Lago Bled
Madame Jurilique está furiosa.
—¿Qué quieres decir con que no hemos recibido ninguna respuesta? ¡La hemos estado siguiendo en cada uno de sus pasos y ahora me dices que se ha evaporado así, sin más, en el aire! ¡Es totalmente imposible! Dejé muy claro que ella debía llamar al número que le proporcionamos en cuanto aterrizara en Europa. —Madeleine frunce el ceño. Su corazón palpita con fuerza pero debería ser por la expectativa de la llegada de la doctora Alexandra Blake y no por la frustración de su ausencia—. ¿No hay nada? ¿Seguro?
Cuelga de golpe el teléfono preguntándose qué demonios ha podido salir mal. Una vez más. Las instrucciones estaban perfectamente claras y sabe que fueron entregadas con éxito. Madeleine se tiene por una persona que sabe juzgar a la perfección el carácter de sus semejantes y está convencida de que la doctora Blake nunca arriesgaría a sus hijos si con ello pudiera evitarles cualquier daño. Era un plan perfecto. Hasta que se torció.
Por primera vez debe admitir que tal vez se haya equivocado y su cara se retuerce de rabia. Primero Josef y ahora esto. Da un puñetazo a la mesa y al hacerlo observa su reflejo en el panel de cristal de su despacho.
Momentáneamente distraída del asunto que se trae entre manos, se queda horrorizada ante lo que ve. El reflejo muestra un rostro bien entrado en la mediana edad, estresado y con marcadas arrugas, en lugar de terso y refinado. Su último estiramiento facial le costó un buen montón de dinero. No es posible que necesite otro tan pronto.
Saca rápidamente el espejito de mano que guarda en el cajón inferior de su escritorio y se mira detenidamente. ¡Dios mío, lo que ve es espantoso! Patas de gallo y profundas arrugas en la frente. ¡Y su cuello! Parece el cuello de un pavo. ¿Cuándo ha sucedido eso? Siempre ha estado muy orgullosa de su inmaculado estado físico…
Reflexiona un instante y luego se dice que es consecuencia del estrés adicional que esta gente le está causando. Una ola de rabia asciende de nuevo por su cuerpo, justo cuando el teléfono suena. Vuelve a dejar a toda prisa el espejito en el cajón, no vaya a ser que alguien entre en su despacho y la tome por una vanidosa. La llamada es interna, pero no está de humor para recibir ninguna mala noticia más después del día que está teniendo.
—¿Qué pasa? —grita al auricular.
Escucha exasperada cómo uno de sus directores le cuenta que otro miembro de su equipo no ha acudido al trabajo tras quejarse, el día anterior, de tener que probar en su persona los productos antes de que salgan al mercado, algo que en Xsade forma parte de la política de la compañía. ¿Acaso tiene que tratar personalmente cada detalle para conseguir que la organización funcione? Obviamente, así es, se dice, mientras su director continúa protestando en su oído.
—¿Por qué entonces no lo prueba en usted? —espeta.
Apenas presta atención a la voz indignada del director mientras su mente regresa a la ausencia de la doctora Blake. No puede creer estar escuchando las quejas de su director sobre la política de la compañía de que testar los productos en cada persona solo una vez puede dar lugar a resultados engañosos. Sinceramente, deben de creer que ella, la Directora General, es una completa idiota. Interrumpe su cháchara.
—Me está diciendo que ya lo han probado, ¿no es eso? —Aparentemente así es—. ¿A qué producto en concreto se refiere?
Aguarda la respuesta.
—La piel sintética, ¿es eso lo que dice?
Madeleine inmediatamente se interesa por la conversación dado que la composición de esa nueva piel está diseñada para imitar los resultados conseguidos por la cirugía plástica, aunque solo sea por tiempo limitado.
Estas podrían ser las primeras buenas noticias que Madeleine ha tenido en todo el día. En ese momento la visión de su cara en el espejo centellea delante de sus ojos.
—Bien. Yo misma daré ejemplo y haré la prueba en mí. De esa forma se acabarán las discusiones. Bajaré en diez minutos.
Cuelga bruscamente el teléfono y hace las llamadas necesarias. La primera para alertar a los del departamento de comunicación que se preparen para difundir por Internet la sórdida vida de la doctora Alexandra Blake y confirmar que solo ella, como Directora General, dará la aprobación final antes de que la información salga a la luz. La segunda llamada es a su equipo de seguridad para que comiencen la búsqueda de la doctora Blake o de sus hijos, dondequiera que se estén escondiendo, de inmediato. Al menos ahora siente que su actividad está sirviendo para algo.
Tenía pensado visitar al traidor de Votrubec para ver si está disfrutando de su parálisis, pero dado que la llegada de la doctora Blake ha sido pospuesta, se dirige hacia el laboratorio de belleza con el propósito de quitarse esa dura expresión de su cara que se ha ido acumulando en los últimos tiempos. Todo lo demás puede esperar. Además, se dice a sí misma, se ha ganado con creces un poco de tiempo para ella.
Madeleine se acomoda en el sillón del salón de belleza después de haber cambiado su traje de Chanel por una menos elegante toalla elástica que deja sus hombros y su cuello al descubierto. No puede recordar la última vez que se tumbó en mitad de su jornada laboral y, aunque técnicamente esto también es trabajo, se siente un poco decadente.
Su piel es minuciosamente limpiada y purificada, lo que no le causa ninguna incomodidad. Tiene un buen surtido de cosméticos en su despacho para rehacer más tarde el maquillaje, y siente cómo empieza a relajarse al ritmo de los masajes circulares en su cara.
—¿Le gustaría en el cuello y en la cara, Madame?
—Sí. —Piensa en su flácido cuello sabiendo que necesitará algo más que una limpieza exfoliante para recuperar su aspecto juvenil. Además sabe que en ese trabajo es imprescindible parecer lo más joven y deslumbrante posible, a diferencia de los hombres que pueden envejecer sin problemas con su cabello canoso o sus cabezas calvas.
La esteticista aplica el producto exfoliante con una espesa brocha embadurnando cuidadosamente el rostro y el cuello de Madeleine. Cubre los ojos con unos gruesos algodones antes de ajustar una gran lámpara de luz ultravioleta sobre la parte superior del cuerpo. Una vez que el aparato está lo suficientemente cerca para activar la mascarilla, fija la posición de la maquina.
—Esto deberá estar conectado al menos veinte minutos. Lo comprobaré de vez en cuando, así que relájese y disfrute.
—No hace falta que se quede por aquí, váyase y continúe con su trabajo, estaré bien. —La voz de Madeleine suena amortiguada ya que intenta mover los labios lo menos posible—. Váyase, no tiene sentido malgastar el valioso tiempo de la empresa.
La empleada está a punto de mencionar que los procedimientos de la compañía exigen permanecer en la habitación mientras la máquina esté en marcha, cuando recuerda la advertencia de su director sobre el carácter irascible de la jefa. De modo que coloca unos auriculares en los oídos de la Directora General y, rápidamente, se escabulle sigilosa de la pequeña habitación, aliviada por que le haya permitido marcharse.
Madeleine también está contenta por haberse quedado a solas y así poder planear sus siguientes pasos. No ha llegado hasta donde está sin asumir riesgos y, ciertamente, no piensa detenerse ahora. Para su sorpresa, su estresado cuerpo se relaja con facilidad, la música clásica apaciguando su mente, y se encuentra sumiéndose indulgentemente en un delicioso sueño.