14. LA ANSIEDAD

Poli puso el desayuno sobre la mesa, mirando de reojo el televisor, que emitía los boletines informativos. Este trabajo podía hacerse con facilidad sin merma de eficiencia. Como todos los alimentos estaban envueltos en recipientes esterilizados que servían de platos desechables, sus deberes en lo tocante al desayuno consistían únicamente en elegir el menú, colocar los recipientes en la mesa y llevarse después los residuos.

Chasqueó con la lengua al ver las imágenes y gimió suavemente.

—¡Oh! La gente es tan malvada —observó, y Darell se limitó a asentir con la cabeza.

La voz de Poli subió de tono, lo cual hacía de forma automática cuando se lamentaba de la maldad del mundo.

—Veamos, ¿por qué esos terribles kalganeses se portan así? —Acentuó la segunda sílaba, alargando mucho la «a»—. Podrían dejar a la gente tranquila. Pero no, quieren jaleo, siempre jaleo. Lea ese titular: «Las turbas ante el Consulado de la Fundación.» ¡Ah!, me gustaría poder decirles lo que pienso. Eso es lo malo de la gente: que no recuerdan nada. No recuerdan nada, doctor Darell; no tienen memoria. Por ejemplo, la última guerra después de la muerte del Mulo..., claro que yo era una niña entonces. Mi propio tío resultó muerto, y aún no tenía treinta años y sólo hacía dos que se había casado. Habían tenido una niña hacía poco. Aún la recuerdo: tenía los cabellos rubios y un hoyuelo en la barbilla. Tengo un cubo tridimensional de él en alguna parte... Y ahora la niña tiene un hijo que sirve en la Flota, y si algo sucede... Tuvimos patrullas de bombardeo, y todos los viejos tomaron parte en la defensa de la estratosfera..., no quiero imaginarme lo que hubieran hecho si los kalganeses hubiesen llegado tan lejos. Mi madre solía hablarnos, cuando éramos niños, del racionamiento de alimentos y de precios e impuestos. Era muy difícil soportar tantos gastos... Si la gente tuviera sentido común no querría volver a pasar todo aquello. Aunque supongo que la culpa no es de la gente, y que incluso los kalganeses preferirían quedarse en casa con sus familias antes que ir de aquí para allí con sus naves, matándose unos a otros. La culpa es de ese hombre horrible, Stettin; no me explico cómo dejan vivir a personas como él. Mató a aquel anciano, ¿cómo se llamaba? ¡Ah, sí! Thallos, y ahora pretende ser dueño de todo. No comprendo por qué quiere atacarnos. Seguramente perderá..., siempre pierden. Quizá todo esté en el Plan, pero a veces pienso que debe ser un plan muy malvado para permitir tantas guerras y matanzas, aunque esto no quiere decir que critique a Hari Seldon, que debía saber muchas más cosas que yo, y quizá sea una insensatez dudar de él. Y esa otra Fundación también tiene la culpa. Podría detener a Kalgan ahora y hacer que todo fuese bien. Lo hará de todos modos al final, así que sería más lógico que lo hiciese ahora, antes de que ocurra una catástrofe.

El doctor Darell levantó la vista.

—¿Decías algo, Poli?

Poli abrió mucho los ojos, y luego contestó, despechada:

—Nada, doctor, absolutamente nada. No tengo nada que decir. Una preferiría morirse antes que decir una palabra en esta casa. Ir todo el día de un lado para otro, y cuando intentas decir algo... —y continuó rezongando.

El silencio de Poli impresionó tan poco a Darell como su discurso.

¡Kalgan! ¡Tonterías! ¡Un enemigo meramente físico! ¡Esos siempre eran derrotados!

No obstante, le resultaba imposible mantenerse al margen de la actual y estúpida crisis. Siete días antes, el alcalde le había propuesto ser Administrador de la Investigación y el Desarrollo. Darell había prometido darle una respuesta aquel mismo día.

Bien...

Se removió, intranquilo. ¿Por qué precisamente él? Y, sin embargo, ¿podía rehusar? Parecería extraño, y no se atrevía a hacer nada que pareciese raro. Después de todo, ¿qué le importaba Kalgan? Para él sólo existía un enemigo, y siempre había sido el mismo.

Mientras su esposa vivía, no le importó rehuir la tarea, ocultarse. ¡Aquellos largos y tranquilos días en Trántor, rodeados de las ruinas del pasado! ¡El silencio de un mundo destrozado y la serenidad de su vida!

