3. DOS HOMBRES
Y UN CAMPESINO

Rossem era uno de esos mundos marginales generalmente olvidados por la historia galáctica y que apenas son advertidos por los hombres de los millones de planetas más afortunados.

En los últimos días del Imperio Galáctico, unos cuantos prisioneros políticos habían ocupado sus desiertos, mientras que un observatorio y una pequeña guarnición naval servían para que no fuese dicho que estaba abandonado. Más tarde, en la triste época de las guerras, anterior a la de Hari Seldon, los hombres de naturaleza más débil, cansados de las continuas décadas de inseguridad y peligro, huyendo de planetas saqueados y de una fantasmal sucesión de emperadores efímeros que vestían la Púrpura por unos cuantos años desgraciados e improductivos, huyeron de los centros poblados y buscaron refugio en los rincones desolados de la Galaxia.

A lo largo de los glaciales desiertos de Rossem se apiñaban algunos pueblos. Su sol era un miserable globo rojizo que concentraba su escaso calor en sí mismo, mientras la nieve caía en finos copos durante nueve meses del año. El resistente grano nativo dormía en la tierra durante la temporada de nieve, y luego crecía y maduraba a frenética velocidad cuando la tímida radiación solar hacía subir la temperatura a casi diez grados.

Pequeños animales, parecidos a cabras, triscaban en los prados, apartando la nieve con sus minúsculos cascos de tres pezuñas.

Los hombres de Rossem tenían, de esta forma, pan y leche, y, cuando podían permitirse el lujo de sacrificar a un animal, incluso carne. Los tenebrosos bosques que cubrían la mitad de la región ecuatorial del planeta suministraban una madera dura y de fina contextura para la construcción. Esta madera, ciertos minerales y algunas pieles eran lo bastante valiosos como para ser exportados, y periódicamente llegaban las naves del Imperio trayendo a cambio maquinaria agrícola, radiadores atómicos e incluso aparatos de televisión. Estos últimos no eran realmente algo incongruente, pues el largo invierno imponía al campesino un prolongado descanso.

La historia pasaba de largo a los campesinos de Rossem. Las naves comerciales podían llevar noticias a grandes intervalos; ocasionalmente llegaban nuevos fugitivos —una vez apareció un grupo relativamente numeroso, que se estableció—, y éstos solían traer noticias de la Galaxia.

Era entonces cuando los rossemitas se enteraban de encarnizadas batallas y poblaciones diezmadas, u oían hablar de emperadores tiránicos y virreyes rebeldes. Y suspiraban, meneando la cabeza, y se ajustaban los cuellos de piel alrededor de sus rostros barbudos mientras escuchaban, sentados en círculo en la plaza del pueblo, tomando el mortecino sol y filosofando sobre la maldad de los hombres.

Después hubo un tiempo en que no llegó ninguna nave comercial, y la existencia se hizo más precaria. Se detuvo el suministro de exquisitos alimentos extranjeros, de tabaco y de maquinaria. Vagas noticias difundidas por televisión les informaron de acontecimientos cada vez más inquietantes. Y finalmente se supo que Trántor había sido saqueado. El gran mundo que era capital de toda la Galaxia, el espléndido, inasequible, histórico e incomparable hogar de emperadores, había sido objeto de pillaje y reducido a escombros.

Era algo inconcebible, y muchos de los campesinos de Rossem, mientras trabajaban arduamente la tierra, creyeron que el fin de la Galaxia estaba próximo.

Y entonces, un día que en nada se diferenciaba de los demás, aterrizó una nave. Los Ancianos de cada pueblo movieron sabiamente la cabeza, abrieron sus cansados párpados y murmuraron que lo mismo había ocurrido en tiempos de sus padres... Pero no era exactamente lo mismo.

Aquella nave no era una nave imperial. En su proa faltaba la resplandeciente Astronave-y-Sol del Imperio. Era un cacharro desvencijado, hecho con restos de naves más viejas, y los hombres que bajaron de él se llamaban a sí mismos «soldados de Tazenda».

Los campesinos estaban confundidos. No habían oído hablar de Tazenda, pero, no obstante, acogieron a los soldados con su tradicional hospitalidad. Los recién llegados interrogaron a los rossemitas sobre la naturaleza del planeta, la cantidad de habitantes, el número de sus ciudades —una palabra que los campesinos interpretaron como «pueblos», originando una confusión general—, su tipo de economía y cosas por el estilo.

