1

COMERCIANTES – …Con la inevitabilidad psicohistórica, el control económico de la Fundación creció. Los comerciantes se hicieron ricos; y con la riqueza llegó el poder…

A veces se olvida que Hober Mallow empezó su vida como un vulgar comerciante. Nunca se olvida que la terminó como el primero de los príncipes comerciantes…

Enciclopedia Galáctica

Jorane Sutt juntó las puntas de sus dedos, que revelaban una cuidadosa manicura, y dijo:

–Es como un rompecabezas. De hecho, y esto es estrictamente confidencial, puede ser otra de las crisis de Hari Seldon.

El hombre que había enfrente de él sacó un cigarrillo de su corta chaqueta smyrniana.

–No lo crea, Sutt. Por regla general, los políticos empiezan a gritar «crisis de Seldon» en todas las campañas para la elección de alcalde.

Sutt sonrió debilísimamente.

–Yo no hago ninguna campaña, Mallow. Nos enfrentamos con armas atómicas, y no sabemos de dónde proceden.

Hober Mallow de Smyrno, maestro comerciante, fumaba sosegadamente, casi con indiferencia.

–Siga. Si tiene algo más que decir, suéltelo. –Mallow nunca cometía la equivocación de ser demasiado educado con un hombre de la Fundación. Él podía ser un extranjero, pero un hombre siempre es un hombre.

Sutt señaló el mapa estelar tridimensional que había sobre la mesa. Ajustó los controles y un racimo de una media docena de sistemas estelares brilló con luz roja.

–Esto –dijo tranquilamente– es la República Korelliana.

El comerciante asintió.

–He estado allí. ¡Es una ratonera hedionda! Supongo que puede usted llamarla república, pero siempre hay alguien de la familia Argo que consigue salir elegido Comodoro. Y si da la casualidad de que no te gusta… te ocurren cosas. –Frunció los labios y repitió–: He estado allí.

–Pero ha regresado, cosa que no siempre ocurre. Tres naves comerciales, inviolables bajo las Convenciones, han desaparecido en el territorio de la República en el último año. Y estas naves estaban armadas con los habituales explosivos nucleares y campos de fuerza defensivos.

–¿Cuál fue el último comunicado de las naves?

–Informes de rutina. Nada más.

–¿Qué dice Korell?

Los ojos de Sutt brillaron sardónicamente.

–No hay forma de preguntarlo. El mayor cuidado de la Fundación es conservar su reputación de poder en toda la Periferia. ¿Cree que podemos perder tres naves y reclamárselas?

–Bueno, en ese caso, ¿qué le parece si me dijera lo que pretende de ?

Jorane Sutt no perdió tiempo en el lujo de molestarse. Como secretario del alcalde, había rechazado o aplacado a consejeros de la oposición, a solicitantes de empleo, a reformadores y mentecatos que pretendían haber resuelto completamente el curso de la historia futura, tal como la había planeado Hari Seldon. Con un entrenamiento como éste, era muy difícil alterarlo.

Dijo, metódicamente:

–Un momento. Fíjese, la pérdida de tres naves en el mismo sector y el mismo año no puede ser accidental, y la energía atómica sólo puede ser conseguida con más energía atómica. La pregunta que se plantea automáticamente es: si Korell tiene armas atómicas, ¿dónde las obtiene?

–¿Dónde?, eso es lo que yo digo.

–Hay dos alternativas. O los korellianos las han construido ellos mismos…

–¡Mala deducción!

–¡Muy mala! Pero la otra posibilidad es que nos hallamos ante un caso de traición.

–¿Lo cree usted así? –La voz de Mallow era fría.

El secretario dijo con calma:

–No hay nada extraordinario en esta posibilidad. Desde que los Cuatro Reinos aceptaron la Convención de la Fundación, hemos tenido que enfrentarnos con grupos considerables de poblaciones disidentes en todas las naciones. Todos los antiguos reinos tienen sus pretendientes y sus antiguos nobles, que no pueden amar a la Fundación. Quizá algunos de ellos se hayan decidido a actuar.

Mallow había enrojecido.

–Comprendo. ¿Hay algo que quiere decirme? Soy smyrniano.

–Lo sé. Es usted smyrniano… nacido en Smyrno, uno de los antiguos Cuatro Reinos. Es un hombre de la Fundación únicamente por educación. Por nacimiento, es usted un extranjero. Sin duda, su abuelo fue barón en tiempo de las guerras con Anacreonte y Loris, y sin duda las propiedades de su familia desaparecieron cuando Sef Sermak hizo una redistribución de la tierra.

–¡No, por el Negro Espacio, no! Mi abuelo fue hijo de un navegante de sangre roja que murió transportando carbón a sueldos bajísimos antes de la Fundación. No debo nada al antiguo régimen. Pero nací en Smyrno, y no me avergüenzo ni de Smyrno ni de los smyrnianos, por la Galaxia. Sus tímidas insinuaciones de traición no van a inducirme al pánico hasta el extremo de volverme loco por completo. Y ahora puede darme sus órdenes o hacer sus acusaciones. No me importa.

–Mi buen maestro comerciante, no me importa un electrón que su abuelo fuera el rey de Smyrno o el mayor pobre del planeta. Le recité todo ese cuento de su nacimiento y sus antepasados para demostrarle que no me interesan. Evidentemente, no ha captado mi intención. Retrocedamos. Es usted smyrniano. Conoce a los extranjeros. Además, es comerciante y uno de los mejores. Ha estado en Korell y conoce a los korellianos. Allí es donde tiene que ir.

Mallow respiró profundamente.

–¿En calidad de espía?

–De ninguna manera. En calidad de comerciante…, pero con los ojos abiertos. Si puede averiguar de dónde procede la energía… Debo recordarle, puesto que es usted smyrniano, que dos de esas naves comerciales perdidas tenían tripulación smyrniana.

–¿Cuándo empiezo?

–¿Cuándo estará lista su nave?

–Dentro de seis días.

–Entonces. Tendrá todos los detalles en el Almirantazgo.

–¡De acuerdo! –El comerciante se levantó, le estrechó la mano enérgicamente, y salió de la habitación.

Sutt aguardó, extendiendo cuidadosamente los dedos y frotándoselos para que desapareciera el hormigueo de la presión; después se encogió de hombros y entró en el despacho del alcalde.

El alcalde apagó la visiplaca y se apoyó en el asiento.

–¿Qué es lo que ha deducido, Sutt?

–Podría ser un buen actor –contestó Sutt, y miró pensativamente hacia adelante.

2

Por la tarde de aquel mismo día, en el apartamento de soltero de Jorane Sutt, en el piso veintiuno del Edificio Hardin, Publis Manlio bebía lentamente un vaso de vino.

En el ligero y envejecido cuerpo de Publis Manlio se reunían dos grandes cargos de la Fundación. Era secretario del Exterior del gabinete del alcalde, y para todos los soles, exceptuando sólo el de la Fundación, era, además, primado de la Iglesia, suministrador del Alimento Sagrado, maestro de los templos, y otras muchas cosas, en confusas, pero sonoras sílabas.

Estaba diciendo:

–Pero accedió en dejarle enviar a ese comerciante. Ésta es la cuestión.

–Pero muy irrelevante –dijo Sutt–. No conseguimos nada inmediatamente. Todo este asunto es una de las más toscas estratagemas, puesto que no podemos prever cómo terminará. Es sólo arriar el cabo con la esperanza de que en alguna parte de él haya un nudo corredizo.

–Es cierto. Y este Mallow es un hombre capaz. ¿Y si no es una presa que se deje engañar fácilmente?

–Es un riesgo que debemos correr. Si hay traición, son los hombres capaces los que están implicados en ella. Si no, necesitamos a un hombre capaz para descubrir la verdad. Y Mallow será protegido. Su vaso está vacío.

–No, gracias. Ya he tomado bastante.

Sutt llenó su propio vaso y, pacientemente, esperó a que el otro se despertara de sus ensoñaciones.

Cualesquiera que fueran éstas, concluyeron repentinamente, pues el primado preguntó de pronto, de forma casi explosiva:

–Sutt, ¿qué está pensando?

