LAS TRES FLORES CUENTO BOHEMIO[*]
I
—¿Crees, Lisbeth, en los juramentos de amor?
—Yo creo, Ludwig, en el poder de un padre.
—¿Te acuerdas de las doradas horas que pasábamos en los grandes bosques de Ehrenfels?
—¡Ah!
—¡No hay que decir más… cuando se ama!
—¡Ah!
—¿Conque todo está decidido? ¿Mañana es la boda?
—Mañana.
—¿Y tú amas al nuevo esposo, a Enrique, hijo del conde Fausto?
—Me caso con él.
—Puedes casarte con él sin amarlo, puesto que me has amado sin casarte conmigo.
—Ludwig, tus palabras son duras.
—Lisbeth, las tuyas eran falsas.
—Un día me decías: «Aunque me pidieses mi sangre o mi vida, Lisbeth, tú la tendrías».
—Y un día tú me dijiste: «Todo lo que quieras de mí, aunque sea mi corazón, aunque sea mi mano, Ludwig, tú lo tendrás».
—Yo contaba sin los otros, Ludwig.
—Yo contaba sin ti, Lisbeth.
—Mi padre nos separa.
—Dios nos unirá.
—¡Nunca!
Y Lisbeth, la bella olvidadiza, dejó caer la cabeza sobre su mano, calló y se puso a llorar.
Una de sus lágrimas cayó abrasadora sobre la frente de Ludwig, su triste amante, que suspiraba bajo el balcón de su ventana. Él llevó la mano a su frente y recibió esta lágrima, «perla caída de los negros ojos de Lisbeth», y vencido por el dolor y por el amor, porque mucho amaba Ludwig, le dijo con una voz más dulce:
—¿Por qué me has hecho venir?
—Para cambiar nuestros adioses…
—Adiós, Lisbeth.
—Y… también para pediros mi anillo de oro.
—La única cosa que me quedaba de ti.
—La niña le dio; la joven le vuelve a tomar.
—La joven es muy prudente, la niña lo era menos.
Lisbeth no dijo nada; pero extendió la mano ahogando un suspiro.
—Hele aquí —dijo Ludwig.
—Ludwig era alto; la ventana estaba baja. Se enderezó sobre la punta de los pies; ella deslizó su mano a través de las barras del balcón y él puso el anillo de oro en su dedo meñique.
—¡Ludwig, tenéis un gran corazón!
—Yo no sé, Lisbeth… pero te amaba.
—Quisiera pediros todavía una cosa.
—Pídela.
—Se ha hablado de nosotros mucho; es necesario que vengáis a la boda; ¡estaréis alegre!… ¡reiréis!, se verá que ya no me amáis.
—Para eso… ¡nunca!
—Lo quiero.
—No contéis con ello, ¡jamás, jamás!
—Te lo ruego.
—Me has dicho tú… vendré.
—Gracias, querido Ludwig.
—Concédeme una gracia a tu vez.
—Habla.
—Bailarás un vals conmigo.
—¿Cuál?
—El primero después de medianoche.
—Sea.
—Lisbeth, Lisbeth —decía una voz en el interior de la casa…— ¿en dónde estás?
—Aquí estoy; adiós, querido Ludwig.
La pequeña mano blanca envió un beso en la sombra. Las luces recorrieron todos los pisos; después las ventanas se cerraron, y tornóse negra la casa del barón de Walder, padre de la hermosa Lisbeth.
Sin embargo, Ludwig marchaba triste en la oscuridad; atravesó el puente de San Juan Nepomuceno, y siguiendo las riberas sombrías del Moldaw, se dirigió lentamente hacia la isla de los Cazadores, que lleva el río en sus húmedos brazos como un canastillo de flores y de verdura.
Lisbeth destrenzó sus hermosos cabellos, consagrando un último pensamiento al primer amor de sus años juveniles. Reprimió los impulsos de su corazón y quiso dormir. El sueño no vino, y ella oyó sonar, una después de otra, las horas de la noche. En el momento en que la primera campanada de medianoche resonara en la torre de San Veit, en la noble iglesia de Hradschin, le pareció que alguno había suspirado muy cerca de ella.
—Es el viento que se queja entre los árboles —pensó Lisbeth.
Pero era una noche de mayo oscura y tranquila; no había ni un soplo en el aire y las tiernas hojas dormían medio plegadas en las ramas inmóviles.
Nada turbó ya el silencio. Lisbeth ocultó su cabeza llena de miedo bajo la almohada, y se durmió pensando.
II
Es de mañana. Praga se despierta alegre: la noche levanta sus velos de estrellados pliegues; la bruma fina y ligera rueda sobre los techos; la aguda flecha de las altas iglesias desgarra al pasar, cual si fuesen blancos vellones, las lentas nubecillas; los primeros rayos del sol quiebran sobre las cimas de los monumentos su punta de oro que resalta como relámpago. Acá y acullá cuelgan y flotan en el aire esos ligeros hilos caídos de los invisibles husos de la Virgen que parecen atar la tierra con el cielo; las veletas parlotean y saludan al viento dando vueltas sobre su enmohecido pie, y las mil voces argentinas de las campanas suben al cielo, como un enjambre de abejas zumbadoras.
