un parte del destacamento de Tixcacalcupul, en que se me dice que los indios se encuentran en el ranchito Ebtún, y que es probable que quieran invadir la línea.
Lo que participo a usted para que esté dispuesto.
Independencia y libertad. Valladolid, octubre 11 de 1875.— (Firmado).—José M. Rodríguez»
Me mandó buscar en los edificios, para comunicarme la noticia, y que tenía que marchar inmediatamente; apenas había realmente empezado mis estudios a pesar de haber trabajado cada día desde el amanecer hasta la puesta del sol. Tantos y tan importantes eran los monumentos que muy superficialmente habían visitado mis predecesores.
Resolví permanecer, con mi señora, y seguir nuestras investigaciones hasta concluirlas, no obstante los peligros que nos rodeaban. Participé mi resolución inmutable al coronel Díaz, pidiéndole que sólo armara a los pocos indios que conmigo quedaban, pues no quise que me acompañara un solo soldado de los de la colonia de Pisté. Dejando mis instrumentos de geodesia y de fotografía entre las ruinas, establecí mi cuartel general en esta colonia, donde veníamos a dormir cada noche, regresando al amanecer del día siguiente a Chichén, una legua distante.
El día 13, al levantarse el sol, alzó su campamento el coronel Díaz, y sin pararse en Pisté, siguió su marcha sobre Kaua. No le he vuelto a ver hasta mi vuelta a Valladolid, el día 7 del presente mes de enero.
Demasiado largo fuera dar aquí el pormenor de mis trabajos e investigaciones. Basta decir que desde el 28 de septiembre de 1875 que empecé a recorrer los monumentos, hasta el día 6 de enero de 1876, que viniendo en conocimiento de las leyes prohibitivas de que he hablado antes, interrumpí mis obras; es decir, en cien días, he levantado planos, escrupulosamente exactos, de los principales edificios, descubriendo que sus arquitectos hicieron uso en aquellos remotos tiempos, de la medida métrica con sus divisiones. He hecho quinientas vistas estereoscópicas entre las cuales he escogido ochenta, iguales a las que acompañan este escrito. He descubierto jeroglíficos que he hecho reaparecer intactos, y tomando fotografías de unos que dicen ser una profecía del establecimiento del telégrafo eléctrico entre Sací Valladolid de hoy, y Hó, Mérida. He renovado pinturas murales de gran mérito en cuanto al dibujo y a la historia que revelan. He tomado trazados exactos de los mismos. (Éstos forman una colección de veinte planchas, algunas de cerca de un metro en longitud.) He descubierto bajorrelieves que nada tienen que envidiar a los bajorrelieves de Asiria y Babilonia. Y guiado por mis interpretaciones de los adornos, pinturas, etcétera, del monumento más interesante de Chichén, históricamente hablando he encontrado en medio del bosque, a ocho metros debajo del suelo, una estatua de Chac-mool, de piedra calcárea, de 1 metro 55 centímetros de longitud, 1 metro 15 centímetros de latitud, y 0.80 de anchura con un peso de 500 kilogramos o más, que he extraído sin más máquina que la inventada por mí y fabricada de troncos de árboles con el machete de mis indios. He abierto dos leguas de camino carretero para traer mis hallazgos a la civilización, y por fin, he fabricado un carro rústico con qué traer la estatua al camino real de Citas a Mérida. Esta estatua, señor presidente, única de su clase en el mundo, muestra hasta la evidencia que los antiguos habitantes de la América habían hecho en las artes del dibujo y de la escultura, adelantos iguales a lo menos, a los de los artistas asirios, caldeos y egipcios.
Me detendré un rato para darle una idea de mis trabajos en lo concerniente a dicha estatua, y luego pongo fin a este escrito.