Llegaron otras naves y por todo el planeta fue proclamado que en aquellos momentos Tazenda era el mundo dirigente, que se establecerían estaciones recaudadoras de impuestos a lo largo de la línea ecuatorial —la región habitada— y que se recogerían anualmente porcentajes de grano y pieles según ciertas fórmulas numéricas.

Los rossemitas parpadearon indecisos, extrañados sobre el significado de la palabra «impuestos». Cuando llegó el momento de la recaudación, muchos pagaron, mientras contemplaban llenos de confusión cómo los uniformados habitantes de otro mundo cargaban el maíz cosechado y las pieles en grandes camiones de superficie.

Aquí y allí, indignados campesinos formaron bandas y sacaron las antiguas armas de caza, pero nunca llegaron a usarlas. Se disolvieron a regañadientes cuando vinieron los hombres de Tazenda, y comprobaron con desaliento que su dura lucha por la existencia se había hecho todavía más dura.

Pero alcanzaron un nuevo equilibrio. El gobernador tazendiano vivía en el pueblo de Gentri, al que los rossemitas tenían prohibida la entrada. Él y sus funcionarios eran extraños seres de otro mundo que raramente se inmiscuían en los asuntos de los rossemitas. Los recaudadores de impuestos, rossemitas al servicio de Tazenda, venían periódicamente, pero ahora ya formaban parte de la costumbre: el campesino había aprendido a ocultar su grano, a conducir su ganado al bosque y a procurar que su choza no pareciese ostentosamente próspera. Entonces, con expresión torpe y ausente, contestaba a todos los interrogatorios referentes a sus bienes con un vago gesto que abarcaba todo lo que estaba a la vista.

Incluso aquello fue desapareciendo, y los impuestos disminuyeron, casi como si Tazenda se hubiera cansado de extraer algún bien de un mundo semejante.

El comercio se animó, y tal vez Tazenda encontró aquello más provechoso. Los hombres de Rossem ya no recibían a cambio las refinadas creaciones del Imperio, pero incluso las máquinas y los alimentos tazendianos eran mejores que los productos nativos. Y conseguían para las mujeres telas que no eran el gris tejido casero, lo cual era algo muy importante.

Así, una vez más, la historia pasó de largo pacíficamente, y los campesinos siguieron trabajando con ardor la casi estéril tierra.

Narovi sopló sobre su barba mientras salía de la choza. Las primeras nieves humedecían la tierra dura, y el cielo estaba casi totalmente cubierto de nubes rojizas. Miró cuidadosamente hacia arriba, haciendo guiños, y decidió que no se aproximaba ninguna tormenta. Podría viajar a Gentri sin grandes problemas y deshacerse del grano sobrante a cambio de las suficientes latas de comida como para pasar el invierno.

Volviéndose hacia la puerta, la abrió un poco para gritar:

—¡Eh, muchacho! ¿Has puesto combustible al coche?

En el interior sonó una voz, y entonces salió el hijo mayor de Narovi, cuya corta barba rojiza aún estaba escasamente poblada.

—El coche tiene ya combustible y marcha bien —contestó hoscamente—, pero los ejes están en malas condiciones. De eso no tengo la culpa. Ya te dije que necesita una buena reparación.

El anciano dio un paso atrás y observó a su hijo con el ceño fruncido; seguidamente sacó adelante la barbilla:

—¿Acaso es mía la culpa? ¿Dónde y de qué modo puedo conseguir una buena reparación? ¿No ha sido la cosecha insuficiente durante cinco años? ¿Han escapado mis rebaños a la peste? ¿Han volado las pieles por sí solas?

—¡Narovi! —La voz familiar que gritó desde dentro le detuvo en su perorata.

Gruñó:

—Bueno, bueno..., ahora tu madre quiere meterse en los asuntos de padre e hijo. Saca el coche y asegúrate de que los remolques de mercancías estén bien sujetos.

Dio unas palmadas con las manos enguantadas y volvió a mirar hacia arriba. Las nubes eran más densas y por el cielo gris que asomaba entre los nubarrones apenas si llegaba calor. El sol estaba oculto.

Ya iba a desviar la vista cuando sus ojos se quedaron inmóviles, y su dedo índice señaló casi automáticamente hacia las nubes, mientras abría la boca para gritar, olvidándose del aire glacial.

—¡Mujer! —llamó vigorosamente—, vieja, ven aquí.

Un rostro indignado apareció en una ventana. Los ojos de la mujer siguieron la dirección que indicaba el dedo y se abrieron desmesuradamente. Con una exclamación bajó de un salto los escalones de madera, agarrando en su camino un viejo chal y un pañuelo de hilo. Salió con este último en la cabeza, atado a toda prisa, y el chal echado sobre los hombros. Exclamó:

—Es una nave del espacio exterior.

