11. EL POLIZÓN

Faltaba poco más de un mes para que comenzase el verano. Lo había hecho, eso sí, para Homir Munn, que ya había escrito su informe financiero del año fiscal, cuidando de que el bibliotecario enviado por el Gobierno, que iba a sustituirle, se enterase bien de las sutilezas del correo —el del año anterior había dejado mucho que desear— y dado orden de que se limpiase a fondo el polvo invernal acumulado en su pequeño crucero Unimara, bautizado así tras un tierno y misterioso episodio ocurrido hacía veinte años.

Abandonó Términus de muy mal humor. Nadie fue a despedirle al cosmódromo. Esto no hubiera sido natural ya que ningún año ocurría. Sabía muy bien que era importante hacer este viaje exactamente igual que los anteriores, y, pese a ello, sentía un fuerte resentimiento. Él, Homir Munn, iba a arriesgar el pellejo en la más disparatada de las aventuras, y, además, le dejaban completamente solo.

O al menos eso creía, pero se equivocaba. El día siguiente fue tremendamente confuso, tanto en el Unimara como en la casa suburbana del doctor Darell.

La confusión llegó primero al hogar del doctor Darell, muy de mañana y por mediación de Poli, la sirvienta, cuyo mes de vacaciones pertenecía ya al pasado. Corrió escaleras abajo con una precipitación insólita en ella.

El médico se cruzó en su camino, y Poli, incapaz de expresar su emoción con palabras, le alargó una hoja de papel y un objeto en forma de cubo. Darell aceptó ambas cosas porque no tenía otro remedio, y preguntó:

—¿Ocurre algo, Poli?

—Se ha ido, doctor.

—¿Quién se ha ido?

—¡Arcadia!

—¿Qué significa eso de que se ha ido? ¿Adónde? ¿De qué estás hablando?

Poli pataleó contra el suelo.

—No lo sé. Se ha ido, y falta una maleta y algunos vestidos. Ha dejado esta carta. ¿Por qué no la lee, en vez de quedarse ahí como una estatua? ¡Oh, los hombres!

El doctor Darell se encogió de hombros y rasgó el sobre. La carta no era larga, y a excepción de la firma angular, «Arkady», estaba escrita con la elegante y ornamentada caligrafía del transcriptor de Arcadia.

Querido papá:

Hubiera sido demasiado desconsolador decirte adiós personalmente. Quizá hubiese llorado como una niña pequeña y tú te habrías avergonzado de mí. Por eso te escribo para decirte que te echaré mucho de menos, incluso aunque esté pasando unas maravillosas vacaciones estivales con el tío Homir. Me cuidaré mucho y no tardaré en volver a casa. Mientras tanto, te dejo una cosa que es de mi propiedad privada. Ahora ya puedes quedártelo.

Tu hija que te quiere,

ARKADY.

La leyó varias veces con expresión de creciente desconcierto. Preguntó con severidad:

—¿La has leído, Poli?

Poli se puso instantáneamente a la defensiva.

—No me puede culpar por ello, doctor. En el sobre está escrito «Poli», y yo no podía saber que contenía una carta para usted. No soy una entrometida, doctor, y en los años que llevo con usted...

Darell alzó una mano conciliadora.

—Está bien, Poli. No es importante. Sólo quería estar seguro de que habías comprendido lo ocurrido.

Estaba pensando rápidamente. Era inútil decirle que olvidase el asunto. Con respecto al enemigo, «olvidar» era una palabra sin significado, y un consejo daría más importancia a la cuestión y produciría el efecto contrario. Optó por decir:

—Es una niña extraña, ya lo sabes. Muy romántica. Desde que decidí dejarle hacer un viaje al espacio este verano, ha estado muy excitada.

—¿Y por qué nadie me ha dicho nada de ese viaje espacial?

—Lo hablamos cuando estabas fuera, y nos olvidamos de informarte. No hay otra razón.

Las emociones anteriores de Poli se concentraron ahora en una profunda indignación.

—Sencillo, ¿verdad? La pobre chiquilla se ha ido con una sola maleta, sin un solo vestido decente, y, además, sola. ¿Cuánto tiempo estará fuera?

—No quiero que te preocupes por esto, Poli. En la nave habrá muchos vestidos para ella; todo ha sido previsto. ¿Quieres decir al señor Anthor que deseo verle? ¡Ah!, pero antes, dime..., ¿es éste el objeto que Arcadia ha dejado para mí?