Guiado, como acabo de decir, por mis interpretaciones de las pinturas murales, los bajorrelieves y otros signos con que las piedras hablan a quien las sabe comprender, que hallé en el monumento levantado a la memoria del caudillo Chac-mool, por su esposa la reina de Chichén, me dirigí, quizá inspirado también por el instinto de arqueólogo, a una parte espesa del monte. Sólo un indio, Desiderio Kamal, del barrio de Sisal-Valladolid, me acompañaba. Con su machete nos abría camino entre las zarzas, los bejucos, el matorral. Llegué al lugar que buscaba. Era un hacinamiento informe de piedras toscas; alrededor se hallaban esparcidas esculturas, bajorrelieves primorosamente ejecutados. Después de tumbar el monte y despejar el sitio, presentó el aspecto que representan las planchas número 1 y 2. Lina piedra larga, medio enterrada entre todas, llamó mi atención. Al escarbar la tierra alrededor, con el machete y la mano, no tardó en aparecer la efigie de un tigre reclinado que representa la plancha número 3. Pero faltaba la cabeza. Ésta, de forma humana, tuve la felicidad de encontrar algunos metros más allá, entre un montón de otras piedras también labradas.
Mis interpretaciones habían sido correctas; todo lo que veía me lo probaba. Concentré desde luego todos mis esfuerzos en este lugar. Registrando los escombros, di con los bajorrelieves que se ven en las planchas 4 y 5, que confirmaron mis conclusiones. Este hacinamiento de piedras había sido en tiempos pasados el pedestal que soportara la efigie del tigre moribundo, con cabeza humana, que derribaron los toltecas en los primeros siglos de la era cristiana.
Con grandes esfuerzos, ayudándose con palancas, mis diez hombres volvieron a colocar estos bajorrelieves en el sitio que ocupaban antiguamente y muestra la plancha número 1.
Decidido a hacer una excavación en este sitio, principié mis trabajos por la parte superior del hacinamiento. No tardé en comprender desde luego lo dificultoso de la obra. El pedestal, como los monumentos últimos que se levantaron en Chichén, era de piedra suelta, amontonada, sin mezcla o liga de ninguna especie. Al mover una piedra se derrumbaban cien. El trabajo era, por consiguiente, sumamente peligroso. No poseía herramientas ni máquinas de ninguna especie. Recurrí al machete de mis indios, a los árboles del monte, a los bejucos que se enredan a sus troncos. Formé una talanquera para impedir los derrumbamientos.
Esta talanquera aparece en las planchas número 6, 7 y 8: está formada con troncos de árboles de dos a dos y media pulgadas de diámetro, amarrados con bejucos. De esta manera pude abrir una excavación de dos metros y cincuenta centímetros en cuadro, a una profundidad de siete metros. Entonces encontré una especie de urna grosera de piedra calcárea; contenía un poco de tierra, y encima, la tapa de una olla de barro tosco, pintada con ocre amarillo. (Esta tapa se ha roto posteriormente.) Estaba colocada cerca de la cabeza de la estatua, cuya parte superior, con las tres plumas que la adornan, apareció entre las piedras sueltas, colocadas a su derredor con gran esmero. El señor Coronel don Daniel Traconis, que este día había venido a hacerme una visita y traerme unas pocas bienvenidas provisiones, se hallaba presente cuando se descubrió. Seguí con precaución los trabajos, y tuve la satisfacción, después de profundizar la excavación un metro y cincuenta centímetros más, de ver aparecer la estatua entera. El trabajo era necesariamente lento. Los hombres trabajaban con temor, habiéndome visto sepultado, días antes, debajo de cerca de una tonelada de piedras, de donde escapé, a Dios gracias, sin más daño que la rótula de la rodilla izquierda rota.
Al contemplar esa obra admirable del arte antiguo, al ver la belleza de la talladura de su expresivo rostro, me llené de admiración. Podían los artistas americanos entrar en adelante, en competencia con los de Asiria y Egipto. Pero al considerar su enorme peso, sus formas colosales (en una vez y media de tamaño natural) me sentí sobrecogido por el desaliento. ¿Cómo levantaría del profundo lecho donde la depositaron, cinco mil años pasados, sus amigos y los artífices que, a su alrededor, con sumo cuidado, levantaron el pedestal? No digo máquinas, ni siquiera sogas tenían. Sólo diez indios me acompañaban. La empresa era difícil. Pero cuando el hombre quiere, vence las dificultades, allana los obstáculos.
