REVISTAS LITERARIAS DE MÉXICO (1821-1867)[*]
PRIMERA REVISTA
I. Renacimiento de la literatura mexicana. Ojeada histórica. II. Elementos para una literatura nacional. III. Novelas: El cerro de las Campanas, por Mateos. Una rosa y un harapo, por José María Ramírez, Calvario y Tabor, por el general Riva Palacio. Flores del destierro, colección de poesías por Rivera y Río. Álbum fotográfico, colección de artículos por Hilarión Frías y Soto. «Conversaciones del domingo», folletín del Monitor por Justo Sierra. Las glorias nacionales, publicación histórica, ilustrada por Escalante. El Semanario Ilustrado. Cuentos del vivac, por José T. de Cuéllar. Revistas de Michoacán, por el Dómine. IV. Veladas Literarias. En casa de Riva Palacio, En casa de Martínez de la Torre. En casa de Chavero. En el número 2 de la calle de Gante. En casa de Schiafino. La velada por la Sociedad Gregoriana.
I
Decididamente la literatura renace en nuestra patria, y los días de oro en que Ramírez, Prieto, Rodríguez, Calderón y Payno, jóvenes aún, iban a comunicarse en los salones de Letrán, hoy destruidos, sus primeras y hermosas inspiraciones, vuelven ya por fortuna para no oscurecerse jamás, si hemos de dar crédito a nuestras esperanzas.
Aquel grupo de entusiastas obreros fue dispersado por el huracán de la política, no sin dejar preciosos trabajos que son hoy como la base de nuestro edificio literario.
Muchos años después, un espíritu laborioso y superior, Zarco, se propuso continuar la obra abandonada, con ayuda de otros que se agruparon en su derredor, y que se llamaban Escalante, Arróniz, Téllez, Cuéllar, Castillo y Ortiz. A esta sazón otro círculo se agrupaba en derredor de Carpio y de Pesado para ayudarles en la misma tarea, y en él se veía en primer lugar a Sebastián Segura y a los dos Roa Bárcena, tres literatos distinguidos, que aunque separados de los primeros por sus ideas políticas, fraternizaban con ellos por su entusiasmo literario.
Pero también nuestras guerras volvieron a dispersar estos dos grupos.
Zarco, lo mismo que Ramírez y Prieto, se hizo hombre de estado y publicista; predicó en unión de estos dos apóstoles, la fecunda cruzada de la democracia y de la Reforma, saltó al campo de la lucha para ayudar a los dos campeones, y sufrió con ellos las vicisitudes del combate. Igual suerte cupo a todos los demás. Unos tomaron las armas, otros la pluma del periodista como Florencio del Castillo. El fragor de la guerra ahogó el canto de las musas. Los poetas habían bajado del Helicón y subían las gradas del Capitolio. ¡La lira cayó a los pies de la tribuna en el Foro, y el numen sagrado, en vez de elegías y de cantos heroicos, inspiró leyes!
Bendito sea ese cambio, porque a causa de él, la literatura abrió paso al progreso, o más bien dicho, lo dio a luz, porque en ella habían venido encerrados los gérmenes de las grandes ideas, que produjeron una revolución grandiosa. La literatura había sido el propagador más ardiente de la democracia.
Pero mientras que se consumaba aquella revolución, las bellas letras estaban olvidadas o poco menos. Los antiguos literatos pronunciaban discursos en el cuerpo legislativo o en el senado, o agitaban al pueblo, o deliberaban en el consejo de estado, o escribían folletos, examinaban las cuestiones extranjeras o redactaban proclamas en el campamento. Uno que otro canto se oía; pero era, o para hacer vibrar a los oídos del soldado los acentos de Tirteo, o para morir con los suspiros del amor en medio de los gritos de odio que se lanzaban los combatientes.
Este intervalo fue de años.
A la clausura de la Academia de Letrán se siguieron la guerra de la invasión americana, cuatro guerras civiles sangrientas, la invasión francesa y la guerra contra el segundo imperio.
¡Cuántos años han pasado! ¡Cuántos apóstoles de la literatura nacional han muerto, y muchos de ellos cuán desgraciadamente! Rodríguez Galván y Torrescano, en la Habana y en la miseria; Calderón, Larrañaga, Navarro y Escalante, en la flor de su edad y cuando hacían saborear a su país lisonjeras esperanzas; Orozco y Berra cayó herido como el rayo por una enfermedad terrible entre las cajas de una imprenta; Arróniz fue asesinado en medio de los bosques del camino de Puebla; Cruz Aedo asesinado por la soldadesca en Durango; Ríos murió de tristeza y de fiebre a bordo de un buque, alejándose de su país; Mateos y Díaz Covarrubias cayeron asesinados por la reacción en Tacubaya; Florencio María del Castillo, el mártir de la república, después de grandes sufrimientos, murió encerrado por los franceses en las mazmorras de Ulúa. De la primera generación literaria, sólo existen unos cuantos: Cardoso, Ramírez, Prieto, Lafragua, Payno, Alcaraz, vigorosos robles que han resistido al choque de tantas tempestades y que, con su elevada inteligencia, sirven de faro a la nueva generación.
De la segunda quedan más; y el primero de ellos, Zarco, el incansable publicista, que desde el lecho del dolor ahora, lo mismo que en las angustias del destierro y de la pobreza en los Estados Unidos, se consagra siempre con una asiduidad que le daña, a los trabajos de la prensa, ilustrando nuestro derecho constitucional, dilucidando las cuestiones diplomáticas, defendiendo los muros de la ley y alentando con sus consejos a la juventud estudiosa.
Ramírez, Cardoso y Prieto, estos tres patriarcas de nuestra literatura, presiden al nuevo movimiento literario, muy dichosos con haber sobrevivido para trasmitirnos las magníficas tradiciones de los primeros tiempos, y muy orgullosos con ver en torno suyo a esa turba de jóvenes ardorosos que vienen a colocar en sus cabezas encanecidas por el estudio y los sufrimientos, las coronas del saber y de la virtud.
Ellos presiden, ellos mandan en esa pequeña república en que no se concede el mando a la fuerza, ni a la intriga, ni al dinero, sino al talento, a la grandeza de alma, a la honradez. Hasta ese círculo literario no penetran las exhalaciones deletéreas de la corrupción: las modestas puertas de ese templo están cerradas al potentado, al rico estúpido, al espantajo de sable; y el corazón oprimido por las miserias de afuera, halla dulce e inmensa expansión en aquel asilo libre, independiente, sublime, en que el pensamiento y la palabra, ni están espiados por el esbirro, ni amenazados por el poder, ni calumniados por el odio.
La nueva raza literaria es más feliz que las primeras, porque tiene por maestros a aquellos que en largos años de útil estudio y de experiencia han llegado a reunir un caudal riquísimo de conocimientos y de gloria que les ha dado un lugar distinguido entre las ilustraciones de la América, al lado de Quintana Roo, de Heredia, de Prescott, de Irving, de Olmedo y de Bello.
Por otra parte, la juventud de hoy, nacida en medio de la guerra y aleccionada por lo que ha visto, no se propone sujetarse a un nuevo silencio. Tiene el propósito firme de trabajar constantemente hasta llevar a cabo la creación y el desarrollo de la literatura nacional, cualesquiera que sean las peripecias que sobrevengan.
En la nueva escuela que se ha reunido hay soldados de la república, como Riva Palacio, que acaban de desceñirse la espada victoriosa; hay hombres que han venido del destierro sin haber quebrantado su fe; hay perseguidos que prefirieron la miseria con todos sus horrores, a inclinar la frente al extranjero; hay jóvenes que no han pisado aún el terreno de la política, por razón de su edad, pero que tienen un corazón de bronce para el porvenir. Todos esos hombres son firmes, y unen a su entusiasmo una resolución indomable. La energía ya probada es el escudo de la naciente literatura y su garantía para lo venidero. Pero estos hombres, atentos a su misión literaria, abren sus brazos a sus hermanos todos de la república, cualquiera que sea su fe política, a fin de que se les ayude en la tarea, para la que se necesita de todas las inteligencias mexicanas. Si éstos son elementos de progreso, indudablemente puede predecirse que la existencia de la literatura nacional está asegurada.
De este modo, los vástagos no son indignos de los troncos vigorosos en cuyo derredor están creciendo.
¿Nos será permitido a nosotros que no acostumbramos envanecernos de nada, porque también carecemos de todo mérito, esperar que se nos conceda alguna pequeña parte en este renacimiento literario? Creemos que sí; y aquellos que han presentado nuestro empeño, serán los primeros en hacernos justicia. Por lo demás, ésta no es cuestión de talento, sino de voluntad. Es voluntad lo único que hemos podido poner de nuestra parte, y estamos orgullosos de haber visto coronados con el éxito más completo nuestros deseos y nuestros afanes.
II
Lo repetimos: el movimiento literario es visible. Hace algunos meses todavía, la prensa no publicaba sino escritos políticos u obras literarias extranjeras. Hoy se están publicando a un tiempo varias novelas, poesías, folletines de literatura, artículos de costumbres y estudios históricos, todo obra de jóvenes mexicanos, impulsados por el entusiasmo que cunde más cada día. El público, cansado de las áridas discusiones de la política, recibe con placer estas publicaciones, las lee con avidez, las aplaude; y todo nos hace creer que dentro de poco, podrá la protección pública venir en auxilio de la literatura y recompensar los afanes de los literatos, no siendo ya este trabajo estéril y sin esperanza.
Hace poco, en España, rica sólo con El Quijote, no había nacido aún la novela moderna, y el teatro nada producía al poeta dramático. Los traductores de la novela o del teatro de la vecina Francia eran los únicos que podían vivir de su miserable trabajo. Hoy Fernández y González, Pérez Escrich, Fernán Caballero, Larra y Eguilaz tienen habitaciones muy diferentes del zaquizamí de Cervantes, y reciben por sus obras sendos billetes de banco, no un puñado de reales de vellón como aquellos con que mezquinas empresas pagaban el gran ingenio de Bretón de los Herreros cuando joven.
¡Ojalá que en México pronto podamos decir lo mismo! Lo deseamos por el progreso de la literatura, porque es indudable que la recompensa es un estímulo para el trabajo. ¿Y por qué no había de realizarse esta esperanza? ¿Acaso en nuestra patria no hay un campo vastísimo de que pueden sacar provecho el novelista, el historiador y el poeta para sus leyendas, sus estudios y sus epopeyas o sus dramas?
¡Oh!, si algo es rico en elementos para el literato, es este país, del mismo modo que lo es para el agricultor y para el industrial.
La historia antigua de México es una mina inagotable. Los sabios extranjeros le dirigen miradas llenas de interés, los viajeros ilustres visitan a porfía las grandiosas ruinas de Yucatán, de Palenque y de Puebla, con la misma curiosidad con que visitan las de Egipto, de la India y de Pompeya. Las páginas de Gomara, de Ixtlilxóchitl y de Clavijero se traducen en todos los idiomas, y dan lugar a profundas indagaciones. Lord Kingsborough sacrificó un inmenso capital a la investigación sobre antigüedades mexicanas, siendo el resultado de ellas una obra bellísima e interesante, muy difícil de conseguirse ahora. Podía hacerse una biblioteca con las publicaciones extranjeras que sobre nuestra patria aparecen cada día. Pero estos tesoros a nadie deben enriquecer más que a los historiadores mexicanos. El extranjero charlatán desnaturaliza los sucesos del pueblo azteca en ridículas leyendas, que se leen, sin embargo, con avidez en Europa. Los tres siglos de la dominación española son un manantial de leyendas poéticas y magníficas. Ahí está Cortés con sus atrevidos aventureros; ahí está Muñoz con sus horcas y sus asesinatos; ahí está esa larga serie de virreyes, ilustres los unos y benéficos, tiránicos los otros, pero notables los más por los monumentos que dejaron.
Ahí están esos misioneros que predican y convierten a la religión de la Cruz a pueblos numerosos e idólatras; ahí están los encomenderos con sus expoliaciones y sus tremendas aventuras; ahí están los obispos opulentos como reyes, esos conventos ricos como palacios; ahí está esa inquisición terrible que viene también de Europa pretendiendo «quemar las ideas» en América; ahí están esas iglesias dispersas en las campiñas y en las gargantas de las cordilleras, como castillos feudales, con almenas y aspilleras, con foso y poterna, con horca y campanario. Ahí están esos pueblecitos hermosísimos, que se cuelgan como canastillos de flores en los flancos de las montañas y en las crestas de la sierra, donde se refugiaron los teopixques y los tlatoanis de la vencida monarquía, obstinados en no mezclarse con la raza conquistadora y en no hacer oración en los nuevos adoratorios que se levantaban sobre los escombros de sus teocallis. Allí, en esos pueblecitos, permaneció por mucho tiempo viva y venerada la religión azteca; y no seremos temerarios si aseguramos que permanece aún oculta, secreta, pero ardiente y disimulada con las fiestas del catolicismo, tras de las cuales se esconden las solemnidades místicas de Huitzilopochtli, de Cinanteutli y de Mitlanteutli, el Marte, la Ceres y la Proserpina de nuestros mayores.
¿Quién al ver los risueños lagos del valle de México, sus volcanes poblados de fantasmas, cuyas leyendas recogen los habitantes de la falda, sus pueblos fértiles, sus encantados jardines y sus bosques seculares, por donde parecen pasearse aún las sombras de los antiguos sultanes del Anáhuac y las de sus bellas odaliscas princesas, no se ve tentado de crear la leyenda mexicana?
¿Quién no desea recoger en interesantes páginas las guerras de los indios de Yucatán, que son los araucanos de México, las tradiciones del pueblo tarasco, tan inteligente y tan poético, las terribles escenas de la frontera del norte, en cuyos desiertos cruzan ligeras las tribus salvajes y viven sobresaltados los colonos de raza española, con el arma al brazo y librando combates espantosos cada día?
¿Pues acaso Fenimore Cooper tuvo más ricos elementos para crear la novela americana y rivalizar con Walter Scott en originalidad y en fuerza de imaginación? ¿Pues acaso el novelista escocés necesitó más que estudiar las antiguas tradiciones de la tierra de Fingal para revestirlas con los magníficos colores de la fantasía y llamar la atención del mundo sobre su nebuloso país, antes tan desconocido?
Nuestras guerras de independencia son fecundas en grandes hechos y terribles dramas. Nuestras guerras civiles son ricas de episodios, y notables por sus resultados. Las guerras civiles que han sacado a luz a tantos varones insignes y a tantos monstruos, que han producido tantas acciones ilustres y tantos crímenes, no han sido todavía recogidas por la historia ni por la leyenda.
¡Nuestra era republicana se presenta a los ojos del observador, interesantísima con sus dictadores y sus víctimas, sus prisiones sombrías, sus cadalsos, su corrupción, su pueblo agitado y turbulento, sus grandezas y sus miserias, sus desengaños y sus esperanzas!
¿Y el último imperio? ¿Pues se quiere además de las guerras de nuestra independencia un asunto mejor para la epopeya? ¡El vástago de una familia de Césares, apoyado por los primeros ejércitos del mundo, esclavizando a este pueblo! ¡Este pueblo mísero y despreciado, levantándose poderoso y enérgico, sin auxilio, sin dirección y sin elementos, despedazando el trono para levantar con sus restos un cadalso, al que hace subir al príncipe, víctima de su ceguedad! ¡Aquella cabeza sagrada en Europa, rodando al pie de la democracia americana, implacable con los reyes! ¡Una princesa hermosa y altiva, loca en su castillo solitario, de donde su esposo partió en medio de aclamaciones, y a donde no volverá jamás!…
Y luego aquel sitio de Querétaro tan grandioso y tan sangriento, aquellos sitiados tan valientes, aquellos sitiados tan esforzados, aquel monarca tan bravo y tan digno como guerrero, así como fue tan ciego como político; aquella tragedia del cerro de las Campanas; todo eso que irá tomando a nuestra vista formas colosales a medida que se aleje: ¿qué asunto mejor para el historiador, para el novelista y para el poeta épico? ¿Pues necesitan nuestros jóvenes literatos otra cosa que voluntad y consagración, puesto que talento no les falta, ni se atreven a negárselo a los mexicanos sus más encarnizados enemigos?
En cuanto a la novela nacional, a la novela mexicana, con su color americano propio, nacerá bella, interesante, maravillosa. Mientras que nos limitemos a imitar la novela francesa, cuya forma es inadaptable a nuestras costumbres y a nuestro modo de ser, no haremos sino pálidas y mezquinas imitaciones, así como no hemos producido más que cantos débiles imitando a los trovadores españoles y a los poetas ingleses y a los franceses. La poesía y la novela mexicanas deben ser vírgenes, vigorosas, originales, como lo son nuestro suelo, nuestras montañas, nuestra vegetación.
Juan Carlos Gómez, José Mármol, Rivera Indarte, Esteban Echeverría, a quien llaman en Francia el Lamartine del Plata, Arboleda Pombo, por eso impresionan tanto. Cantan su América del Sur, su hermosa virgen morena, de ojos de gacela y de cabellera salvaje. No hacen de ella ni una dama española de mantilla, ni una entretenue francesa envuelta en encajes de Flandes.
¡Esos poetas cantan sus Andes, su Plata, su Magdalena, su Apurimac, sus pampas, sus gauchos, sus pichi reyes; transportan a uno bajo la sombra de su ombú, o al pie de las ruinas de sus templos del Sol, o al borde de sus pavorosos abismos, o al fondo de sus bosques inmensos; y le muestran sus gigantescos árboles, sus prodigiosas flores, o le hacen asistir a sus heroicas guerras, escuchar el rugido de sus fieras terribles, adormecerse a los cantos de sus mujeres lánguidas y ardientes, y delirar con sus amores frenéticos, y amar su libertad, y meditar a orillas de sus mares, y suspirar debajo de su cielo!
Nosotros todavía tenemos mucho apego a esa literatura hermafrodita que se ha formado de la mezcla monstruosa de las escuelas española y francesa en que hemos aprendido y que sólo será bastante a expulsar y a extinguir, la poderosa e invencible sátira de Ramírez, que él sí es tan original y tan consumado, como habrá pocos en el Nuevo Continente.
No negamos la gran utilidad de estudiar todas las escuelas literarias del mundo civilizado; seríamos incapaces de este desatino, nosotros que adoramos los recuerdos clásicos de Grecia y de Roma, nosotros que meditamos sobre los libros de Dante y de Shakespeare, que admiramos la escuela alemana y que desearíamos ser dignos de hablar la lengua de Cervantes y de fray Luis de León. No: al contrario, creemos que estos estudios son indispensables; pero deseamos que se cree una literatura absolutamente nuestra, como todos los pueblos tienen, los cuales también estudian los monumentos de los otros, pero no fundan su orgullo en imitarlos servilmente.
Por otra parte, la literatura tendrá hoy una misión patriótica del más alto interés, y justamente es la época de hacerse útil cumpliendo con ella.
Nuestra última guerra ha hecho atraer sobre nosotros las miradas del mundo civilizado. Se desea conocer a este pueblo singular, que tantas y tan codiciadas riquezas encierra, que no ha podido ser domado por las fuerzas europeas, que viviendo en medio de constantes agitaciones no ha perdido ni su vigor ni su fe. Se quiere conocer su historia, sus costumbres públicas, su vida íntima, sus virtudes y sus vicios; y por eso se devora todo cuanto extranjeros ignorantes y apasionados cuentan en Europa, disfrazando sus mentiras con el ropaje seductor de la leyenda y de las impresiones de viaje. Corremos el peligro de que se nos crea tales como se nos pinta, si nosotros no tomamos el pincel y decimos al mundo: «Así somos en México».
Hasta ahora aquellos pueblos no han visto más que las páginas muy atrasadas de Tomás Gage o los estudios del barón de Humboldt, muy buenos ciertamente, pero que no pudieron ser hechos sino sobre un pueblo esclavizado todavía. Además, el ilustre sabio daba mayor importancia a sus indagaciones científicas que a sus retratos morales.
Después de él, casi todos los viajeros nos han calumniado, desde Löwenstern y la señora Calderón, hasta los escritores y escritoras de la corte de Maximiliano, que especulan con la curiosidad pública, vendiéndole sus sátiras menipeas contra nosotros.
Es la ocasión, pues, de hacer de la bella literatura una arma de defensa. Hay campo, hay riquezas, hay tiempo, es preciso que haya voluntad. Talentos hay en nuestra patria que pueden rivalizar con los que brillan en el Viejo Mundo.
Cultivar pueden todos los géneros. Pulsarán con éxito desde la lira de Homero hasta el laúd de los trovadores, manejarán victoriosamente desde el buril de diamante de Tácito y de Jenofonte, hasta la pluma ligera y traviesa de Adisson y de Fígaro. Todo es accesible al genio mexicano.
La reunión que asiste a las veladas literarias, es el apostolado del porvenir. Allí se escucha el acento sublime de la oda, la voz vibrante del canto guerrero, las suspirantes notas de la trova amorosa, la voz risueña de la burla. Allí la sátira habla su lenguaje punzador y tremendo, la crítica analiza los monumentos literarios de las naciones extrañas, la novela y la leyenda arrebatan la imaginación. La gloria espía sonriendo a la juventud, señalándole el cielo. La literatura mexicana no puede morir ya. De ese santuario saldrán de nuevo otros profetas de civilización y de progreso, que acabarán la obra de sus predecesores. Entonces los patriarcas de la primera generación, inclinados por el peso de una vejez ilustre, irán a dormir a sus tumbas tranquilos, porque dejan en su patria discípulos dignos que los recordarán con lágrimas y que les tributarán el culto más grato para ellos… la imitación de sus trabajos y de sus virtudes.