–Se lo diré, Manlio. –Sus delgados labios se abrieron–. Estamos en una de las crisis de Seldon.

Manlio le miró fijamente, y preguntó con suavidad:

–¿Cómo lo sabe? ¿Ha vuelto a aparecer Seldon en la Bóveda del Tiempo?

–Amigo mío, no es necesario llegar hasta este punto. Mire, razonemos. Desde que el imperio galáctico abandonó la Periferia y nos dejó a merced de nosotros mismos, nunca hemos tenido un oponente que poseyera energía atómica. Ahora, por primera vez, tenemos uno. Esto parece significativo aun en el caso de que fuera uno solo. Y no lo es. Por primera vez en más de setenta años, nos enfrentamos con una crisis política interna de la mayor importancia. Creo que la sincronización de las dos crisis, la interna y la externa, no nos deja lugar a dudas.

Manlio entornó los ojos.

–Si eso es todo, no es suficiente. Hasta ahora ha habido dos crisis Seldon, y ambas veces la Fundación estuvo en peligro de exterminio. Nada puede convertirse en una tercera crisis hasta que ese peligro se repita.

Sutt nunca se impacientaba.

–Ese peligro está llegando. Cualquier tonto sabe cuándo llega una crisis. El verdadero servicio al Estado es detectarla en embrión. Mire, Manlio, procedemos de acuerdo con una historia planeada. Sabemos que Hari Seldon previó las probabilidades históricas del futuro. Sabemos que algún día reconstruiremos el imperio galáctico. Sabemos que se requerirá mil años, aproximadamente. Y sabemos que en ese intervalo nos enfrentaremos con ciertas crisis definidas.

»La primera crisis sobrevino cincuenta años después del establecimiento de la Fundación, y la segunda, treinta años más tarde. Desde entonces casi han transcurrido setenta y cinco años. Ya es hora, Manlio, ya es hora.

Manlio se frotó la nariz, inseguro.

–¿Y ha hecho planes para enfrentarse a esta crisis?

Sutt asintió.

–Y yo –continuó Manlio–, ¿tengo algún papel en ellos?

Sutt volvió a asentir.

–Antes de poder enfrentarnos con la amenaza extranjera de la energía atómica, hemos de poner orden en nuestra propia casa. Esos comerciantes…

–¡Ah! –El primado se puso rígido, y sus ojos se agudizaron.

–Eso es. Esos comerciantes. Son útiles, pero demasiado fuertes… y demasiado incontrolados. Son extranjeros, educados fuera de la religión. Por otra parte, ponemos el saber en sus manos, y además, suprimimos nuestra mayor fuerza sobre ellos.

–¿Y si demostramos la traición?

–Si pudiéramos, una acción directa sería simple y suficiente. Pero eso no significaría nada. Incluso si no existiera la traición entre ellos, formarían un elemento de inseguridad en nuestra sociedad. No estarían inclinados hacia nosotros ni por patriotismo ni por descendencia común, ni siquiera por temor religioso. Bajo su jefatura laica, las provincias exteriores, que, desde tiempos de Hardin nos consideran como el Planeta Sagrado, podrían independizarse.

–Lo comprendo, pero el remedio…

–El remedio debe llegar rápidamente, antes de que la crisis Seldon sea aguda. Si las armas atómicas están fuera y la desafección dentro, la superioridad enemiga podría ser demasiado grande. –Sutt dejó el vaso vacío que había estado sosteniendo–. Evidentemente esto es asunto de usted.

–¿Mío?

Yo no puedo hacerlo. Mi puesto es consultivo y no tengo poderes legislativos.

–El alcalde…

–Imposible. Su personalidad es enteramente negativa. Es enérgico sólo para evadir las responsabilidades. Pero si surgiera un partido independiente que pudiera poner en peligro su reelección, podría dejarse conducir.

–Pero, Sutt, yo carezco de aptitudes para la política práctica.

–Déjemelo a mí. ¿Quién sabe, Manlio? Desde el tiempo de Salvor Hardin, nunca han concurrido en una misma persona los cargos de primado y alcalde. Pero ahora puede suceder… si su trabajo estuviera bien hecho.

3

Y al otro extremo de la ciudad, en los suburbios, Hober Mallow mantenía una segunda entrevista. Había escuchado durante largo rato, y entonces dijo cautelosamente:

–Sí, estoy enterado de sus campañas para conseguir una representación directa de los comerciantes en el Consejo. Pero ¿por qué yo, Twer?

Jaim Twer, que recordaba constantemente, le preguntaran o no, su inclusión en el primer grupo de extranjeros que recibieron educación laica en la Fundación, sonrió abiertamente.

–Sé muy bien lo que hago –dijo–. Recuerde nuestro primer encuentro, hace un año.

–En la Convención de comerciantes.

–Exacto. Usted la presidió. Consiguió clavar a esos bueyes de cuello colorado en sus asientos, y después se los metió en el bolsillo de la camisa y se los llevó fuera. Y sus relaciones con las masas de la Fundación también son buenas. Tiene usted gancho… o, en cualquier caso, una sólida publicidad aventurera, lo cual es lo mismo.

–Muy bien –dijo Mallow, secamente–. Pero ¿por qué ahora?

–Porque ahora es nuestra oportunidad. ¿Sabe que el secretario de Educación ha presentado su dimisión? Aún no es del dominio público, pero lo será.

–¿Cómo lo sabe usted?

–Eso… no importa… –Alzó una mano con gesto displicente–. Es así. El partido activista trabaja a cara descubierta, y podemos sepultarlo en este mismo momento con la cuestión directa de la igualdad de derechos para los comerciantes; o, aún mejor, la democracia, pro y anti.

Mallow se recostó en su asiento y se contempló los gruesos dedos.

–Uh, uh. Lo siento, Twer. La semana que viene tengo un viaje de negocios. Tendrá que encontrar a alguna otra persona.

Twer se sorprendió.

–¿Negocios? ¿Qué clase de negocios?

–Secretísimo. De prioridad triple A. Todo eso, ya sabe. Tuve una charla con el propio secretario del alcalde.

–¿Esa víbora de Sutt? –se excitó Jaim Twer–. Es un truco. El hijo de un navegante quiere desembarazarse de usted. Mallow…

–¡Espere! –La mano de Mallow cayó sobre el puño cerrado del otro–. No se ofusque. Si es un truco, algún día volveré para vengarme. Si no lo es, su víbora, Sutt, está en nuestras manos. Escuche, se aproxima una crisis Seldon.

Mallow esperó una reacción que no tuvo lugar. Twer no hizo más que mirarle fijamente.

–¿Qué es una crisis Seldon?

–¡Galaxia! –Mallow explotó airadamente ante la pregunta–. ¿Qué demonios hizo usted en el colegio? ¿Qué pretende, de todos modos, con una pregunta como ésta?

El anciano frunció el ceño.

–Si se explicara…

Hubo una larga pausa, y después:

–Se lo explicaré. –Mallow bajó las cejas, y habló lentamente–. Cuando el imperio galáctico empezó a decaer en los bordes de la Galaxia, y cuando los bordes de la Galaxia cayeron en la barbarie y se desintegraron, Hari Seldon y su banda de psicólogos fundaron una colonia, la Fundación, en medio del desastre, para que pudiéramos incubar el arte, la ciencia y la tecnología, y formar el núcleo del segundo imperio.

–Oh, sí, sí…

–No he terminado –dijo el comerciante, fríamente–. El curso futuro de la Fundación se trazó de acuerdo con la ciencia de la psicohistoria, entonces muy desarrollada, y se arreglaron las condiciones de modo que trajeran una serie de crisis que nos hicieran avanzar con mayor rapidez por el camino que nos lleva al futuro imperio. Cada crisis, cada crisis Seldon, marca una época en nuestra historia. Ahora nos acercamos a una…, la tercera.

–¡Naturalmente! –Twer se encogió de hombros–. Tendría que haberme acordado. Pero es que hace mucho tiempo que salí de la escuela…, más que usted.

–Supongo que así es. Olvídelo. Lo único que importa es que me envían fuera en pleno desarrollo de esta crisis. No es necesario decir lo que ocurrirá cuando regrese, y hay elecciones para el Consejo todos los años.