Después de algunas noches de insomnio, la idea de no poder presentar mis descubrimientos al mundo, no me dejaba descansar. Resolví abrir el pedestal por el lado este, formar un plano inclinado, construir un cabrestante, hacer sogas con corteza de babí (árbol que crece en estos montes) y extraer por esos medios mi prenda del sitio de donde yacía.
La plancha número 6 representa el corte hecho y el plano inclinado, cuya parte inferior alcanza solamente al hombro de la estatua, que se percibe en el fondo de la excavación. Su profundidad se conoce comparando la altura del indio parado cerca de la estatua, y él a una tercera parte del plano inclinado.
La plancha número 7 representa la estatua de Chac-mool, al momento de llegar a la parte superior del plano indicado a la superficie del suelo, los cables de corteza de babí que sirvieron para extraerla, la construcción de la talanquera y la profundidad de la excavación.
La plancha número 8 representa el cabrestante que me sirvió para levantar la estatua; cuyo tamaño puede usted conocer, señor presidente, comparándola con el de su servidor y de los indios que me han ayudado a la obra. Un tronco de árbol, con dos piedras agujeradas, fueron las piezas fundamentales de la máquina. Estos anillos de piedra fueron amarrados al tronco con bejucos. Dos horcones, cuyas extremidades reposan en cada lado de la excavación y las horquillas, están amarrados al anillo superior, abrazándolo, sirvieron de arcboutants en el sentido que debía hacerse la mayor fuerza; un tronco de árbol con su horquilla, sirvió de tambor, alrededor del cual se arrolló el cable de corteza; un palo colocado en la horquilla sirvió de palanca. Es con el auxilio de este cabrestante rústico que mis diez indios pudieron levantar la pesada mole a la superficie de la tierra en media hora.
Pero allí no debían parar mis trabajos. La estatua, por cierto, se encontraba a la superficie de la tierra, pero estaba rodeada de escombros, de piedras ponderosas, de troncos de árboles. Su peso era enorme, comparado con las fuerzas de mis pocos hombres. Éstos, por otro lado, trabajaban a medias. Tenían el oído siempre atento al menor ruido que se percibiese en el monte. Las gentes de Crescencio Poot podían caer sobre nosotros de un momento a otro y exterminarnos. Verdad, tenían colocadas centinelas. Pero el monte es inmenso y tupido; y los de Chan Santa Cruz se abren paso en él con suma facilidad: no siguen caminos abiertos.
Caminos abiertos, no los había, ni para poder llevar la efigie de Chac-mool a la civilización: ni siquiera tenía medios de transporte.
Pues bien, había resuelto, costara lo que costase, que el mundo había de conocer mi estatua —mi estatua que había de establecer mi fama para siempre entre los círculos científicos de los países civilizados—. La tenía que llevar. Mas, ¡ay!, contaba sin las leyes prohibitivas… señor presidente, hoy con pesar lo escribo, se halla sepultada en las selvas donde mi señora y yo la hemos escondido; sólo quizá el mundo la conocerá por mis fotografías, pues me faltan por hacer tres leguas largas de camino por donde encaminarla a Citas: y se acerca ya el momento que se van a abrir las puertas de la exposición americana.
III
Concluye el señor Le Plongéon pidiendo al presidente de la república le permita llevar las estatuas y algunos bajorrelieves, juntamente con sus dibujos y planos, a la Exposición de Filadelfia, a cuyo efecto desea ser nombrado uno de los comisionados que esta república envía a la referida exposición. Además, solicita autorización para continuar sus investigaciones en Yucatán, en donde se promete hacer nuevos descubrimientos, quizás (dice) más importantes que los hechos ya.
Esta solicitud, hasta el momento en que escribo, no está aún resuelta por el presidente, y no es mi ánimo hablar aquí de la conveniencia o inconveniencia que haya en resolverla de conformidad.
