HONRA Y PROVECHO DE UN AUTOR DE LIBROS EN MÉXICO[*]

Yo tengo un amigo que se ha dado dos o tres veces el gusto de publicar libros aquí en México, en este foco de ilustración y de publicidad. Eran libros de historia y de bella literatura que le valieron alguna fama y, según tenía yo entendido, también le produjeron algunos maravedises.

Es hombre de experiencia, optimista si los hay, y que ha predicado siempre a sus amigos jóvenes, entre los que me he contado yo, en otro tiempo, que el porvenir de las letras en nuestro país estaba sembrado de rosas y sobre todo de doblones.

—Ya pasó —decía—, para jamás volver, la época triste en que un pobre fraile estaba reuniendo de limosnas una gruesa suma a fin de mandar imprimir sus infolios a España, o en que tenía que ocurrir a la munificiencia de los prelados de su orden para ver publicados sus eruditos trabajos, como sucedió en el siglo XVI y siguientes.

Ya pasó también el tiempo en que Cardoso, Ramírez y Payno escribían por veinticinco pesos en casa de Cumplido y en que los poetas pobres como Félix Escalante y Granados Maldonado, o los novelistas como Fernando Orozco y Florencio del Castillo se imponían privaciones horrorosas a fin de ver publicados en tomos sus versos o sus novelas que, por supuesto, no les traían provecho ninguno fuera del gusto de ser leídos.

No, ahora hemos llegado a una época mejor. Todavía los novelistas en México no se enriquecen como Pérez Escrich en España ni los historiadores como Prescott en los Estados Unidos; pero los libros nacionales se venden mejor ya; el círculo de lectores se va ensanchando cada vez más y no está lejano el día en que el autor de una obra pasable adquiera con ella no sólo fama, sino también provecho. La literatura no tarda en ser negocio regular siempre que los autores no pongan en manos editoriales el fruto de sus lucubraciones.

Esto y algunas cosas más decía mi amigo no hace muchos años; naturalmente sus opiniones deben haberse confirmado de una manera desmedida hoy, en esta época de paz, de abundancia y dicha, que se parece a la era descrita en la égloga IV de Virgilio.

Desde aquellos días de brillantes augurios no visito a mi amigo, a pesar de que hace pocos meses que me envió un libro que acababa de publicar y debí darle las gracias por el valioso obsequio.

Tanto, pues, para remediar esta falta y presentarle mis disculpas, como para fortificarme con sus opiniones en la intención que tengo de dar a la estampa una obrilla sobre historia de México que pienso publicar con la esperanza de obtener la debida recompensa de mis trabajos y desvelos, fui a la casa del respetable autor, y después de los cumplidos de costumbre, le anuncié mi proyecto, pidiéndole informes acerca de los gastos de publicación y de los medios que debía poner en juego para lograr que mi pobre libro circulara y me produjera buen resultado pecuniario.

—Han llegado —le dije convencido—, los tiempos acertadamente predichos por usted y si en aquellos calamitosos en que usted nos hablaba, creía encontrar ya indicios de buen agüero para la publicidad, con mayor razón debe haberlos ahora en que tenemos paz, dinero y deseo de cultivar las letras. Es seguro que hoy se ganará algo con la publicación de libros.

Mi amigo, metiendo los dos dedos pulgares en los ojales de su levita, se echó atrás en el sillón que ocupaba, exhaló hondo suspiro, alargó el labio superior y, después de mover la cabeza un buen rato, me habló así:

—¡Oh!, ¡y cuán engañado estaba yo, caro amigo, y cuán fascinado por las ilusiones de un optimismo que fue en mí como enfermedad persistente! Han llegado los tiempos de la sibila: Ultima Cumaei venit iam carminis aetas; y aquí me tiene usted obligado a confesar lleno de confusión que si los días felices que acarició mi esperanza han de llegar en México, será en el siglo que viene, y que si los libros han de valer algo a sus autores, será cuando los publiquen en inglés.