Pero ella había muerto. Su matrimonio sólo duró cinco años; y después comprendió que sólo podría vivir luchando contra aquel vago y temible enemigo que le privaba de su dignidad de hombre al controlar su destino, que convertía la vida en una triste lucha contra un fin predestinado, que hacía de todo el universo un juego de ajedrez odioso y mortal.

Podía llamarse sublimación —de hecho, él así lo llamaba—, pero la lucha daba algún significado a su vida.

Primero fue a la Universidad de Santanni, donde se asoció con el doctor Kleise. Habían sido cinco años bien aprovechados.

Y, no obstante, Kleise era solamente un coleccionista de datos. No podía tener éxito en la verdadera tarea; y cuando Darell lo comprendió con seguridad, supo que había llegado el momento de irse.

Kleise podía haber trabajado en secreto, pero necesitaba hombres con quienes trabajar. Disponía de alumnos cuyos cerebros sondeó. Tenía una Universidad que le respaldaba. Todo esto eran debilidades.

Kleise no podía comprender aquello; y él, Darell, no podía explicárselo. Se separaron como enemigos. Así tuvo que ser; era preciso que le abandonase como quien renuncia, por si se daba el caso de que alguien le estuviera vigilando.

Mientras Kleise trabajaba con gráficos, Darell trabajaba con conceptos matemáticos en las profundidades de su mente. Kleise trabajaba con mucha gente; Darell, con nadie. Kleise en la Universidad; Darell, en la paz de una casa de los suburbios.

Y ya estaba llegando.

Un hombre de la Segunda Fundación no es humano en lo que respecta a su cerebro. El fisiólogo más inteligente, el neuroquímico más sutil, podía no detectar nada... y, sin embargo, la diferencia existía. Y como esta diferencia se encontraba en la mente, era allí donde debía ser detectable.

Un hombre como el Mulo, por ejemplo —y no cabía duda de que los miembros de la Segunda Fundación poseían las facultades del Mulo, ya fueran congénitas o adquiridas—, con el poder de detectar y controlar las emociones humanas; podía deducirse el circuito electrónico requerido, y de él lograr los últimos detalles del encefalograma, en el cual se traicionaría sin remedio.

Y ahora Kleise había vuelto a su vida en la persona de su impulsivo y joven discípulo, Anthor.

¡Qué locura! Con sus gráficos y registros de personas que habían sido manipuladas. Él había aprendido a detectar aquello hacía años, pero ¿de qué servía? Necesitaba el brazo, no la herramienta. Sin embargo, había tenido que unirse a Anthor, ya que era el plan de acción más discreto; del mismo modo que ahora se convertiría en Administrador de la Investigación y el Desarrollo. ¡Era el plan de acción más discreto! Y de esta forma seguiría siendo una conspiración dentro de una conspiración.

El recuerdo de Arcadia le preocupó por un momento, y tuvo que obligarse a desecharlo. Si de él hubiera dependido, nunca hubiese ocurrido aquello. Si todo dependiera sólo de él, nadie correría peligro más que él mismo. Si dependiera de él...

Sintió que le dominaba la ira... contra el difunto Kleise, contra Anthor, contra todos los estúpidos bien intencionados...

Bueno, ella sabía cuidar de sí misma. Era una niña muy inteligente.

¡Sabía cuidar de sí misma!

Fue como un susurro en su mente...

¿Sabía hacerlo realmente?

En el mismo momento en que el doctor Darell se decía a sí mismo que sí, Arcadia se encontraba esperando en la fría y austera antesala de las Oficinas Ejecutivas del Primer Ciudadano de la Galaxia. Hacía media hora que estaba allí, dejando resbalar lentamente la mirada por las paredes. Cuando había entrado con Homir Munn, dos hombres armados montaban guardia en la puerta. No solían hacerlo en otras ocasiones.

Ahora estaba sola, e incluso el mobiliario de la habitación respiraba hostilidad. Era la primera vez que la sentía.

¿Cuál podía ser la causa?

Homir estaba con el señor Stettin. ¿Qué habría ocurrido?

La situación la enfurecía. En casos similares de los libros-película o los vídeos, el héroe preveía la conclusión y estaba preparado cuando se producía. En cambio, ella... ella sólo podía esperar. Podía ocurrir cualquier cosa. ¡Cualquier cosa! Y no sabía qué hacer.