Twer alzó los ojos.

–¿Está sobre la pista de algo?

–No.

–¿Tiene planes concretos?

–Ni uno solo.

–Bueno…

–Bueno, nada. Hardin dijo en una ocasión: «Para triunfar, el solo planteamiento es insuficiente. También se debe improvisar.» Yo improvisaré.

Twer meneó la cabeza con inseguridad, y permanecieron mirándose uno a otro.

De pronto, Mallow dijo:

–Le diré lo que haremos, ¿qué le parece si viene conmigo? No me mire así, hombre. Fue comerciante antes de decidir que había más excitación en la política. O, por lo menos, esto es lo que he oído.

–¿Adónde va? Dígamelo.

–Hacia la Abertura Whassalliana. No puedo ser más específico hasta que estemos en el espacio. ¿Qué dice?

–¿Y si Sutt decide que me necesita donde pueda verme?

–No es probable. Si está ansioso por desembarazarse de mí, ¿por qué no también de usted? Además, ningún comerciante saldría al espacio si no pudiera escoger su propia tripulación. Yo llevo a los que quiero.

Hubo un extraño brillo en los ojos del viejo.

–Muy bien. Iré. –Alargó la mano–. Será mi primer viaje en tres años.

Mallow asió y estrechó la mano del otro.

–¡Bien! ¡Muy bien! Y ahora voy a reclutar a los muchachos. Sabe dónde está el Estrella Lejana, ¿verdad? Preséntese mañana. Adiós.

4

Korell es uno de esos fenómenos frecuentes en la historia: la república cuyo gobernante tiene todos los atributos del monarca absoluto, menos el nombre. Ejercía, por tanto, el despotismo acostumbrado, no restringido siquiera por las dos influencias moderadoras de las monarquías legítimas: el «honor» real y la etiqueta cortesana.

Materialmente, su prosperidad era escasa. Los días del imperio galáctico habían terminado, con nada más que silenciosos monumentos y estructuras derruidas para testificar su pasado esplendor. Los días de la Fundación aún no habían llegado… y según la orgullosa determinación de su gobernante, el comodoro Asper Argo, con sus estrictas regulaciones del comercio y la estricta prohibición de los misioneros, nunca llegarían.

El mismo puerto espacial era decrépito y estaba en decadencia, y la tripulación del Estrella Lejana lo sabía. Los hangares medio desmoronados creaban una atmósfera especial, y Jaim Twer se entretenía haciendo un solitario.

Hober Mallow dijo pensativamente:

–Aquí hay buen material de comercio. –Miraba tranquilamente por la portilla. Hasta el momento, poco más se podía decir acerca de Korell. El viaje había transcurrido sin novedad. El escuadrón de naves korellianas que había sido enviado para interceptar a la Estrella Lejana fue diminuto, compuesto de reliquias de antiguas glorias, cascos abollados de otros tiempos. Habían mantenido la distancia temerosamente, y seguían manteniéndola, y, desde hacía una semana, las peticiones de Mallow para tener una entrevista con el gobierno local habían quedado sin respuesta.

Mallow repitió:

–Buen comercio. Este territorio podría decirse que es virgen.

Jaim Twer alzó la mirada con impaciencia, y arrojó las cartas a un lado.

–¿Qué diablos se propone hacer, Mallow? La tripulación protesta, los oficiales están preocupados, y yo me pregunto…

–¿Se pregunta? ¿Qué es lo que se pregunta?

–Me extraña esta situación. Y usted. ¿Qué estamos haciendo?

–Esperar.

El viejo comerciante soltó un juramento y enrojeció. Gruñó:

–Está obrando a ciegas, Mallow. Hay un guardia alrededor del campo y naves en el cielo. ¿Y si estuvieran preparándose para destruirnos?

–Han tenido una semana para hacerlo.

–Quizá estén esperando refuerzos. –Los ojos de Twer eran penetrantes y duros.

Mallow se sentó bruscamente.

–Sí, ya he pensado en eso. Verá, es algo que nos plantea un difícil problema. Primero, hemos llegado aquí sin dificultades. Sin embargo, esto puede no significar nada, pues sólo tres naves de más de trescientas desaparecieron el año pasado. El porcentaje es reducido. Pero esto también puede significar que el número de sus naves equipadas con energía atómica es pequeño, y que no se atreven a exponerlas sin necesidad hasta que ese número aumente.

»Pero, por otro lado, podría significar que carecen totalmente de energía atómica. O quizá la tengan y la mantengan oculta, por miedo a que sepamos algo. Después de todo, una cosa es hacer el pirata esporádicamente contra naves mercantes ligeramente armadas y otra muy distinta tantear con un enviado acreditado de la Fundación, cuando el mero hecho de su presencia puede significar que la Fundación abriga sospechas.

»Combine estas dos cosas…

–Espere, Mallow, espere. –Twer alzó las manos–. Está a punto de ahogarme con su charla. ¿Adónde quiere usted ir a parar? No me importa lo que haga entretanto.

–Tiene que importarle, o no entenderá nada, Twer. Los dos estamos esperando. No saben lo que hago aquí y yo no sé lo que tienen aquí. Pero estoy en desventaja, porque yo soy uno y ellos son un mundo entero…, quizá con energía atómica. No puedo permitirme el lujo de ceder. Claro que es peligroso. Claro que pueden tener un agujero en la tierra destinado a nosotros. Pero ya lo sabíamos desde el principio. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

–No… ¿Quién diablos es ahora?

Mallow alzó la mirada pacientemente, y conectó el receptor. La visiplaca reflejó el feo rostro del sargento de guardia.

–Hable, sargento.

El sargento dijo:

–Perdone, señor. Los hombres han dado entrada a un misionero de la Fundación.

–¿Un qué? –El rostro de Mallow se puso lívido.

–Un misionero, señor. Necesita hospitalización, señor…

–Habrá más de uno que necesite eso, sargento, después de esa faena. Ordene a los hombres que ocupen sus puestos de batalla.

La sala de la tripulación estaba casi vacía. Cinco minutos después de la orden, incluso los hombres que no estaban de servicio se hallaban en sus puestos. La velocidad era la gran virtud en las regiones anárquicas del espacio interestelar de la Periferia, y rapidez, por encima de todo, era lo que debía tener la tripulación de un maestro comerciante.

Mallow entró lentamente, y miró al misionero de arriba abajo. Luego su mirada se volvió al teniente Tinter, que desvió incómodamente la suya, y al sargento de guardia, Demen, cuyo rostro inmutable y estólida figura flanqueaba al otro.

El maestro comerciante se volvió a Twer e hizo una pausa, pensativamente.

–Bueno, Twer, que los oficiales se reúnan aquí, excepto los coordinadores y trazadores de trayectorias. Los hombres deben estar en sus puestos hasta nueva orden.

Hubo una laguna de cinco minutos, durante los cuales Mallow abrió las puertas de los lavabos de una patada, miró detrás de la barra, corrió las cortinas que cubrían las gruesas ventanillas. Durante medio minuto salió de la habitación, y cuando regresó silbaba abstraídamente.

Los hombres entraron. Twer les siguió, y cerró la puerta silenciosamente.

Mallow dijo, con calma:

–Primero, ¿quién ha dejado entrar a este hombre sin mi permiso?

El sargento de guardia dio un paso adelante. Todos los ojos se desviaron.

–Perdón, señor. No ha sido una persona sola. Ha sido una especie de consentimiento mutuo. Era uno de nosotros, podríamos decir, y esos extranjeros…

Mallow le cortó en seco:

–Simpatizo con sus sentimientos, sargento, y los entiendo. Estos hombres, ¿estaban bajo su mando?

–Sí, señor.

–Cuando esto termine, serán confinados a celdas individuales durante una semana. Usted quedará relevado de todo deber de supervisión durante un período similar. ¿Comprendido?

El rostro del sargento nunca cambiaba, pero hubo una pequeña crispación en sus hombros. Dijo, secamente:

–Sí, señor.

–Puede irse. Ocupe su puesto de batalla.

La puerta se cerró tras él y hubo un murmullo.

Twer intervino:

–¿Por qué ese castigo, Mallow? Sabe que estos korellianos matan a los misioneros que capturan.