Por hoy nos encontramos a la altura de los años de esperanza, de aquellos en que se imprimían libros por odio, por adulación o por lujo, o en que se regalaban a los editores para que corriesen el albur, que generalmente les salía bien. Todavía es el tiempo de los editores, aquél en que, con artículos que pagaban a cinco pesos, hacían un libro que les producía cinco mil. Los editores tienen secretos que nosotros no poseemos. La suerte es una coqueta que no se sonríe sino a los dueños de imprenta. ¡Parece mujer!

Oiga usted lo que me ha pasado con mi última obra, fruto de largas vigilias de estudio prolijo en que tuve la necesidad de consultar centenares de libros y de documentos, de pagar escribientes que sacasen copias, de tomar nota personalmente, de gastos, en fin, algún dinero; y todo con la esperanza de hallar recompensa en la venta de un libro histórico, que hacía falta, que llenaba un vacío en la historia nacional, que me parecía curioso, por lo menos.

Ocupé fotógrafos para reproducir retratos, litógrafos para dibujarlos en piedra, dada la falta de grabadores, a pesar de la clase antediluviana de grabado que paga el gobierno en la Escuela Nacional de Bellas Artes, y después de preparado mi material, decidí imprimir la obra por mi propia cuenta.

Pero antes y por vía de ensayo y de indagación, sólo para ratificar la idea de que dándole a un editor ganaría menos, me dirigí a un impresor conocido mío, y le propuse en venta el libro manuscrito que llevé a mano para mostrárselo.

El impresor, con afectada frialdad, lo examinó atentamente, contó las páginas, calculó el número de hojas impresas que producirían, contempló las estampas, borrajeó algunas cifras y después de vacilar un poco me dijo con acento desconsolador:

—Amigo mío, imprimir esta obra es costosísimo y se arriesga mucho.

—¿Se arriesga?… —pregunté sorprendido.

—Sí: se arriesga quedarse con ella en los escaparates por falta de compradores. Éste es de los libros que no tienen salida.

—Me lisonjea mucho la opinión de usted —le dije algo amostazado.

—No —me replicó vivamente—, no es para usted la lisonja, sino para el público de nuestro país. Él es quien deja envejecerse en casa de los libreros las obras útiles y quien se lanza hambriento sobre los pásales. Prueba al canto. ¿Cuántos ejemplares cree usted que vendió el ilustre Orozco y Berra de su Geografía de las lenguas de México, obra preciosa y única en su género?

¡Pues en el espacio de diez años vendió trece!

Ahora pregunte usted cómo se venden ciertos libracos inmundos que han escrito algunos novelistas de Francia y que nos llegan traducidos de España. ¡Se asombrará usted del número y se le caerán a usted las alas del corazón! Por supuesto que yo hago honrosas excepciones; pero son muy pocas. Ahí tiene usted, por ejemplo, una novelita bella y buena, la María de Jorge Isaacs, que ha tenido en México cosa de cinco ediciones que han agotado. Pero en cambio hay otras cien obras perversas que se han consumido a millares.

Desengáñese usted; aquí no se compra más que lo malo. ¿Tiene usted alguna diatriba, algún escándalo, algún libro despreciable pero que excite el estómago grosero de nuestro público? Entonces puede usted hacer un buen negocio. No seré yo el editor de usted porque peligraría algo mi honra; pero no le faltará uno de esos entes cuyo nombre sucio nada arriesga y que viven como los escarabajos de la inmundicia que amasan. Si usted, como lo supongo, no quiere ganar dinero por ese camino, entonces resígnese a escuchar que su obra se quedará en los escaparates de los libreros. He aquí mi explicación.

Ahora, vamos a otro asunto económico que no es, por cierto, el menos interesante. La obra requiere grandes gastos. En primer lugar el papel; ¿querrá usted un buen papel para su obra?

—El mejor que se pueda.