III
La novela es indudablemente la producción literaria que se ve con más gusto por el público, y cuya lectura se hace hoy más popular. Pudiérase decir que es el género de literatura más cultivado en el siglo XIX y el artificio con que los hombres pensadores de nuestra época han logrado hacer descender a las masas doctrinas y opiniones que de otro modo habría sido difícil hacer que aceptasen. La novela hoy no es solamente un estúpido cuento, forjado por una imaginación desordenada que no respeta límites en sus creaciones, con el solo objeto de proporcionar recreo y solaz a los espíritus ociosos, como las absurdas leyendas caballerescas a que vino a dar fin el famosísimo libro de Cervantes. No: la novela hoy ocupa un rango superior, y aunque revestida con las galas y atractivos de la fantasía, es necesario no confundirla con la leyenda antigua, es necesario apartar sus disfraces y buscar en el fondo de ella el hecho histórico, el estudio moral, la doctrina política, el estudio social, la predicación de un partido o de una secta religiosa: en fin, una intención profundamente filosófica y trascendental en las sociedades modernas. La novela hoy suele ocultar la biblia de un nuevo apóstol o el programa de un audaz revolucionario.
Hemos dicho que es preciso no confundirla con la leyenda antigua; y eso merece una explicación. Queremos hablar de la leyenda caballeresca de la Edad Media, o de la leyenda fabulosa y exclusivamente sensual de la Grecia, de Roma y del imperio bizantino.
Admiradores nosotros de la sabia Antigüedad, y consagrados con empeño al estudio de sus monumentos literarios, no podemos menos de reconocer que es en ellos donde se encuentran las fuentes de la ficción romancesca en todos sus géneros. La novela nació con la literatura entonces, y si no se le ve como se halla cultivada hoy y con la forma que han sabido darle Walter Scott y Richardson, Victor Hugo y Balzac, Eugenio Sue y Dumas, Alphonse Karr y Dickens, evidentemente el embrión existía, y debe atribuirse a la preferencia que daban los antiguos a los otros géneros de literatura, la circunstancia de no haberse llevado a su completo desarrollo la fábula novelesca.
En efecto, la Antigüedad que cultivó hasta la perfección la poesía épica, la poesía dramática, la poesía lírica, el apólogo esópico, la historia y la poesía religiosa, se quedó todavía en la infancia respecto de la novela, y es en la edad moderna y particularmente en nuestros días, cuando este género se ha desarrollado hasta llegar a ser el favorito del pueblo, y hasta ser necesario disfrazar con él todos los otros a fin de vulgarizarlos.
Pero los antiguos lo conocieron, lo cultivaron en lo que cabía brillantemente, y en él, como en todo, pusieron el sello de su poderosa iniciativa. Comprendieron quizás su importancia en el porvenir, y lo que no pudieron adivinar fue, que algún día un invento admirable vendría como a darle un impulso tan decisivo, que dejaría atrás a los otros géneros que sin él habían podido sobresalir.
Ciertamente la imprenta ha sido la verdadera madre del periodismo y de la novela, y no hay dificultad en creerlo así cuando se reflexiona que sin esa maravillosa invención, ni podría haber periódicos, ni podría tampoco difundirse como se difunde la lectura de esos cuentos ingeniosos que hacen las delicias de todas las clases de la sociedad y que son como el maná de la imaginación.
Los otros géneros de literatura pudieron vivir fácilmente sin la imprenta. La historia se narraba en público, como lo hacía Heródoto con la suya en los circos olímpicos; la poesía épica hacía conocer los prodigios del patriotismo y del valor en las grandes ciudades y en los pueblos pequeños por donde viajaba con la lira de los cantores errantes de la Iliada; la poesía lírica encantaba con sus dulces acentos a la Grecia reunida en sus grandes fiestas, y que escuchaba silenciosa las divinas inspiraciones de Píndaro y de Corina; la poesía dramática agitaba el alma del pueblo con sus terrores sublimes, o le arrancaba ruidosas carcajadas desde las tablas del escenario; la poesía religiosa enseñaba los dogmas sagrados que los pontífices hacían llegar al pueblo con las melodías del himno en los templos de los dioses; la poesía erótica se trasmitía por la tradición, y se conservaba por la juventud y el amor, que hacían del instinto un libro siempre nuevo; la poesía satírica no necesitaba más que la indignación para vulgarizarse, y la poesía guerrera se aprendía por el entusiasmo y se eternizaba por la gloria.
En cuanto al apólogo de Esopo, la humanidad, que sufría tantas cadenas y que tenía tantos motivos de temor, lo repetía como un anatema oculto, y lo trasmitía de generación en generación, como una herencia de mofa o como un grito de venganza contra sus opresores.
Solamente la novela no podía vivir así, y necesitaba de la imprenta para su desarrollo. Pequeños cuentos eran los únicos que podían narrarse por medio de la palabra, y apenas pudieron conservar su existencia aquellos que las nodrizas necesitaban para dormir o entretener a sus niños. Sin embargo, parece que algunos narradores de historietas ejercían en público esta profesión, como algunos ociosos en las tiendas de los barberos, según Luciano, o algunos parásitos en los convites, según dice Jenofonte en la Ciropedia, Horacio en algunas de sus sátiras, Plutarco en el Banquete de los siete sabios, Petronio en el Satiricón y Apuleyo en las Metamorfosis; o en las calles de Atenas, como lo hacía aquel Filepsius de que habla Aristófanes en su comedia Plutus. En fin, éste se cree que fue el origen de las Fábulas milesias y sibaríticas que nacieron en Mileto y en Sibaris, dos ciudades famosas por su prostitución, y de las cuales salieron esos cuentos voluptuosos y libres que pronto se popularizaron en la Grecia, que tanto influyeron en la corrupción de costumbres, que fueron imitados después en Roma con tanto éxito, y aún en los tiempos posteriores y en las naciones cristianas, a juzgar por los fabliaux de los franceses, el Decamerón de Boccaccio y los Cuentos de La Fontaine.
Pero debemos observar que éstos eran, como lo hemos dicho, pequeños cuentos de amor, compuestos solamente con el objeto de inflamar los sentidos, y cuyas dimensiones no ofrecían dificultad para la tradición oral.
La antigüedad, con todo, privada de la imprenta para desarrollar y vulgarizar la novela filosófica, la novela histórica, la novela social, la novela religiosa, o no concediéndoles grande atención y preferencia sobre los otros estudios, echó, por decirlo así, los gérmenes que debían producir en nuestros tiempos tan fecundos resultados.
No permiten las dimensiones de esta revista hacer un estudio prolijo de tal materia, apoyado en citaciones justificativas, que es asunto largo y que llenaría volúmenes enteros; pero indicaremos hoy, aunque someramente y ateniéndonos al juicio de críticos profundos, algunas razones que fundan nuestro aserto.
Sin duda alguna que Heródoto mezcló a su historia multitud de leyendas increíbles y maravillosas, lo que le trajo desde la Antigüedad el renombre de «narrador de fábulas». No nos metamos en inculparle, porque también es cierto que él escribió lo que oyó contar en sus viajes, trasladando a su historia, que no era una historia filosófica, aquellas tradiciones legendarias que en todo tiempo han sido el sabroso alimento de la imaginación oriental.
Pero la verdad es que la historia de Gyges, que la de Candaulo, la de Intaferno y de su mujer, y aquella del arquitecto del tesoro de Rhamsinit, el incesto de Micerino y las galanterías de la hija de Keops, que construyó una pirámide con el dinero de sus amantes, o son mitos que los antiguos pueblos se transmitieron revestidos con las romanescas galas de la fantasía, o simples historias que la multitud ignorante había desnaturalizado y cuyo verdadero origen permaneció oscurecido para siempre. Pero eso era el embrión de la novela histórica.
Otro tanto puede decirse de las bellísimas narraciones de Ctesias sobre Semíramis y Sardanápalo, que han inspirado a tantos ingenios modernos admirables obras literarias.
Aquella gran reina conquistadora, poderosa por su genio y por su energía, terrible por sus pasiones y liviandades; aquel rey famoso por su afeminación y su voluptuosidad, por su lujo y su muerte trágica, ¿no son como los representa Ctesias, dos héroes de novela?
¿En la Ciropedia de Jenofonte no podremos vislumbrar la novela histórica y política, ya mejor tramada y con una intención tan filosófica y profunda, que no pudo menos de ser objeto de innumerables estudios en su época y en las posteriores?
Teopompo, con su célebre Tierra de los méropes, llena de hombres y de animales maravillosos, con su Anostos, abismo lleno de un aire rojo, y con su «río del placer» y su «río de la pena» al borde de los cuales crecen árboles que dan frutos con propiedades análogas a las de esos ríos, ¿no parece el predecesor de Las mil y una noches o de los cuentos de hadas?
La Atlántida de Platón, ya que no pueda reputarse como la adivinación sorprendente de nuestra América, ¿no es con toda seguridad la novela política, es decir, la alegoría bajo la cual se esconden las atrevidas teorías del innovador que desea hacer aceptar a un pueblo entusiasmado el sistema y los dogmas de un gobierno ideal?
Todas las leyendas griegas sobre Héctor, Áyax y Aquiles, aquéllas sobre Alejandro el Grande, que Quinto Curcio no hizo más que coleccionar, ¿no son acaso los orígenes de las leyendas de los Roldanes y de los Amadises; pero también de la novela heroica, de la novela histórica de nuestros días, tal como la vemos a veces en Dumas con sus Mosqueteros, en Walter Scott con su Talismán y su Ivanhoe, y en Fernández y González con su serie de leyendas moriscas y cristianas de España?
Hasta esas narraciones de viaje que en forma romanesca tanto nos encantan hoy, han tenido su origen en los tiempos antiguos. Señalemos en primer lugar la Odisea, el viaje de Apolonio de Tiana, el taumaturgo pitagórico que con tan bellos colores y tantas maravillas nos describe Filóstrato, las narraciones de todos esos viajes de que nos habla Estrabón, condenándolas, por supuesto como fabulosas, aquellas otras que acogía el mismo Diódoro de Sicilia sobre la «isla afortunada» de que se aprovechó Tasso en su Jerusalén, y tantas otras que sería largo enumerar. Bástenos decir que según vemos en el poema indio el Ramayana, es a la más alta Antigüedad adonde se remonta el origen de estas narraciones.
A veces nos parecen esos viajes antiguos como el tipo de esos viajes satíricos y maravillosos que con tanta gracia han sabido hacer universales Swift, Waton y Sterne escribiendo el Capitán Gulliver, el Viaje al país de las monas y el Viaje sentimental.
En cuanto a las novelas religiosas, M. de Chateaubriand no ha sido ciertamente el primero que haya escrito una obra con la forma de Los mártires. Es en el Talmud y en la Biblia, tal como nos la dejó el Concilio de Trento, donde es necesario buscar el origen de la leyenda religiosa. En los libros sagrados del pueblo hebreo y en los de otros tan antiguos como el indio y el chino, hay leyendas religiosas hermosísimas, encantadoras, inimitables por su sencillez, su sentimiento y su poesía. Los ingenios modernos han sacado ya mucho partido en los libros santos, y han engalanado con las pompas de su imaginación los asuntos bíblicos; pero no han podido añadirles más belleza ni hacerlos más conmovedores. Las historias de Agar, de Raquel, de Ruth, de Esther, de Judith, conservarán siempre esa frescura, ese perfume, ese tierno sentimiento de la sencillez primitiva, que una fantasía privilegiada puede sobrecargar de adornos y de brillo; pero que no podrá embellecer más. Porque es cierto, los salmos pierden parafraseándose en las lenguas modernas; ningún poeta podría hacer más patético el libro de Job, ningún historiador podrá narrar el Génesis con más majestad que el inspirado autor de él. Sin embargo ¡qué de asuntos en el Antiguo Testamento! ¡Cuántos en las Actas de los apóstoles! ¡Cuántos en los primitivos tiempos del cristianismo; en aquellos días de persecución y de prueba, en que el sectario hacía una arma de su fe, un escudo de su pobreza y una tribuna de su martirio, hasta lograr que cayesen por tierra el paganismo, arraigado por tantos siglos y el cesarismo romano, fundado sobre tantas glorias!
En esos mismos tiempos, ya varios autores emprendieron la novela religiosa, y nos quedan pruebas de ello en las bellísimas páginas de las Clementinas y en los libros que escribieron los solitarios de las Tebaidas.
Las novelas amorosas, diremos para concluir, tienen su origen en las Fábulas milesias, como lo hemos referido, en las Metamorfosis de Apuleyo, en el Satiricón de Petronio, libro escrito este último en un hermoso latín, pero cuya impureza repugna como en Apuleyo, teniendo, con todo, el mérito de representar al vivo las costumbres depravadas de la juventud romana que vivía entre cortesanas y libertos impúdicos, entre festines escandalosos y orgías indescriptibles. El Satiricón es una novela en prosa y verso, delante de la cual los cuentos libertinos de Pigault Lebrun y de Paul de Kock parecen pálidos, pudiendo apenas comparárseles algunos infames libros del tiempo del Directorio en Francia. La Historia eubea de Dion Crisóstomo, es en cambio una narración graciosa y llena de moralidad, es una pastoral encantadora. La Teágenes y Clariclea de Heliodoro ha sido traducida por Amyot, elogiada por Boileau y era la lectura favorita de Racine, la Dafnis y Cloe, que hace todavía las delicias de los jóvenes, es muy conocida para que hablemos de ella. Muchos escritores, según hemos podido ver, querían adivinar en este idilio adorable de autor desconocido, la primera novela de la Antigüedad. Es, sin duda, según los críticos, la mejor pastoral; pero ya hemos dicho que databa de tiempos anteriores al origen de la ficción romanesca.
Sólo nos queda que añadir, que ni J. J. Rousseau, ni Goethe, ni Richardson son tampoco los primeros que hayan escrito novelas epistolares, y que son los antiguos los iniciadores también de este artificio literario, por el que, lo decimos de paso, tenemos sus preciosas Cartas de pescadores, de parásitos y de cortesanos, y Forneo sus Cartas eróticas. Alcifrón, sobre todo, es delicioso, y tiene cartas que estarían bien en una novela moderna. En una de ellas se refiere la famosa defensa que hizo Hipérides delante del Areópago, de la hermosa cortesana Friné, acusada de impiedad, y absuelta cuando la desnudó su defensor y mostró aquella belleza ante los viejos jueces, que idólatras del arte, la consideraron como la obra más bella de los dioses que la Grecia entera acabó por adorar, copiándola en la Venus de Gnido.
Pero dejemos ahora estos orígenes de la literatura romanesca, y atravesemos los siglos de la Edad Media y los primeros de la edad moderna, en los que florecieron esas leyendas, hermosas a veces, pero las más absurdas y fabulosas, a que dio nacimiento la mezcla de barbarie, de galanterías y de heroísmo de aquellos tiempos, y que se llamaron «libros de caballerías», más célebres todavía que por ellos mismos, por haber sido la causa de que viniese al mundo una obra admirable y eterna: El Quijote. Lleguemos al fin del siglo pasado y a la época presente, en que debe colocarse, en realidad, el apogeo de la novela, y en que se ve de bulto su inmensa importancia en la civilización y en las costumbres.
Ya Voltaire y Rousseau emprendieron la tarea de popularizar sus teorías filosóficas con la forma novelesca, y dieron verdaderamente desarrollo a la novela filosófica y moral. El patriarca de Ferney escribió una serie de historietas del más alto interés, en las que disfrazó hábilmente sus ideas, y en las que presenta estudios morales consumados. En ellas se muestra siempre el ardiente propagador de las atrevidas innovaciones que debían producir la asombrosa revolución política y religiosa con que terminó el siglo XVIII, y con tal objeto se aprovecha de todos los recursos de la fantasía. El sentimiento, el ideal, la sátira, la caricatura, todo le sirve y todo lo maneja como hábil esgrimidor.
El filósofo de Ginebra sigue un sistema diverso y quizá de mayor trascendencia. Con iguales fines que Voltaire, apóstol también de las nuevas doctrinas, dotado de mayor sensibilidad y de mayor destreza para manejar los ocultos resortes del corazón humano, escribió su Heloisa y su Emilio, que pronto, muy pronto, tuvieron una reputación universal y causaron una conmoción en el pueblo francés. Rousseau se abría paso en el corazón de las mujeres con el exquisito sentimiento que rebosaba de los amores de su heroína, y preocupaban hondamente los espíritus con el Emilio, abriendo nuevos horizontes a la educación del hombre.
Poco después que estos dos escritores, vino Bernardin de Saint-Pierre con su bellísima creación de Pablo y Virginia, en que supo reunir a la frescura e inocencia del idilio todo el interés del drama y la amargura y tristeza de la elegía. Esta obra incomparable ha obtenido, como las grandes obras del genio, un renombre universal y el privilegio de hacer derramar lágrimas en todos los pueblos civilizados, y dondequiera que laten generosos pechos y que hay almas tiernas y virtuosas. Pablo y Virginia es el ideal de perfección que soñó la Antigüedad al producir sus pastorales, a las que faltaba la dulzura de la virtud de estos dos jóvenes amantes, para llegar a la sublimidad.
Casi por este tiempo la Alemania se conmovía por la aparición de las novelas de Goethe, novelas en que el sentimiento se llevaba a un grado de exaltación que podría producir el extravío. El autor de Werther y de Wilhelm Meister fundó, por decirlo así, una escuela novelesca, así como con el Fausto una escuela poética. Eran los primeros vagidos del romanticismo moderno.
Pero la impresión causada por todas estas obras, tanto francesas como alemanas e inglesas, pronto se olvidó, y aun la literatura romanesca se detuvo en sus progresos a la llegada de la revolución que agitó al mundo a fines del siglo XVIII. Los tremendos rugidos de aquella tempestad poderosa todo lo acallaron en derredor suyo, y las grandezas trágicas de la revolución eclipsaron pronto la modesta gloria de la leyenda. El estampido del cañón aturdía a la Europa, y en medio del fragor de aquellos combates ciclópeos apenas se oían los cantos del patriotismo, o la voz de los tribunos proclamando los derechos del hombre, o el gemido de las víctimas que consagraban con su sangre las aras de la libertad.
Todo en aquella época estaba trastornado por la fiebre política. Pero pasó, y la nueva florescencia de la literatura debía ser más fecunda en el presente siglo. He ahí que hemos llegado al tiempo en que la novela, dejando sus antiguos límites, ha invalidado todos los terrenos y ha dado su forma a todas las ideas y a todos los asuntos, haciéndose mejor vehículo de propaganda.
No hay que decir ahora que la novela es una composición inútil y frívola, de mero pasatiempo y de cuya lectura no se saca provecho alguno, sino por el contrario, corrupción y extravíos. Verdad es que de muchas no sólo puede decirse esto, sino que son dignas de condenación, debiendo atacarse con tanta más energía sus efectos y evitarse su influencia, cuanto mayor es el atractivo que tienen; pero por fortuna la reprobación pública las hiere apenas han nacido, y no faltan ingenios que se apresuran a dar el contraveneno necesario para impedir los estragos de la idea inmoral.
Pero generalmente hablando, la novela ocupa ya un lugar respetable en la literatura, y se siente su influencia en el progreso intelectual y moral de los pueblos modernos. Es que ella abre hoy campos inmensos a las indagaciones históricas, y es la liza en que combaten todos los días las escuelas filosóficas, los partidos políticos, las sectas religiosas, es el apóstol que difunde el amor a lo bello, el entusiasmo por las artes, y aun sustituye ventajosamente a la tribuna para predicar el amor a la patria, la poesía épica para eternizar los hechos gloriosos de los héroes, y la poesía satírica para atacar los vicios y defender la moral.
Todo lo útil que nuestros antepasados no podían hacer comprender o estudiar al pueblo bajo formas establecidas desde la Antigüedad, lo pueden hoy los modernos bajo la forma agradable y atractiva de la novela, y con este respecto no puede disputarse a este género literario su inmensa utilidad y sus efectos benéficos en la instrucción de las masas. Bajo este punto de vista, la novela del siglo XIX debe colocarse al lado del periodismo, del teatro, del adelanto fabril e industrial, de los caminos de hierro, del telégrafo y del vapor. Ella contribuye con todos estos inventos del genio a la mejora de la humanidad y a la nivelación de las clases por la educación y las costumbres.
La historia de ese gran libro de la experiencia del mundo está de hoy en más, abierto ante todos los ojos, y su conocimiento será el privilegio de un grupo de hombres favorecidos por la suerte, pues engalanada con los atavíos de la leyenda, se la hace aprender al pueblo, que saca de ella provechosas lecciones. Algunos opinan que esta manera de escribir la historia la desnaturaliza, y corrompe las fuentes de la verdad. Nosotros respondemos que no hay forma histórica que no ofrezca ese peligro cuando el escritor carece de criterio, o cuando el interés de un partido se apodera de tal recurso para hacer triunfar sus ideas. Dad el buril histórico a un adulador de los Césares, y tendréis un panegírico vergonzoso; dadlo a Tácito y tendréis a la verdad majestuosa denunciando las infamias de la tiranía. Leed las páginas de Solís sobre la conquista de México, y veréis fábulas ridículas como las que puso Heródoto en su libro, desnaturalizando hechos verdaderos; pero estudiad a Prescott, que ha sabido con sana crítica descartar lo verdadero de lo falso y tendréis la buena historia. Así pues, la novela no es la que trae en sí este inconveniente, sino la intención o la capacidad del escritor; y aquella novela histórica será más estimable, que presente los hechos con mayor imparcialidad: además de que para combatir los errores se ofrece el mismo medio a los autores que deseen defender la verdad contra la impostura.