Y Narovi observó con impaciencia:

—¿Qué otra cosa podía ser? ¡Tenemos visita, vieja, tenemos visita!

La nave descendía lentamente en dirección a un campo helado que estaba en la porción septentrional de la granja de Narovi.

—Pero ¿qué haremos? —murmuró la mujer—. ¿Podemos ofrecer hospitalidad a esa gente? ¿Acaso está bien que pisen la suciedad de nuestra choza y coman las sobras de la tarta que hice la semana pasada?

—¿Prefieres que vayan a casa de nuestros vecinos?

Narovi enrojeció por encima del rubor provocado por el frío, y sus brazos, cubiertos por pieles, agarraron los robustos hombros de la mujer.

—Esposa de mi alma —susurró—, bajarás las dos sillas de nuestro dormitorio; matarás una cría bien cebada y cocerás un buen pastel. Yo me voy ahora a saludar a esos hombres poderosos del espacio exterior... y... y... —Hizo una pausa, se encasquetó la gorra y continuó en tono vacilante—: Sí, traeré también mi jarra de mosto fermentado. Es agradable una bebida fuerte.

La boca de la mujer se movió inútilmente durante aquel discurso. No pudo pronunciar palabra. Y cuando se sobrepuso un poco, sólo emitió sonidos incoherentes. Narovi levantó un dedo.

—Vieja, ¿qué dijeron los Ancianos del pueblo hace una semana? ¿Eh? Ejercita tu memoria. Los Ancianos fueron de granja en granja... ¡ellos, en persona! ¡Imagínate la importancia que tenía el asunto! Vinieron a pedirnos que si aterrizaban naves del espacio exterior les informásemos inmediatamente, por orden del gobernador. ¿Y ahora no voy a aprovechar la oportunidad de granjearme el favor de los hombres poderosos? Contempla esa nave. ¿Has visto alguna vez algo parecido? Esos hombres de los mundos exteriores son ricos e ilustres. El propio gobernador envía tan urgentes mensajes en relación con ellos que los Ancianos se ven obligados a ir de granja en granja en pleno invierno. Tal vez ya esté circulando por todo Rossem el mensaje de que estos hombres son grandemente deseados por los Señores de Tazenda... y están aterrizando en mi granja.

Casi se puso a saltar de ansiedad.

—Ahora les ofreceremos la debida hospitalidad... mi nombre será mencionado al gobernador... ¿y qué será lo que no podamos conseguir?

Su esposa advirtió de pronto que el frío glacial le llegaba al cuerpo a través de su ropa de estar por casa. Corrió hacia la puerta, gritando por encima del hombro:

—Pues vete enseguida.

Pero habló a un hombre que ya estaba corriendo a toda velocidad hacia el punto de su granja sobre el que aterrizaba la nave.

Ni el frío de aquel mundo ni sus espacios desolados arredraron al general Han Pritcher, como tampoco lo hicieron la pobreza de los alrededores y el sudoroso campesino que les acompañaba hacia la choza.

Sólo le preocupaba la cuestión de cuál sería la táctica más sabia. Él y Channis estaban solos allí.

La nave, que habían dejado en el espacio, estaría sin novedad en circunstancias corrientes, pero, a pesar de ello, se sentía inseguro. Era Channis, por supuesto, el responsable de aquella acción. Miró hacia el joven y le sorprendió atisbando con expresión pícara a la mujer, que con la boca abierta y ojos curiosos apareció momentáneamente tras la cortina de pieles que dividía la habitación.

En cambio, Channis parecía estar completamente a sus anchas, y Pritcher saboreó este hecho con agria satisfacción. Su juego no se desarrollaría exactamente de acuerdo con sus deseos.

Los receptores-emisores de ultraondas que llevaban en la muñeca constituían su única conexión con la nave.

Y entonces el campesino, que era su anfitrión, sonrió de oreja a oreja, inclinó la cabeza varias veces y dijo con voz servil y respetuosa:

—Nobles Señores, les pido permiso para decirles que mi hijo mayor, un muchacho bueno y listo a quien mi pobreza me impide educar, me ha informado de que los Ancianos llegarán pronto. Espero que su estancia aquí sea agradable, pese a mis humildes medios, ya que soy un campesino pobre aunque trabajador, honrado y obediente.

—¿Ancianos? —repitió Channis en tono ligero—. ¿Son los jefes de esta región?