Lo que no admite duda es que el señor Le Plongéon ha hecho un descubrimiento de altísima importancia que pronto podrán apreciar debidamente, en vista de los dibujos y fotografías y demás extensos informes del apreciable viajero, los americanistas de ambos mundos.
La arqueología americana cuenta con pocos sucesos de la magnitud del que tratamos, pues el descubrimiento de esas estatuas viene a confirmar hipótesis históricas hasta aquí pendientes, y a dar nueva luz a los estudios hechos sobre la antigua civilización yucateca.
Ciertamente, el encuentro de ídolos y estatuas entre las ruinas de Chichén Itzá, no es un hecho absolutamente nuevo. El padre Landa, en su Relación de las cosas de Yucatán, escrita en el siglo XVI (1573-1579), dice haber visto también ídolos en tanto número como los que había en el Panteón de Roma, y leones y estatuas grandes de piedra. He aquí sus palabras: [Está describiendo los edificios de Chichén Itzá]
Tiene encima del junto a la boca, un edificio pequeño donde hallé yo ídolos hechos a honra de todos los edificios principales de la tierra, casi como el Panteón de Roma. No sé si era esta invención antigua o de los modernos para toparse con sus ídolos cuando fuesen sus ofrendas a aquel pozo. Hallé yo leones labrados de bulto y jarros, y otras cosas que no sé, como nadie dirá. No tuvieron herramienta esta gente. También hallé dos hombres de grandes estaturas, labrados en piedra, cada uno de una pieza, en carnes, cubierta su honestidad como se cubrían los indios. Tenían las cabezas por sí, y con zarcillo en las orejas como lo usaban los indios, y hecha una espiga por detrás en el pescuezo que encajaba en un agujero hondo para ello hecho en el mismo pescuezo y encajado quedaba el bulto cumplido.
Pero el padre Landa no dice, ni se sabe tampoco por otro conducto, qué suerte corrieron aquellas antigüedades. Lo más probable es que allí se quedaron, y después con el transcurso del tiempo y el abandono completo en que se dejaron las ruinas, a pesar de haber intentado muy al principio de la conquista poblar esos lugares por el adelantado Montejo que se vio obligado a retirarse de ellas después, es probable, repito, que hayan ido soterrándose bajo los escombros y desapareciendo entre la vegetación que aceleró la destrucción de tan interesantes ruinas, como observa muy bien Stepbens.
Veamos si puede suponerse (no puede ser ésta más que una simple suposición) que el tigre de cabeza humana y la estatua que el señor Le Plongéon cree que es de Chac-mool, pertenecen al número de aquellas estatuas y de aquellos leones que vio el padre Landa, y en ese caso, si en el mismo lugar en que el viajero practicó sus excavaciones aún deben existir enterrados numerosos ejemplares que importa mucho a la ciencia conocer.
El buen obispo es muy conciso en la descripción de las dos estatuas que vio, pero por los pocos datos que encontramos en su relación, y teniendo presente las fotografías del viajero americano, podemos notar luego que existen marcadas diferencias entre aquellas y la estatua recién descubierta.
Es verdad que el escritor español se limita a decir que eran dos hombres de grandes estaturas, lo que parece convenir a la estatua del señor Le Plongéon que es colosal; también es cierto que no habla de la actitud que guardan, por lo que no habría inconveniente en creer que estaban recostadas, como la de que tratamos. Asimismo conviene a ésta, la desnudez de aquéllas, pues dice el padre Landa que estaban en carnes y cubierta su honestidad como se cubrían los indios, circunstancias todas que aparecen en la fotografía que tengo a la vista.
Pero en primer lugar, el señor Le Plongéon dice que la encontró enterrada en una especie de urna grosera de piedra calcárea que tenía una boca cubierta con una tapa que se rompió.
Después hay que observar que el padre Landa añade que la cabeza de las estatuas que describe estaba encaxada por medio de una espiga en un agujero practicado en el pescuezo de las mismas estatuas con lo que quedaba el bulto cumplido. El señor Le Plongéon nada nos dice sobre este particular.