Sin duda alguna la novela histórica ha hecho un gran servicio, y por eso se cultiva hoy en casi todos los países civilizados. Su desarrollo en la bellísima forma moderna se debe a Walter Scott, que ha hecho conocer en todo el mundo con sus encantadoras leyendas la historia de su país, antes muy ignorada. El novelista escocés no sólo ha descrito con su mágica pluma los cuadros históricos de su patria, sino también algunos de la historia de Francia, como en Quintín Durward, y otros de la poética guerra de las Cruzadas, como en el Talismán, y al mismo tiempo ha pintado las costumbres de diversas épocas con una fidelidad sorprendente. Sus obras, que obtuvieron desde luego una boga inmensa y la siguen teniendo, no sólo produjeron el resultado de difundir el conocimiento de los hechos pasados y la afición a la historia filosófica, sino también el de fundar una escuela que se apresuraron a seguir numerosos escritores de diversos pueblos.
Entre éstos se ha distinguido Alejandro Dumas, que ha vulgarizado gran parte de la historia de Francia en multitud de obras que han llegado a ser popularísimas, y por las cuales ha obtenido una reputación universal. El fecundo novelista francés también ha hecho irrupciones en la historia de otros países, y a ellas debemos su bellísima Actea, en que presenta el cuadro de la Roma antigua en tiempo de Nerón, su Agenor de Mauleon el de la mano de hierro, que pinta la época de don Pedro el I de Castilla, su Montevideo o la nueva Troya, en la cual, invadiendo nuestro continente, describe la guerra de la República Oriental del Uruguay contra Rosas, el famoso dictador de Argentina. Últimamente, su San Felice es, como él dice, «un monumento a la gloria del patriotismo napolitano», pues refiere la revolución de la república partenopea a fines del siglo pasado.
Después de él, una falange de jóvenes se ha precipitado en el mismo camino, y puede decirse muy bien que hoy apenas hay suceso notable, apenas hay secreto, apenas hay rey de Francia o noble barón antiguo, que no haya tenido su novelista, porque después de agotadas las crónicas generales de Francia, los autores han acudido a los manantiales que les ofrecían las crónicas particulares de las provincias, de las casas feudales y hasta de los castillos más pequeños. Todo se ha explotado o se sigue explotando, de modo que la vida de un hombre no sería bastante larga para leer ese cúmulo inmenso de novelas históricas.
También se ha distinguido notablemente y de ser mencionado al par que Dumas, un eminente escritor americano, Fenimore Cooper, que más semejante a Walter Scott que el escritor francés, escribió una serie de lindísimas novelas describiendo con pincel maestro la fundación de las colonias europeas en los Estados Unidos, sus guerras con las valientes tribus aborígenes, y aun algunas de las proezas de sus héroes de la independencia. Tales cuadros de Cooper sorprenden por su originalidad; han tenido extraordinario éxito en el mundo, y con razón han sido colocados al lado de los del novelista escocés.
En la actualidad florece en España un ingenio tan fecundo como Dumas, y que añade a su fecundidad la circunstancia de tener un carácter literario propio y eminentemente nacional. Queremos hablar de don Manuel Fernández y González, que ha escrito ya tantas novelas cuantas son suficientes para formar una biblioteca. Este escritor ha sabido aprovecharse de los ricos tesoros que encierra para el novelista la historia de esa poética y grandiosa España, que por sus glorias, sus monumentos y su importancia en el mundo, tiene pocas rivales. Estos tesoros aún no están agotados y tardarían mucho en agotarse todavía. Las novelas españolas están obteniendo una boga inmensa, no sólo en la península, sino en todos los países en que se habla la hermosa lengua castellana, y se traducen diariamente a él las otras lenguas, llegando hoy su turno a la historia española de llamar la atención, como la llamó ayer la francesa por medio de la novela. Fernández y González es tan popular como Walter Scotty Dumas, en las naciones hispanoamericanas particularmente, y tanto, que se da la circunstancia notable de estarse reproduciendo sus obras en los folletines de casi todos los periódicos mexicanos, y se agotan las ediciones que vienen de España. Por lo demás, justo es decir que Fernández y González ha tenido como predecesores en la novela histórica española, a Larra, a Aiguals de Izco, a Ariza, a Navarro Villoslada y a otros que produjeron pocas, pero notables obras de este género. Así, pues, España que ya ocupa el primer lugar por su obra inmortal El Quijote, ocupará uno muy distinguido también por sus novelas modernas.
En cuanto a la América española, nosotros no sabemos de otra producción más feliz que la Amalia de Mármol, cuadro palpitante y bellísimo, como todo lo que crea ese eminente poeta, de una época dolorosa para Buenos Aires, aquella de la dominación de Rosas. Esta novela rivaliza con ventaja con las mejores europeas. Últimamente se han publicado también en la América del Sur otras muchas desconocidas en México y que sería largo enumerar.
Las doctrinas sociales, todos los principios de regeneración moral y política, propiedad exclusiva antes de la tribuna, de la cátedra y del periódico, se apoderan también de la novela y la convierten en un órgano poderoso de propagación. Para no mencionar otras, ahí está la más grande novela social de nuestro siglo, Los miserables, que será leída, como dice su autor, mientras haya quienes sufran sobre la tierra. Ahí están las obras de Sue, que han preocupado fuertemente los espíritus con las cuestiones que entrañan; ahí algunas hermosísimas de Clemencia Robert, esa tierna poetisa del pueblo, que nosotros no vacilaremos en colocar al lado de Victor Hugo; ahí está La Cabaña del tío Tom, que interesó al mundo de los desgraciados esclavos y que dio impulso a la revolución abolicionista de los Estados Unidos; ahí están las obras de Balzac, de las que cada una es un estudio de la sociedad moderna con sus dolores y sus esperanzas, con sus vicios y sus virtudes.
Verdad es que en este punto hay infinidad de producciones estúpidas que desconceptúan tanto al que las escribe como al que las lee, sucediendo lo mismo en la novela moral; pero entiéndase que nosotros queremos hablar de aquellas obras en las que resplandece el talento y que encierran una intención filosófica, noble y útil, no de aquellas que pervierten el buen sentido, y unen a la frivolidad más grande, la maldad más profunda. Descartaremos, pues, de nuestra lista las historietas de Paul de Kock, de una moral equívoca, por más que sean estudios acabados de las costumbres francesas, y los infames cuentos milesios del tiempo del Directorio, del Consulado y del Imperio en Francia, producto de la disolución de costumbres que siguió a los grandes trastornos de aquella época, y uno de los cuales valió a cierto marqués de Sade un encierro en la torre de Vincennes. Así hemos descartado también de la novela histórica las desgraciadas y soporíficas leyendas del vizconde de Arlincourt, que hicieron las delicias de los ignorantes hace treinta años, y así descartemos de la novela de costumbres toda esa cáfila de cuadros disparatados de la sociedad americana, pintados por charlatanes extranjeros, y que no merecen mención, si no es para condenarlos al desprecio.
En las novelas de costumbres se necesita tan grande dosis de fina observación y de exactitud, como para las novelas históricas se necesitan instrucción y criterio. De otro modo sólo se producirán monstruosidades ridículas, que no merecerán más elogio que el risum teneatis de Horacio. Así pues, descartaremos también de las novelas de costumbres algunas del americano Maine Reid, que tiene pretensiones de imitar a Cooper, y que ha pintado a los mexicanos de un modo que ni ellos mismos se conocen.
Por igual razón condenaremos algunos cuentos estúpidos de Octavio Feré y de otros muchos que han pretendido dibujarnos, y sobre todo, esa Esposa mártir, que Pérez Escrich no ha tenido empacho en publicar y aun enviar a México hace poco, tan desdichada como todas las suyas, pero en que tiene el raro acierto de ensartar tantas necedades con respecto a nosotros, que indignarían si no hiciesen reír de buena gana.
Pero no hay duda en que los cuadros de costumbres de ese mismo Walter Scott, padre de la novela histórica, los de Carlos Dickens, los de Fernán Caballero y los de Elias Berthet, son de una verdad sorprendente y reúnen a una moralidad intachable, una gracia y una sencillez que hechizan.
El simple cuento de amores ocupa el último lugar por su importancia, y en él no deben buscarse más que elevación, verdad, sentimiento delicado y elegancia de estilo. La novela puramente amorosa debe ser un ramillete de flores que recree la vista y halague los sentidos, y que si no muestre alguna cuyo perfume sea saludable, al menos no oculte otra venenosa; debe ser una copa de sabroso licor, que si no contenga alguna medicina desleída, al menos no produzca torpe y peligrosa embriaguez que haga daño, o tósigo que cause la muerte.
En la leyenda de amores, lo confesamos, puede haber gran peligro. La juventud gusta de ella, la busca con afán y la devora sin precaución. Justamente es el tiempo en que el corazón, semejante a una flor de la mañana, se abre inocente y puro a las primeras impresiones, y las acoge y las guarda con ternura. ¡Ay de él si en vez de una brisa pura y saludable, vienen a corroer su seno las exhalaciones infectas y desecantes del pantano del mundo! El corazón se marchitará pronto, en vez de permanecer lozano y fresco por toda la vida.
Tanto mayor es el peligro cuanto que los directores de la juventud, parientes o maestros que defienden el alma joven del contacto del mundo y del vicio, no siempre son bastantes a impedir la entrada de esos pequeños libros dorados, en que se aprende demasiado pronto lo malo, y en que con el dulce néctar del sentimiento se bebe el corrosivo veneno de la duda, del desprecio al honor, juntamente con el amor al deleite sensual. Los cuadros seducen, las reticencias malignas despiertan la curiosidad, el lenguaje de la lectura embriaga, y si no se encuentra en la pasión una fuerte dosis de moralidad, el alma se extravía. No somos nosotros de aquellos que desearían la previa censura en las lecturas de la juventud, ni de esos otros que condenan la lectura novelesca por peligrosa e inútil y que se burlan de la instrucción que pueda dejar. No: nosotros comprendemos que la novela es un ejercicio útil y agradable para la imaginación, así como la música y así como el paseo y el baile son útiles a la organización física. Cuando el alma se fatiga de las tareas graves del estudio o de las enfadosas preocupaciones del trabajo físico, desea un descanso agradable, un entretenimiento inocente, y entonces la lectura de poesía o de novelas viene a ser una necesidad; y de ahí el que desde la infancia de la civilización el cuento del hogar haya sido la delicia de la familia, dando así origen a la novela tal como la vemos hoy.
Pero nosotros deseamos la moral ante todo, porque fuera de ella nada vemos útil, nada vemos que pueda llamarse verdaderamente placer; y como los sentimientos del corazón tan fácilmente pueden ser conducidos al bien individual y a la felicidad pública cuando se forman desde la adolescencia, deseamos que en todo lo que se lea en esta edad haya siempre un fondo de virtud. Lo contrario hace mal, corrompe a una generación y la hace desgraciada, o por lo menos la impulsa a cometer desaciertos que son de difícil enmienda.
El Werther de Goethe extravió muchas almas; más de un corazón puro ha debido sus desdichas a una novela de George Sand; muchos de esos libertinillos de pacota, de esos «calaveras silvestres y lampiños», como los llama Fígaro, toman sus modelos en las novelas coloradas de Pablo de Kock y van a un presidio por ello de cuando en cuando; algunas damas encopetadas han querido reproducir a Adriana de Cardoville ya La dama de las perlas, y cuando estuvo en boga La dama de las camelias, se vieron pasiones singulares, no por heroínas cuya apoteosis justifica Dumas (hijo) con el sentimiento, sino por criaturas perdidas que no valían la pena.
En el cuento de amores el ingenio puede hacer lo que se quiera; y ya que lo puede todo, ¿por qué no reunir el encanto a la moral? Las luchas del corazón no necesitan del vicio para ser interesantes. Se dirá: «Pero así es el mundo». Enhorabuena; pero ¿por qué en vez de condenar con el ridículo o con la desgracia esas negras realidades de la vida, añadirles la seducción de la poesía y el atractivo de la fortuna?
Bajo este punto de vista Walter Scott es irreprochable, y al acabar de leerse cualesquiera de sus novelas, se siente una impresión indefinible de placer.
Una nueva escuela, alemana por cierto, ha añadido todavía a la forma romanesca un atractivo más: lo fantástico: lo fantástico a que son tan inclinadas las imaginaciones del norte. Pero lo fantástico de cierta especie, no lo fantástico de los pueblos primitivos que es común a todos los países y que ha nacido del terror religioso y de la ignorancia, sino de lo fantástico ideal, sí podemos expresarnos así. Hoffmann es el padre de esta escuela, que se ha seguido en Francia y en que se han hecho débiles ensayos en España. Los cuentos de Hoffmann han adquirido gran celebridad, y nosotros no los admiramos tanto por su originalidad, como por su exquisito sentimiento.
En fin, la novela es el monumento literario del siglo XIX. Si este monumento es grandioso o indica la decadencia de la civilización, no lo sabremos decir, y tocará a las generaciones futuras declararlo; pero lo cierto es que este género, antes apenas conocido y cultivado, ha llegado hoy a su completo desarrollo, y que, Proteo de la literatura, ha aceptado todas las formas y se ha revelado a todas las inteligencias.
No concluiremos este ensayo, sin advertir que nosotros hemos considerado la novela como lectura del pueblo, y hemos juzgado su importancia no por comparación con los otros géneros literarios, sino por la influencia que ha tenido y tendrá todavía la educación de las masas. La novela es el libro de las masas. Los demás estudios, desnudos del atavío de la imaginación, y mejores por eso, sin disputa, están reservados a un círculo más inteligente y más dichoso, porque no tiene necesidad de fábulas y de poesía para sacar de ellos el provecho que desea. Quizá la novela está llamada a abrir el camino a las clases pobres para que lleguen a la altura de este círculo privilegiado y se confundan con él. Quizá la novela no es más que la iniciación del pueblo en los misterios de la civilización moderna, y la instrucción gradual que se le da para el sacerdocio del porvenir. ¡Quién sabe! El hecho es que la novela instruye y deleita a ese pobre pueblo que no tiene bibliotecas, y que aun teniéndolas, no poseería su clave; el hecho es que entretanto llega el día de la igualdad universal y mientras haya un círculo reducido de inteligencias superiores a las masas, la novela, como la canción popular, como el periodismo, como la tribuna, será un vínculo de unión con ellas, y tal vez el más fuerte.
Hemos hecho este ensayo expresamente para venir a parar a la novela de nuestro país. Como se ve desde luego, estamos en la infancia en el cultivo de este ramo de la literatura. Sin embargo, algunos ingenios, aunque muy pocos, han abierto ya el camino, y debe mencionarse en primer lugar a don Joaquín Fernández de Lizardi, que tan popular es en México, bajo el seudónimo de el Pensador Mexicano, cuyas obras son sin duda las más conocidas de nuestro pueblo, y a quien puede llamarse con razón el patriarca de la novela mexicana.
La más famosa de esas obras es El Periquillo, de la cual es inútil hacer un análisis, porque puede asegurarse, sin exageración, que no hay un mexicano que no la conozca, aunque no sea más que por las alusiones que hacen frecuentemente a ella nuestras gentes del pueblo, por los apodos que hizo célebres, y por las narraciones que andan en boca de todo el mundo. Lo que sí diremos, es que el Pensador se anticipó a Sue en el estudio de los misterios sociales, y que profundo y sagaz observador, aunque no dotado de una instrucción adelantada, penetró con su héroe en todas partes, para examinar las virtudes y los vicios de la sociedad mexicana, y para pintarla como era ella a principios de este siglo, en un cuadro palpitante, lleno de verdad y completo, al grado de tener pocos que le igualen.
El Pensador vivía en una época de fanatismo y de suspicacia, en que cualquier arranque atrevido, cualquiera idea de libertad, cualquier pensamiento de innovación costaba caro. Era el tiempo todavía de los virreyes y de la inquisición, y sin embargo, su novela es una sátira terrible contra aquella sociedad atrasada e ignorante, contra aquel fanatismo, contra aquella esclavitud, contra aquella degradación del pueblo, contra aquella educación viciosa y enfermiza, contra aquellos vicios que hubieran consumido la savia de esta nación joven, si no hubiese venido a vigorizarla el sacudimiento de la Revolución.
El novelista, como un anatómico, muestra las llagas de las clases pobres y de las clases privilegiadas, revela con un valor extraordinario los vicios del clero, muestra los estragos del fanatismo religioso y las nulidades de la administración colonial, caricaturiza a los falsos sabios de aquella época y ataca la enseñanza mezquina que se daba entonces; entra a los conventos, y sale indignado a revelar sus misterios repugnantes; entra a los tribunales, y sale a condenar su venalidad y su ignorancia; entra a las cárceles, y sale aterrado de aquel pandemónium, del que la justicia pensaba hacer un castigo arrojando a los criminales en él, y del que ellos habían hecho una sentina infame de vicios; sale a los pueblos y se espanta de su barbarie; cruza los caminos y los bosques y se encuentra con bandidos que causan espanto; por último, desciende a las masas del pueblo infeliz, y compadece su miseria y le consuela en sus pesares, haciéndole entrever una esperanza de mejor suerte, y se identifica con él en sus dolores y llora con él en su sufrimiento y en su abyección.
El Pensador es un apóstol del pueblo, y por eso éste le ama todavía con ternura y venera su memoria, como la memoria de un amigo querido. Su moralidad es intachable, y era con el acento de la verdad y de la virtud con el que moralizaba y consolaba a los desgraciados y condenaba a los criminales. Aquella obra debía atraerle atroces persecuciones; y en efecto, el fanatismo religioso le lanzó sus anatemas, y la tiranía política le hizo sentar en el banquillo del acusado. Sufrió mucho, comió el pan del pueblo regado con las lágrimas de la miseria, y bajó a la tumba oscurecido y pobre, pero con la aureola santa de los mártires de la libertad y del progreso, y con la conciencia de los que han cumplido una misión bendita sobre la tierra. Sobre su tumba ignorada no va el pueblo a depositar coronas votivas, ni un triste ciprés la marca a la ternura de los infelices; pero ellos le consagran un altar en su corazón, y la inocente alegría que les causa, aún ahora, aquel preciso libro, en un tributo que se ofrece, mezclado con suspiros, al recuerdo de su bondad.
Si algo puede tacharse al Pensador, es su estilo, que sea intencionalmente o porque no pudo usar otro, es vulgar, lleno de alocuciones bajas y de alusiones no siempre escogidas. Pero ciertamente, si hubiese usado otro, ni el pueblo le habría comprendido tan bien, ni habría podido retratar fielmente las escenas de la vida mexicana. Este reproche del estilo que le han dirigido críticos poco profundos, queda desvanecido desde que vemos a autores afamados como Victor Hugo y Eugenio Sue, hacer hablar a sus personajes el argot del populacho más bajo de París; y ya se sabe que Los misterios de París y Los miserables son obras que ocupan el primer lugar en la literatura contemporánea. Evidentemente éste, lejos de ser un defecto, es una cualidad, porque retrata fielmente las costumbres. El «lépero», la «china», el «bandido», y aun el «currutaco», el «estudiante», y las «damas» de entonces, no podían hablar el lenguaje del petimetre de hoy, ni el de las damas de nuestra aristocracia, ni el de los hombres instruidos de la actualidad.
En cuanto a la forma de El Periquillo, no puede acusarse al Pensador de no haberla hecho más elegante. Él no tenía más que los modelos antiguos que imitar y los imitó cuanto pudo. El Periquillo está modelado en El Quijote, en Rinconete y Cortadillo; en El Pícaro Guzmán de Alfarache, en el Lazarillo de Tormes, en El Gran tacaño y en el Gil Blas, por ejemplo. Las aventuras del héroe están narradas con método y conservan su interés hasta el fin, como las del Gil Blas, con el que tiene mayor semejanza.
Ésta fue la primera novela nacional. Nosotros omitimos aquí el análisis de las demás obras del Pensador, que tienen el mismo estilo y la misma intención filosófica. Después vinieron algunos juguetes de Villavicencio, más conocido con el nombre del Payo del Rosario, otro escritor demócrata y mártir de sus ideas; pero ellos, más bien que la forma romanesca, revestían la forma de sátira política.
Hubo un paréntesis de largo tiempo. Nuestros antepasados de hace cuarenta años condenaban la novela sin oírla, y le cerraban sus puertas con el mismo terror que a la peste. Por otra parte, el movimiento literario era nulo, y todo se consagraba a las áridas cuestiones de la política.
La primera época de entusiasmo literario reapareció, por fin; y un joven, entonces consagrado con ardor a la bella literatura y notable por su talento, por su fina observación y por los conocimientos adquiridos en sus viajes y en sus estudios de las obras extranjeras, fue el nuevo autor. Llamábase este don Manuel Payno, y la nueva producción El fistol del diablo. Tuvo una popularidad merecida, porque era también un estudio de la sociedad mexicana, ya un poco diferente de aquella que pintó el Pensador, aunque es necesario decir que como las costumbres no se cambian como una decoración teatral, aun ahora mismo viven muchos tipos de El Periquillo, y aún no desaparecen completamente las costumbres ni el lenguaje popular de aquella época.