Se lo pasó de una mano a otra. Poli meneó la cabeza.

—No tengo la menor idea. La carta estaba encima, y eso es todo lo que sé. Vaya, de modo que se olvidaron de decírmelo. Si su madre estuviera viva...

Darell la despidió con un gesto.

—Por favor, llama al señor Anthor.

El punto de vista de Anthor acerca del asunto difería radicalmente del criterio del padre de Arcadia. Pronunció sus primeras observaciones en tono airado y con los puños cerrados, y de ahí pasó a hacer amargos comentarios.

—Por el Gran Espacio, ¿a qué está esperando? ¿A qué estamos esperando los dos? Conecte el visor con el cosmódromo y diga que nos pongan en contacto con el Unimara.

—Tranquilo, Pelleas, se trata de mi hija.

—Pero no de su Galaxia.

—Espera un poco. Es una chica inteligente, Pelleas, y habrá pensado todo esto muy a fondo. Será mejor que sigamos sus pensamientos, ahora que la cosa está fresca. ¿Sabe qué es esto?

—No. ¿Qué importa lo que sea?

—Es un receptor de sonido.

—¿Eso?

—Es de manufactura casera, pero funciona. Lo he comprobado. Es su manera de decirnos que oyó nuestra conversación. Sabe adónde se dirige Homir Munn y por qué. Y ha decidido que sería emocionante acompañarle.

—¡Oh, por el Gran Espacio! —gimió el joven—. Otra mente que será captada por la Segunda Fundación.

—Pero no hay razón para que la Segunda Fundación sospeche, a priori, algún peligro en una niña de catorce años... a menos que hagamos algo que atraiga la atención hacia ella, como hacer volver del espacio a una nave sin otro motivo que recuperar a la niña. ¿Acaso ha olvidado con quién tratamos? ¿Lo estrecho que es el margen que nos separa del descubrimiento? ¿Lo indefensos que estamos?

—Pero no podemos permitir que todo dependa de una criatura caprichosa.

—No es caprichosa, y no podemos elegir. No necesitaba escribir la carta, pero lo ha hecho para impedir que vayamos a la policía a denunciar la desaparición de una niña. Su carta sugiere que expliquemos el asunto como una amistosa oferta por parte de Munn de llevar de vacaciones a la hija de un antiguo amigo. ¿Y por qué no? Es amigo mío desde hace casi veinte años. La conoce desde que tenía tres, cuando la traje desde Trántor. Es algo perfectamente natural y, de hecho, es posible que contribuya a ahuyentar toda sospecha. Un espía no lleva consigo a una sobrina de catorce años.

—Es cierto. ¿Y qué hará Munn cuando la encuentre?

El doctor Darell enarcó las cejas.

—No sé..., pero me imagino que ella sabrá convencerle.

La casa parecía muy solitaria por la noche, y el doctor Darell pensó que el destino de la Galaxia le importaba muy poco mientras la preciosa vida de su hija estuviera en peligro.

La excitación en el Unimara, aunque implicó a menos personas, fue considerablemente más intensa.

En el compartimiento de equipajes, Arcadia encontró que tenía la ventaja de la experiencia en algunas cosas, y el inconveniente de la inexperiencia en otras.

Resistió la aceleración inicial con ecuanimidad, y la náusea más sutil que acompañaba el salto al hiperespacio, con estoicismo. Ya había sentido ambas cosas en otros saltos espaciales, y estaba preparada para ello. Sabía también que los compartimientos del equipaje estaban incluidos en el sistema de ventilación de la nave, y que incluso poseían iluminación mural, pero renunció a esta última porque era flagrantemente poco romántica. Permaneció en la oscuridad, como convenía a una conspiradora, respirando muy suavemente y escuchando los diversos ruidos que rodeaban a Homir Munn.

Eran los ruidos bien distinguibles hechos por un hombre que se halla solo. El roce de los zapatos con el suelo, el crujido de la tela contra el metal, el chasquido de una silla tapizada bajo el peso de un cuerpo, el clic agudo de una unidad de control o la suave presión de una palma sobre una célula fotoeléctrica.