—Así es, Nobles Señores, y todos ellos son hombres dignos y honestos, pues nuestro pueblo es conocido en Rossem como un lugar justo y respetable, aunque la vida es dura y los productos de campos y bosques, escasos. Tal vez mencionarán ustedes a los Ancianos, Nobles Señores, el respeto que muestro hacia los viajeros, y es posible que ellos soliciten un camión nuevo para nuestra granja, porque el viejo apenas se arrastra y de él depende nuestro sustento.

Parecía humildemente ansioso, y Han Pritcher asintió con la altiva condescendencia que convenía al título de «Nobles Señores» que les era conferido.

—Un informe de su hospitalidad llegará a oídos de los Ancianos.

Pritcher eligió los primeros momentos de soledad para hablar al aparentemente soñoliento Channis.

—No me gusta demasiado esta reunión con los Ancianos —dijo—. ¿Qué piensa usted al respecto?

Channis pareció sorprendido.

—Nada. ¿Qué le preocupa?

—Creo que tenemos cosas mejores que hacer que llamar la atención en este lugar.

Channis habló apresuradamente, en voz baja:

—Puede ser necesario el hecho de que nos arriesguemos a llamar la atención. No podemos encontrar a los hombres que buscamos, Pritcher, escondiendo la cabeza bajo el ala. Quienes gobiernan por medio de trucos mentales no han de ser necesariamente los que ostenten el poder. En primer lugar, es probable que los psicólogos de la Segunda Fundación sean una pequeña minoría de la población total, del mismo modo que en su propia Primera Fundación los técnicos y científicos eran unos pocos. Los habitantes corrientes son seguramente sólo eso: muy corrientes. Es posible incluso que los psicólogos se mantengan ocultos y que los hombres que ejercen el poder crean sinceramente que son los verdaderos jefes. La solución de nuestro problema puede encontrarse aquí, en los hielos de este planeta.

—No comprendo una palabra de todo esto.

—Pues resulta bastante fácil. Tazenda es, probablemente, un mundo enorme, poblado por miles de millones de seres. ¿Cómo podríamos identificar a los psicólogos entre ellos y comunicar al Mulo que hemos encontrado la Segunda Fundación? Pero aquí, en este planeta subordinado, en este diminuto mundo de campesinos, todos los dirigentes tazendianos están concentrados, según nos ha dicho nuestro anfitrión, en el único pueblo importante: Gentri. En él deben vivir solamente unos centenares de ellos, Pritcher, y entre ellos tiene que haber uno o dos hombres de la Segunda Fundación. Nos dirigiremos allí eventualmente, pero veamos primero a los Ancianos. Es un paso lógico en el camino.

Se apartaron uno de otro cuando el campesino irrumpió de nuevo en la estancia dando evidentes muestras de agitación.

—Nobles Señores, ya llegan los Ancianos. Les suplico una vez más que mencionen algo en mi favor...

Casi tocó el suelo en su reverencia, en un paroxismo de humildad.

—Le aseguro que nos acordaremos de usted —dijo Channis—. ¿Son éstos sus Ancianos?

Al parecer, lo eran. Se trataba de tres hombres.

Uno de ellos se acercó, se inclinó con noble respeto y dijo:

—Es un honor para nosotros. Respetados señores, disponemos de un medio de transporte y esperamos poder gozar del placer de su compañía en nuestra Sala de Reuniones.

Trilogía de la fundación
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EL CICLO DE TRANTOR por Carlo Frabetti 0001_0000.htm
FUNDACION 0002_0000.htm
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PRIMERA PARTE LOS PSICOHISTORIADORES 0002_0002.htm
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SEGUNDA PARTE LOS ENCICLOPEDISTAS 0002_0004.htm
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TERCERA PARTE LOS ALCALDES 0002_0006.htm
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CUARTA PARTE LOS COMERCIANTES 0002_0008.htm
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QUINTA PARTE LOS PRINCIPES COMERCIANTES 0002_0010.htm
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FUNDACION E IMPERIO 0003_0000.htm
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PROLOGO 0003_0002.htm
PRIMERA PARTE EL GENERAL 0003_0003.htm
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SEGUNDA PARTE EL MULO 0003_0014.htm
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SEGUNDA FUNDACION 0004_0000.htm
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PROLOGO 0004_0002.htm
PRIMERA PARTE EL MULO INICIA LA BUSQUEDA 0004_0003.htm
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SEGUNDA PARTE LA BUSQUEDA DE LA FUNDACION 0004_0015.htm
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