Pero Manuel Payno tenía mayor instrucción que Lizardi: la literatura extranjera, y particularmente la francesa, había penetrado en nuestro país. El fistol tuvo una forma más elegante; su estilo era florido, ameno y escogido; el gusto de las frases, en las escenas de amor y en los tipos, revelaba desde luego al hombre fino y que frecuentaba la mejor sociedad, al poeta lleno de sensibilidad y de ternura, al discípulo de una escuela literaria elegante y al hombre de mundo. Se leyó con avidez esta novela, y aun se tuvo una gran ansiedad cuando el autor la suspendió al fin, dilatando la publicación del desenlace.
Ésta no fue la única novela de Payno; a ella siguieron pequeñas leyendas, todas graciosas e interesantes, y cuyo único defecto era ser demasiado pequeñas.
Después de Payno hubo otro paréntesis, hasta que Fernando Orozco y Berra publicó su Guerra de 30 años, novela bellísima, original, escéptica, sentida, que respira voluptuosidad y tristeza, y que es la pintura fiel de las impresiones de un corazón corroído por el desengaño y por la duda, y que había entrado en el mundo, ávido de amor y de goces. Nosotros pondríamos por epígrafe al libro de Orozco, esta quintilla de Enrique Gil.
¡Ay del corazón del niño
que se abrió sin vacilar,
sin reserva y sin aliño,
pidiendo al mundo cariño,
y no lo pudo encontrar!
La guerra de 30 años es la historia de un corazón enfermo; pero es también la historia de todos los corazones apasionados y no comprendidos. Fernando Orozco fue muy desgraciado; murió joven y repentinamente, poco después de la publicación de su novela, que es la historia de su vida. Los personajes que en ella retrata, vivían entonces, algunos viven aún, y los jóvenes, a quienes su narración interesó en alto grado, hacían romerías para ir a conocer a aquella ingrata Serafina que fue la negra deidad de sus amores.
Fernando Orozco tiene una extraña semejanza con Alphonse Karr, y hasta la forma loca y original de La guerra de 30 años es la misma que la de Bajo los tilos de aquél, que según la carta final, es también la historia de sus pesares. Leyendo ambas novelas se sorprende uno de su analogía.
Después de Fernando Orozco hubo nuevo paréntesis hasta Florencio María del Castillo, el pobre mártir de Ulúa, cuya memoria nos es tan querida. Era casi nuestro hermano, y al nombrarle y al hablar de sus obras, se conmueve nuestra alma al recuerdo de aquellos días de la juventud que pasamos juntos, soñando y hablando como sueñan y hablan dos seres a quienes une la fraternidad del amor a la gloria, de la poesía y de la juventud y de la desgracia.
Florencio del Castillo es, sin duda, el novelista de más sentimiento que ha tenido México, y como era además un pensador profundo, estaba llamado a crear aquí la novela social. Sus pequeñas y hermosísimas leyendas de amores son la revelación de su genio y de su carácter. En esas leyendas no se sabe qué admirar más, si la belleza acabada de los tipos, o el estudio de los caracteres, o la exquisita ternura que rebosa de sus amores, siempre púdicos, siempre elevados, o bien el estilo elegante y fluido del diálogo; o la verdad de las descripciones, que son como fotografías de la vida en México.
Cada una de sus heroínas es un ángel de bondad y de dulzura, porque Florencio pensó, y con razón, que para hacer amar la virtud a la mujer, no era preciso calumniar a ésta, sino por el contrario, iluminarla con los rayos del sentimiento, poetizarla, hacerla divina. Así, en sus leyendas no se ve a una sola de esas mujeres extraviadas, violentas, imperiosas, ulceradas por los vicios y aborrecibles; ninguno de esos ejemplares de mujer maldiciente y procaz, que van vertiendo por dondequiera el veneno de su corazón, haciéndose semejantes a las víboras por la fetidez del aliento de su alma. No: Florencio era demasiado delicado para levantar del lodo a esos reptiles y mostrarlos a la sociedad, que harto los conoce, y vuelve el rostro con repugnancia al encontrarlos.
Las heroínas de Florencio son jóvenes virtuosas, apasionadas, melancólicas con esa melancolía que hace llorar y no aborrecer al mundo, con esa melancolía que da dulzura al alma de la mujer, como la blanda luz de la luna da un color suave a su semblante. Ellas aman y sufren, y luchan y lloran en silencio; pero jamás se desesperan, jamás se sublevan contra el destino, jamás sucumben vergonzosamente, jamás se hunden en la perdición. En esas vírgenes pálidas y enamoradas cree uno ver ángeles, y se adivinan tras de ellas las alas de la inocencia plegadas por la resignación y el dolor, pero dispuestas a abrirse para remontar al cielo. Florencio tampoco ha ido a buscarlas en los palacios de los grandes de la tierra; no: quizá pensó que allí el lujo y el bienestar endurecen el corazón y sólo despiertan los sentidos. Generalmente las encontró entre las clases pobres, entre los que sufren, entre los que no tienen más goces que los del amor casto y sincero. ¡Así como estas mártires de la desigualdad social, nos figuramos nosotros a aquellas mártires de la fe religiosa, a quienes la admiración de los primeros cristianos colocó junto al trono de Dios en el cielo y sobre los altares en la tierra! Los perfiles que dio Florencio a sus vírgenes, son los mismos que dio Rafael a las suyas, embelleciendo el tipo moral como éste embelleció el tipo físico.
Por lo demás, Florencio es un poeta en la extensión de la palabra; pero un poeta melancólico. Nadie como él supo, con sus novelas, conmover tanto y dejar una impresión de honda tristeza, porque ése es el carácter de su poesía. Sus leyendas no concluyen en matrimonio, ni en abrazos, ni en agradables sorpresas; todas ellas se desenlazan dolorosamente como los poemas de Byron; pero diferenciándose del poeta inglés en que la desdicha de sus héroes no produce desesperación, ni deja en el alma las tinieblas de la duda, sino simplemente una tristeza resignada, porque Florencio no era escéptico.
En ternura y en pasión, las novelas de Florencio pueden rivalizar con Pablo y Virginia, pueden rivalizar con Werther, llevando a ésta la ventaja de la moralidad; pueden compararse con la Grazziella o con el Rafael, de Lamartine, aventajándoles también en el estudio social y en la intención y por estas razones pueden compararse con algunas de las creaciones de Balzac.
En esto no exageramos; otros más autorizados que nosotros han hecho las mismas observaciones ya, y nosotros no somos más que el órgano de la opinión general de los inteligentes.
Tales son esas bellísimas leyendas del escritor republicano que murió mártir de su fe. Son varias, y se intitulan: «El cerebro y el corazón», «La corona de azucenas», «¡Hasta el cielo!», «Dolores ocultos», «La hermana de los ángeles». Ellas, menos la última, se publicaron en una elegante edición, precedida de un hermosísimo prólogo de Guillermo Prieto, y se han reimpreso varias veces. «La hermana de los ángeles» apareció después.
Para nosotros cada una de estas novelitas es un ramillete de azucenas y de cinerarias, ofrecidas por la mano de un apóstol o de un mártir.
Muy poco después, Pantaleón Tovar publicó sus Ironías de la vida, novela de costumbres populares y que entraña también el estudio social. Tovar concibió un plan vastísimo y lo modeló según la famosa novela de Sue, Los misterios de París, que entonces estaba en boga. Para desarrollarlo se consagró al estudio de las costumbres y aun al lenguaje especial del argot de nuestro populacho, que es tan abundante en locuciones extrañas y en palabras convencionales, como el argot parisiense y como el caló de los gitanos. Además, el autor tuvo que penetrar en todas las clases de la sociedad para examinarlas detenidamente, y que violar los misterios clericales que entonces entraban por mucho en la vida de nuestro pueblo. Con todos estos datos, Tovar escribió su novela, que se leyó mucho; pero Tovar es inconstante y se fatiga pronto en sus tareas literarias. Además, su alma parece devorada por un tedio incurable; ha sufrido mucho, y todas sus obras se resienten de una tristeza amarga que revela cierto desfallecimiento. La idea de su novela quedó trunca, y como él ha sido arrastrado también por el huracán de la política, y parece haberse retirado de la arena literaria al terreno prosaico de los guarismos, difícilmente la llevará a cabo.
Pasó el gobierno del general Arista, luego la dictadura de Santa Anna; la literatura tuvo otro de sus periodos de mutismo frecuentes, y durante la administración del general Comonfort volvió a dar señales de vida a la sombra de una paz que duró ¡ay! muy poco tiempo.
Entonces dos jóvenes aparecieron escribiendo novelas: Juan Díaz Covarrubias y José Rivera y Río.
Las del primero también son ensayos de estudios sociales, y salieron a luz bajo diferentes formas, llamándose Impresiones y sentimientos, La clase media, El diablo en México y Gil Gómez el insurgente, que parece una leyenda histórica. El carácter literario del joven mártir de Tacubaya es bien conocido para que nos detengamos a analizarle. Aquella vaga tristeza, que no parecía sino el sentimiento agorero de su trágica y prematura muerte, aquella inquietud de un alma que no cabía en su estrecho límite humano, aquella sublevación instintiva contra una sociedad viciosa que al fin había de acabar por sacrificarle, aquella sibila de dolor que se agitaba en su espíritu pronunciando quién sabe qué oráculos siniestros, aquella pasión ardiente y vigorosa que se desbordaba como lava encendida de su corazón: he aquí la poesía de Juan Díaz Covarrubias, he aquí sus novelas.
Hay en su estilo y en la expresión de sus dolores precoces grande analogía entre este joven y Fernando Orozco. Hay en sus infortunios quiméricos como un presentimiento de su horrible martirio, y por eso lo que entonces parecía exagerado, lo que entonces parecía producción de una escuela enfermiza y loca, hoy parece justificado completamente. Juan Díaz, como Florencio del Castillo, amaba al pueblo, pues se sacrificó por él; tenía una bondad inmensa, un corazón de niño y una imaginación volcánica, y todo esto se refleja en sus versos y en sus novelas, en cuya lectura cree ver uno de esos proscritos de la sociedad que arrastran penosamente una vida de miseria y de lágrimas, y no a un joven estudiante de porvenir, bien recibido en la sociedad y llevando una vida cómoda y agradable, como realmente era. En sus versos, Díaz habla de sus desdichas como Gilbert, como Rodríguez Galván y como Abigaíl Lozano. En sus novelas es dolorido y triste como un desterrado o como un paria.
¡El numen de la muerte le inspiraba, y todas estas quejas eran exhaladas con anticipación, para ir a morir repentinamente y en silencio en el Gólgota de Tacubaya!
José Rivera y Río, ya conocido por sus bellas composiciones poéticas, como Díaz Covarrubias, también publicó varias novelas sociales. Rivera y Río es tan original en su poesía como en su composición romanesca. Joven, precoz, apasionado, vehemente, con un gran corazón y un alma ávida de todas las emociones, con una naturaleza sensual y delicada, aspirando con voluptuosidad el perfume de las rosas de su juventud; pero irritándose al contacto de las espinas, este poeta es la expresión de esa juventud fogosa e impaciente, de esa falange del porvenir para la que el reposo es la muerte, para la que el obstáculo es el imposible.
Rivera y Río sueña con su ideal, sonríe acariciándolo en su imaginación; pero cuando baja los ojos hacia la prosa de la vida y lo encuentra irrealizable, se indigna, se entristece y se rompe la frente calenturienta contra el muro de la maldad o de la estupidez. De aquí ha venido que su carácter sea una rara mezcla de fe y de escepticismo, de ternura y de odio, de goce y de tormento. Su lira tiene transiciones increíbles; ya suena dulce y melancólica como el laúd de un trovador de la Edad Media, ya cambiando de súbito, produce notas vibrantes, roncas y terribles, como la cítara de un profeta antiguo arrebatado por la cólera.
Hay además, que Rivera y Río abriga un fondo de honradez austera e intolerante. Él no transige con el vicio, no puede ni siquiera disimular su indignación en su presencia; le persigue, le vapula, le maldice, y cuando le ve triunfante, no se da por vencido; lucha con él, le escupe, y derrama lágrimas de despecho por no poder aniquilarle. Demócrata por organización, ama al pueblo, el pueblo es su culto, y desea para él una órbita inmensa de libertades y de goces, como todos los liberales; pero cuando ve que esa hora sublime de redención no llega todavía, sufre y se desespera. Tal es Rivera y Río como poeta; tal es también como novelista. Si sus versos salen de su boca como un rugido de la tempestad, su novela es una invectiva social. El nombre sólo de una de sus leyendas indicará sus teorías. Fatalidad y providencia se llama esa serie de cuadros llenos de sentimiento y de tristeza, pero que a veces aparecen iluminados por relámpagos de cólera y de duda. Su estilo es fluido y enérgico; a veces tierno hasta la dulzura, a veces incisivo hasta hacer mal: vehemente las más veces, elegante siempre. Si Rivera y Río nos perdonara una libertad, le aconsejaríamos que se consagrase a la novela. Él produciría obras que podrían rivalizar con las de Federico Soulié, porque tiene su mismo carácter.
Hemos colocado en este tiempo el lugar de las novelas de Rivera y Río, que no se publicaron sino hasta 1861, porque su plan fue concebido entonces y porque él perteneció a esa época de renacimiento literario.
Pasó la administración de Comonfort y volvió a atrasarlo todo la guerra, esa guerra fatal que ha pesado sobre este país como una maldición, y que ha cegado las fuentes de su riqueza material, así como ha paralizado su movimiento intelectual.
El gobierno progresista triunfó, y a su advenimiento a México, la política siguió agitando todas las almas, la guerra civil rugiendo amenazadora, y la bella literatura no pudo florecer sino penosamente.
La novela, sin embargo, volvió a aparecer con su color de actualidad y con su estudio contemporáneo. Un escritor instruido, fuera ya de la edad de la juventud y con una larga experiencia del mundo fue el nuevo autor. Don Nicolás Pizarro Suárez había concluido y rejuvenecido su Monedero, y había escrito nuevamente su Coqueta, dos novelas que llamaron mucho la atención y que se leyeron con avidez.
Decimos que había rejuvenecido su El monedero, porque recordamos que cuando muy jóvenes y haciendo todavía nuestros estudios de latinidad, esta novela apenas comenzada, nos produjo agradable distracción en los ratos de ocio del colegio.
Pero Pizarro no la concluyó entonces o no la popularizó, y nosotros no leímos su desenlace; de modo que en 1862, cuando su autor tuvo la bondad de regalarnos sus obras, nos pareció nueva enteramente.
El monedero es una novela social y filosófica en la extensión de la palabra. No sólo es un estudio de las costumbres, de las necesidades y de los vicios de la sociedad, sino un proyecto de reforma, un monumento filosófico elevado al amor del pueblo y propuesto a la consideración de los hombres pensadores para mejorar la educación y la suerte de las clases desgraciadas.
En esta obra, el amor es el atavío, es el color, es el perfume; pero el fondo es un asunto de mayor importancia. Es el socialismo en su aplicación práctica en nuestro país, es la teoría del falansterio, no enseñada especulativamente por Victor Considérant, sino desleída con habilidad en una hermosa leyenda de amor, y de tal modo presentada, que no puede menos que convencer y tentar. Por lo demás, en la teoría de Pizarro nada hay de utopía, nada hay que choque contra los intereses establecidos y contra los principios tradicionales. Él tuvo cuidado de apartar todo lo que pudiera ser trastornador e impracticable; él crea sin destruir, él da sin quitar, él derrama la felicidad sobre el proletariado sin hacer derramar lágrimas a nadie. El autor, hombre de una alma llena de ternura y de benevolencia, ha sabido dar tal prestigio a estas creaciones de su imaginación, que cuando se lee su obra, se siente una impresión dulcísima de consuelo y de bienestar. Todo el libro está sembrado de máximas del evangelio de Jesús, y de máximas de ese evangelio divino también y dulce de la democracia. Hay un sacerdote en El monedero, en cuyo tipo Pizarro se adelantó a Victor Hugo en su monseñor Myriel. En su teoría de asociación, todavía hay más posibilidad práctica que en la teoría que presenta Eugenio Sue en su Martín el expósito. En suma, es harto consolador el leer un libro como éste, en una época y en una sociedad en que los predicadores del amor al pueblo nada hacen por su verdadera dicha, sino que por el contrario, se apresuran a esquilmarle y a apartarse de él para saborear a sus solas los goces de una riqueza improvisada.
El monedero es además notable por su moralidad; tiene descripciones bellísimas y verdaderas de nuestras montañas, de nuestros pueblecitos, de nuestras ciudades: sobre todo, aquella de la gruta de Cacahuamilpa es preciosa. Tiene cuadros de gran interés histórico, como el de la llegada del ejército americano a México y otros que sería largo enumerar. Destruye muchas preocupaciones, y sobre todo, se distingue el autor por su conocimiento de la raza indígena, a la que profesa singular afecto.
Sin duda alguna, el plan de Pizarro es vastísimo y lo desarrolló con maestría, tocando infinitas cuestiones, abriendo diversos caminos de estudio a la juventud, penetrando en todas las clases sociales, pintando al vivo sus costumbres y sus aspiraciones, y desenlazando al fin su fábula romanesca de un modo conmovedor y tierno, con el triunfo de la virtud, que deja en los corazones una impresión grata.
Su novela La coqueta es de menor importancia. Es un cuento de amores; pero también es la fisiología del corazón de la mujer casquivana de nuestro país. Esta leyenda es un cuadro lleno de frescura y de sentimiento en que las situaciones interesan, en que el colorido seduce y en que la virtud resplandece siempre con el brillo de la victoria.
Ahora nos preguntamos después de repasar en nuestra memoria esas leyendas, ¿por qué razón estos autores se han limitado a publicar una o dos solamente? ¿Es que acaso carecen de asuntos? Es imposible. ¿El desaliento arranca la pluma de sus manos? Pero ¿por qué no la retiene el deseo de instruir al pueblo y de vindicar a su país calumniado? Porque presentar a nuestro pueblo, tal como es, no sólo debe ser la misión del periodista y del historiador, sino del novelista, que tiene la ventaja de disponer de un terreno más amplio para sus cuadros y sus defensas.
¿Quieren consentir en que algunos ignorantes novelistas de ultramar derramen en el mundo civilizado sus absurdas consejas sobre nosotros, y lo que es peor, sus negras calumnias, que pasarán por verdades si los mexicanos no las desmienten con sus obras más dignas de crédito?
Acaba de publicarse, por ejemplo, La esposa mártir, de Pérez Escrich, acerca de la cual hicimos ya una indicación. Pues bien, la tal Esposa mártir del autor del Cura de aldea, es un tejido de disparates a que viene a dar realce esa ternura afectada y empalagosa y ese estilo soporífero que caracterizan las obras de este autor.
La esposa mártir tiene lindezas como éstas: don Ángel Guerra llega a la república mexicana y entra por el puerto del «Callado» (¿eh?). Después se dirige a México, deja su fragata fondeada en «Puebla de los Ángeles» (¿qué tal?). Se aloja en casa de un amigo, que tiene un jardín cuya verja está bañada por el lago de «Santa Fe», de manera que desde allí puede embarcarse para atravesar el lago. El amigo le invita para dar un paseo no muy lejos al «río Gila». Hay un general mexicano que viste chaqueta de «terciopelo azul», que llama a sus ayudantes a pistoletazos y que manda fusilar a un enemigo suyo español, después de almorzar con él. (Ésta es una anécdota de las guerras de Argentina, contadas por Dumas y plagiada por Escrich.) Hay, en fin, otras curiosidades que honran mucho a la universidad en que Escrich estudió geografía, si es que la estudió. Increíble parece que un novelista de alguna nombradía y que escribe acerca de lo que se llamó Nueva España, incurra en semejantes dislates. Pues en esta parte, a nuestro Mateos no podrá hacerse semejante reproche jamás, porque aunque no ha viajado por Europa, sus descripciones de algunos edificios y lugares de allá son de una exactitud fotográfica, porque se ha tomado la pena de estudiar y de consultar.
Del mismo modo que Escrich, han incurrido otros autores extranjeros en crasos errores respecto de México, como Fernández y González y como esa turba de escritorcillos franceses y yankees que han dado a luz con gran frescura, sus Escenas de la vida mexicana, sus Impresiones en México, etcétera, etcétera, en forma, ya sea de narraciones de viaje o de leyendas. Por todo lo cual se hace preciso que nosotros nos anticipemos a cultivar la novela nacional.
Con Pizarro se cierra la serie de novelistas anteriores a nuestra última guerra con la Francia y el imperio. Durante ésta, se publicaron en París por la casa de Rosa y Bouret y vinieron a México las dos primeras novelas de José María Ramírez, y una de Juan Pablo de los Ríos, intitulada El oficial mayor. La última es un cuadro de costumbres bien dibujado y lleno de sentimiento. Juan Pablo de los Ríos es un joven que ha probado todas las dulzuras de la vida y todas sus amarguras. Sujeto a las duras pruebas de una suerte ingrata, la sufre con resignación y busca en el trabajo y en el amor de la familia los consuelos que su corazón angustiado necesita. Conocedor de nuestra sociedad, en aptitud por su posición anterior de conocer sus misterios y sus costumbres, aun en las clases elevadas, él ha podido presentar tipos exactos que le eran familiares; y el Oficial mayor, que es ya conocido en las Américas españolas, podrá dar una idea verdadera de nuestras cosas. Nosotros desearíamos que este joven autor se consagrase al estudio de buenos modelos, que cultivara asiduamente la literatura, porque podía darnos en lo sucesivo ventajosas pruebas de su talento.