Eventualmente, sin embargo, la inexperiencia empezó a pesar a Arcadia. En los libros-película y en los vídeos, el polizón parecía dotado de infinitos recursos en la oscuridad. Naturalmente, siempre existía el peligro de chocar con algo que hiciera ruido al caer, o de estornudar (en los vídeos siempre acababan estornudando; era hecho aceptado). Sabía todo y tenía mucho cuidado. Comprendía también que llegaría a sentir hambre y sed. Para esta eventualidad se había preparado, llevándose unas latas de la despensa. Pero había otras cosas que las películas nunca mencionaban, y Arcadia se dio cuenta con alarma de que, a pesar de que echaría mano a toda su fuerza de voluntad, sólo podría permanecer oculta por un tiempo limitado.

En un crucero deportivo de una sola plaza, como el Unimara, el espacio habitable consistía esencialmente en una sola habitación, de manera que no había siquiera la arriesgada posibilidad de abandonar de puntillas el compartimiento mientras Munn se hallara ocupado en otra parte.

Esperó frenéticamente los sonidos que anunciaran el sueño de Homir. ¡Ojalá supiera si roncaba! Por lo menos sabía dónde estaba la litera, y podría reconocer el chirrido del colchón cuando lo oyera. Escuchó una larga aspiración y después un bostezo. Esperó en el profundo silencio, interrumpido de vez en cuando por un ligero crujido de la litera al cambiar su ocupante de posición.

La puerta del compartimiento de equipajes se abrió fácilmente bajo la presión de su dedo. Asomó la cabeza...

Un claro sonido humano se interrumpió bruscamente.

Arcadia se inmovilizó. ¡Silencio! ¡Aún más silencio!

Intentó mirar por la rendija de la puerta sin sacar la cabeza, pero no lo consiguió. Volvió a asomar la cabeza...

Homir Munn estaba despierto, naturalmente, leyendo en la cama, bañado por la suave luz de la cabecera, con una mano debajo de la almohada.

La cabeza de Arcadia se ocultó de nuevo. Entonces, la luz se apagó, y la voz de Munn dijo con temblorosa decisión:

—Tengo una pistola, y por la Ga... Galaxia que voy a disparar...

Y Arcadia gimió:

—Sólo soy yo. No dispare.

Es notable lo frágil que resulta ser el romanticismo. Una pistola en la mano de un hombre nervioso puede estropearlo todo.

La luz volvió a encenderse —en toda la nave—, y Munn se sentó en la cama. Los cabellos grises de su delgado pecho y la barba de un día en su rostro le prestaban un aspecto, enteramente falso, de persona poco respetable.

Arcadia entró, tratando de quitarse su chaqueta de metaleno, que se suponía era a prueba de arrugas.

Tras un momento de susto en el que estuvo a punto de saltar de la cama, Munn se tapó hasta los hombros con la sábana y tartamudeó:

—¡Qu... u...é, qué...!

Era incapaz de hacerse entender. Arcadia dijo con timidez:

—¿Me perdona un momento? He de lavarme las manos.

Conocía la distribución de la nave, y se alejó rápidamente. Cuando volvió casi había recuperado su valor, y Homir Munn estaba en pie ante ella, cubierto con una bata desteñida y rebosando furia en su interior.

—Por los negros agujeros del espacio, ¿qué estás haciendo a bor... bordo? ¿Có... cómo has entrado? ¿Qué voy a hacer a... ahora con... contigo? ¿Qué de... emonios significa esto?

Hubiera seguido preguntando indefinidamente, pero Arcadia le interrumpió con dulzura:

—Tenía grandes deseos de acompañarle, tío Homir.

—¿Por qué? No voy a ninguna parte.

—Va a Kalgan para informarse sobre la Segunda Fundación.

Munn emitió un salvaje alarido y se derrumbó por completo. Por un instante, Arcadia pensó que tendría un ataque de histerismo y se golpearía la cabeza contra la pared. Seguía empuñando la pistola, y, mirándole, sintió que se le helaba la sangre en las venas.

—Cuidado... Tómeselo con calma... —fue todo cuanto se le ocurrió decir.

Pero Munn hizo un esfuerzo y recuperó una relativa normalidad; tiró la pistola sobre la litera con tanta fuerza que faltó poco para que se disparara y agujerease el casco de la nave.

—¿Cómo subiste a bordo? —preguntó lentamente, como si agarrase cada palabra con los dientes para evitar que temblara antes de dejarla salir.