–Cualquier acción que contravenga mis órdenes es mala en sí misma sin importar las otras razones que puedan haber en su favor. Nadie debía salir o entrar en la nave sin permiso.

El teniente Tinter murmuró con rebeldía:

–Siete días sin acción. No se puede mantener la disciplina de esta forma.

Mallow dijo fríamente:

Puedo. La disciplina no tiene ningún mérito en circunstancias ideales. Yo la tendré frente a la muerte, o será inútil. ¿Dónde está el misionero? Tráigalo aquí, a mi presencia.

El comerciante se sentó, mientras una figura vestida de color escarlata era cuidadosamente empujada hacia adelante.

–¿Cómo se llama usted, reverendo?

–¿Eh? –La figura vestida de escarlata se volvió hacia Mallow, como si todo el cuerpo se tratara de una unidad. Sus ojos estaban desmesuradamente abiertos y tenía una magulladura en la sien. No había hablado y, según Mallow había observado, tampoco se había movido durante el intervalo precedente.

–¿Cuál es su nombre, reverendo?

El misionero se animó de pronto con una vida febril. Sus brazos se abrieron, como si quisiera abrazar a alguien.

–Hijo mío…, hijos míos. Que siempre os protejan los brazos del Espíritu Galáctico.

Twer dio un paso adelante, con los ojos húmedos, y la voz ronca:

–Este hombre está enfermo. Que alguien lo lleve a la cama. Ordene que lo lleven a la cama, Mallow, y que lo reconozcan. Está gravemente herido.

El gran brazo de Mallow lo hizo retroceder.

–No interfiera, Twer, o haré que lo saquen de la habitación. ¿Su nombre, reverendo?

Las manos del misionero se unieron en repentina súplica:

–Ya que son ustedes hombres cultos, sálvenme de los paganos. –Las palabras se mezclaron desordenadamente–. Sálvenme de estos brutos que me prenderán por la fuerza y afligirán al Espíritu Galáctico con sus crímenes. Soy Jord Parma, de los mundos anacreontianos. Educado en la Fundación; la misma Fundación, hijos míos. Soy sacerdote del Espíritu educado en todos los misterios, y he venido donde la voz interior me reclamaba. –Balbuceaba–. He sufrido en manos de los infieles. Como hijos del Espíritu, y en nombre de ese Espíritu, protéjanme de ellos.

Una voz estalló sobre sus cabezas, cuando la caja de alarma y emergencia clamoreó metálicamente:

–¡Unidades enemigas a la vista! ¡Solicitamos órdenes!

Todos los ojos se dirigieron mecánicamente hacia el altavoz.

Mallow juró violentamente. Giró el interruptor y chilló:

–¡Mantengan la vigilancia! ¡Eso es todo! –Y lo desconectó.

Se abrió paso hacia las gruesas cortinas que se separaron en un gesto suyo y miró sombríamente hacia el exterior.

¡Unidades enemigas! Varios miles de ellas en las personas de los miembros individuales de una turba korelliana. El creciente murmullo envolvía el puerto espacial de un extremo a otro, y a la fría y dura luz de los reflectores de magnesio las primeras filas se acercaban.

–¡Tinter! –El comerciante no se volvió, pero su nuca estaba roja–. Haga funcionar el altavoz exterior y averigüe qué es lo que quieren. Pregúnteles si entre ellos hay algún representante de la ley. No haga promesas ni amenazas, o le mataré.

Tinter dio media vuelta y salió.

Mallow sintió una ruda mano sobre el hombro y se la sacudió de un golpe. Era Twer. Su voz sonó como un silbido airado junto a su oído:

–Mallow, tiene que conservar a este hombre entre nosotros. De otra forma no hay modo de mantener la decencia y el honor. Es de la Fundación y, al fin y al cabo…, es un sacerdote. Esos salvajes de ahí afuera… ¿Me oye?

–Le oigo, Twer. –La voz de Mallow era incisiva–. He de hacer otras cosas antes que cuidar misioneros. Haré, señor, lo que me plazca, y, por Seldon y toda la Galaxia, si trata de detenerme, le romperé la crisma. No se ponga en mi camino, Twer, o será lo último que haga en la vida.

Se volvió y dio unos pasos.

–¡Usted! ¡Reverendo Parma! ¿Sabía usted que, por convención, ningún misionero de la Fundación puede entrar en el territorio korelliano?

El misionero estaba temblando.

–No puedo ir más que donde me conduce el Espíritu, hijo mío. Si los que están en tinieblas rehúsan la luz, ¿no es éste el signo más claro de que la necesitan?

–Esto no tiene nada que ver, reverendo. Usted está aquí contra la ley de Korell y de la Fundación. No puedo protegerle legalmente.

El misionero volvió a levantar las manos. Su anterior azoramiento había desaparecido. Se oía el ronco clamor del sistema exterior de comunicaciones en acción, y el débil y ondulante graznido de la colérica horda como respuesta. El sonido dio a sus ojos una mirada salvaje.

–¿Lo oye? ¿Por qué me habla de leyes a mí, de unas leyes hechas por los hombres? Hay leyes superiores. ¿No fue el Espíritu Galáctico quien dijo: «No permanecerás ocioso mientras hieren a tu compañero»? ¿Y no ha dicho: «Tal como trates al humilde e indefenso, así serás tratado»?

»¿No tienen armas? ¿No tienen una nave? Y detrás de ustedes, ¿no está la Fundación? Y por encima y alrededor de todo, ¿no está el Espíritu que gobierna el universo? –Hizo una pausa para recobrar el aliento.

Y entonces la gran voz exterior de la Estrella Lejana cesó y el teniente Tinter regresó, con aspecto preocupado.

–¡Hable! –dijo Mallow, concisamente.

–Señor, reclaman la persona de Jord Parma.

–¿Si no?

–Hay varias amenazas, señor. Es difícil aclararlas. Son tantos…, y parecen completamente locos. Hay alguien que dice gobernar el distrito y tener poderes policiales, pero evidentemente no es dueño de sí mismo.

–Dueño o no –Mallow se encogió de hombros–, es la ley. Dígales que si este gobernador, policía, o lo que sea, se acerca solo a la nave, tendrá al reverendo Jord Parma.

Se apresuró a tomar una pistola entre las manos y añadió:

–No sé lo que es la insubordinación. Nunca he tenido que enfrentarme a ella. Pero si aquí hay alguien que cree poder enseñarme lo que es, estaré encantado de enseñarle mi antídoto.

El arma osciló lentamente, y apuntó a Twer. Con un esfuerzo, el rostro del viejo comerciante se desarrugó y abrió los puños y los dejó caer. Su respiración era un ronco sonido sibilante.

Tinter salió, y al cabo de cinco minutos una figura insignificante se destacó de la multitud. Se aproximó lenta y dubitativamente, dominado con toda claridad por el miedo y la aprensión. Por dos veces retrocedió, y por dos veces las evidentes amenazas del monstruo de muchas cabezas le apremiaron a seguir adelante.

–Muy bien. –Mallow hizo un ademán con la pistola atómica, que continuaba desenfundada–. Grum y Upshur, llévenlo afuera.

El misionero dio un grito. Levantó los brazos y los dedos rígidos aparecieron entre las mangas cuando éstas dejaron ver los delgados y venosos brazos. Hubo un momentáneo y diminuto destello que apareció y desapareció como un suspiro. Mallow parpadeó y repitió el ademán, airadamente.

La voz del misionero se dejó oír mientras se debatía en los brazos que lo aprisionaban.

–¡Malditos sean los traidores que abandonan a su compañero al mal y la muerte! ¡Que ensordezcan los oídos que están sordos a los ruegos del desvalido! ¡Que se vuelvan ciegos los ojos que son ciegos a la inocencia! ¡Que se oscurezca para siempre el alma que se asocia con la oscuridad…!

Twer se tapó fuertemente los oídos con las manos.

Mallow soltó la pistola.

–Retírense –dijo, serenamente–; todos a sus puestos respectivos. Mantengan la vigilancia hasta seis horas después de que la multitud se haya dispersado. Puestos dobles durante las cuarenta y ocho horas siguientes. Entonces volveré a darles instrucciones. Twer, venga conmigo.