—Pues el mejor que se pueda cuesta un sentido. Vea usted nuestras aberraciones fiscales. Por proteger a cuatro o cinco fábricas de papel que hay aquí, que no bastan para el consumo y que no cuentan con el material suficiente, porque no hay trapo bastante para esta industria en un país en que anda la mayor parte de la gente medio desnuda; por proteger, repito, una industria exótica en México, se grava el papel extranjero con fuertes derechos, de lo que resulta que el papel bueno aquí es muy caro. Por consiguiente, la impresión de libros en buen papel es onerosísima y tendrían que venderse los ejemplares a precios muy altos para que el editor sacara alguna utilidad. Ahora bien, a precios altos no compran libros sino muy pocas personas; las más se abstienen y prefieren comprar los libros extranjeros que son más baratos y mejor impresos, pues contando las casas editoriales de París y de Madrid con el papel bueno a bajo precio y no pagando derechos aduanales sus libros, naturalmente pueden darlos por la mitad del precio de los nuestros. De tal modo, no podemos sostener la competencia con el extranjero. Así es que, por otorgar protección a cuatro o cinco fábricas y pretendiendo fomentar una industria que no es propia del país, se perjudica la publicidad, se hace difícil la instrucción pública e imposible el progreso de las letras en México. Los editores sacamos apenas el costo de las obras mexicanas que imprimimos y más nos conviene vivir de remiendos.

Tal fue el razonamiento del editor. Yo comprendí que era imposible hacer con él un contrato ventajoso, y, decidido como estaba a imprimir mi obra por mi propia cuenta, me retiré haciendo varias reflexiones.

La primera fue la de que el editor exageraba en cuanto al atrasado y estragado gusto del público de México. Efectivamente, si tal fuese, no se habrían publicado, me dije, tantas obras de notoria utilidad que formaban una bibliografía que, si no es comparable, ni con mucho, a la de otros países europeos de nuestro tamaño, no es tampoco insignificante. Es verdad que aquí, como en todas partes, los libros escandalosos son recibidos con cierta curiosidad; pero también es cierto que pronto se concitan el desprecio público y que jamás ninguno de ellos alcanza la popularidad que sería necesaria para producir dinero. Una novela de Zola no será nunca universal como un libro de Victor Hugo, ni en Francia ni en México.

No se ganará todavía gran cosa con una obra buena, publicándola aquí, pero se costeará siquiera su impresión y aún quedará algo de sobrante.

La segunda reflexión que hice fue la de que el editor tenía plena razón en cuanto a la cuestión del papel. Los derechos protectores con que se grava el papel extranjero destruyen por completo todo aliciente literario. Los editores extranjeros seguirán enriqueciéndose. Éste es un punto económico en que deberían fijarse los gobiernos.

De todos modos dispuse la impresión de mi pobre libro. Me costó mucho el papel de los Estados Unidos que me sirvió para la impresión, pagué caras las espantosas litografías que necesitaba, me asustó el precio de la abominable encuadernación de mis tomos. Pero, en fin, listos ya para la venta, procedí a la distribución de los ejemplares que debía dar gratis, y a su anuncio. Y aquí es preciso que pare usted el oído, porque le importa conocer esta cuenta.

Creí que era prudente mandar un ejemplar a cada redacción de periódico de alguna categoría en la república y como hay doscientos periódicos de esta clase, envié doscientos.

Debo advertir a usted que no queriendo ganar nada, sino sacar únicamente mis gastos, mandé imprimir mil ejemplares. Con mil ejemplares, dije, de los cuales quito doscientos que tengo que regalar por fuerza, habrá lo bastante, vendidos a dos pesos, para no perder.

Pues bien; mandé los doscientos con dedicatorias muy corteses. Esta costumbre de regalar ejemplares a los periódicos no es obligatoria en los autores mexicanos, y es desconocida en los países extranjeros. Pero aquí está arraigada; sirve para anunciar las obras, y es peligroso no ponerlo en práctica.

Algunos de los periódicos acusaron recibo de mi libro secamente. Algunos amigos le hicieron un elogio; los más se reservaron el derecho de hacer el juicio crítico, que no lo hicieron por supuesto, porque probablemente no lo han leído todavía. Pero el anuncio se hizo y esperé la venta.

A pocos días recibí sucesivamente oficios concebidos en estos términos poco más o menos:

Biblioteca pública de X.X.

Los periódicos han anunciado la publicación de una obra histórica de usted, con el título de Ensayo sobre el gobierno colonial en México, y celosa la Junta Fundadora y Directiva de esta Biblioteca de dar a conocer al público de esta ciudad todas las obras útiles, espera que se servirá usted remitirle un ejemplar de ella, anticipándole por tan valioso obsequio, las debidas gracias.