En casa de Walder, van, vienen, se agitan. Las criadas corren por los aposentos, los caballos piafan en el patio, los músicos tocan en la calle. Se diría que la ciudad entera se casaba. Es que Lisbeth es muy bella y Enrique está muy enamorado, y cada uno se alegra de estas nupcias del amor y de la belleza.
La novia apareció un poco pálida como todas las novias, pero más bella que ninguna.
Enrique se adelantó a su encuentro.
—¿Y tu ramo, amada mía, tu ramo de blancas flores, imagen de tu alma, hermosa y pura?
—El ramo, mi querido señor, lo habéis olvidado.
—No, por cierto, yo mismo lo he cogido en el jardín de mi padre, sobre los ribazos de Wieshrad, desde la madrugada. Míralo.
Y llamó.
Un escudero con los colores del conde, mitad rojo y mitad negro, puso delante de la joven un cofre de ébano.
—Abre —dijo el novio, dándole una llavecita de plata.
Tomó ella la llave; su mano temblaba un poco, abrió no obstante, pero en lugar del ramo blanco, no encontró sino tres flores en el cofre de ébano: una Primavera, una Verónica azul y una Inmortal.
En ese dulce lenguaje de las flores, que no tiene por palabras sino los colores y los perfumes, la Primavera es la esperanza, la Verónica es la fidelidad y la Inmortal es la constancia.
El novio pareció sorprendido, sorprendido y enojado. Pero él mismo había guardado la llave de plata, y no pudo acusar a nadie. Solamente tomó el ramo y quiso arrojarlo por la ventana.
—No, no —dijo Lisbeth—, así me agrada; y puso las tres flores en su cintura.
Una hacanea blanca esperaba a la novia al pie de la gradería, enteramente cubierta de oro y de terciopelo, y caparazonada de seda. Dos jóvenes pajes tenían en su mano las flotantes riendas.
Se pusieron en marcha. La comitiva se mostró en toda su pompa sobre los bordes del río.
Lisbeth no percibió a Ludwig; pero en el momento que la brillante comitiva comenzó a subir la colina sobre la cual está construida la antigua catedral, oyó sonar la tierra y retumbar el lejano galope de un caballo. «¡Es Ludwig!», pensó ella, pero continuó su camino sin atreverse a volver la cabeza.
Llegaron muy pronto a la puerta de la iglesia; la novia bajó y entró, precediéndola la multitud de nobles y de bellas. Todos se colocaron en la larga nave colgada de soberbias telas y sembrada de flores. Los coros de músicos cantaban sus más hermosos himnos, y el órgano juntaba a estos cantos su gran voz que sucesivamente estallaba como un trueno, o suspiraba como una mujer.
El sacerdote bajó del altar y se adelantó para bendecir a los esposos. Lisbeth por dos veces se volvió hacia la nave.
—¿Qué tienes? —le preguntó su madre con una vocecita seca—; no es allí donde debes mirar.
—Madre, ¿quién es ese hombre vestido de duelo que está puesto de rodillas cerca del tercer pilar?
—Yo no veo sino la estatua de bronce de San Wenceslao; pero atención, ¡a ti te toca responder!
—Lisbeth de Walder, ¿aceptáis por esposo al caballero Enrique de Stolberg?
—Sí —respondió Lisbeth, con una voz tan débil que el sacerdote apenas la oyó.
—Y ella lanzó una mirada hacia el tercer pilar. No vio a nadie.
—Me he engañado —pensó bajando rápidamente los ojos; pero notó que no había más que dos flores en su cintura.
La Primavera había desaparecido. ¡La dulce flor de la esperanza!
III
El festín de la boda fue alegre. Los convidados se oprimían alrededor de las largas mesas; un ciervo entero se levantaba en medio del aderezo de la mesa con sus altos cuernos cargados de flores y de frutas; los escuderos trinchaban los cabritos rellenos de alfónsigos, y hacían pasar en platos de plata los faisanes de alas de oro y de cabeza de púrpura. Los vinos generosos circulaban en las copas espumosas; el rosado vino de Hungría, el blanco de Alemania y el rojo de Francia.
Cuando se habían hecho abundantes libaciones, cuando más de un convidado, deslizándose suavemente de su silla, yacía bajo de la mesa, trajeron un wiedorcomo antiguo; era un vaso inmenso adornado de esmaltes de vivos colores, especie de copa de Hércules que contenía la embriaguez de veinte hombres; se le llenó hasta el borde de tokay real; y los dos padres brindaron primeramente por la dicha de sus hijos, ¡por la dicha y el amor! Todos los convidados hicieron lo mismo y el wiedorcomo volvió a los esposos cargado de votos.
Enrique lo ofreció a su joven esposa; pero apenas Lisbeth hubo tocado su borde con su rosado labio, cuando la copa se vació como por un bebedor invisible. Ella se volvió. —¿Qué vería?—. Yo no lo sé; pero puso un dedo sobre la boca, con ese gesto que dice: «Silencio y cuidado».