En cuanto a las obras de José María Ramírez, como todas tienen un carácter especial, las analizaremos al tratar de Una rosa y un harapo, que pertenece a este tiempo.
Después del triunfo de la república, la literatura renace otra vez, y algunos escritores, movidos sin duda por las razones arriba expresadas, emprenden ya publicaciones importantes. De ellas vamos a hablar en la sección siguiente, y damos aquí un respiro a nuestros lectores, fatigados ya con tan larga revista.
IV
La primera obra romanesca que se halla en esta última época, es decir, después del imperio, es El cerro de las Campanas, de don Juan A. Mateos, joven literato ya muy conocido como poeta lírico y como poeta dramático, y que ocupa un lugar ventajoso en el mundo de las bellas letras.
No vamos a hacer aquí el análisis de sus obras, que son ya numerosas; ésta es tarea que emprenderemos más tarde y en nuestras revistas posteriores, cuando hagamos estudios sobre nuestros poetas nacionales.
Hoy sólo mencionaremos su novela que acaba de terminarse y que ha sido muy bien recibida por el público, al grado de sobrepujar el número de suscriptores a lo que había esperado el autor, que se ha visto obligado a hacer segunda edición de sus primeras entregas. Esto ha sido un acontecimiento en nuestra literatura, porque se ve bien claro que comienza a ser protegida de una manera eficaz, y que el talento no tiene ya por toda expectativa la indigencia y el olvido. La avidez de lectura que hay ya en el pueblo, va a ser satisfecha con obras nacionales, y la protección dejará de otorgarse exclusivamente a las novelas españolas o francesas. Mateos ha abierto este camino, y su buena suerte en él va a servir de estímulo a muchos. De todos modos, él tiene el mérito de haberse arriesgado a atravesar un mar desconocido, en el que pilotos menos felices habían acabado por naufragar.
El cerro de las Campanas es una novela histórica y de actualidad. Ella ha venido a satisfacer un deseo general expresado con impaciencia. Una guerra tremenda acaba de pasar. El país ha sido agitado por una serie de acontecimientos, cuya grandeza puede medirse por la atención profunda con que los pueblos todos de la tierra han seguido su marcha, haciéndoles apreciar debidamente el carácter de México, antes tan desconocido o desfigurado.
Pues bien: estos acontecimientos grandiosos y terribles, «en los que la catástrofe ha sido decisiva y ruidosa, y en los que todo ha marchado como en un drama antiguo, hacia un fin sangriento y hacia un desenlace bastante memorable para servir de eterna lección a la historia», como dice Prevost-Paradol en su prefacio a la obra de M. Keratry sobre Maximiliano, no han sido recogidos todavía ni consignados de una manera que satisfaga las exigencias de la curiosidad pública. Publicaciones históricas, informes o mutiladas, son las únicas que han podido hacerse dominando siempre en ellas el espíritu oficial, ya sea de nuestra parte o ya de la parte de los enemigos de México. Una historia filosófica falta, y quizá no es el tiempo de hacerla todavía; lo único que en semejantes circunstancias suele suplir la falta de la historia, a saber, la crónica, también ha sido descuidada, y las narraciones personales, juntamente con algunas tiras de periódicos que recogen los curiosos, es lo único que puede dar una idea imperfecta de esta guerra de México, tan notable por sus causas, tan interesante por sus peripecias y tan asombrosa por su término.
El pueblo tenía necesidad de una lectura cualquiera, en que se hubiesen compaginado los hechos memorables que acaban de tener lugar; el pueblo deseaba saber lo que había pasado en todos los ámbitos de la república, quería conocer personalmente a sus defensores y a sus enemigos, sus glorias y sus infortunios.
Mateos resolvió proveer a esta necesidad por medio de una lectura romanesca, en que a la fábula de su invención estuviesen mezclados los relatos de los principales acontecimientos del drama mexicano. No creyó hacer la historia, sino formar un bosquejo; no fue su intención dirigirse a los pensadores que recogen datos para escribir la historia del mundo, sino dirigirse a las masas del pueblo para coordinar sus recuerdos y sus indagaciones; de modo que su obra no tiene pretensiones de ninguna clase; es una lectura popular y nada más. El amor allí es casi un episodio; es la cadena que une las fechas históricas, es el camino de flores o de espinas que va conduciendo, con rectitud a veces y a veces tortuosamente, todos los lugares consagrados por la gloria o por la desgracia, y que comienza en México en 1863 y concluye en Querétaro en 1867.
El cerro de las Campanas es el título de esta novela, y él por sí solo significa el pensamiento del autor. Quizás en la narración hay vacíos, quizá la unidad de la trama romanesca no se haya prestado a abrazarlos todos. La historia de nuestra guerra nacional no es cosa que se pueda encerrar en un libro como éste. Muchos se necesitan para completarla, y pasarán largos años antes de que pueda decirse «nada falta». Pero El cerro de las Campanas es la sinopsis, es el embrión, es el bosquejo; y el pueblo tiene ya dónde buscar una efeméride, dónde encontrar un retrato, donde justificar un recuerdo; y el extranjero que ignore nuestras cosas, podrá formarse idea de ellas por esa narración, en que se ha unido a un estilo dramático y pintoresco, un fondo de patriotismo exaltado.
No hablaremos de su estilo, de su trama ni de su desenlace, porque apenas hay quien no conozca la novela de Mateos, que ha entrado lo mismo al estudio del literato que al humilde cuarto del menestral. Sólo diremos que ha sido universalmente bien acogida y que ha producido a su autor regular recompensa. Gracias a Dios que los afanes del literato ya no recogen en este país sólo el olvido y el menosprecio por premio de sus tareas. Mateos, animado por este buen éxito, continúa en sus trabajos y va a publicar otra novela de actualidad, histórica también y de la que hablaremos en nuestra próxima revista, cuando la hayamos leído ya.
Apenas comenzado a publicar El cerro de las Campanas, el general Riva Palacio anunció y publicó también una novela histórica, con el título de Calvario y Tabor, en la primera página de la cual escribimos nosotros algunas líneas pálidas para expresar el pensamiento del autor, pero en que hacíamos una indicación sobre su objeto. El general Riva Palacio, ventajosamente conocido también como poeta lírico, como poeta dramático, y como jurisconsulto, agrega a estas circunstancias la muy atendible de haber sido uno de nuestros héroes más ilustres, uno de nuestros caudillos más ameritados en la guerra que acaba de pasar, y cuyas aventuras militares se prestan, como pocas, a la composición romanesca, coincidiendo en esto con su abuelo, el inmortal general Guerrero, cuyo nombre es conocido ya en todo el mundo por sus proezas y su grandeza de alma en la primera guerra de Independencia.
El caudillo popular y querido, retirado al hogar doméstico después de la azarosa campaña en que no ha descansado, quiso glorificar al humilde y buen soldado del pueblo que le había acompañado tanto tiempo, y recoger en una leyenda las gloriosas páginas de sus recuerdos de guerra, para satisfacer los deseos de un corazón agradecido y para eternizar tantas gloriosas hazañas que sin él corrían peligro de olvidarse pronto, privando a la historia nacional de tantos motivos de legítimo orgullo.
Calvario y Tabor es la historia de la guerra en el centro de la república, es la epopeya de esos hombres titánicos, que se mantuvieron a las puertas de la capital del «imperio» sin alejarse nunca, sin desmayar ni doblegarse, haciendo frente al ejército francés; rodeados de enemigos, defendiendo la bandera nacional, aislados y sin esperanzas, pero con la sublime fe del patriotismo que ve en la desventura la grandeza y en el patíbulo la victoria.
Grupo de soldados hambrientos, desnudos, abandonados, cuya cabeza estaba puesta a precio, que no podían ni reclinarla tranquilamente sino que estaban obligados a hacer del insomnio el guardián de su existencia amenazada; viviendo en los bosques y en las serranías, armándose y equipándose con los despojos de sus enemigos, combatiendo sin cesar para poder vivir: he aquí lo que fue ese ejército del centro, cuya epopeya es la poética leyenda de Riva Palacio.
Esta obra se recomienda por más de una cualidad. Fluidez de estilo, en que se une a la elegancia la sencillez; verdad en las descripciones de lugares desconocidos en la república, como los de la costa del sur y la tierra caliente de Michoacán, escenas patéticas y terribles, como el envenenamiento de toda una división; exquisita ternura en sus episodios de amor, fraseología llena de sentimiento en sus galanes y en sus niñas enamoradas; todo esto hace de Calvario y Tabor una novela encantadora.
También Riva Palacio ha sido saludado con entusiasmo por el público cuando le ha visto pisar el campo de la invención novelesca. Natural era que la obra de un hombre tan conocido y tan querido del pueblo fuese recibida con aplauso. Las suscripciones fueron numerosas, y la utilidad que obtuvo fue igual a la que consiguió Mateos. Lo mismo que éste, Riva Palacio publica ya otra novela histórica que también analizaremos después, intitulada: Monja y casada, virgen y mártir, cuyo argumento está sacado de los archivos de la inquisición de México. El público corre a suscribirse, y la leyenda mexicana sustituye en el amor de nuestros compatriotas a la novela de Fernández y González y a la, hasta aquí mimada, novela francesa.
Una rosa y un harapo es una novela original de un joven también original, don José María Ramírez, ya conocido, lo mismo que los anteriores, por sus composiciones poéticas y por otras novelas que ha publicado en la época anterior la casa de Rosa y Bouret de París.
José María Ramírez comenzó a formar su reputación desde que era estudiante, en el colegio de San Ildefonso, y todos sus jóvenes amigos le dieron el apodo cariñoso de Viejo, quizás a causa de su circunspección precoz, o de su aspecto que no revela juventud. El caso es que con todo este aspecto y esta seriedad, Ramírez empezó a escribir versos eróticos llenos de ternura y de vehemencia, y leyendas sentimentales, erizadas de pensamientos filosóficos y nuevos. La atención pública se empezó a fijar en ese joven pálido, encorvado y nervioso que veía pasar con su libro debajo del brazo, componiéndose a cada minuto los anteojos, y sumido siempre en profundas distracciones. En esta cabeza despeinada, en ese semblante de anacoreta antiguo, en esa mirada vaga, se adivinan las chispas del talento porque, en efecto, Ramírez lo tiene, y sólo una negligencia suma, que es como el fondo de su carácter, ha podido impedir que ascienda a una posición mejor, y se haya quedado retratando a Pedro Gringoire, el delicioso tipo dibujado por Victor Hugo.
Ramírez lee todo con avidez y tiene un gran caudal de instrucción; pero sus estudios son raros, y en ellos tiene, como todos los hombres, sus predilecciones y sus singularidades. El autor a quien más quiere, estamos seguros, es a Alphonse Karr. La manera nueva de decir de este novelista le encanta, su independencia de carácter le sirve de modelo, su estilo lleno de color, nervioso y elevado a veces y a veces familiar, ha acabado por saturar, digámoslo así, el de nuestro novelista. Aquellas ideas de Karr que en ocasiones alumbran el mundo con la dorada luz del sol naciente, y a veces con la azulada luz del relámpago en una noche oscura; que tienen, ora la profundidad de la ciencia, ora el candor simple del niño; que enternecen con un gemido de amor o espantan como una blasfemia; la seducen, la han hecho detenerse al borde de los abismos de la meditación; y también él, a su vez, ha encontrado en ellos un manantial de ideas nuevas. Como Karr es un excéntrico y no parece sino que escribe, en ocasiones, sentado en el umbral de un hospital de locos, nuestro Ramírez, que ha formado su imaginación en sus leyendas y que tiene por sus estudios la misma escuela literaria que ese Hoffmann francés, ha acabado por producir obras que tienen una forma extraña, pero que dejan adivinar un fondo luminoso y magnífico. Ramírez diserta a cada paso y en un estilo burlón y sentimental que da ligereza a la frase; pero su obra está erizada de epigramas amargos y de burlas deliciosas, conteniendo no pocas verdades de una novedad sorprendente. Sólo en algunos puntos la vida personal de Ramírez no se parece a su modelo. Nuestro novelista no es botánico, ni ama el mar, ni busca las soledades de los bosques o la sombra de los parques, ni sabe nadar, ni se va a hacer observaciones zoológicas en una cabaña azotada por el océano, ni es capaz de trepar por los mástiles de un buque y de sentarse en las gavias a fumar su pipa, como Alphonse Karr, que se ha hecho notable por estas singularidades, y que hace poco estaba entretenido haciendo títeres en Saint-Raphaël. No: Ramírez es esencialmente «urbano», ama las flores, pero se contenta con admirarlas en los tiestos de las casas de México. También es verdad que no tiene un rincón donde hacerse un pabellón o madreselvas, o un dosel de zarzarrosas, o un nido de violetas. Ramírez no ha visto el mar, y se ahogaría en la alberca Pane; menos tiene disposición para mastelero o gaviero, porque es débil y miope. Pero él suple todo esto en su imaginación, y si no puede disertar sobre flores o conchas, sí puede hacerlo admirablemente sobre historia, filosofía y literatura, sorprendiendo verdaderamente con sus deducciones llenas de originalidad.
Tal es el carácter del Viejo Ramírez, a cuya pintura agregaremos un natural dulce y bondadoso, una humildad excesiva y un corazón maltratado por desventurados amores.
Nosotros le invitamos a que concluya su novela, que ha dejado interrumpida no sabemos por qué, y a que continúe sus publicaciones, si quiere tener una casita en San Cosme con su jardincito fresco, con su surtidor de mármol, su colina de violetas, sus naranjos puestos en grandes barriles verdes, su banco de junco cubierto con un dosel de verdura, y si quiere ver trepar por los rojos muros hasta su ventana de estudiante, en tropel las yedras y las madreselvas. Hasta puede tener un bosque de fresnos o de chopos para hacer de cuenta que escribe unter den Linden, como Karr, y hasta puede meterse en la diligencia y marcharse a meditar a orillas del Pacífico, estudiando la inmensa familia de moluscos; en las playas de Mazatlán o entre los morros de Manzanillo. De todas maneras, él debe trabajar y publicar. Alfonso Karr reúne a sus excentricidades la vulgaridad de tener dinero, y esta circunstancia hace que las otras tengan mayor brillo.
La pobreza de José María Ramírez nos hace mal, más que la nuestra, y nos creemos con derecho, con el derecho que da la amistad antigua, a hacerle salir de ese marasmo en que le arroja un desaliento sin motivo, y que le tiene convertido en crisálida, cuando podía ya, brillante mariposa, volar atrevida por los jardines del mundo e ir libando las flores del bienestar.
Con el mismo derecho le aconsejaríamos que ya que tiene tan bellos pensamientos, introdujera un pequeño cambio en la forma de su estilo y le hiciese más mundano, más sencillo para ponerlo al alcance de todo el mundo. Así como lo usa es muy francés, y además, muy refinado; delicioso, si se quiere, pero delicioso para un círculo pequeño. Nuestro público no está todavía a la altura literaria que se necesita para gustar de esa fraseología a lo Hugo y a lo Karr. Es preciso acostumbrarlo poco a poco, y desleírle la saludable medicina en una posición más nacional, más mexicana. Ésta no es una censura, es un consejo en favor de nuestro pueblo, porque querríamos que hasta él llegasen los fulgores del talento de Ramírez. En Una rosa y un harapo hay páginas que exigen una instrucción adelantada en los lectores, y no pueden ser comprendidas sino de aquellos que están en el nivel del autor. Nosotros que querríamos que toda novela fuese leyenda popular porque medimos su utilidad por su trascendencia en la instrucción de las masas, deseamos que nuestros jóvenes autores no pierdan de vista que escriben para un pueblo que comienza a ilustrarse; y si reprobaríamos que se descendiese, hablándole al estilo chabacano y bajo, no nos parecería tampoco a propósito el que a fuerza de refinamiento llegase a ser oscuro para la inteligencia popular. Dejemos el tecnicismo y la elevación hasta perderse en las nubes, para el escrito científico, para la historia filosófica, para los círculos superiores de la sociedad, y adoptemos para la leyenda romanesca la manera de decir elegante, pero sencilla, poética, deslumbradora, si se necesita; pero fácil de comprenderse por todos, y particularmente por el bello sexo, que es el que más lee y al que debe dirigirse con especialidad, porque es su género. De esta manera y poco a poco iremos introduciendo el gusto por estas lecturas, y ayudados de la enseñanza popular y del espíritu progresista de nuestra época, podremos ir ascendiendo en el estilo hasta hacer que el más alto llegue a ser el vulgo, como en Alemania, o al menos comprendido por un círculo muy grande de personas, como en Francia e Inglaterra. En estas naciones ya viejas y experimentadas, y que en educación nos aventajan siglos, así se empezó, de modo que si sus producciones nos asombran por su refinamiento, es que su pueblo tiene mayor edad. Los que deseamos hacer de la literatura un medio de propaganda, debemos imitar aquellos modelos, y particularmente uno que es digno de estudio por la habilidad que ha desplegado en la difusión de sus principios. Queremos hablar de la iglesia.
La iglesia propaga sus doctrinas diestramente. Sus misioneros aprenden las lenguas de los pueblos gentiles que pretenden convertir; procuran iniciarse en los misterios de la vida de estos pueblos, en su poesía, en sus costumbres, conocer y manejar los resortes de la imaginación; y una vez instruidos, comienzan la predicación, como lo comenzó el fundador del cristianismo, con un lenguaje sencillo, valiéndose de figuras familiares, de parábolas y de frases que en la elocuencia popular son todo el secreto del éxito. Así se hacen entender hasta de los salvajes, entre cuyas tribus pudieron penetrar perfectamente los misioneros españoles del tiempo de la Conquista, pero a las que no habrían podido llegar ni los Santo Tomás ni los Escoto.
Después sus predicaciones van siendo progresivamente más cultas, desde el sermón y la plática doctrinal de la aldea, hasta el discurso brillante en que resplandecen los talentos de los Bossuet, de los Massillon y de los Lacordaire. En sus libros proceden de la misma manera. A millares esparcen sus pequeños catecismos, sus pequeñas lecturas religiosas que pueden ser comprendidas en todo el mundo, y después consagran sus tareas a obras más graves destinadas a los iniciados de mayor instrucción, hasta que acaban por hacer su último esfuerzo en los libros de controversia, en los eruditos comentarios de las Escrituras, en el dédalo misterioso de las elucubraciones teológicas o en la complicada explicación de sus cánones. Así estos libros pertenecen a un círculo escogido de inteligentes, y sólo se abren en el gabinete del estudioso o en la cátedra de la universidad.
¿Por qué no hacer nosotros lo mismo con la leyenda y con toda especie de lectura destinada al pueblo? Nuestra novela comienza; démosle, pues, la forma más adaptable por ahora a nuestra instrucción. Después vendrá la época de mejorarla. Aún para nuestra clase media, la novela, si bien puede tomar la forma elegante que la instrucción de aquélla exige, debe conservar un estilo que sea sencillo, porque desgraciadamente tampoco en esa clase, que es sin embargo la más ilustrada de nuestra sociedad, hay un gran fondo de instrucción y de criterio.
Es verdad que la novela francesa traducida es familiar a nuestra clase media; pero no podemos asegurar que le haya sido útil enteramente, ni que haya sido comprendida a veces. La novela francesa ha introducido ciertos giros franceses en la conversación y aun en el modo de escribir, tanto en España como en las Américas españolas, contra cuyo vicio han estado clamando allá en la península muchos críticos, y con justicia, pues si no debemos ser tan rigoristas que deseemos conservar el idioma estacionario y cerrar sus puertas a todas las locuciones que puedan enriquecerle, aunque vengan de extrañas lenguas, sí debemos velar porque se mantenga incorruptible su carácter, es decir, porque no degenere nuestra hermosa lengua nacional en un dialecto de las lenguas extranjeras, como degeneró el hermoso latín de Salustio y de Cicerón en la jerga de los bárbaros de la Edad Media, o como el griego de Platón y de Sófocles, en el dialecto de los griegos actuales; y si es verdad que esta corrupción dio nacimiento a casi todas las lenguas modernas, también es cierto que habiendo ellas llegado a un grado de perfeccionamiento, con su carácter propio, deben considerarse ya como lenguas nacionales y su fusión es inútil, no debiendo tomarse mutuamente sino aquellas palabras que las enriquezcan.
El segundo inconveniente que la lectura de la novela extranjera, y francesa en particular, ha traído a nuestro pueblo, es el de hacerle tomar el gusto por la historia y geografía de otros países, que ha acabado por desdeñar las de su patria. En nuestra clase media se conoce a Francisco I, a Luis XIII, a Luis XIV y a Luis XV muy bien; ahora con Fernández y González se conoce también al rey don Pedro el Cruel, a don Juan II de Castilla, a don Felipe IV, etcétera, etcétera, pero poco se sabe de Moctezuma y de Cuauhtémoc; y si no es por la Avellaneda, que ha escrito una preciosa novelita del último imperio azteca, se sabría menos. De los virreyes no se sabe nada tampoco, sino por una que otra oscura tradición, y a nuestros héroes de la independencia ni se les conoce siquiera, a no ser por los discursos de los días de septiembre que aluden a ellos, pero que no pueden pintarlos como esa narración anecdótica y palpitante que es la que mejor se graba en la imaginación del pueblo.