—Fue muy fácil. Entré en el hangar con mi maleta y dije: «El equipaje del señor Munn», y el vigilante levantó el pulgar sin mirarme siquiera.

—¿Sabes que tendré que volver para dejarte? —dijo Homir, sintiendo una repentina alegría en su interior. Por la Galaxia que aquello no era culpa suya.

—No puede hacerlo —replicó Arcadia con calma—. Llamaría la atención.

—¿Qué dices?

—Lo sabe muy bien. Toda la razón de su viaje a Kalgan reside en el hecho de que es natural que vaya y pida permiso para examinar los archivos del Mulo. Y tiene que ser todo tan natural que no puede llamar la atención en forma alguna. Si regresa con una chica que iba de polizón en su nave, la noticia puede llegar hasta los noticieros de la televisión.

—¿De dón... dónde has sacado es... estas ideas sobre Kalgan? Es... estas ideas tan infan... fantiles... —Su tono no podía engañar a nadie, y menos a una persona como Arcadia que sabía tanto sobre la cuestión.

—Lo oí todo —explicó ella, incapaz de ocultar completamente su orgullo— con un receptor de sonido. Y puesto que lo sé todo, tiene que dejarme ir.

—¿Qué hay de tu padre? —Munn echó mano de aquel triunfo—. Debe imaginarse que has sido raptada..., o que estás muerta.

—He dejado una nota —replicó Arcadia triunfalmente—, y él también sabe que no conviene dar publicidad al asunto. Es probable que nos envíe un espaciograma.

Munn estuvo a punto de creer en la brujería cuando la señal receptora sonó con estridencia instantes después de que ella terminase de hablar. Arcadia dijo:

—Apuesto a que es de mi padre.

Y así era. El mensaje contenía pocas palabras e iba dirigido a Arcadia. Decía: «Gracias por tu bonito regalo, estoy seguro de que hiciste buen uso de él. Diviértete.»

—Ya ha visto —comentó—. Éstas son las órdenes.

Homir se acostumbró a la muchacha. Al cabo de poco tiempo se alegró de tenerla a su lado, y al final acabó preguntándose qué hubiera hecho sin ella. ¡Charlaba! ¡Estaba tan excitada! Y, sobre todo, no sentía la menor preocupación. Sabía que la Segunda Fundación era el enemigo, pero no le importaba. Sabía que en Kalgan él tendría que tratar con funcionarios hostiles, y, sin embargo, ansiaba llegar.

Tal vez era consecuencia de tener catorce años.

En cualquier caso, las semanas de viaje ahora significaban conversación, en vez de soledad. Claro que la conversación no era muy aleccionadora, pues consistía, casi enteramente, en las ideas de la muchacha sobre el tema de cómo tratar al Señor de Kalgan. Ideas divertidas e insensatas, pero expresadas con ponderada deliberación.

Homir se sorprendió a sí mismo sonriendo mientras escuchaba y preguntándose de qué novela histórica habría sacado Arcadia su complicada noción del gran universo.

Era la tarde anterior al último salto. Kalgan se veía como una brillante estrella en el vacío escasamente iluminado de los bordes exteriores de la Galaxia. El telescopio de la nave lo mostraba como una burbuja chispeante de diámetro apenas perceptible.

Arcadia estaba sentada, con las piernas cruzadas, en la única silla cómoda. Llevaba pantalones y la camisa más pequeña que poseía Homir. Había lavado y planchado su propio vestuario, más femenino, para ponérselo cuando aterrizasen.

—¿Sabe? Voy a escribir novelas históricas —anunció.

Era feliz por completo con el viaje. A Homir le gustaba escucharla, y la conversación era mucho más agradable cuando se podía hablar a una persona verdaderamente inteligente que se tomaba en serio lo que una decía. Continuó:

—He leído montones de libros sobre los grandes hombres de la historia de la Fundación, como Seldon, Hardin, Mallow, Devers, y todos los demás. Incluso he leído gran parte de lo que usted ha escrito acerca del Mulo, pero no es muy divertido leer los capítulos en que la Fundación pierde. ¿No le gustaría más escribir una historia que no tuviera esos pasajes tontos y trágicos?

—Ya lo creo —le aseguró gravemente Munn—. Pero no sería una hi... historia real, Arkady. Nunca conseguirías el respeto aca... académico, o... o... omitiendo algunos hechos históricos.