—Y, ¿ni una gota para mí? —dijo el esposo con tono de dulce reproche: brindaré, pues, por mi felicidad en una copa vacía.
—La desposada no tiene más que una flor en su ramillete —dijo una voz entre la multitud.
La Verónica había desaparecido; la flor de la fidelidad.
IV
Llegó la noche: las mesas fueron quitadas; se derramaron perfumes; se encendió la aromática cera sobre los candeleros de hierro dorado; heraldos de armas, grandes como gigantes, inmóviles como rocas, se mantenían en las puertas elevando en sus manos antorchas de resina. Ya las orquestas resuenan y los dulces preludios conmoviendo las almas, invitan al placer.
Se baila.
Todos admiran la inefable gracia de Lisbeth, su talle flexible, sus movimientos armoniosos, y su cuerpo todo obedeciendo a las dulces leyes de la medida y de la cadencia.
Tiene el encanto del ave que vuela. Sus alas no se ven, pero se adivina que las tiene.
Sobre el pavimento luciente dan vueltas sus pies ligeros. Nada puede hacerse sino mirarla; se siente uno feliz. Pero de tiempo en tiempo, con mucha frecuencia quizá, su mirada inquieta se vuelve hacia la puerta de entrada o consulta furtivamente la aguja del reloj grande, cuyo péndulo de oro va y viene en su caja de madera negra.
El baile estaba en todo su brillo.
Jamás fiesta tan espléndida había animado el antiguo palacio de los Walder, y nadie, excepto la joven desposada, y tal vez el esposo, pensaban en que ya era medianoche.
Sin embargo, las violas y los oboes preludiaban un vals. Tres o cuatro caballeros se adelantaron hacia Lisbeth.
—Ni a vos —dijo ella al primero—, ni a vos tampoco… a nadie; he prometido.
Y miró el reloj.
Nadie entró: los jóvenes se retiraron respetuosamente.
La primera de las doce campanadas se dejó oír en el timbre sonoro.
La mirada de Lisbeth brilló y la flor de la sonrisa se abrió en su boca. Pero no eran ni la mirada, ni la sonrisa de los vivos. Se hubiera dicho que sonreía a los ángeles y que miraba al cielo.
Adelantó una mano que ninguno de los convidados se atrevió a tomar, levantose de la silla, e hizo dos pasos como para ensayar el compás.
La orquesta había comenzado el vals y, los danzantes en enlazadas parejas, giraban en armonioso torbellino.
En medio de ellas, la novia se lanzó sola. Con el brazo izquierdo suspendido y apoyado en la espalda de un caballero invisible, la cintura doblada ligeramente, la mano derecha delante, extendida y como abandonada a la blanda presión de una mano amiga.
Valsaba.
Los hombres la admiraban, las mujeres la envidiaban: nunca había estado más bella que entonces. Un compás perfecto conducía todos sus movimientos; una expresión celestial transfiguraba su semblante: habíase tomado etérea y diáfana, como esas hijas del aire que caminan sobre los juncos de los lagos sin inclinarlos siquiera. En lugar de fatigarse, como las otras, en el rápido círculo, parecía encontrar en él nuevas fuerzas, y sentirse más ligera a cada vuelta que daba. Su talón tocaba de tiempo en tiempo el suelo, que no abandonaba la punta de su pie. Las otras se habían detenido para verla mejor.
Ella valsaba siempre.
Su vestido se levantaba en torno de ella y la seguía, flotando como blanco vapor, dejando ver su menudo pie y sus hermosos tobillos; su cabeza volvíase a medias sobre sus espaldas y sus ojos se adormecían en la vaguedad del éxtasis.
Nadie se atrevía a detenerla. El joven esposo hizo una señal a la orquesta, y en lugar de volver a comenzar el tema del vals sin fin, fue amortiguando poco a poco su compás; los oboes no hicieron oír más que una nota lánguida y entrecortada por los suspiros, y las violas se extinguieron en un dulce estremecimiento.
Lisbeth volvió a su asiento, y antes de tomarlo hizo una gran reverencia.
Enrique se acercó a ella.
—¿Por qué —le dijo—, por qué amor mío, has bailado sola cuando tantos señores te invitaban?
—¿Sola, amigo mío?… Yo he bailado con ese caballero del jubón negro, de la negra rosa y de las plumas negras.
—¿En dónde está, que no lo veo?
—Allí cerca de la pared; ahora nos mira.
—¡Es extraño, yo no lo veo, ni nadie lo ha visto!; ¿cómo se llama?
—Se llama Ludwig —dijo Lisbeth ruborizándose.
—¿Ludwig?… corazón mío, pero Ludwig ha muerto.
—¡Muerto!, ¿y cuándo… en dónde?
—Ayer a medianoche los marineros han encontrado su cadáver entre las cañas, cerca de la isla de los Cazadores.
Lisbeth inclinó la frente, y mirando su cintura percibió que había perdido su tercera flor. La Inmortal, la flor de la constancia.
—¡Ah! —murmuró con una sonrisa extraviada: Ludwig ha muerto y yo… también estoy muerta.
Y cayó en los brazos de Enrique.
(Traducido por Ignacio M. Altamirano)