Verdad es que en esto tiene toda la culpa la negligencia de nuestros escritores, que han debido dar alimento, desde hace tiempo, a la curiosidad pública con leyendas nacionales. Hoy tienen que luchar con el gusto arraigado por lo extranjero, hoy tienen que sufrir con paciencia el gesto de la bella ignorante que aparta el libro de las manos luego que ve escrito La Alameda o el Paseo de Bucareli, en vez del Boulevard des Italiens o del Bois de Boulogne, que está acostumbrada a ver en sus francesas. Maldito lo que conoce de la posición geográfica de Tours o de Blois; pero ella ha visto sus castillos, y no le gusta ya sino lo que pasa en ellos, aunque sea una historia descabellada. Por otra parte, da su preferencia al enredo, a la intriga, a los golpes teatrales, aunque sean inverosímiles; la deleitan solamente los amores de las duquesas, de las condesas, de las reinas y de los barones. El amor de una muchacha del pueblo no puede tener poesía para ella; el amor de una joven de nuestra aristocracia no puede igualar al de una marquesa de Francia o de España; ella no comprende que el novelista es quien poetiza todo, y cuya imaginación da encanto a lo que en la vida real tal vez sería prosaico sin su talento. Ella no concibe cómo pueda hacerse una novela deliciosa de México, y mientras que algunos extranjeros hacen su fortuna y su reputación con los cuadros de nuestro país, logrando que las hermosas parisienses, y las inglesas y las americanas se extasíen con las descripciones de nuestro cielo azul, de nuestras montañas, de nuestras praderas y de nuestros mares; mientras que el tipo de nuestras mujeres lánguidas y ardientes, de ojos y cabellos negros, es el sueño de los poetas y de los pintores en Europa, aquí esas mismas mujeres encuentran fastidiosos sus retratos y pálido el cuadro de nuestra virgen naturaleza. Ni basta a convencerlas el pensar que si las francesas o inglesas hubiesen tenido igual preocupación, no habrían tenido jamás éxito las novelas de Dumas, de Sue y de Balzac en Francia, ni las de Walter Scott y de Dickens en la Gran Bretaña, porque eran cuadros nacionales.
Este mal es antiguo y digno de llamar la atención de nuestros jóvenes escritores, para que procuren acabar con él a fuerza de ingenio. Ya él fue causa de que los dramas de Fernando Calderón, muy bellos por cierto, fuesen preferidos a los de Rodríguez Galván, que eran, en nuestro concepto, mejores. Calderón, con su feliz imaginación y con su sentimentalismo, pudo haber ayudado al segundo a crear el teatro nacional; y no que fue a emplear sus dotes en resucitar asuntos caballerescos de la Edad Media, que ninguna utilidad podían traer, sino un fútil entretenimiento y un extravío de gusto, o bien fue a buscar en la historia de Inglaterra un episodio, que mejor inspirados habían ya trasladado al teatro algunos poetas europeos.
Afortunadamente notamos que a la aparición de las novelas que acabamos de mencionar, se despierta el gusto por nuestra leyenda de México, y el público comprende al fin que puede haber poesía en sus costumbres, y grandeza romanesca en sus sentimientos. En esta parte, justo es decirlo, las clases pobres se han anticipado a las otras, y el pueblo, con ese instinto de lo bello con que adivina a los grandes tribunos y a los grandes poetas, ha consagrado ya la novela nacional dándole buena acogida.
La clase media y la clase alta vendrán después, cuando se escriba para ellas y cuando no se les hiera en ciertas susceptibilidades, en que están todavía muy delicadas a consecuencia de nuestras pasadas guerras.
Ahí viene bien la novela de elegantes formas, la novela que trasciende a rosa y a violeta, la novela que deba presentarse en los salones, enguantada, llevando de la mano un bouquet y no un látigo; en el semblante, una mirada de amor y no de ceño del juez, y una sonrisa cordial, y no ese gesto duro del enemigo político.
Pero aun en esta composición creemos que debe adoptarse el estilo sencillo, aunque sea más elevado y más elegante, porque así gustará más.
Una última observación sobre la novela nacional. Todos los críticos de Walter Scott están conformes en decir que en su novela se permitió crear tipos mejores que los que veía en su país, mejorar las costumbres y hasta embellecer la decoración de sus escenas. ¿Hizo bien? Indudablemente, porque la novela tiene también por objeto enseñar e introducir el buen gusto y refinamiento en un país. Las obras de Walter Scott ejercieron una influencia útil. Las lectoras adoptaron un lenguaje mejor, las damas quisieron tener virtudes iguales a las que les concedía la leyenda, los caballeros no quisieron desmentir a su pintor nacional, y hasta los muebles se modelaron por la descripción del novelista, que con su hermosa imaginación se hizo así tapicero, decorador y jardinero. En efecto, si un novelista emplea una frase chocante con pretensiones de ingeniosa o de culta, los lectores incautos la adoptarán y se harán ridículos. Si por el contrario, usan palabras llenas de cortesanía y novedad, el lenguaje se irá así impregnando de una manera perceptible. Si el novelista, dotado de un gusto equívoco o poco conocedor de lo bello en artes, pinta en un salón un mueble de mal tono, o en un jardín una planta o una flor ordinarias, o un arreglo torpe, el lector, tal vez fascinado, caerá en el error, y se compondrá una casa de épicier, como dicen los franceses, o una huertecita de un pueblo, sin belleza y sin gusto. Debe tenerse presente que así como en la novela se reflejan las costumbres, así también en éstas se hace sentir la influencia de ellas. Un novelista puede poner de moda cualquier cosa, cuando tiene talento y buen gusto. Se ve su iniciativa en el estilo, en los sentimientos, en los trajes, en los placeres, en las lecturas, hasta en los perfumes y en el tocado de las damas. ¡Cuántas veces Alejandro Dumas (hijo), o Alphonse Karr, George Sand o Xavier de Montepin han sido introductores de un traje o de una flor, de un mueble o de una pieza de música!
Por eso nos hemos atrevido a consagrar a la novela tan largas observaciones, previendo la influencia que va a tener en nuestra sociedad.
Nuestros amigos, que tantas pruebas nos han dado de su afecto y de su fraternidad, nos escucharán, no lo dudamos, convencidos de que si bien carecemos de la debida autoridad para darles consejos, nos anima el deseo de serles útil y de serlo a nuestro país, impulsando los trabajos literarios, que están destinados a la mejora de nuestro pueblo y a servir de estímulo a nuevos ingenios que se lanzarán, no lo dudamos, a la arena de la publicidad, comprendiendo que a la sombra de la paz, éstos son los elementos que debe poner en juego el apóstol de una idea, éstas las simientes que deben fructificar en el porvenir, ésta la revolución que ha de concluir la obra comenzada por aquella otra que ha dejado tras de sí tantas huellas de sangre y de lágrimas. El patriotismo no debe tener descanso; sólo debe cambiar de armas y quizás éstas sean las más terribles. Por eso los gobiernos despóticos prohíben las lecturas populares, por eso los gobiernos verdaderamente progresistas cuidan de protegerlas, más que de rodearse de esbirros y de palaciegos, que no hacen más que venderles su incienso a peso de oro, sin conquistarles la simpatía popular y sin asegurarles con la instrucción de las masas la mejor defensa, un monumento eterno que la posteridad bendice.
José Rivera y Río, antes de partir para los Estados Unidos, publicó las primeras páginas de una preciosa colección de poesías, de que los señores Fuentes Muñiz y Compañía han sido los editores. La colección está completa ya y quedan de ella pocos ejemplares, pues se han agotado. Está precedida de un prólogo brillante de Guillermo Prieto, quien siempre que escribe sobre las obras de los que él llama, con razón, sus hijos en literatura, vierte a raudales la poesía de su fecundo numen, siempre joven y vigoroso. No parece sino que él se complace en adornar la portada de esos templos elevados a la deidad cuyo culto ha enseñado a la juventud, con todas las flores de su imaginación, con todas las galas de su amor paternal.
Nosotros también escribimos un ensayo crítico sobre la nueva obra de nuestro buen amigo. En esa pequeña pieza que sigue al prólogo de Prieto, y en la parte de la presente revista que hace relación a las novelas de Rivera y Río, hemos dicho lo bastante acerca de su carácter literario, para que nos sea preciso repetirlo. Sólo añadiremos que Las flores del destierro marcan un progreso en el talento del autor, cuyo numen ha recibido ya las amargas inspiraciones de la experiencia y del infortunio. Son los cantos de un desterrado que ve desde las playas extranjeras sufrir a su patria bajo el yugo del conquistador. Ave errante, el poeta no tiene más que acentos quejosos y doloridos, al recordar su cielo, su sol, sus campos y sus goces infantiles. Pero no busquéis en sus cantos los gemidos del Super flumina Babylonis solamente. No: el carácter del poeta se revela también aquí y su indignación le inspira más bien que su tristeza; la fe republicana ilumina las oscuridades del destierro, y el salmista de la libertad trae en su corazón todos los dolores y todas las esperanzas del siglo XIX. En Las flores del destierro se nota además un cierto saber de poesía inglesa, porque Rivera y Río tuvo oportunidad de consagrarse a su estudio durante su permanencia en los Estados Unidos.
Un joven escritor lleno de talento y de gracia, también bastante conocido por su patriotismo y sus trabajos literarios antes de la época actual, ha venido a poner su contingente en el nuevo edificio literario, contingente que no por ser pequeño es menos precioso. Queremos hablar de Hilarión Frías y Soto, que ya como diputado, ya como periodista y redactor del periódico festivo La Orquesta, se ha distinguido por la independencia de sus opiniones políticas y por su ilustración. En su pequeño pero popularísimo periódico, emprendió la publicación de una serie de artículos con el título de Álbum fotográfico. Cada uno de ellos es un estudio de costumbres, es un retrato de un tipo contemporáneo, y no sabe cuál preferir; tanta elegancia hay en el estilo, tanto color en la pintura, tanta gracia en el pensamiento, tanta exactitud en el dibujo.
Hilarión Frías y Soto no es un pintor de detalles, pero sus bosquejos son maestros, y con un rasgo de su lápiz ingenioso y firme, da expresión a sus personajes, da movimiento a sus facciones, caracteriza, ésta es la palabra, sus articulitos, de pequeñas dimensiones y agradable forma, se leen de una tirada y se quedan grabados en la memoria profundamente. Podemos decir que son como los famosos dibujos del gran artista a quien acaba de arrebatar la muerte, de Gavarni, que también con sólo un toque de su pincel mojado de sepia, creaba uno de esos tipos admirables que el grabado se encargaba de popularizar en el mundo entero.
Los artículos de Hilarión son así, revisten la forma ligera; pero en ellos cada expresión es un toque maestro, cada indicación hace pensar, y la imaginación, guiada por el escritor, completa el asunto, lo mismo que completa cada garabato que Gavarni lanzaba como al acaso, y sin embargo, con una intención muy premeditada. En el Álbum fotográfico hay, no obstante, tipos que sentimos que haya tocado Hilarión tan ligeramente, pues que tenía campo vastísimo para su imaginación brillante, para su observación sagaz y para hacer fijar en ellos la atención del gobierno y de la sociedad de un modo saludable, por ejemplo, el «Bandido». ¡Qué de cosas pudo decir Hilarión a propósito de esta plaga de México, que influye poderosamente en su movimiento comercial y en su crédito nacional! Sobre la «Monja» hay que decir un mundo de cosas, hay que hacer un millón de observaciones, hoy que esa desgraciada víctima de la antigua educación ha sido forzada a salir de su cárcel por la mano de la civilización. Verdaderamente sentimos que nuestro elegante escritor haya sido tan lacónico, porque en ese género que él cultiva tenemos muy pocos que puedan rivalizar con él. Ya había dado muestras de su fina observación y de su aptitud para los escritos morales, como colaborador de aquella obra, hoy escasísima, que se intituló Los mexicanos pintados por sí mismos.
Sentimos también que los preciosos artículos de La Orquesta no se hayan publicado de un modo que hiciese fácil la conservación y la colección de un volumen que guardaría todo el mundo con superior estima, y sólo esperamos que con estas palabras nuestro amigo Frías y Soto se decida a continuar este trabajo y a publicarlo de modo que satisfaga los deseos del público. Además, tenemos derecho de aguardar algo más que bosquejos de su pluma elegante y graciosa.
No sabemos por qué ha habido descuido en México para las publicaciones de costumbres, cuando contamos con un Prieto, con un Ramírez, con un Zarco, con un Cuéllar, con un Peredo, quienes, como el autor del Álbum fotográfico, tienen singular disposición y aptitud por las muestras que han dado para los cuadros de costumbres. Podríase formar aquí una serie de estudios que en nada serían inferiores a los que se han hecho también por brillantes ingenios en Francia, Inglaterra y España. Tenemos ya estudios de otras épocas consumados, pero nos faltan en la actualidad, y debe pensarse que nuestro pueblo ha dado, de pocos años a esta parte, pasos gigantescos en el camino del progreso, modificándose, si no del todo, sí en gran parte, sus costumbres y sus ideas.
Si queréis experimentar un placer parecido al que se siente apurando una copia de exquisito vino, gustando una de esas hermosas frutas de los países tropicales, provocativas por la forma, por el perfume y por el sabor; o tomando sorbo a sorbo una taza de café de Moka o de Yungas; si queréis, en fin, gozar, leed los domingos el folletín del Monitor. Allí os encontraréis una «Conversación» de Justo Sierra.
¿Qué cosa es esta conversación? ¿Quién es Justo Sierra? Pues vamos a decíroslo: La «Conversación del domingo» es un capricho literario; pero un capricho brillante y encantador. No es la revista de la semana, no es tampoco un artículo de costumbres, no es la novela, no es la disertación; es algo de todo, pero sin la forma tradicional, sin el orden clásico de los pedagogos; es la causerie, como dicen los franceses, la charla chispeante de gracia y de sentimiento, llena de erudición y de poesía; es la plática inspirada que a un hombre de talento se le ocurre trasladar al papel, con la misma facilidad con que la verterían sus labios en presencia de un auditorio escogido.
La causerie es un género de origen francés, pero que puede naturalizarse en todas partes porque todos los idiomas y todos los pueblos se prestan a ello. La conversación española aventaja a la francesa en majestad y en armonía, y puede tener, sin embargo, su brillantez y su gracia. Es el género que debe ocupar el folletín usurpado por la novela y por la revista. En México, a Justo Sierra pertenece el honor de haberlo introducido, y ¡cuán ventajosamente! Justo, en ese estilo hechicero y sabroso, es ya una notabilidad, y en Francia misma, patria de la «conversación», él ocuparía un lugar distinguido entre los más deliciosos conversadores, entre Teófilo Gautier y Mery, entre los folletinistas más agradables por sus caprichos, como Alphonse Karr y Alberico Second. Justo Sierra, en ese género, es francés por los cuatro costados; pero suele adoptar el continente caballeresco y grave de los españoles, y sobre todo, su alma es esencialmente americana.
De manera que puede decirse que su idea es una virgen nacida en México y vestida a la francesa para introducirse en el salón. ¡Cómo gana por eso el folletín en sus manos! La poesía grandiosa y sublime de la libre América faltaba al folletín francés para su embellecimiento, y Sierra la trae en su alma como en una lira siempre armoniosa. La conversación de este joven no es una colección de anécdotas sólo agradables por la oportunidad; no es la reunión de calembours ingeniosos para provocar la fría sonrisa de un círculo refinado; no es una sátira incisiva para herir a ciertos personajes, o para excitar la gastada organización de las damas curiosas; no, la conversación de Sierra es algo más, es la poesía; pero la poesía inocente y bella; es la virgen, como hemos dicho, llena de atractivos y de pasión, pero que no está inficionada por la maldad social, que no lleva en sus labios puros el pliegue de la malignidad. La poesía de Justo Sierra, elevada y sublime en sus cantos, en sus conversaciones, sonríe y se ruboriza.
Así en esta otra parte, se diferencia de la conversación francesa, que es descarada a veces, y las más mezcla a su sal ática un veneno mortal.
Para dar idea de su estilo flexible y fácil, trasladaremos aquí un pequeño trozo de la «Primera conversación», en la que el narrador se da a conocer a sus lectores y da una idea del género que va a cultivar:
Creedlo —dice—, soy un escapado del colegio que viene rebosando ilusiones, henchida la blusa estudiantil de flores, y encerrados en la urna del corazón frescos y virginales aromas, frescos y virginales como los que exhala la violeta de los campos.
He allí mi tesoro, he allí lo que compartiré con vosotros. ¿Hago mal? Puede ser; pero ¿cómo impediríais al impetuoso manantial estrellar sus aguas cristalinas en las peñas y correr empeñado por el suelo?
La mano del invisible traza un sendero, por allí vamos…
Traigo de mis amadas tierras tropicales el plumaje de las aves, el matiz de las flores, la belleza de las mujeres fotografiadas en mi alma.
Traigo al par de eso murmullos de ola, perfumes de brisa, y tempestades y tinieblas marinas, y el recuerdo de aquellas horas benditas en que el alba tiende sus chales azul-nácar, mientras el sol besa en su lecho de oro a la dormida Anfitrite.
Todo eso y algo más os diré, amados lectores; acaso logre agradar a aquellos de vosotros para quienes aún guarda ángeles el cielo y colorido la naturaleza.
Me he bajado aquí al folletín para hacer la tertulia, porque ¿qué queréis? Allá en el piso alto no puedo veros de cerca, ni arrojar, niñas, una flor a vuestros pies. Y luego, me gusta estar próximo a la calle para poder escaparme a mi capricho, que asaz antojadizo me hizo Dios, y ratos tengo en que detesto las ciudades, me marcho a la pradera y gusto de trepar a alguna altura, desde donde se dominan las colinas, y donde al cabo llego a forjarme la ilusión de que veo inmóviles las olas de esmeralda de mi golfo.
¿De qué os hablaré? ¿Acaso de literatura o de filosofía, tal vez de política? Un poco de todo. Pero no os alarméis con los nombres solemnes que acabo de escribir. Propóngome haceros gustar, cuando se ofrezca, alguna de esas cuestiones delicadas y enfadosas, como si saboreaseis algunos bombones.
Después de estas bellísimas palabras de un lenguaje poco conocido aquí, cuanto pudiéramos decir quedaría pálido. Además, la amistad íntima que tenemos con este joven nos haría sospechosos; y francamente, no tendríamos la culpa de ser apasionados, pues aún no sabemos qué cosa es más grande, si nuestra admiración por el precoz talento de Sierra, o el cariño que nos inspira, en el que entra por mucho el conocimiento que tenemos de su irreprochable corazón; porque ese joven es, además, el ideal del caballero antiguo y del republicano de Esparta, a pesar de su estilo y de sus poéticas aspiraciones.
Afortunadamente, no somos los únicos en juzgarlo así. Nosotros fuimos los que le introdujimos en la arena de la publicidad literaria; pero su inteligencia revelándose de pronto deslumbradora y gigantesca como un sol, fue desde luego saludada con entusiasmo por todos, y hoy nuestros viejos literatos le acogen con orgullo, como a una joya del país, y sonríen satisfechos al considerar la gloria que espera a este literato de veinte años, vástago de aquel noble y virtuoso sabio, a quien la muerte arrebató al cariño de la patria y que no pertenece a Yucatán, sino a la república y a la América entera.
Justo Sierra y su hermano menor Santiago, tan precoz como el primero y que hoy recibe sus inspiraciones a orillas del tempestuoso Atlántico, cuyas armonías grandiosas sabe traducir en sus cantares, ¡qué hijos para aquel ilustre apóstol de la ciencia! ¡Qué orgullo para una familia el de conservar con el nombre y con la sangre el genio de su fundador!
Estos niños son glorias del porvenir.
Desde 1862 comenzó a darse a la luz en la casa de Iriarte y Compañía, una obra histórica, ilustrada por Constantino Escalante, que tan célebre se ha hecho por sus ingeniosas caricaturas. Tal obra, que llevaba el nombre de Glorias nacionales, tenía por objeto narrar solamente algunas escenas importantes y gloriosas de nuestra guerra con el ejército francés, acompañando a esa narración un magnífico dibujo hecho por el artista eminente de que acabamos de hablar.
Se publicaron entonces muchas entregas, conteniendo bellos artículos y espléndidos cuadros, entre los que recordamos el del 5 de mayo, el del ataque de Cruz Blanca y el del ataque del fuerte de San Javier en Puebla; pero cuando se perdió esta ciudad y tuvo que salir el gobierno de México con el ejército republicano, la publicación se suspendió, como era de suponerse.
Hoy ha reaparecido, redactada por un grupo de escritores bien conocidos, entre los que nosotros ocupamos el último lugar, e ilustrada lo mismo que antes, por Constantino. Pero a causa de los trabajos de éste, o lo que es más probable, de su pereza, que es tan grande como su talento, el hecho es que no han salido más que dos entregas, la primera, cuyo artículo escribimos nosotros describiendo el ataque de Zitácuaro, dado por el entonces coronel Riva Palacio contra los imperialistas que habían ocupado aquella plaza, y la segunda en que el artículo se debe a la brillantísima pluma de Guillermo Prieto, y trata de la batalla de la Carbonera, que abrió al heroico general Díaz con más prontitud las puertas de Oaxaca. En ambas entregas, el lápiz del joven y distinguido artista ha adquirido nuevos derechos de renombre. Sus dos dibujos son dos cuadros acabados. Para atenuar en lo que es justo lo que hemos dicho acerca de su pereza, debemos agregar que en nuestro pobre país hay una incuria lamentable en todo lo relativo a nuestros hechos históricos, y el que se propone escribir o pintar esta clase de escenas, tiene que tropezar con infinitas dificultades. En Europa, en los Estados Unidos, apenas hay un lugar célebre que no esté representado por la fotografía, por el grabado, por la pintura. Apenas pasa una batalla, cuando millares de artistas vuelan al punto en que tuvo lugar para sacar vistas diferentes que la fotografía multiplica hasta hacerlas populares en todo el mundo. Así es que las publicaciones históricas son fáciles de ilustrar, y el artista tiene a su disposición toda clase de datos.