—¡Bah! ¿Y a quién le importa el respeto académico? —Le encontraba encantador. Hacía días que no se olvidaba de llamarla Arkady—. Mis novelas serán interesantes, se venderán mucho y se harán famosas. ¿Para qué escribir libros, si no se venden ni son conocidos? No me interesa que me conozcan sólo unos cuantos profesores viejos. Quiero que me conozca todo el mundo.

Sus ojos brillaron al pensarlo, y adoptó una posición aún más cómoda.

—De hecho, en cuanto consiga la autorización de mi padre, visitaré Trántor a fin de encontrar material sobre el Primer Imperio. Yo nací en Trántor, ¿lo sabía usted?

Él lo sabía, pero preguntó, con asombro en la voz:

—¿De verdad?

Fue recompensado con una mezcla de gemido y alegre exclamación.

—Pues sí. Mi abuela..., ya sabe, Bayta Darrell, habrá oído hablar de ella..., estuvo una vez en Trántor, con mi abuelo. De hecho, fue allí donde detuvieron al Mulo, cuando toda la Galaxia estaba a sus pies, y mis padres también fueron a Trántor después de casarse. Y yo nací allí, e incluso viví una temporada, hasta que mi madre murió. Pero sólo tenía tres años, y no recuerdo gran cosa. ¿Ha estado alguna vez en Trántor, tío Homir?

—No, nunca.

Munn se apoyó contra el frío mamparo y siguió escuchando ausentemente. Kalgan estaba muy cerca, y su nerviosismo del principio empezaba a acecharle de nuevo.

—Es el más romántico de los mundos. Mi padre dice que durante el reinado de Stannel V estaba poblado por más gente de la que hay ahora en diez planetas. Dice también que era un gran mundo de metal, una sola gran ciudad, y capital de toda la Galaxia. Me ha enseñado fotografías que tomó en Trántor. Ahora está reducido a ruinas, pero sigue siendo magnífico. Me entusiasmaría verlo de nuevo. De hecho... ¡Homir!

—¿Sí?

—¿Por qué no vamos allí cuando hayamos terminado lo de Kalgan?

El miedo volvió a apoderarse de él, y se reflejó en su rostro.

—¿Qué... qué dices? No lo pi... pi... enses siquiera. Esto es un viaje de negocios, no de placer. Recuérdalo, jovencita.

—Pero también sería de negocios —insistió ella—. Podríamos encontrar increíbles cantidades de información en Trántor. ¿No lo cree así?

—No, no lo creo. —Munn se puso en pie—. Ahora, apártate del com... computador. Hemos de dar el último sa... salto, y después te acostarás.

Al menos, aterrizar tenía un aliciente; estaba harto de intentar dormir sobre un abrigo en el suelo metálico de la nave.

Los cálculos no eran difíciles. El Manual de las Rutas Espaciales era muy explícito sobre la ruta Fundación-Kalgan. Se produjo el tirón momentáneo del paso sin tiempo a través del hiperespacio, y quedó atrás el último año-luz.

Ahora, el sol de Kalgan ya era un verdadero sol: grande, brillante, de un blanco amarillento; invisible tras las portillas que se habían cerrado automáticamente en el lado iluminado por el astro.

Kalgan se hallaba sólo a una noche de distancia.

Trilogía de la fundación
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EL CICLO DE TRANTOR por Carlo Frabetti 0001_0000.htm
FUNDACION 0002_0000.htm
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PRIMERA PARTE LOS PSICOHISTORIADORES 0002_0002.htm
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SEGUNDA PARTE LOS ENCICLOPEDISTAS 0002_0004.htm
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TERCERA PARTE LOS ALCALDES 0002_0006.htm
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CUARTA PARTE LOS COMERCIANTES 0002_0008.htm
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QUINTA PARTE LOS PRINCIPES COMERCIANTES 0002_0010.htm
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FUNDACION E IMPERIO 0003_0000.htm
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PROLOGO 0003_0002.htm
PRIMERA PARTE EL GENERAL 0003_0003.htm
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SEGUNDA PARTE EL MULO 0003_0014.htm
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SEGUNDA FUNDACION 0004_0000.htm
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PROLOGO 0004_0002.htm
PRIMERA PARTE EL MULO INICIA LA BUSQUEDA 0004_0003.htm
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SEGUNDA PARTE LA BUSQUEDA DE LA FUNDACION 0004_0015.htm
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