Bueno, lo pensaría todo otra vez, lo repasaría de nuevo. Quizá se le había olvidado algo.

Durante dos semanas, Homir había vivido prácticamente en el interior del palacio del Mulo. Una vez la llevó consigo, previa autorización de Stettin. Era grande y tenebroso, alejado del pulso de la vida, adormecido entre los recuerdos; contestaba a los pasos con un sonido hueco o un rumor lejano. No le había gustado en absoluto.

Eran mejor las grandes y alegres avenidas de la capital; los teatros y espectáculos de un mundo esencialmente más pobre que la Fundación, pero que exhibía su derroche.

Homir volvía al atardecer, abrumado.

—Es un mundo de ensueño para mí —murmuraba—. Si pudiera desmontar el palacio piedra por piedra, capa por capa de esponja de aluminio... Si lo pudiera transportar a Términus... ¡Qué museo haría de él!

Parecía haber perdido sus anteriores temores. Ahora estaba ansioso, entusiasmado. Arcadia lo observó por una señal muy significativa: no volvió a tartamudear durante todo aquel período.

Una vez dijo:

—Hay extractos de los archivos del general Pritcher...

—Le conozco. Era el renegado de la Primera Fundación que recorrió toda la Galaxia en busca de la Segunda, ¿verdad?

—No fue exactamente un renegado, Arkady. El Mulo le había convertido.

—¡Bah! Es lo mismo.

—¡Por la Galaxia! Ese recorrido que has mencionado fue una tarea imposible. Los archivos originales de la Convención Seldon, que estableció ambas Fundaciones hace quinientos años, sólo hacen una referencia a la Segunda Fundación. Dicen que está situada «al otro extremo de la Galaxia, en el Extremo Estelar». Eso es todo cuanto sabían el Mulo y Pritcher. No tenían medio de reconocer a la Segunda Fundación aun en el caso de que la encontraran. ¡Qué locura! Tienen archivos —hablaba para sí mismo, pero Arcadia escuchaba con atención— que deben abarcar casi mil mundos, pero el número de mundos susceptibles de estudio debía acercarse al millón. Y nosotros no sabemos gran cosa más...

Arcadia le interrumpió ansiosamente con un «shhh-h». Homir calló de pronto, y se recobró con lentitud.

—No hablemos de ello —murmuró.

Y ahora Homir estaba con Stettin, y Arcadia esperaba sola en la antesala, sintiendo que la sangre se helaba en sus venas sin saber por qué. Aquello era lo más temible: no parecía haber una razón.

Al otro lado de la puerta, Homir también se consumía interiormente. Estaba luchando con furiosa intensidad contra su tartamudez, pero, a pesar de ello, no podía hablar dos palabras seguidas sin balbucear.

El señor Stettin vestía uniforme de gala, lo cual acentuaba sus dos metros de estatura, las grandes mandíbulas y los labios crueles. Sus arrogantes puños acompañaban rítmicamente sus frases.

—Bien. Le he dado dos semanas y usted me sale con el cuento de que no ha encontrado nada. Vamos, señor, dígame lo que sea. ¿Va a ser destrozada mi Flota? ¿Tendré que luchar contra los fantasmas de la Segunda Fundación además de hacerlo contra los hombres de la Primera?

—Re... repito, señor, que no soy un pro... profeta. No sé abso... lutamente nada.

—¿Acaso quiere volver para advertir a sus compatriotas? ¡Al fondo del espacio con su maldita comedia! Quiero la verdad o se la arrancaré junto con sus intestinos.

—Estoy di... diciendo la verdad, y le re... recuerdo, señor, que soy un ciudadano de la Fu.. Fundación. No puede to... tocarme sin arriesgarme a re... represalias.

El Señor de Kalgan soltó una gran carcajada.

—Una amenaza que sólo asustaría a un niño o amilanaría a un idiota. Vamos, señor Munn, he sido paciente con usted. Le he escuchado durante veinte minutos, mientras usted me contaba aburridos detalles cuya invención debe de haberle costado noches enteras de insomnio. El esfuerzo ha sido inútil; sé que está usted aquí para algo más que para husmear entre los archivos del Mulo y remover sus cenizas. Vino aquí por algo que no quiere admitir, ¿verdad?