Pero en México no sucede así. Apenas se conocen algunos lugares consagrados por la celebridad y eso cuando están cercanos a la capital o a alguna ciudad populosa; pero los más nos son desconocidos, y es más fácil encontrar una vista de cualquier pueblecillo insignificante de Francia, que de los lugares más famosos en nuestra historia. Así por ejemplo, no hay campo de batalla del tiempo de Napoleón que no sea popularmente conocido y que no esté representado con irreprensible exactitud, hoy que los artistas van a tomar sus datos en los lugares mismos en que ocurrieron los sucesos que tratan de inmortalizar; no es tampoco desconocido aquí el terreno en que se han dado las más célebres batallas contemporáneas, porque dondequiera se puede encontrar una copia fotográfica del campo de Sadowa, del campo de Mentana, y aun ya comunes las vistas de las poblaciones de la Abisinia, adonde los artistas ingleses acaban de penetrar con su ejército; pero id a buscar en todo México una vista del campo de San Jacinto, del campo de la Coronilla, de Tacámbaro, de San Pedro, de Miahuatlán o del sitio de Querétaro, y no la encontraréis. Nadie se toma la pena de visitar esos lugares que recuerdan otras tantas glorias del pueblo mexicano, y se contentan con figurárselos a su manera. Apenas se ha sacado copia del cerro de las Campanas, y eso porque allí tuvo fin la tragedia imperial. Pero los alrededores de la ciudad en que pasaron cosas notables, en que se dieron acciones tan sangrientas, no han llamado la atención de los artistas. Los fotógrafos se dedican exclusivamente a los retratos y no hacen caso de lo demás; de manera que para formar una obra pintoresca del país, que hace mucha falta, o para ilustrar nuestra historia, lo repetimos, no hay datos, y es preciso emprender trabajos costosos que no tienen recompensa, porque aún las suscripciones no dan para tanto.
He aquí otro motivo de la lentitud con que se publican Las glorias nacionales, que van, sin duda, a prestar un gran servicio a la historia patria. En todo lo que hace relación a nuestra guerra, debían los gobiernos ser los primeros que procurasen reunir toda especie de documentos y de datos, porque a ellos interesa de un modo más directo y porque tienen mayor facilidad de hacerlo. Pero, es fuerza decirlo, su negligencia es tal, que no cuenta ni con cartas militares, ni con croquis de batallas, ni con vistas, y a veces ni con partes verídicos. Todo aquí tiene que proporcionárselo el esfuerzo individual. Por tal razón, nuestra historia anda tan imperfecta y nuestros hechos gloriosos son tan desconocidos en el mundo. Los héroes mismos que han sabido ilustrar su nombre en la guerra, no se cuidan de tales trabajos, en favor de su propia fama, que redunda en honor del pueblo, y dejan que se les usurpe por aquellos a quienes el vulgo atribuye todo lo bueno sin pararse a meditar, porque carece también de la clave que le darían las narraciones justificadas con documentos exactos.
Pero ésta es materia que volveremos a tocar extensamente cuando hablemos en nuestras futuras revistas de los pocos trabajos históricos publicados hasta aquí.
Mencionemos aquí ahora una publicación importante, y que si es protegida del público como debe esperarse, va a llenar un vacío inmenso que se sentía desde hace años. Después de La Ilustración Mexicana, hermosa publicación literaria que salía de las prensas de don Ignacio Cumplido, y después de los periódicos La Voz de la Religión y La Cruz, que estaban exclusivamente consagrados a la literatura religiosa, no había vuelto a haber ninguna que fuese una enciclopedia popular, a la que se añadiese el atractivo de las ilustraciones. La política era lo que interesaba solamente al pueblo, y esto que se comprendía en la época pasada, ha dejado de tener importancia en la actual, al menos del modo anterior, ocupando exclusivamente la atención pública. Pasó ya la cuestión electoral, que como era de suponerse, agitó a la nación entera. Hoy los espíritus están fatigados de tanto oír el lenguaje poco armonioso de las pasiones de partido, lenguaje que tanto han hablado los vencidos como los vencedores, y en el que se han destemplado hasta los órganos de los más gravedosos personajes, tanto más irritables cuanto mayor era su poder y su confianza en el triunfo.
El pueblo desea abora aprender su derecho constitucional del modo más adecuado y menos fastidioso posible, porque sólo un círculo de apóstoles de la democracia se ha reservado el conocimiento de tal derecho, con una reserva que habría honrado a los sacerdotes de Eleusis, depositarios de los antiguos misterios de la felicidad humana.
Estos apóstoles gastan su elocuencia en las asambleas populares, más bien en defender los intereses de su partido que en enseñar a ese pobre pueblo que todo lo ignora, y a quien se lisonjea contándole que tiene derechos sagrados, aunque nadie tiene la paciencia de explicárselos de una manera sencilla y conveniente. Así se va perpetuando su indiferencia por el sistema constitucional, y se dejan en pie sus antiguas preocupaciones, arraigadas por una educación hábil de luengos años.
La enseñanza de los principios que forman el credo republicano debe ser el objeto principal del publicista hoy, si quiere ver en México un pueblo tan ilustrado como el de los Estados Unidos, en el que no pueda ejercerse mañana tan fácilmente la influencia del soborno de la presión de los ambiciosos políticos, y esta enseñanza debe comenzar a difundirse desde la escuela primaria, por medio de pequeños libros, en que esté desleída la doctrina suavemente, como lo estaba el dogma en los antiguos catecismos cristianos, hasta el folleto y el periódico en que se educa diariamente a los hombres ya formados, tocando las cuestiones de actualidad y haciendo la aplicación práctica de los principios aprendidos en la niñez.
Nos faltan semejantes lecturas, y pocos escritores liberales se cuidan de ellas, careciendo aún muchos de las verdaderas nociones del sistema constitucional. No hay libros de texto para las escuelas, y los gobiernos, que debían buscar su más firme apoyo en la enseñanza popular, no se acuerdan de comisionar a personas ilustradas para que los escriban; de modo que nuestros niños seguirán sabiendo muy bien el sistema métrico decimal, la geografía, los idiomas extranjeros, los principios del dogma católico, y el dibujo y la música, pero no sabrán una palabra de Constitución, de sufragio universal, de división de poderes, de garantías individuales, de soberanías de los estados, de nada, en fin, de aquello que les es indispensable para entrar a la vida del ciudadano, trayendo siquiera nociones elementales que entonces podrán tener más amplio desarrollo.
En este respecto, es justo hacer mención de los trabajos de nuestro eminente publicista Zarco, que se consagra asiduamente, en su periódico El Siglo XIX, a esos trabajos de enseñanza, tratándolos con un estilo sencillo, claro y al alcance de todos. Pero sentimos que estos escritos no penetren por dondequiera, no se difundan entre las masas, ni sean tales que puedan formar una colección metódica, adecuada a la inteligencia del pueblo. Zarco trata las cuestiones a medida que se van ofreciendo; ni ha podido hacerlo de otro modo, atendiendo el carácter de publicación.
Faltan, pues, semejantes lecturas; y lo repetimos, son las únicas a que el pueblo puede prestar hoy más atención. En lo general, el estilo árido de la política le cansa y le hace apartar la vista del periódico.
No sucede así con el que tiene un carácter científico y literario. En él su vista comienza por recrearse y su espíritu halla distracción y utilidad. Con este objeto se ha establecido El Semanario Ilustrado, pensamiento que tuvo a mediados del año de 1867 el conocido literato don José Tomás de Cuéllar, quien anunció El Liceo Mexicano, que no se publicó por fin, y que realizaron los señores Fuentes y Muñiz y Compañía, en el presente, bajo el título citado antes.
El Semanario Ilustrado tiene una redacción suficiente, compuesta de literatos distinguidos entre los que, repetimos también, nosotros somos los más oscuros. Artistas nacionales hacen los trabajos en madera para las ilustraciones, y el trabajo tipográfico es de una limpieza y de una corrección notables. Con el objeto de que esté al alcance de todos, la publicación es sumamente barata y las materias que contiene son originales.
Podemos hablar de su redacción con libertad, porque aún no escribimos nada allí, encargados como estamos de un trabajo importante que verá la luz pública hasta septiembre.
Basta con anunciar los nombres de Ignacio Ramírez, de Guillermo Prieto, de Alfredo Chavero y de Manuel Peredo, para dar una idea a los lectores de la belleza literaria de los escritos que allí se publican. Gumersindo Mendoza, notabilísimo por sus estudios en las ciencias naturales, es colaborador en su ramo respectivo, y todos nuestros jóvenes ingenios envían al Semanario sus producciones.
Van ya publicados varios números, y la prensa toda ha dado cuenta de su importancia siempre creciente, haciendo justicia al mérito de las obras que se han dado a luz. Nosotros nos permitimos llamar la atención de los lectores sobre esa deliciosa correspondencia entre el Nigromante y Fidel, en la que no sólo hay que saborear los epigramas ingeniosos y las bellezas de la dicción, sino que admirar el estudio de costumbres, la descripción de los paisajes, y que aprender la historia de muchos hechos que se ignoran y que tuvieron lugar al principio de nuestra guerra con la Francia, cuando el gobierno emigró a los estados de la frontera. En fin, de estos dos patriarcas de la literatura hay que esperarse todo lo bueno: no se sabe qué escoger entre sus escritos y hay que guardarlos todos «como joyas preciosas» y que «ponérselos sobre la cabeza», como decía el cura del Quijote, porque son «un tesoro de contento y una mina de pasatiempos, y el que no los ha leído puede hacer cuenta que no ha leído jamás cosa de gusto».
Entre las del Nigromante hay una que habla de San Francisco California, junto a la cual, francamente, creemos que palidecerían las mejores páginas de Teófilo Gautier, de Musset y Dickens sobre Italia, porque no hay solamente la brillantez y la novedad de la descripción, sino la profunda intención filosófica que se descubre en el menor rasgo, en la apreciación más ligera. La última, sobre el ataque de Mazatlán por el buque francés la Cordeliere, es un canto heroico en el que se recuerdan las glorias del bravo Sánchez Ochoa y de García Morales, y en el que se mezcla a la entonación poética la sonrisa alegre del narrador popular. Después de haber referido las solemnes escenas del combate, Ramírez con unas cuantas palabras cierra el cuadro, describiendo la noche que siguió a aquel agitadísimo día: «Los ingleses y norteamericanos se separaron riendo —dice— y la luna ha venido a derramar sobre las galas y el entusiasmo de la ciudad una lluvia de plata que brilla igualmente hermosa sobre las olas, sobre los edificios, sobre las palmas, sobre las mujeres y sobre la frente de los héroes».
¡Cuánta diferencia entre la descripción animada y palpitante, y esas narracioncillas de batallas que andan por ahí, descoloridas y secas, en que el estilo dista muy poco del muy sabido y rutinario que se emplea en los partes oficiales!
Pero nada más añadiremos que: el talento de Ramírez está consagrado, desde hace muchos años, por la admiración pública, y nuestra humilde palabra que no tiene que hacer más por aumentarla.
Entre las cartas de Fidel, la última sobre todo es notabilísima, por más de una razón. Esa historia del marqués de Aguayo, verdaderamente legendaria, contada por una vieja, con todas las expresiones y modismos propios de las gentes del pueblo, produce una impresión horrorosa, igual a aquella que dejaba en nuestra alma, cuando niños, un cuento de trasgos y de demonios narrado por una nodriza en el silencio de la noche.
Hasta sentimos que Fidel haya encerrado en los estrechos límites de una carta un asunto con el que pudo hacer una leyenda magnífica, que dejara atrás los cuentos de Hoffmann por lo fantástico, y que aventajara a las espantosas creaciones de Ana Radcliffe, por lo verosímil. Su marqués de Aguayo, que es un personaje histórico, es el Barba Azul de la frontera, y por sus riquezas e importancia en aquella época, al mismo tiempo que por ser semejantes tradiciones bien conocidas en los pueblos del norte, merecía una novela escrita por esa pluma que supo dar a la cándida relación de doña Crucita un sabor de tragedia terrible.
Guillermo, que así sabe manejar lo fantástico en una carta, podrá también, cuando quiera, como poeta, crear leyendas que rivalicen con las famosas de Goethe y de Schiller, que han adquirido una reputación universal.
Hay que hacer mención también de las «Revistas de la semana», que ha comenzado a escribir Fidel en El Semanario y en las que su traviesa imaginación ostenta toda esa gracia que ya conoce tanto, y tanto estima el público de México. Esta revista es también bibliográfica y musical, con lo que ha venido a llenar un vacío.
Ramírez, que jamás abandona sus trabajos serios, ha publicado varios artículos dignos de grabarse en la memoria de los que tienen a su cargo reglamentar la enseñanza, porque ellos tratan de la manera de difundir la instrucción en todas las clases de la sociedad, apartándose por supuesto de la vieja rutina, a la que debemos en gran parte nuestra ignorancia y nuestro atraso, y abriendo nuevos horizontes a la juventud.
Si hoy se miran con estúpido desdén esos artículos luminosos por quienes debieran acogerlos, mañana, lo creemos sinceramente, ellos serán un decálogo para los nuevos hombres, y un decálogo cuya influencia marque un paso inmenso en el adelanto intelectual de nuestro pueblo. Tenemos fe, porque hace muchos años, desde que éramos niños, conocemos a Ramírez, estudiamos el espíritu de su predicación, medimos las consecuencias que ella trae consigo y hemos notado que jamás trabaja en balde, que es un obrero cuyas esperanzas no fallan jamás, y que si se ve abatido a veces, odiado y perseguido, y sin embargo, no desfallece nunca, ni se abate su corazón en la ruda tarea; es que él sabe muy bien que será comprendido en el porvenir y que sus ideas acabarán por triunfar a veces preconizadas por sus propios enemigos y casi siempre a pesar de éstos. ¡Él no mejora en condiciones personales; arquitecto desconocido y pagado con ingratitud, ve enseñorearse a otros del edificio en cuya construcción él ha tenido la parte más laboriosa; pero semejante en esto a muchos apóstoles de ideas nuevas y a muchos inventores de cosas grandes y útiles a la humanidad, se contenta con sonreír, satisfecho de ver coronada su obra con el éxito deseado, y se olvida de su propia oscuridad para no ver más que el astro de sus ideas iluminando cada vez con mayor brillo la frente del pueblo!
Y continúa en sus afanes, y emprende cada día luchas gigantescas con cada preocupación que se resiste, no siendo para él los triunfos sino etapas de su camino de misionero, que sólo tiene por término la civilización universal en su más alta y clara significación.
Ramírez es en esto, y hasta en su perpetua desgracia, semejante a todos los apóstoles de la humanidad, cuyos trabajos, por una ley injusta del destino, sólo llegan a comprender y a apreciar las generaciones que se inclinan en derredor de sus tumbas, y cuando el silencio del tiempo y de la muerte ha apagado el rencoroso grito de las pasiones de una época.
Tal fue la suerte de Sócrates, a quien Ramírez se parece en el saber y en las virtudes. «Impío, vicioso, malvado», le gritaban sus envidiosos enemigos. No les bastaba verle llevar una vida pura y enseñar siempre el amor a la patria y combatir por ella. «Es un enemigo del estado y de los dioses», decían: «Que muera», y acabaron por hacerle beber la cicuta.
Nosotros hemos visto a Ramírez también perseguido desde hace veinte años, por enseñar las doctrinas progresistas más avanzadas, y apellidarle «ateo», «demagogo», «trastornador», aun por los que se llamaban liberales en aquellos tiempos. Después el partido enemigo le sepultó en los calabozos y le puso cadenas; pero lo que es más extraño todavía, los hombres del poder en el partido liberal le han proscrito casi siempre, le han gratificado con su odio más implacable, y le habrían administrado con el mayor placer doble dosis de cicuta que los atenienses a Sócrates. ¡Y él había ido a la vanguardia de sus contemporáneos en las conquistas! ¡Y él predicaba la Reforma y se hacía excomulgar de la sociedad y apellidar «ateo» por esa causa, cuando la generalidad de sus conciudadanos, creyéndola una utopía, desconfiaban de su triunfo!
Ramírez sufre sin queja y prosigue tranquilo en su camino de propaganda, perseguido por el infortunio; pero sin doblegarse, practicando el principio que él desea que sigan los desgraciados, cuando dijo en sus hermosos versos leídos en la Asociación Gregoriana:
¡Hijos del infortunio!… la serena
frente elevemos, como el risco osado
cuando la tempestad se inflama y truena.
Él sirve de guía a una juventud entusiasta y progresista, que le paga con su admiración el sufrimiento de los agravios que recibe de aquellos que no le comprenden.
En los últimos números del Semanario ha emprendido un estudio crítico de la mayor importancia para nuestra historia nacional. En casi todos los historiadores del tiempo de la Conquista se ve estampada la opinión de que un apóstol de Cristo, que convienen en que fue Santo Tomás, vino a la América y predicó el evangelio, y aun afirman que fue deificado por esas naciones con el nombre de Quetzalcóatl. Semejante tradición ha durado desde entonces, sin que nadie se haya puesto a examinarla formalmente y a combatirla.
Pues bien: un eclesiástico de México, muy erudito por lo visto, entregó a Ramírez un cuaderno voluminoso con un estudio extenso sobre la tradición referida, y Ramírez quiso publicarlo para entrar en el examen de aquélla después. Ya van tres artículos que publica sobre tal asunto, y en ellos revela desde luego el escritor sus profundos conocimientos en los estudios de los libros sagrados, y en la escuela crítica a que pertenece, que es la moderna, la del buen sentido, la que inició Lessing en la pensadora Alemania, y a la que debe darse preferencia para los estudios de esta naturaleza, como lo indica Renan en su introducción a la obra crítica del sabio Künen sobre el Antiguo Testamento.
Es casi seguro que Ramírez acabará para siempre con la creencia de los cándidos escritores de la Conquista, sobre que el apóstol Santo Tomás viajó por estos mundos; creencia a que pudieran dar lugar las ideas de aquella época y una singular y candorosa disposición a dar por ciertas todas las suposiciones que tendían a favorecer el cristianismo. No estaba la crítica entonces a la altura en que hoy se encuentra, de modo que los escritores se transmitían unos a otros esta conseja, sin ponerse a examinarla.
Ramírez, haciendo un estudio de las tradiciones históricas mexicanas y del carácter del idioma que hablaba aquí el antiguo pueblo, y marchando de lo conocido a lo desconocido, guiado por la antorcha de la crítica, juzga esta cuestión, y sus observaciones están llenas de sensatez, de manera que producen una convicción completa. Ésta es la manera con que hoy se trata la historia y la tradición; todo lo demás no es otra cosa que hacer una recopilación indigesta de relatos y de opiniones, que dejan en la misma oscuridad los puntos más importantes, y que se van repitiendo servilmente. Hoy en Europa los antiguos libros clásicos son materia de un maduro examen, y se descartan de ellos todos los hechos que se juzgan falsos y que pasaban en el mundo por dogmas históricos. Hoy los adelantos en toda clase de conocimientos, y la libertad de pensar, que no tiene ya límite, han hecho que las más acreditadas opiniones se sujeten al libre examen; de modo que en el trono de la nueva época sólo podrá sentarse de hoy en más, la historia filosófica. Ramírez sigue esa escuela, y lo que deseamos es que en lugar de consagrarse a estudios relativamente pequeños, como el que se refiere al apóstol Santo Tomás, se dedicara a las vastas cuestiones de nuestra historia antigua, que aún permanecen envueltas en sombras.
El Semanario Ilustrado también contiene algunos artículos descriptivos y morales de Alfredo Chavero, con el nombre de «Paisajes», y se propone continuar la serie, haciendo conocer varios lugares de la república. Alfredo es muy a propósito para ese género de literatura, por lo elevado de su talento, por su excelente memoria y por su penetrante observación, a lo que se añade como una prenda rara, un juicio sólido, que es bastante extraño en un joven como él. Ésta es la cualidad dominante en el carácter literario de Chavero, quien por ella está llamado a tratar asuntos más encumbrados en filosofía, en literatura y en historia. Sabemos que se consagra hoy con empeño a coleccionar documentos y obras pertenecientes a las antigüedades mexicanas contando ya con bastantes ejemplares curiosos. De modo que no tardaremos en ver algún estudio lleno de novedad y de interés sobre nuestras tradiciones. Chavero sigue la senda de Ramírez en sus indagaciones críticas, y desdeñando un poco los trabajos de mero entretenimiento, se ha ejercitado ventajosamente en altas cuestiones de legislación, dándose a conocer desde hace tiempo como orador en la Cámara de Diputados, como publicista en la prensa y como jurisconsulto en el foro.