Se hallaban solos en las habitaciones particulares de Mallow. Mallow indicó una silla y Twer se sentó. Su voluminosa figura parecía encogida.

Mallow le miró, sardónicamente.

–Twer –dijo–, estoy decepcionado. Sus tres años en la política parecen haberle hecho olvidar las costumbres comerciales. Recuerde, yo puedo ser un demócrata cuando vuelva a la Fundación, pero ninguna tiranía me parece excesiva cuando se trata de gobernar mi nave de la forma que quiero. Hasta ahora nunca he tenido que abrir fuego contra mis hombres, y ahora tampoco hubiera tenido que hacerlo, si usted no se hubiera pasado de la raya.

»Twer, su posición aquí no es oficial, está aquí por invitación mía, y yo le atenderé con toda cortesía… en privado. Sin embargo, de ahora en adelante, en presencia de mis oficiales u hombres, yo soy «señor», y no «Mallow». Y cuando dé una orden, saltará usted para cumplirla con más rapidez que un recluta de tercera clase, o le haré encerrar en el nivel inferior con mayor rapidez aún. ¿Entendido?

El jefe del partido tragó saliva. Dijo, de mala gana:

–Le presento mis disculpas.

–¡Aceptadas! ¡Démonos la mano!

Los fláccidos dedos de Twer desaparecieron en la enorme palma de Mallow. Twer dijo:

–Mis motivos eran buenos. Es difícil enviar a un hombre al linchamiento. Ese gobernador de rodillas temblorosas, o lo que sea, no puede salvarlo. Es un asesinato.

–No puedo evitarlo. Francamente, el incidente olía demasiado mal. ¿Lo ha notado?

–Notar…, ¿qué?

–Este puerto espacial está hundido en medio de una sección alejada y adormecida. De pronto, un misionero se escapa. ¿De dónde? Llega aquí. ¿Coincidencia? Se reúne una multitud enorme. ¿De dónde procede? La ciudad más cercana, sea de la magnitud que fuere, debe estar por lo menos a ciento cincuenta kilómetros. Pero han llegado en media hora. ¿Cómo?

–¿Cómo? –repitió Twer.

–Bueno, ¿y si hubieran traído al misionero hasta aquí, soltándolo como cebo? Nuestro amigo, el reverendo Parma, estaba considerablemente turbado. En ningún momento pareció estar en su completo juicio.

–Malos tratos… –murmuró amargamente Twer.

–¡Quizá! Y quizá la idea fuera obligarnos a luchar caballerosa y galantemente, por la estúpida defensa del hombre. Estaba aquí contra las leyes de Korell y de la Fundación. Si yo lo hubiera retenido, hubiera sido un acto de guerra contra Korell, y la Fundación no hubiera tenido derecho legal a defendernos.

–Esto…, esto es muy arriesgado de decir.

El altavoz comenzó a hablar y ahogó la contestación de Mallow.

–Señor, se ha recibido un comunicado oficial.

–Remítalo inmediatamente.

El brillante cilindro llegó por la ranura con un chasquido. Mallow lo abrió y extrajo la hoja impregnada de plata que encerraba. La frotó apreciativamente entre el pulgar y el índice y dijo:

–Teleporte directo desde la capital. Procede de la estación del propio comodoro.

La leyó de una ojeada y lanzó una breve carcajada.

–Así que mi idea era arriesgada, ¿verdad?

Lo lanzó hacia Twer, y añadió:

–Media hora después de devolver al misionero, finalmente recibimos una invitación muy educada para comparecer en presencia del augusto comodoro…, después de siete días de espera. Creo que hemos pasado una prueba.

5

El comodoro Asper era un hombre del pueblo, por definición propia. Su cabello gris le caía sobre los hombros, su camisa necesitaba un lavado, y hablaba con cierto gangueo.

–Aquí no hay ostentación alguna, comerciante Mallow –dijo–. Ningún espectáculo falso. En mí, usted no ve más que al primer ciudadano del Estado. Eso es lo que significa la palabra comodoro, y éste es el único título que tengo.

Parecía insólitamente complacido por todo aquello.

–De hecho, considero esto como uno de los lazos más fuertes entre Korell y su nación. Tengo entendido que su pueblo disfruta de las mismas bendiciones republicanas que nosotros.

–Exactamente, comodoro –dijo Mallow con gravedad, tomando buena cuenta de la comparación–, es un argumento que considero muy a favor de una amistad y paz continuada entre nuestros gobiernos.

–¡Paz! ¡Ah! –La rala barba gris del comodoro se encogió con las muecas sentimentales de su rostro–. No creo que en la Periferia haya alguien que tenga tan cerca del corazón el ideal de paz como yo. Puedo decirle sinceramente que desde que sucedí a mi ilustre padre en la jefatura del Estado, el reinado de la paz nunca ha sido interrumpido. Quizá no debiera decirlo –tosió levemente–, pero me han comunicado que mi pueblo, mis compañeros ciudadanos más bien, me conocen como Asper el Bienamado.

Los ojos de Mallow vagaron por el bien custodiado jardín. Quizá los fornidos hombres y las armas de extraño diseño, pero altamente peligrosas, que llevaban estuvieran ocultos en los rincones como una precaución contra él. Sería comprensible. Pero los altos muros cubiertos de acero que rodeaban el lugar habían sido reforzados recientemente… una ocupación muy poco apropiada para un Asper tan Bienamado.

–Entonces –dijo–, es una suerte que tenga que tratar con usted, comodoro. Los déspotas y monarcas de los mundos circundantes, que no disfrutan de una administración ilustrada, a menudo carecen de las cualidades que posee un gobernante bienamado.

–¿Por ejemplo? –Había una nota cautelosa en la voz del comodoro.

–Por ejemplo, su preocupación acerca de los intereses de su pueblo. Usted, por el contrario, los comprende.

El comodoro mantuvo los ojos en el sendero de gravilla a medida que paseaban. Se acariciaba las manos a la espalda.

Mallow prosiguió, suavemente:

–Hasta ahora, el comercio entre nuestras dos naciones se ha resentido por las restricciones impuestas a nuestros comerciantes por su gobierno. Seguramente, hace mucho tiempo que usted ha comprendido que el comercio ilimitado…

–¡El comercio libre! –murmuró el comodoro.

–El comercio libre, pues. Debe usted comprender que sería beneficioso para ambos. Hay cosas que ustedes tienen y nosotros necesitamos, así como cosas que nosotros tenemos y ustedes necesitan. No se requiere más que un intercambio para incrementar la prosperidad. Un gobernante ilustrado como usted, un amigo del pueblo, y diría, un miembro del pueblo, no necesita argumentos acerca de este tema. No insultaré a su inteligencia ofreciéndoselos.

–¡Es cierto! Me había dado cuenta. Pero ¿y usted? –Su voz era un gemido plañidero–. Su pueblo siempre ha sido muy irrazonable. Yo estoy a favor de todo el comercio que nuestra economía pueda soportar, pero no de sus condiciones. No soy el único jefe aquí. –Alzó la voz–. Sólo soy el sirviente de la opinión pública. Mi pueblo no comerciará entre los centelleos carmesíes y dorados.

Mallow preguntó:

–¿Una religión obligatoria?

–Así lo ha sido siempre, en efecto. Seguramente recuerda usted el caso de Askone, hace dos años. Primero les vendieron ustedes algunas mercancías y después su pueblo solicitó la completa libertad de los misioneros para que manejaran debidamente las mercancías; que se establecieran templos de la salud. Entonces se fundaron escuelas religiosas; se dictaron derechos autónomos para todos los oficiales de la religión y, ¿con qué resultado? Askone es ahora un miembro integral del sistema de la Fundación, y el gran maestre no puede decir que sea suya ni la camisa que lleva puesta. ¡Oh, no! ¡Oh, no! La dignidad de un pueblo independiente no puede soportarlo.

–Nada de lo que usted ha dicho se parece siquiera a lo que yo sugiero –comentó Mallow.

–¿No?