A ser exactas, como creo lo son, estas diferencias, hay que concluir que esta estatua, si perteneció al número de las que se reverenciaban en el panteón de Chichén Itzá, no fue precisamente de aquellas dos que vio el escritor español del siglo XVI.
En cuanto al tigre, el señor Plongéon asegura que lo encontró sin cabeza, pero que halló después ésta y que tiene forma humana. Efectivamente, así aparece en la fotografía, pues tiene bien conservado todavía un ojo, aunque la parte inferior de la cara esté deteriorada. Además, tiene un adorno, una especie de mitra particular, que, a no estar mutilada, difiere esencialmente de todos los que se ven en los bajorrelieves de Chichén Itzá.
Este tigre o león, pues no puede asegurarse lo que será, y que tiene cabeza humana, debe llamar fuertemente la atención de los que se dedican a la leonología comparada, y para mí es tan interesante, como la estatua misma que el señor Plongéon llama de Chac-mool.
Pasando al examen de ésta, se ve que presenta caracteres dignos de un estudio especial que sin duda alguna se hará más tarde. Por ahora, y sin pretensiones de preocupar la cuestión, sólo indicaré las observaciones que ocurren a la simple vista de las fotografías enviadas por el señor Le Plongéon.
La estatua es de una admirable forma escultural que indica ciertamente, la existencia, en el pueblo que la construyó, de un gran adelantamiento en las artes. Ella mide según el señor Le Plongéon, 1 metro 50 centímetros de longitud, 15 centímetros de elevación y 0.80 de anchura y tiene un peso de 500 kilogramos o más. El padre Crescencio Carrillo, en un bello artículo que escribió sobre este descubrimiento, la mide así, probablemente según los informes del descubridor con quien ha hablado. Dice que
el tamaño de la figura es una vez y medio el tamaño natural del hombre; tiene cinco pies ingleses de longitud por treinta de latitud con el pedestal en que se encuentra casi sentada, pues la actitud es de estar como recostada pero alzadas las rodillas y levantada la cabeza con la espalda, sosteniéndose con los codos y teniendo entre las manos por encima del vientre, una vasija o plato.
Sobre todo, la cabeza es bellísima, las facciones regulares reproducen el tipo maya. El tocado, si no está mutilado, difiere completamente de aquel que adorna la cabeza de las figuras pintadas o esculpidas en bajorrelieves en las paredes de los palacios de Chichén, tales como las vemos reproducidas exactamente en los grabados hechos conforme a los daguerrotipos de Stephens y que ilustran su conocida obra, y en las magníficas fotografías de Charnay. Y también, difiere de la diadema que adorna la cabeza del jefe que tiene esculpida el medallón del palacio de las monjas, también reproducido por Charnay.
Pero aquí me ocurre una idea. Dice el señor Le Plongéon que la parte superior de la cabeza de la estatua, con las tres plumas que la adornan, apareció entre las piedras sueltas colocadas a su derredor con gran esmero.
¿Quiere decir esto que el adorno de la cabeza, tal como lo vemos en la fotografía, está mutilado? Entonces no existen las diferencias que ba notado, y la estatua es semejante a las pinturas y bajorrelieves mencionados. ¿Quiere decir que esa parte superior con tres plumas es la que vemos en la fotografía? Pues entonces, aunque ciertamente no veo bien las tres plumas, hay que volver a mi primera observación. Es de sentirse, ciertamente, que el señor Le Plongéon no hubiese sido más explícito en esa parte de la descripción de la estatua.
Hemos visto que ésta se halla recostada en una losa enorme que le sirve de pedestal y con la que forma una sola piedra ciclópea. Reposa apoyándose sobre los codos, casi está sentada en actitud de reposo, pero el cuello se levanta erguido, lo mismo que la parte superior del cuerpo, desde los codos, y la cabeza se vuelve hacia la derecha con un movimiento majestuoso y enérgico. Hay vida, hay una expresión asombrosa en esta actitud de la cabeza. Está desnuda, pero los brazos y las piernas, que están doblados, de modo que los pies se asientan juntos sobre la losa, tienen adornos, semejantes a los de las figuras de los palacios de Chichén, y además tiene dibujos en el pecho, y los pies llevan sandalias iguales también a las de las figuras referidas.