Trabajo e ilustración X.X.

(Aquí la fecha y las firmas.)

Ahora bien; como hoy se han fundado en la república numerosas bibliotecas públicas por beneméritos e ilustrados ciudadanos, con el lema arriba puesto, y que no se toman más trabajo que el de pedir a todo el mundo sus propios libros o los ajenos, pero siempre en calidad de donativo gracioso, lo cual tiene la ventaja de proporcionar la ilustración a poca costa, ya supondrá usted que recibí cien oficios semejantes.

¡Qué bueno sería que cada una de estas bibliotecas fundadas por entusiastas mendicantes se suscribiera a las obras que se publican! —dije para mi sayo—; pero ya que no han venido esos tiempos todavía, enviemos otros cien ejemplares; servirán de anuncio en aquellos lugares diversos.

Y eran trescientos regalados. Aun cuando yo vendiera los setecientos restantes, saldría yo perdiendo; pero no sería mucho. Y los reservé con una esperanza.

Pero he aquí un nuevo compromiso. Ya sabe usted que tengo numerosos amigos. Uno de ellos me encontró en la calle.

—¡Ah, pícaro!, ¿con que ha publicado usted un buen libro y no me lo ha enviado? ¿Ya no somos amigos?

—¡Oh! Sí, como siempre; ya se lo mandaré a usted.

—Pero con dedicatoria, ¿eh?

—Sí, señor, con dedicatoria muy afectuosa.

—Pues, abur.

A poco, otro me detuvo y me dijo con cierta gravedad:

—Es usted el único de los autores contemporáneos que no me ha obsequiado con sus obras. El último libro de usted parece que trae muy importantes revelaciones.

—Algo nuevo, señor —dije al anciano (era un anciano, un coleccionador de cosas regaladas, como Lafragua)—. Usted me perdonará, no le he olvidado. Por allá envío a usted mi libro.

Al llegar a mi casa, una carta:

Chico, mándame con el portador tu libro y ponle

dedicatoria. Sabes que te quiero. —Fulano.

Y una tarjeta:

¿Quieres que compre tu libro y que te lo envíe

para que le pongas tu firma? —Mengano.

No hay remedio, tengo que mandar esta maldita obra a todos mis amigos, porque si no, van a enojarse, a creerse olvidados, a manifestarme resentimiento.

Y toda la tarde me estuve poniendo dedicatorias y enviando libros a mis amigos. No olvidé a los pocos extranjeros que me pagan enviándome siempre sus importantes producciones.

En resumen, me quedé con trescientos ejemplares a la rústica, pero fastidiado y desesperado de venderlos; puesto que el público lector ya los tenía gratis, busqué un librero para dárselos por lo que me ofreciera.

Encontré uno ¡qué pez! Me apocó la obra con tono plañidero, contome que las mejores obras históricas, ilustradas con grabados sobre acero, etcétera, etcétera, se le quedaban empolvándose.

—Bien —le dije—, pues aborremos palabras; ¿a cómo me paga usted el ejemplar?

A dos reales; comprendo que es muy poco; la obra vale mucho, pero no puedo dar más.

Yo tomé una de esas obras históricas grabadas sobre acero que estaban empolvándose y que valen en Europa veinte pesos y me la llevé por los sesenta que importaban mis ejemplares, pues tal fue el precio que me cobró aquel digno mercader.

—Ahí tiene usted, mi querido Nicolás —dijo para concluir mi respetable amigo—, la historia de mis ganancias como autor.

—¿De modo?… —pregunté.

—De modo que se encuentra usted encerrado en este dilema ineludible. O da usted su obra a un editor, y en tal caso tiene usted que regalársela, porque el pobrecillo, aunque no dé a nadie un solo ejemplar gratis, corre el peligro de arruinarse, o la imprime usted por su cuenta, y entonces tiene que mandarla a los periódicos diarios y semanarios, a las bibliotecas públicas, a sus numerosos amigos, y que vender el resto perdiendo tres cuartas partes. Conque escoja usted.

—Escojo: me quedo con mi manuscrito.

—Bien hecho; algún día en el siglo XXV valdrá algún dinero, como el manuscrito de Cuautitlán.