–No. Soy un maestro comerciante. El dinero es mi religión. Todo este misticismo y esas monsergas de los misioneros me molestan, y me alegro de que usted se niegue a favorecerlos. Le convierte a usted en mi tipo de hombre.

La risa del comodoro fue espasmódica y franca.

–¡Bien dicho! La Fundación tendría que haber enviado a un hombre de su calibre mucho antes.

Colocó una amistosa mano en el voluminoso hombro del comerciante.

–Pero, hombre, no me ha dicho más que la mitad. Me ha dicho lo que no es la trampa. Ahora dígame lo que es.

–La única trampa, comodoro, es que usted se verá cargado de inmensas riquezas.

–¿Realmente? –preguntó–. Pero ¿para qué quiero yo las riquezas? La verdadera riqueza es el amor del pueblo. Ya lo tengo.

–Puede tener ambas cosas, pues es posible reunir el oro en una mano y el amor en la otra.

–Eso, muchacho, sería un fenómeno muy interesante, si fuera posible. ¿Cómo lo lograría usted?

–Oh, de muchas formas. La dificultad consiste en escoger una. Veamos. Bueno, artículos de lujo, por ejemplo. Este objeto, por ejemplo…

Mallow extrajo de su bolsillo interior una cadena plana de metal pulimentado.

–Esto, por ejemplo.

–¿Qué es?

–Eso se ha de demostrar. ¿Puede usted hacer que venga una muchacha? Cualquier jovencita servirá. Y un espejo, de cuerpo entero.

–¡Hummm! Vamos adentro, entonces.

El comodoro se refería al edificio donde vivía como en su casa. El populacho indudablemente lo hubiera llamado palacio. A los objetivos ojos de Mallow, se parecía extraordinariamente a una fortaleza. Se elevaba sobre un promontorio que dominaba la capital. Sus muros eran gruesos y estaban reforzados. Sus alrededores se hallaban vigilados, y su arquitectura estaba destinada a la defensa. Era el tipo de morada apropiada, pensó amargamente Mallow, para Asper el Bienamado.

Una muchacha se encontraba frente a ellos. Se inclinó profundamente ante el comodoro, que dijo:

–Es una de las sirvientas de la comodora. ¿Servirá?

–¡Perfectamente!

El comodoro observó cuidadosamente mientras Mallow deslizaba la cadena alrededor de la cintura de la muchacha, y retrocedía.

El comodoro preguntó:

–Bueno. ¿Eso es todo?

–¿Quiere correr las cortinas, comodoro? Señorita, hay un botoncito al lado del broche. ¿Quiere moverlo hacia arriba, por favor? Adelante, no le pasará nada.

La muchacha así lo hizo, suspiró profundamente, se miró las manos, y exclamó:

–¡Oh!

Desde la cintura, de donde brotaba como una fuente luminosa, había surgido una vaporosa luminiscencia de brillantes colores que la rodeaba, formando sobre su cabeza una centelleante corona de fuego líquido. Era como si alguien hubiese arrancado la aurora boreal del firmamento y hubiese moldeado con ella una maravillosa capa.

La muchacha avanzó hacia el espejo y se contempló, fascinada.

–Tenga. –Mallow le alargó un collar de piedras mates–. Póngaselo alrededor del cuello.

La muchacha así lo hizo, y cada piedra, al entrar en el campo luminiscente, se convirtió en una llama individual que titilaba y brillaba en carmesí y oro.

–¿Qué le parece? –le preguntó Mallow. La muchacha no contestó, pero tenía una mirada de adoración en los ojos. El comodoro hizo un gesto, y, de mala gana, ella presionó el botón hacia abajo y la magnificencia se esfumó. Se marchó… con un recuerdo–. Es suyo, comodoro –dijo Mallow–, para la comodora. Considérelo como un pequeño regalo de la Fundación.

–Hummm. –El comodoro dio vueltas al cinturón y el collar entre sus manos, como si calculara el peso–. ¿Cómo están hechos?

Mallow se encogió de hombros.

–Esto es cuestión de nuestros técnicos especializados. Pero le funcionará sin, tome nota de esto, sin ayuda sacerdotal.

–Bueno, al fin y al cabo, sólo son baratijas femeninas. ¿Qué se puede hacer con estas cosas? ¿Dónde interviene el dinero?

–¿Usted tiene bailes, recepciones, banquetes…, esa clase de cosas?

–Oh, sí.

–¿Se da cuenta de lo que las mujeres pagarían por este tipo de joyas? Diez mil créditos, por lo menos.

El asombro del comodoro llegó al colmo.

–¡Ah!

–Y puesto que la unidad energética de este artículo en particular no durará más de seis meses, serán necesarios frecuentes reemplazos. Ahora bien, podemos vender tantos como quiera por el equivalente de mil créditos en hierro forjado. El novecientos por ciento de beneficio es para usted.

El comodoro se acarició la barba y pareció sumirse en complicados cálculos mentales.

–¡Galaxia, cómo lucharían las duquesas viudas por conseguir esto! Yo mantendría un número reducido y ellas morderían el anzuelo. Naturalmente, no convendría que se enteraran de que yo en persona…

Mallow dijo:

–Podemos explicarle la manera de montar sociedades ficticias, si usted quiere. Luego, contando con nuevas empresas parecidas, daríamos nuestra variada producción de los aparatos domésticos. Tenemos hornos plegables que asan las carnes más duras hasta el punto deseado en sólo dos minutos. Tenemos cuchillos que no necesitan afilarse. Tenemos el equivalente de una lavadora completa que puede meterse en un armario y funciona automáticamente. Y lavavajillas. Y fregadoras de suelo, barnizadores de muebles, precipitadores de polvo…, oh, cualquier cosa que desee. Piense en su creciente popularidad, si las pone a disposición del público. Piense en su creciente cantidad de, uh, bienes mundiales, si se venden como parte de un monopolio gubernamental al precio sin protestar, y no necesitan saber que usted los importa. Y considere que ninguno de estos aparatos requerirá la supervisión sacerdotal. Todo el mundo será feliz.

–Excepto usted, al parecer. ¿Qué es lo que usted obtendría?

–Sólo lo que todos los comerciantes obtienen bajo la ley de la Fundación. Mis hombres y yo recogeremos la mitad de todos los beneficios. Usted sólo tiene que comprar lo que quiero venderle, y ambos saldremos ganando. Muchísimo.

El comodoro pensaba en cosas agradables.

–¿Cómo ha dicho que quería que le pagáramos? ¿Con hierro?

–Eso, y carbón, y bauxita. También con tabaco, pimienta, magnesio, madera dura. Nada que usted no tenga en abundancia.

–Suena bien.

–Así lo creo. Oh, aún hay otro artículo que puedo ofrecerle, comodoro. Podría proporcionar nuevas herramientas a sus fábricas.

–¿Eh? ¿A qué se refiere?

–Bueno, a sus fundiciones de acero. Tengo a mano algunos pequeños aparatos que podrían reducir el coste de la producción del acero al uno por ciento del precio anterior. Usted podría reducir los precios a la mitad, y seguir obteniendo unos beneficios muy considerables de los manufacturadores. Escuche, podría demostrarle lo que digo, si me lo permite. ¿Tiene alguna fundición de acero en esta ciudad? No llevará demasiado rato.

–Puede arreglarse, comerciante Mallow. Pero mañana, mañana. ¿Cenará usted con nosotros esta noche?

–Mis hombres… –empezó Mallow.

–Que vengan –dijo el comodoro, cordialmente–. Una amistosa unión simbólica de nuestras naciones. Nos dará la oportunidad para tener otras charlas amistosas. Pero una cosa –su rostro se hizo más grave–, nada de su religión. No crea que esto es una puerta abierta para los misioneros.

–Comodoro –dijo Mallow, secamente–. Le doy mi palabra de que la religión reducirá mis beneficios.

–Bien, eso es suficiente. Haré que le escolten de regreso a la nave.

6

La comodora era mucho más joven que su marido. Su rostro era pálido y de rasgos fríos, y su cabello negro le caía uniformemente sobre los hombros.

Su voz era aguda.

–¿Has terminado ya, mi gracioso y noble marido? ¿Has terminado del todo, del todo? Supongo que ahora incluso puedo salir al jardín, si quiero.