Homir Munn era incapaz de hablar, del mismo modo que era incapaz de ocultar el terror que expresaban sus ojos. Stettin lo advirtió, y se inclinó hacia delante para dar una palmadita en el hombro al ciudadano de la Fundación.

—Bien. Ahora, seamos francos. Usted está investigando el Plan Seldon; sabe que ya no tiene consistencia. Tal vez sabe también que ahora soy yo el inevitable vencedor; yo y mis herederos. Vamos, hombre, ¿qué importa quién establezca el Segundo Imperio, mientras sea establecido? La historia no tiene favoritos, ¿verdad que no? ¿Tiene usted miedo de decírmelo? Ya ve que estoy enterado de su misión.

—¿Qué quie... quiere u... usted? —preguntó Munn con la boca seca.

—Su presencia. No me gustaría que el Plan se estropeara por culpa de un exceso de confianza. Usted sabe más de estas cosas que yo; puede detectar pequeños fallos que tal vez a mí me pasarían desapercibidos. No se preocupe, al final será recompensado; recibirá una parte justa del botín. ¿Qué puede usted esperar en la Fundación? ¿Que no tenga lugar una derrota inevitable? ¿Que se alargue la guerra? ¿O acaso siente el patriótico deseo de morir por su país?

—Yo..., yo... —No pudo continuar, no lograba componer una sola palabra.

—Se quedará aquí —declaró el Señor de Kalgan—. No tiene otra alternativa. Espere —añadió, como si acabara de ocurrírsele—, tengo cierta información sobre el hecho de que su sobrina pertenece a la familia de Bayta Darell.

Homir pronunció un sorprendido «sí». En aquel momento era incapaz de algo que no fuese la verdad absoluta.

—¿Es una familia de prestigio en la Fundación?

Homir asintió con la cabeza.

—Sí, y no le tole... rarían que se le cau... causara el menor daño.

—¡Daño! No sea estúpido, hombre; estoy pensando precisamente en lo contrario. ¿Qué edad tiene?

—Catorce años.

—¡Vaya! Bueno, ni la Segunda Fundación ni el propio Hari Seldon podrían impedir que el tiempo pasara o que las niñas se convirtieran en mujeres.

Entonces dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta cubierta por un cortinaje, el cual descorrió con gesto violento. Exclamó con voz estentórea:

—¿Por qué diablos has arrastrado hasta aquí tu estúpida persona?

La señora Callia le miró parpadeando, y contestó con voz débil:

—No sabía que tenías visita.

—Pues la tengo. Más tarde te hablaré de esto, pero ahora ¡lárgate! ¡Y deprisa!

Sus pasos se alejaron apresuradamente por el pasillo. Stettin volvió.

—Es el vestigio de un interludio que ya ha durado demasiado. Pronto tocará a su fin. ¿Catorce años, ha dicho usted?

Homir le contempló con un nuevo terror en los ojos.

Arcadia se sobresaltó al advertir que una puerta se abría sin ruido... y por el rabillo del ojo vio que algo se movía. Era un dedo que se agitaba frenéticamente, y durante unos segundos la muchacha no reaccionó; después, como si aquella figura blanca y temblorosa le hubiese contagiado su misterio, se levantó y cruzó de puntillas la habitación.

Los pasos de las dos mujeres eran apenas audibles por el pasillo. Se trataba de la señora Callia, la cual le sujetaba la mano con tal fuerza que casi le hacía daño; pero, por alguna razón, a Arcadia no le importaba seguirla. Al menos, de la señora Callia no sentía ningún miedo.

¿Qué ocurriría ahora?

Llegaron al vestidor, todo de color de rosa y muy femenino. La señora Callia se detuvo de espaldas a la puerta.

—Por aquí venía a verme en secreto... desde su despacho —murmuró, señalando con el pulgar, como si incluso la mención del nombre de su amante le inspirara pánico.

—Es una suerte..., es una suerte... —Sus pupilas eran tan grandes que casi ocupaban todo el ojo.

—¿Puede decirme...? —empezó tímidamente Arcadia.

Callia se movía ahora con repentina y febril actividad.

—No, niña, no. No hay tiempo. Quítate esas ropas, deprisa, te lo ruego. Te daré otras para que no puedan reconocerte.

Estaba ante el armario, tirando al suelo montones de prendas transparentes, buscando desesperadamente algo que una niña pudiese llevar sin llamar la atención.