Así es que los «Paisajes» no son más que el producto de sus ocios; pero son bellísimos y notables por su exactitud en la pintura de la localidad y de las costumbres, por su dicción elegante y correcta, por su gracia natural y de buen gusto y por sus ingeniosas observaciones. Algunas veces el poeta se descubre; porque Alfredo cultiva también la poesía con bastante brillo, y desde sus lindísimas «Trovas» que publicaba en 1862, hasta sus composiciones filosóficas que ha leído en las veladas literarias con general aplauso, hay que seguirle en todos los géneros, porque le son conocidos, aunque se ha distinguido especialmente en la poesía patriótica, en la cual tiene arranques dignos de Prieto, como lo ha probado en las preciosas muestras que nos dio en aquellos días de entusiasmo, cuando el ejército francés marchaba sobre la capital, y cuando la lira de nuestros cantores excitaba al pueblo a marchar a los campos de la gloria.
El primer artículo de los «Paisajes» se intitula «Manzanillo», y el segundo «Colima». El escritor, que conoce bien esas localidades porque las visitó en 1863, cuando la salida del gobierno de San Luis Potosí nos hizo tomar a todos diferentes rumbos, describe aquel puerto y aquella ciudad con sorprendente exactitud y les da el colorido poético de su imaginación. Bajo su pluma ve uno aparecer el paisaje con toda la pompa de aquella hermosa tierra y con toda la belleza de su cielo. Colima sonríe ante nuestros ojos, recostada muellemente en la falda de sus volcanes y sombreada por sus bosques inmensos de palmeras y arrayanes, de parotas y de mameyes que apenas dejan ver el caserío blanco y alegre, y los plateados reflejos del río bullidor y bordado de cármenes encantadores.
Los artículos descriptivos como los de Chavero son escasos en México, y a fe que hacen suma falta, porque ellos contribuyen más que nada a que se forme en el extranjero una idea justa de nuestros hombres y de nuestras cosas. En los «Paisajes» no sólo se ve lo pintoresco, sino que también hay un estudio de historia y de costumbres, con estilo tan sabroso y tan fluido, que no puede menos que leerse con avidez. Pero, repetimos, en esta parte ha habido todavía mayor negligencia que en otras. Nuestras novelas como El Periquillo y El Monedero, contienen descripciones, pero todavía son pequeñas. Don Luis de la Rosa, que tenía una facilidad admirable para la descripción, se limitó a pintar cuadros de la naturaleza que son más bien poesías. Fidel, en sus Viajes de orden suprema, tienen también estudios preciosos, que nos hacen desear la conclusión de esa obra. Algunas hay en antiguos calendarios que se han olvidado; pero ¿qué es todo esto en compensación de nuestro país? Apenas una centésima parte. Hasta ahora parece que va a cultivarse un género de literatura descuidado en México y tan deseado generalmente. La correspondencia del Nigromante y de Fidel abraza también la descripción, como uno de sus objetos. Calvario y Tabor trae cuadros de la costa del sur y de Michoacán excelentes, y Chavero escribe expresamente con ese fin exclusivo sus «Paisajes», obra en que le hemos prometido alternar con él, pues preparamos también algunos artículos descriptivos del sur, de Michoacán y de Guadalajara. Excitamos entretanto a los jóvenes escritores a que nos ayuden, pues de este modo en breve podremos formar una obra pintoresca sobre México, que con los hermosos artículos que se publicaron, lujosamente ilustrados, hace tiempo, con el título de México y sus alrededores, y con lo demás que dejamos referido, pueda reputarse una colección completa.
Réstanos hablar del distinguido crítico de teatros que escribe en El Semanario, y que tan bien maneja la lengua de Cervantes y de Luis de Granada, que no parece sino que sus bellísimas crónicas son hijas de algún discreto autor de aquellos tiempos, en que el idioma español era el preferido por el amor, por el heroísmo y por las musas.
Valiéndonos de una graciosa figura que ha usado el mismo Manuel Peredo, séanos lícito decir que su estilo es tan sabroso como el vino viejo, y que nos detenemos en cada periodo, en cada línea, en cada frase para deleitarnos con el dejo regalado que nos queda al leer cada concepto suyo. Encanta este modo de hablar.
Manuel Peredo es clásico en sus estudios, sus composiciones poéticas, que tanto han llamado la atención y que han sido tan celebradas por su exquisita gracia, tienen toda la forma correcta y elegante de aquellas silvas de fray Luis de León, de Rioja o de los Argensolas, toda la sal ática de las composiciones sueltas de Bretón de los Herreros, a quien se parece tanto en lo juguetón y picaresco de su musa como en lo castizo de la dicción castellana. Como la prensa ha hablado mucho de estas poesías, y como una autoridad competente e irrecusable en materia de lenguaje, el señor don Anselmo de la Portilla, ha juzgado también favorablemente el estilo de Peredo, nosotros no diremos más. La reputación de nuestro buen amigo está hecha como buen hablista, como poeta y como crítico.
Bajo este punto de vista vamos a considerarlo nosotros. Si un estudio profundo de todos los teatros, pero particularmente del español, si una pasión decidida por la literatura dramática, si una observación sagaz y delicada que se detiene hasta en el menor detalle; si un acierto instintivo en la apreciación, si un juicio maduro e ilustrado; y si un conocimiento de la escena difícil de igualar, son dotes que deben hacer de un escritor un crítico perfecto, Peredo lo es sin duda alguna.
Desde que pudo concurrir al teatro, concurre; es decir, desde su niñez habrá podido verle el público, fiel y asiduo espectador, no importa si en el patio, en los palcos o en la galería. Peredo no falta jamás, llueva, truene o granice, y las empresas habrán perdido por falta de público algunas noches, pero nunca les habrá hecho falta el contingente de Peredo. Sólo el deber sagrado de su profesión (porque es médico) puede haberle hecho faltar algunas veces y arrancarle de los brazos de Talía; pero si no es eso, nada tiene bastante poder para privarle de su placer favorito.
Pero Manuel Peredo no es concurrente al teatro por una costumbre de lujo, por el deseo de buscar distracción, por el interés de pasar revista a las hermosas. No; él es idólatra del arte, es inteligente apreciador de sus bellezas, y allí no sólo goza, sino que estudia. Si asistís con él y estáis a su lado, él os hace notar circunstancias que dejaríais pasar inapercibidas, y que sin embargo, son importantes para la crítica. Si le veis durante la representación, no podréis por ningún motivo distraer sus miradas, que permanecen fijas en la escena y pendientes del actor. En el entreacto, contad con él para gustar de su conversación chispeante y bordada de agudezas deliciosas; pero antes no os haría el menor caso. Y todavía, os advertimos que no es fácil retenerle en el patio o en el corredor, porque tiene como Julio Janin la costumbre de ir a pasearse, en alegre conversación, esos momentos, entre bastidores.
Tal es Manuel Peredo, y tales son sus elementos para juzgar de las obras dramáticas y su representación. Por eso saboreáis esas narraciones tan fluidas e interesantes de su revista, y que a veces son más bellas que la comedia misma cuyo asunto comprendía. Por eso tenéis esas apreciaciones tan justas, tan oportunas, tan llenas de novedad. Peredo no escribe mucho, pero escribe lo bastante; no juzga muchas piezas a la vez; pero aquella que coge por su cuenta, queda en sus manos analizada completamente. Hay algo del análisis anatómico en su crítica; sólo que aquí el poeta y el médico se confunden y dan a la autopsia un encanto de que carece para la generalidad el examen que hace la ciencia.
Tiene otra cualidad rara y que hace más amables sus escritos. Dotado de un carácter benévolo y dulce, extraño a las pasiones violentas, lleno de sentimiento, a pesar de sus epigramas y de su sonrisa, jamás brota de su pluma una frase ofensiva, un chiste punzante y mortal, una sola palabra de esas que se clavan como dardo encendido. Peredo es el más cortés de los críticos, y siempre encuentra la manera de decir una verdad sin causar enfado, de corregir sin que el actor dé un brinco de dolor. La crítica en su boca suena como advertencia maternal, y los actores por esa razón le profesan un cariño envidiable.
Nosotros reflexionamos que esta crítica es la que produce mejores resultados, porque no irrita, ni se echa encima la obstinación de la vanidad herida, y por eso creemos que Peredo está haciendo mucho bien al progreso del teatro en México.
Tenemos tal confianza en su juicio y en su experiencia, que para escribir cualesquiera de nuestras pobres crónicas teatrales, siempre le pedimos su opinión, siempre contamos con su ilustrado juicio. Peredo es uno de esos hombres que acaban por presidir un círculo literario y por crearse un apostolado en la juventud. ¡Ojalá! Cuando tantos necios ponen en boga sus opiniones mezquinas, trasmitiéndolas a admiradores estúpidos, es muy grato considerar que talentos como el de Peredo están ahí para no dejar la dictadura en manos de la ignorancia ni de la presunción.
Para concluir con El Semanario, llamaremos la atención de los lectores sobre los artículos de ciencias de aplicación que se están publicando allí por inteligentes escritores, que tienen la modestia de ocultar sus nombres detrás de las iniciales o del anónimo. Por todo esto, El Semanario Ilustrado es una publicación que el país debe proteger, porque deleita y es útil.
Entre las publicaciones que estamos mencionando, hay una que por ser de nuestros antiguos y más ameritados colaboradores merece un lugar distinguido. Se intitula Cuentos del vivac, y es su autor el conocido poeta y escritor don José T. de Cuéllar, que como lo dijimos en una de nuestras revistas publicadas en El Siglo XIX, se vio obligado a ausentarse de esta capital para fijar su residencia en San Luis Potosí.
Cuéllar, separado del círculo de sus amigos, en el que era tan querido, no ha podido prescindir de sus tareas literarias, que son como una necesidad para su alma naturalmente poética.
Ha estado redactando el Boletín Militar de la División del Norte, y este periódico, aunque impreso con malos tipos y en pobre papel, se ha hecho interesante sólo por las producciones de tan distinguida pluma. Además de sus artículos graves sobre instrucción pública y sobre otras materias, Cuéllar ha publicado escritos ligeros, como los Cuentos del vivac y como sus crónicas de teatro actuales, que llevan aquella firma, con la que llamó tanto la atención en artículos dignos de Jouy y de Fígaro, y que se llamaron «Las bancas de fierro», «El crédito público», «La veneración» y otros.
Facundo fue desde entonces un nombre que se presentó espléndido en el cielo de la crítica, como se había presentado el de Cuéllar en el cielo de la poesía.
Este literato, tan aplaudido por sus cantos líricos como por sus bellas producciones dramáticas, no había seguramente querido pisar otro terreno, más bien por indolencia que por temor, pues su talento es uno de esos talentos que tienen una flexibilidad sorprendente, si se nos permite la frase, y que dominan todos los géneros literarios. Pero apenas escribió su primer artículo, rebosando gracia y agudeza, apenas comprendió que su mirada penetrante y su conocimiento de la sociedad mexicana le llevaban al artículo de costumbres y le auguraban muchos triunfos, cuando se consagró a esta tarea con gusto y destreza. Entonces pudimos admirar los estudios que hemos citado arriba, así como sus dos bellísimas revistas, que pueden contarse entre las mejores que hayan salido alguna vez de la pluma de un literato.
Si Facundo quisiera, podría escribir la sátira política como Larra, o el artículo de costumbres como Mesonero. Lo decimos sin pasión, precisamente porque tenemos por el primero de estos escritores una predilección marcada, comprendemos la dificultad de igualarle; pero El crédito público de Cuéllar nos hizo concebir esperanzas de ver en nuestro país bien imitado el estilo del célebre satírico español. Mas el que sale a Belchite se entristece y se desalienta. El círculo de los amigos ayuda mucho porque estimula, y la pereza invade el alma por falta de aliciente. Esto nos ha pasado a todos los que hemos tenido que salir de México y que vivir en los pueblos, poco menos que como Ovidio en el Ponto Euxino.
En semejante circunstancia nadie puede lamentarse de haber sufrido tanto como nosotros, que hemos vivido literalmente en las montañas, a veces sin más tertulianos que los que tenía Robinson, a saber, los papagayos.
Todavía Ignacio Ramírez hablaba con los yankees de California o con los curas de Sinaloa, de Sonora o de Yucatán; todavía Guillermo Prieto contaba con el talento de los «veintidós» o con la inteligente concurrencia de los tejanos; todavía Riva Palacio tenía consigo a sus oficiales y a sus letrados de Michoacán; todavía Chavero se bacía entender de los dandys emigrados que habían llevado a Colima como una chispa del ingenio mexicano; todavía Cuéllar tiene en San Luis Potosí un auditorio.
Nos alegramos ciertamente de que uno de los fundadores del círculo que tanto ha impulsado el movimiento literario en México, como es Cuéllar, no enmudezca completamente, ni olvide que sus amigos le siguen con sus afectuosas miradas hasta esa tierra de la tuna Cardona y de las hormigas dulces.
Sus Cuentos del vivac son pequeñas historias militares en que se narran varios de los hechos gloriosos de la guerra pasada, con un estilo sencillo, popular, pero impregnado de ese entusiasmo patriótico que tanto conmueve el corazón del soldado y del hombre del pueblo, y que es al que deben las naciones todas del mundo sus glorias más brillantes y sus ejércitos más afamados.
También faltaba cultivar ese nuevo género, y también es necesario, tanto para consignar las hazañas memorables del soldado, que producen el estímulo en sus camaradas, como para enriquecer la historia nacional. Es la epopeya del héroe oscuro de nuestros campos de batalla, que muere como un bravo honrando a su patria, pero que no tiene un Homero que le cante, ni espera un recuerdo que perpetúe su nombre ante la gratitud pública, ni sueña con otro monumento que el osario común, o la hoguera en que los «prebostes» reducen a cenizas tantos restos venerables y grandiosos.
El patriotismo de las naciones debe proteger esta clase de publicaciones, porque ella es útil, más que los pomposos discursos que el pueblo no entiende, o que las historias oficiales que no puede comprar. Por otra parte, cada una de éstas se consagra regularmente a un Aquiles demasiado alto para que el soldado saque de su gloria el ejemplo que necesita. Podemos hasta decir que el pueblo murmura contra esas historias lisonjeras, en que se olvida a los humildes obreros de la victoria y se les considera más bien como instrumentos, como «carne de cañón». Apenas los fanáticos soldados de Bonaparte lloran con esos libros; pero nótese que en las epopeyas napoleónicas se colocan frecuentemente junto a la figura gigantesca de aquel general las figuras interesantes de sus soldados, y que él mismo procuró siempre mezclarse, aunque revestido del carácter imperial, entre sus buenos hombres del pueblo, esforzándose hasta aparecer sencillo en su traje y en su locución, lo cual hacía que el pueblo le considerase siempre como uno de sus hijos, como una de sus glorias, como la personificación de las masas, aunque supiese que se había hecho monarca, porque ciertamente tuvo pocas ocasiones de verle en las Tullerías y en medio de una corte improvisada, y casi siempre le vio en medio de las fatigas y de los combates.
Napoleón bacía matar a millares a estos infelices fetichistas, y cada batalla que daba era una hecatombe ofrecida a la deidad sangrienta de su ambición; pero tuvo la habilidad de fanatizar a los soldados, y de hacer del vivac un foco de entusiasmo.
Pues bien: lo que hacía aquel hombre por su propio engrandecimiento, hagámoslo nosotros por el amor de la libertad, animemos al soldado con esas narraciones en que él ve su epopeya, y que le hacen buscar con gusto una muerte heroica, porque sabe que su país no ha de pagarle con el olvido, porque sabe que la gloria no es para él un nombre vano, pues que sus hazañas han de ser la admiración de sus compatriotas.
Los Cuentos del vivac han pasado desapercibidos para la generalidad, no para nosotros, que hemos visto en la intención de Cuéllar una mira profunda y que ha de tener resultados ventajosos. Sólo quisiéramos que les diera una forma capaz de hacer de ellos una colección que guardara el soldado para aprenderla, juntamente con las leyes penales y con sus obligaciones. Quisiéramos también que continuara esa publicación, pues sobran hechos notables que relatar y sobre todo, quisiéramos que a ejemplo de Cuéllar, otros escritores en los diversos puntos de la república en que han tenido lugar hechos memorables, particularmente de soldados rasos o de oficiales subalternos, no los dejaran en el olvido, sino que prestaran a su país el servicio de inmortalizarlos en la forma que Cuéllar tan felizmente ha escogido. Estas historietas, especialmente si están ilustradas, llegan a ser más conocidas que ninguna otra leyenda, y apenas la canción popular puede alcanzar igual simpatía.
¿Os acordáis de un cierto Dómine, que exhalando un santo olor de iglesia se os vino a descolgar por aquí el año pasado, hablando en versículos al uso hebraico y empapado como un rabino en la Ley y en los profetas?
¿Os acordáis de sus capítulos del Libro de los Reyes y de los Evangelios, y de todas aquellas leyendas bíblicas, en que sin salirse del estilo riguroso de Moisés o de Esdras, y sin necesitar más que los preceptos sagrados, hizo de ellos un uso terrible, zurrando a todo bicho viviente de una manera que no se olvidará jamás?
¿Os acordáis de sus artículos contra el padre Domenech y contra ciertos personajes políticos, que se vieron obligados a reírse de su propia caricatura?
Pues este Dómine, que se llama en el mundo del licenciado Antonio García Pérez, y que desapareció repentinamente de México, vive aún y está en Morelia, siempre riéndose de la vida y mezclando a los asuntos más serios los arranques epigramáticos de su ingenio inagotable. Antonio García Pérez es el Cham, el Toffer, el Escalante de la literatura. Él hace ridículos los contornos de sus personajes desde la cabeza hasta los pies, él los abandona a la risa pública sin compasión, y todo con el estilo aquel santurrón y profético de que ha logrado hacer un manantial de sátira punzante y mortal. No encontramos modelo del estilo de García Pérez en ninguna parte. Sus artículos fáciles, nerviosos y rebosando lo que los ingleses llaman humour, han quedado inimitables, y nadie se atreve a tocar ese estilo, porque seguramente quedaría inferior al Dómine.
Ya desde 1862 García Pérez se hizo notable por sus sátiras políticas, dirigidas contra elevados personajes, quienes, lo repetimos, lo mismo que aquellos de 1867, no pudieron menos que reírse de sí mismos. ¡Tan irresistible era la gracia del satírico, tan maestras eran sus pinceladas con que retrataba, y tan irrefutables sus razones!
García Pérez es un jurisconsulto instruido, un liberal acendrado y un escritor independiente. Combate con armas muy bien templadas en el terreno de la formalidad; pero es invencible en el del ridículo, pues sus golpes son inesperados, y las heridas que da desfiguran, porque dejan en el rostro una cicatriz enorme.
Sin duda posee el mérito de ser completamente original en el fondo y en la forma de sus escritos. Ha tenido ocurrencias peregrinas a veces. Cuando redactaba en unión de Tovar y de Chavero El Siglo XIX el año pasado, y antes de la llegada de Zarco, antojósele hacer en la gacetilla la oposición al editorial, que era obra del primero de sus dos compañeros, y los lectores rieron mucho de tan extraña guerra doméstica. Sus primeras crónicas parlamentarias eran capaces de acabar con la gravedad de los padres de la patria, y se leían con avidez y a carcajadas. No obstante, no es que él sea poco respetuoso con la representación nacional, sino que no encontraba a varios diputados muy a la altura de su misión y de su carácter. Se nos figuraba, leyendo una de sus actas, oír al capitán Gulliver describiendo las cortes que conocía. El Dómine tiene, seguramente, poco desarrollado el órgano de la veneración. Maneja el chiste de Aristófanes, como el de Rabelais y el de Beaumarchais.
Su sátira es incisiva, su palabra emboscada y burlona, su dicción correcta y ligera. No puede uno, leyendo la primera línea de un escrito suyo, dejar de llegar al fin; sus introducciones son como una copia de Sansevain o como una salsa de mostaza; producen un apetito devorador.
Los artículos de García Pérez le dan un lugar de los primeros en la literatura mexicana. Conocido su carácter, sólo añadiremos, que sintiendo el retraimiento de tan notable escritor, nos conformaremos con leer solamente sus ingeniosas «Revistas de Michoacán» que publica El Siglo, y que son una joya para ese periódico. Como se supondrá los límites de ellas no permiten al escritor divagar mucho; pero él encuentra oportunidad para incrustar sus epigramas, que brillan como diamantes, entre la relación de los sucesos de aquel patriótico estado.
Algo más esperamos del Dómine, y algo más nos dará dentro de poco. Hoy parece que, encerrado en la sinagoga con las santas escrituras, se recoge religiosamente y se prepara.
Hemos concluido la revista de las publicaciones literarias de México. Como se habrá visto, hemos procurado dar a conocer el carácter de cada una de ellas, y hoy se nos permitirá, recapitulando, llamar la atención de los lectores sobre un hecho importante. Examínese con cuidado cada escrito, y se verá que cada literato mexicano cultiva un género diferente. Aquél, la leyenda romanesca; éste, el artículo de costumbres; el otro, la narración histórica; el de aquí, la conversación como los franceses; el de acullá la descripción; algunos la crítica teatral, otros, el cuento del soldado. Hay quien maneje la sátira política, hay quien se consagre al estudio social y filosófico, hay quien haga indagaciones curiosas sobre la historia antigua, y no falta quien pueda desempeñar con maestría toda clase de trabajos, como Ramírez.
Pero no se imitan servilmente unos a otros, sino que todos propenden a sobresalir en un género determinado y a ser útiles al pueblo, en cuyo favor han emprendido su tarea.
Llegando hoy a los versos vamos a ver cómo también se han iniciado diferentes géneros de poesía, consagrándose por grupos los jóvenes a su cultivo, y dando así mayor interés a los trabajos. Pero esto se dirá al tratar de las Veladas Literarias.[**]
Ignacio M. Altamirano