A primera vista, un profano encontrará en esta bella estatua yucateca, cierta semejanza con las estatuas indias, asirias o egipcias, pero tamaña confusión no depende sino de una pequeña analogía que guardan entre sí las obras esculturales del arte primitivo en todos los pueblos antiguos. Observando con atención, se encuentran luego detalles que son característicos y que las hacen diferenciarse radicalmente, no sólo por el tipo humano, sino por los adornos, que son de tenerse en cuenta, como circunstancia muy principal.
Así, la nariz, pronunciadamente aguileña, la forma de los ojos y la boca de esta estatua, la harán diversa de las estatuas egipcias, la falta absoluta de barba la distinguirá de las estatuas asirias de Khossabad y de los bajorrelieves del palacio de Sardanápalo que se ven en el Museo de Louvre; además de que marcarán nuevas y grandes diferencias los adornos enteramente diversos de la cabeza y la especialidad de los trajes. Sólo en el adorno de las piernas y las sandalias tendrá semejanza, por ejemplo, con las estatuas del templo de Tripetty en la India Occidental, según las vemos en el Álbum Grandidier, y en la forma escultural y en la expresión se distinguirá esencialmente de las estatuas que aún quedan en las ruinas de la Indochina. En suma, cualquiera podrá concluir de una comparación, aunque somera, que la estatua del señor Le Plongéon tiene un carácter de singularidad que la hace única en el mundo, como él dice, y que marca un tipo esencialmente americano, esencialmente yucatano, puede añadirse sin temor de errar, porque es evidente que nada tenemos parecido entre los monumentos aztecas o toltecas, y yo puedo asegurar que ni en las famosas ruinas de Xochicalco, que yo conozco y que están poco estudiadas, vi nada semejante en los bajorrelieves, muy bien conservados, por otra parte.
Otro tanto sucede con el tigre, que sí tiene semejanzas en las antigüedades de otros pueblos y particularmente, por su actitud, con los leones indios, con el pequeño león de Botta, grabado con caracteres cuneiformes, diferencia de ellos por la cabeza humana; y si por ella pudiera parecerse a las esfinges egipcias o a los leones asirios, se distingue de las primeras por el adorno de la cabeza, y de los segundos por la falta absoluta de alas.
Así, pues, con esta estatua y con ese tigre o león de Chichén Itzá, el afortunado viajero Le Plongéon ha hecho un descubrimiento importantísimo; con él, aunque lo contrario hubiese opinado Stephens, que creía ver todo oscuro en las ruinas de Yucatán, ha levantado un poco más el velo que cubre el profundo misterio de esa civilización lejana, pero grandiosa, y por ello ha merecido bien de las ciencias y ha adquirido un lugar muy alto en la historia de la arqueología americana. Más tarde, los diferentes estudios que constituyen los diversos ramos de esta ciencia, la iconología, la epigrafía, la lingüística, vendrán en ayuda del descubridor para aclararse el nombre verdadero del hombre ilustre o del dios a quien inmortalizó con esa estatua la admiración de un pueblo culto y grande. Tal vez mi sabio colega de la Sociedad Americana de Francia, el señor León de Rosny, esté llamado a prestar en este asunto una feliz cooperación, pues se ocupa en escribir una obra sobre los manuscritos mayas, según me escribe en París mi joven e ilustrado amigo el licenciado José Limantour.
Tal vez algunos sabios mexicanos, a la cabeza de ellos mi venerable maestro el señor Orozco y Berra y el señor Carrillo, que cultivan con acierto este género de estudios, puedan prestarle una colaboración eficaz.
De todos modos y cualquiera que sea el resultado que obtengan, el hecho es que el señor Le Plongéon y su valiente y bella señora han merecido bien de las ciencias históricas por su entusiasmo, por su constancia y también por su fortuna.