—Toma, esto servirá. Tendrá que servir. ¿Llevas dinero? Toma todos estos billetes... y esto también. —Se quitó anillos y pendientes—. Vete a tu casa, vete a la Fundación.

—Pero Homir... mi tío.

Arcadia protestó en vano mientras Callia la cubría a toda prisa con una lujosa prenda de metal tejido, que olía a perfume.

—No se irá de aquí; Puchi le retendrá para siempre, pero tú no debes quedarte. ¡Oh, querida! ¿No lo comprendes?

—No —Arcadia se inmovilizó—, no lo comprendo.

La señora Callia se retorció las manos.

—Tienes que volver y advertir a tu pueblo que se declarará una guerra. ¿Está claro? —El más absoluto terror parecía prestar lucidez a sus pensamientos y hacerle pronunciar palabras que no eran propias de ella—. Ahora, ¡sígueme!

Salieron por otra puerta. Pasaron ante funcionarios que las miraron con fijeza, pero que no vieron motivo para detener a una persona a la que sólo el Señor de Kalgan podía hacerlo impunemente. Los guardas presentaron armas cuando cruzaron el umbral.

Arcadia apenas pudo respirar durante el camino, que se le antojó interminable, y que, sin embargo, sólo duró veinticinco minutos desde que viera el dedo blanco haciendo señas hasta que alcanzaron la puerta principal, cerca ya del bullicio de la gente y el ruido del tráfico.

Miró hacia atrás con repentina y tímida piedad.

—Yo... yo... ignoro por qué hace esto, Mi Señora, pero gracias... ¿Qué le sucederá a tío Homir?

—No lo sé —gimió Callia—. ¿Quieres irte ya? Ve directamente al espaciopuerto. No te demores, en este mismo instante ya se te está buscando.

Pero Arcadia aún vacilaba. Dejaba solo a Homir, y de pronto, ahora que se encontraba al aire libre, le asaltó la sospecha.

—Pero ¿a usted qué le importa si se me busca?

La señora Callia se mordió el labio inferior y murmuró:

—No puedo explicárselo a una niña como tú. No sería delicado. Bueno, cuando seas mayor... Yo conocí a Puchi cuando tenía dieciséis años. No puedo consentir que estés a su alcance, ¿sabes?

En su voz había una hostilidad un poco avergonzada. Las implicaciones dejaron helada a Arcadia. Susurró:

—¿Qué le hará a usted cuando lo descubra?

—No lo sé —replicó Callia, y se llevó la mano a la cabeza mientras se alejaba corriendo por la gran avenida, hacia la mansión del Señor de Kalgan.

Durante un segundo eterno, Arcadia continuó inmóvil, porque en el último momento, antes de que la señora Callia se alejara, Arcadia había visto algo. Aquellos ojos asustados y nerviosos se habían iluminado —momentánea, fugazmente— con una fría burla.

Una vasta e inhumana burla.

Era algo difícil de constatar en el rápido destello de un par de ojos, pero Arcadia no abrigaba la menor duda sobre lo que había visto.

Empezó a correr, a correr desatinadamente, buscando con desesperación una cabina telefónica libre para pedir un vehículo público.

No estaba huyendo del señor Stettin, no huía de él ni de ningún sabueso que pudiera lanzar en su búsqueda... ni siquiera de los veintisiete mundos que le pertenecían y que ahora podían correr tras ella como una gigantesca avalancha.

Huía de una mujer frágil que la había ayudado a escapar, de una criatura que la había cargado de dinero y joyas, que había arriesgado su vida para salvarla. Huía de una persona de la cual sabía, con absoluta certeza, que era una mujer de la Segunda Fundación.

Un aerotaxi se posó suavemente en el pavimento. El viento que provocó azotó el rostro de Arcadia y despeinó sus cabellos, medio cubiertos por la capucha orlada de piel que Callia le había puesto.

—¿Adónde va, señorita?

Luchó desesperadamente para que su voz no sonara como la de una niña.

—¿Cuántos espaciopuertos hay en la ciudad?

—Dos. ¿A cuál quiere ir?

—¿Cuál está más cerca?

El hombre la miró fijamente.

—Kalgan Central, señorita.

—Pues al otro, por favor. Puedo pagarle.

Tenía en la mano un billete de veinte kalgánidos. El precio del billete no significaba nada para ella, pero el taxista sonrió apreciativamente.