–No hay necesidad de dramatizar, Licia querida –dijo el comodoro, dulcemente–. El joven vendrá esta noche a cenar, y tú podrás hablar todo lo que quieras con él e incluso divertirte oyendo todo lo que yo digo. Hay que disponer un lugar para sus hombres en algún sitio de la casa. Las estrellas dicen que son pocos.

–Es más probable que sean una piara de cerdos que comerán animales enteros y beberán barriles de vino. Y te quejarás dos noches seguidas cuando calcules los gastos.

–Bueno, esta vez quizá no lo haga. A pesar de tu opinión, la cena ha de ser de lo más abundante.

–Oh, ya veo. –Le miró airadamente–. Eres muy amigo de esos bárbaros. Quizá ésta es la razón de que no me permitieras asistir a la entrevista. Quizá tu alma, un poco marchita, esté tramando volverse contra mi padre.

–De ninguna manera.

–Sí, debería creerte, ¿verdad? Si alguna vez hubo alguna mujer sacrificada por la política a un matrimonio insípido, ésa he sido yo. Hubiera podido conseguir un hombre más apropiado en las callejuelas y los caminos de barro de mi mundo.

–Bueno, ahora te diré una cosa, señora mía. Quizá te gustaría regresar a tu mundo. Sólo para conservar como recuerdo la parte de ti que conozco mejor, primero te podría cortar la lengua. Y –balanceó la cabeza, apreciativamente, hacia un lado– como toque final a tu belleza, las orejas y la punta de la nariz.

–No te atreverías, perrito faldero. Mi padre pulverizaría tu nación de juguete hasta convertirla en polvo meteórico. De hecho, podría hacerlo de todos modos, si le dijera que tratas con esos bárbaros.

–Humm. Bueno, no hay necesidad de amenazar. Eres libre de interrogar al hombre esta noche. Mientras tanto, señora, conserva la lengua tranquila.

–¿A tu disposición?

–Anda, toma esto, y no hables.

El cinturón quedó ceñido a su cintura y el collar le rodeó el cuello. Él mismo apretó el botoncito y retrocedió.

La comodora respiró profundamente y alzó las manos con rigidez. Tocó el collar con cuidado e inspiró de nuevo.

El comodoro se frotó las manos, satisfecho, y dijo:

–Puedes llevarlo esta noche… y te conseguiré más. Ahora no hables.

Y la comodora no habló.

7

Jaim Twer movía los pies. Dijo:

–¿Por qué frunce el ceño?

Hober Mallow dejó de cavilar.

–¿He fruncido el ceño? No lo pretendía.

–Ayer debió suceder alguna cosa…, quiero decir, aparte de la fiesta. –Con súbita convicción–. Mallow, hay problemas, ¿verdad?

–¿Problemas? No. Todo lo contrario. En realidad, estoy a punto de lanzar todo mi peso contra una puerta y encontrar que está abierta de par en par. Vamos a entrar en esa fundición de acero con demasiada facilidad.

–¿Teme alguna trampa?

–Oh, por el amor de Seldon, no sea melodramático. –Mallow reprimió su impaciencia y añadió, ya más calmado–: Es sólo que una entrada tan fácil significa que no hay nada que ver.

–Energía atómica, ¿eh? –reflexionó Twer–. Escuche, no hay ninguna prueba de que haya una economía basada en la energía atómica aquí en Korell. Y sería difícil enmascarar todos los signos de los amplios efectos que una tecnología fundamental como la energía atómica imprime a todas las cosas.

–No, si sólo está iniciándose, Twer, y siendo aplicada a la economía bélica. Sólo la encontrará en los astilleros y las fundiciones de acero.

–De modo que si allí no hay, es que…

–Es que no tienen… o no la enseñan. Tire una moneda a cara o cruz o adivínelo.

Twer meneó la cabeza.

–Me hubiera gustado estar con usted ayer.

–A mí también me hubiera gustado –dijo Mallow, inflexiblemente–. No tengo objeciones contra el apoyo moral. Por desgracia, fue el comodoro quien fijó los términos de la entrevista, y no yo. Y eso que hay ahí afuera debe ser el automóvil real que debe llevarnos a la fundición. ¿Tiene los aparatos?

–Todos.

8

La fundición era grande, y despedía un olor a decadencia que ninguna clase de reparaciones superficiales podía borrar completamente. Estaba vacía y en un estado de quietud muy poco natural, como debía ocurrir cuando acudían el comodoro y su corte.

Mallow había colocado el lingote de acero entre dos soportes con afectada indiferencia. Había tomado el instrumento que Twer le alargó y asía el mango de piel.

–El instrumento –dijo– es peligroso, pero también lo es una sierra circular. Lo único que hay que hacer es no acercar los dedos.

Y, mientras hablaba, dirigió la boca del aparato contra el lingote y la deslizó a lo largo de éste con suavidad. El lingote cayó al suelo cortado en dos.

Hubo un salto unánime, y Mallow se echó a reír. Recogió una de las mitades y la sujetó contra la rodilla.

–Puede ajustarse la longitud del corte exactamente hasta una centésima de milímetro, y una plancha de cincuenta milímetros se podría cortar por la mitad con la misma facilidad. Si ha comprobado la profundidad deseada, puede poner el lingote de acero sobre una mesa de madera y cortar el metal sin rayar la mesa.

Y a cada frase, la sierra atómica se movía, y una viruta de acero caía al suelo.

–Esto –dijo– es aserrar… el acero.

Echó la sierra hacia atrás.

–También puede emplearse como cepillo. ¿Quiere disminuir la anchura de un lingote, borrar una irregularidad, separar una parte corroída? ¡Mire!

Una delgada y transparente hoja de metal salió de la otra mitad del lingote original, primero de quince centímetros de anchura, después de veinte, y después de treinta.

–¿O como taladradora? Todo se basa en el mismo principio.

La gente se agolpaba a su alrededor. Podía parecer la exhibición de un prestidigitador, un mago, o una función de variedades realizada ante navegantes ansiosos. El comodoro Asper manoseaba virutas de acero. Altos funcionarios del gobierno se ponían de puntillas para mirar por encima del hombro de su vecino, y susurraban, mientras Mallow practicaba limpiamente agujeros a través de veinticinco milímetros de duro acero a cada toque de su taladradora atómica.

–Sólo una demostración más. Que alguien traiga dos trozos pequeños de tubo.

Un honorable chambelán de una cosa u otra se apresuró a obedecer en medio de la agitación general, y se ensució las manos como cualquier obrero.

Mallow las mantuvo en posición vertical y cortó los extremos con un solo golpe de la sierra, y después unió los tubos, por los extremos recién cortados.

¡Y fue un solo tubo! Los nuevos extremos, carentes incluso de irregularidades atómicas, formaban una pieza después de la juntura, que se realizó con un solo toque.

Entonces Mallow miró a sus espectadores, pronunció una palabra y se interrumpió. Sintió una profunda opresión en el pecho, y el estómago se le puso rígido y frío.

Los propios guardaespaldas del comodoro, en la confusión, habían logrado situarse en primera línea, y Mallow, por primera vez, pudo ver las extrañas armas portátiles con todo detalle.

¡Eran atómicas! No había equivocación posible; un arma no atómica con un cañón así era imposible. Pero eso no era lo más importante. No lo era en absoluto.

Las culatas de esas armas tenían, profundamente grabadas en oro viejo, ¡la nave espacial y el Sol!

La misma nave espacial y el Sol que había en todos los grandes volúmenes de la Enciclopedia original que la Fundación había empezado y aún no había terminado. La misma nave espacial y el mismo Sol que habían decorado las banderas del imperio galáctico durante milenios.

Mallow habló sin dejar de pensar:

–¡Comprueben el estado de este tubo! Es de una sola pieza. No es perfecto, naturalmente, pues la juntura se ha hecho a mano.

No había necesidad de más números de prestidigitación. Todo había terminado. Mallow se daba por satisfecho. No pensaba más que en una sola cosa. El globo de oro con sus rayos convencionales, y la figura oblicua en forma de cigarro que era una nave espacial.

¡La nave espacial y el Sol del Imperio!