—Lo que usted diga, señorita. Los taxis Skyline la llevan a cualquier parte.

Arcadia apoyó la cabeza contra la tapicería ligeramente húmeda. Las luces de la ciudad brillaban debajo de ella.

¿Qué debía hacer? ¿Qué debía hacer?

Fue en aquel momento cuando comprendió que era una niña estúpida, muy estúpida, separada de su padre y muy asustada. Tenía los ojos llenos de lágrimas, y en el fondo de su garganta se movía un grito pequeño e inaudible que le producía dolor.

No temía que el señor Stettin la capturase. La señora Callia se encargaría de que no lo consiguiera. ¡La señora Callia! Vieja, gorda, estúpida, pero con dominio sobre el dirigente, a pesar de todo. ¡Oh, qué claro estaba todo ahora! Todo estaba claro.

El té que tomó con Callia, cuando se creyó tan lista. ¡La lista pequeña Arcadia! Algo en su interior le produjo náuseas. El té había sido una maniobra, y probablemente Stettin había sido persuadido para que permitiese a Homir inspeccionar el palacio. Ella, la necia Callia, lo había querido así, y maniobrado para que la lista y pequeña Arcadia le suministrase una excusa válida, una excusa que no despertase sospechas en las mentes de las víctimas e implicase un mínimo de interferencia por parte de ella.

Entonces, ¿por qué Arcadia estaba libre? Homir era un prisionero, por supuesto...

A menos que...

A menos que la enviaran a la Fundación como un cebo..., un cebo para conducir a otros a manos de... ellos.

Así pues, no podía volver a la Fundación...

—El espaciopuerto, señorita.

El aerotaxi había aterrizado. ¡Qué extraño! Ni siquiera lo había advertido.

Se movía como en un sueño.

—Gracias.

Le entregó el billete sin ver nada, bajó del vehículo y echó a correr por la pista elástica.

Luces. Hombres y mujeres indiferentes. Grandes y brillantes tableros de información, con los números móviles que indicaban todas las llegadas y salidas de las astronaves.

¿Adónde iba? No le importaba. ¡Lo único que sabía era que no iba a la Fundación! Cualquier otro lugar le serviría.

¡Oh, gracias, Seldon, por aquel momento de olvido! Gracias por el efímero segundo en que Callia había olvidado su comedia y expresado su burla porque sólo trataba con una niña.

Y entonces se le ocurrió otra cosa, algo que se había estado gestando en la base de su cerebro desde que comenzara a huir, algo que mató para siempre la inocencia de sus catorce años.

Y comprendió que debía escapar.

Aquello sobre todo. Aunque localizaran a todos los conspiradores de la Fundación, aunque cogieran a su propio padre, no podía, no se atrevía a dar el menor aviso. No podía arriesgar su propia vida —ni en lo más mínimo— aunque fuera por todo el Reino de Términus. Ella era la persona más importante de la Galaxia. Era la única persona importante de la Galaxia.

Lo comprendió mientras se detenía ante la máquina de los billetes y se preguntaba adónde iría.

Porque en toda la Galaxia, ella, y sólo ella, a excepción de ellos mismos, conocía la localización de la Segunda Fundación.

Trilogía de la fundación
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EL CICLO DE TRANTOR por Carlo Frabetti 0001_0000.htm
FUNDACION 0002_0000.htm
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PRIMERA PARTE LOS PSICOHISTORIADORES 0002_0002.htm
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SEGUNDA PARTE LOS ENCICLOPEDISTAS 0002_0004.htm
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TERCERA PARTE LOS ALCALDES 0002_0006.htm
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CUARTA PARTE LOS COMERCIANTES 0002_0008.htm
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QUINTA PARTE LOS PRINCIPES COMERCIANTES 0002_0010.htm
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FUNDACION E IMPERIO 0003_0000.htm
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PROLOGO 0003_0002.htm
PRIMERA PARTE EL GENERAL 0003_0003.htm
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SEGUNDA PARTE EL MULO 0003_0014.htm
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SEGUNDA FUNDACION 0004_0000.htm
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PROLOGO 0004_0002.htm
PRIMERA PARTE EL MULO INICIA LA BUSQUEDA 0004_0003.htm
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SEGUNDA PARTE LA BUSQUEDA DE LA FUNDACION 0004_0015.htm
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