¡El Imperio! ¡Las palabras se repetían una y otra vez! Había pasado un siglo y medio, pero todavía existía el Imperio, en algún lugar olvidado de la Galaxia. Y estaba emergiendo de nuevo hacia la Periferia.

¡Mallow sonrió!

9

La Estrella Lejana hacía dos días que estaba en el espacio, cuando Hober Mallow, en su camarote particular con el teniente Drawt, le entregaba un sobre, un rollo de microfilme y un esferoide plateado.

–Dentro de una hora a partir de este momento, teniente, será usted capitán de la Estrella Lejana, hasta mi regreso… o para siempre.

Drawt hizo ademán de levantarse, pero Mallow le indicó con un gesto que permaneciera sentado.

–No se mueva, y escuche. El sobre contiene la localización exacta del planeta hacia el cual ha de dirigirse. Allí, me esperará dos meses. Si antes de que transcurran los dos meses la Fundación le localiza, elmicrofilme es mi informe del viaje.

»Si, por el contrario –y su voz era sombría–, no regreso al cabo de dos meses, y las naves de la Fundación no le localizan, diríjase al planeta Términus, y entregue la Cápsula de Tiempo como informe. ¿Lo comprende?

–Sí, señor.

–En ningún momento, usted, o cualquiera de los hombres, ampliarán en ningún sentido mi informe oficial.

–¿Y si nos interrogan, señor?

–Entonces, no saben nada.

–Sí, señor.

La entrevista terminó, y cincuenta minutos más tarde un bote salvavidas apareció al costado de la Estrella Lejana.

10

Onum Barr era viejo, demasiado para asustarse. Desde los últimos disturbios, había vivido solo en las afueras con los libros que salvara de las ruinas. No tenía nada que temer, y menos por los gastados restos de su vida, de modo que se enfrentó con el intruso sin alterarse.

–Tenía la puerta abierta –explicó el desconocido.

Su acento era seco y duro, y Barr no dejó de notar la extraña arma portátil de acero azul que colgaba de su cadera. A la media luz de la reducida habitación, Barr vio el brillo de un campo de fuerza que rodeaba al hombre.

Dijo, con cansancio:

–No hay razón para tenerla cerrada. ¿Desea algo de mí?

–Sí. –El desconocido permaneció de pie en el centro de la estancia. Era alto y corpulento–. Su casa es la única que hay por los alrededores.

–Es un lugar desolado –convino Barr–, pero hay una ciudad hacia el este. Puedo mostrarle el camino.

–Dentro de un rato. ¿Puedo sentarme?

–Si las sillas le sostienen –dijo el anciano, gravemente–. También son viejas. Reliquias de una juventud mejor.

El extranjero dijo:

–Me llamo Hober Mallow. Soy de una provincia lejana.

Barr asintió y sonrió.

–Su modo de hablar me lo ha revelado hace ya rato. Yo soy Onum Barr de Siwenna… y antiguo patricio del imperio.

–Y esto es Siwenna. Sólo tuve viejos planos para guiarme.

–Tenían que haber sido realmente muy viejos para que la posición de las estrellas hubiera cambiado.

Barr estaba sentado, inmóvil, mientras los ojos del otro vagaban soñadoramente. Observó que el campo de fuerza atómica se había desvanecido de su alrededor y admitió secamente para sí que su persona ya no parecía formidable a los desconocidos… o incluso, para bien o para mal, a sus enemigos.

Dijo:

–Mi casa es pobre y mis recursos, pocos. Puede usted compartir lo que tengo si su estómago resiste el pan negro y el maíz seco.

Mallow meneó la cabeza.

–No, ya he comido y no puedo quedarme. Todo lo que necesito es que me indique cómo llegar al centro del Gobierno.

–Eso es muy fácil. ¿Se refiere usted a la capital del planeta, o del Sector Imperial?

El hombre joven entrecerró los ojos.

–¿No son las dos lo mismo? ¿No es esto Siwenna?

El viejo patricio asintió lentamente.

–Siwenna, sí. Pero Siwenna ya no es la capital del Sector Normánico. Su viejo mapa estaba equivocado, después de todo. Las estrellas pueden no cambiar en siglos, pero las fronteras políticas son demasiado inestables.

–Es un verdadero contratiempo. Enorme. ¿Está la nueva capital muy lejos?

–Está en Orsha II. A veinte parsecs de aquí. Su mapa le servirá. ¿Es muy viejo?

–Tiene ciento cincuenta años.

–¿Tanto? –El anciano suspiró–. La historia ha cambiado mucho desde entonces. ¿Sabe algo al respecto?

Mallow negó lentamente con la cabeza.

–Es usted afortunado –dijo Barr–. Ha sido un tiempo muy malo para las provincias, excepto durante el reinado de Stannell VI, y él murió hace cincuenta años. Desde entonces, la rebelión y la ruina, la ruina y la rebelión. –Barr se preguntó si estaría hablando demasiado. Llevaba una vida muy solitaria, y tenía muy pocas oportunidades de hablar con alguien.

Mallow dijo, con súbita agudeza:

–La ruina, ¿eh? Lo dice usted como si la provincia estuviera empobrecida.

–Quizá no en términos absolutos. Los recursos físicos de veinticinco planetas de primera categoría tardan mucho tiempo en agotarse. Sin embargo, en comparación con el siglo pasado, hemos caído muy abajo… y aún no hay signos de recuperación. ¿Por qué está tan interesado en todo esto, joven? ¡Es usted muy vivo y sus ojos brillan!

El comerciante estuvo a punto de sonrojarse, cuando los mortecinos ojos parecieron adentrarse demasiado en los suyos y sonreír ante lo que vieron.

Dijo:

–Soy un comerciante de fuera… del borde de la Galaxia. He localizado algunos mapas viejos, y pretendo abrir nuevos mercados. Naturalmente, me preocupa oír hablar de provincias empobrecidas. No se puede ganar dinero en un mundo que no tenga riquezas. Vamos a ver, ¿cómo está Siwenna, por ejemplo?

El anciano se inclinó hacia adelante.

–No podría decírselo. Quizá no esté tan mal. ¿Pero dice que usted es un comerciante? Parece más bien un guerrero. No aparta la mano del arma y tiene una cicatriz en la mejilla.

Mallow sacudió la cabeza.

–No hay mucha ley en el lugar de donde vengo. La lucha y las cicatrices forman parte de los gastos generales de un comerciante. Pero la lucha sólo es útil cuando hay dinero al final, y si puedo conseguirlo sin ella, es mucho más cómodo. ¿Encontraré aquí el dinero suficiente como para que valga la pena luchar? Apuesto a que no me será difícil verme envuelto en la lucha.

–Nada difícil –convino Barr–. Podría unirse a los remanentes de Wiscard en las Estrellas Rojas. Sin embargo, no sé si esto puede llamarse lucha o piratería. O podría unirse a nuestro gracioso virrey actual…, gracioso por derecho a asesinato, pillaje, rapiña, y la palabra de un joven emperador, legalmente asesinado. –Las fláccidas mejillas del patricio enrojecieron. Sus ojos se cerraron y después volvieron a abrirse, brillantes como los de un pájaro.

–No parece muy amigo del virrey, patricio Barr –dijo Mallow–. ¿Y si yo fuera uno de sus espías?

–¿Y qué si lo es? –replicó Barr, amargamente–. ¿Qué puede llevarse? –Hizo un gesto señalando el interior desnudo de la destartalada mansión.

–Su vida.

–Me abandonaría con bastante facilidad. Hace demasiados años que está conmigo. Pero usted no es uno de los hombres del virrey. Si lo fuera, quizá mi instintivo sentido de la preservación me mantendría la boca cerrada.

–¿Cómo lo sabe?

El anciano se echó a reír.

–Parece como si sospechara. Vamos, apostaría algo a que cree que estoy tratando de hacerle caer en una trampa para denunciarle al Gobierno. No, no. Me he retirado de la política.

–¿Que se ha retirado de la política? ¿Se retira un hombre de eso alguna vez? ¿Cuáles han sido las palabras que ha empleado para describir al virrey? Asesinato, pillaje, y todo eso. No parecía objetivo. No exactamente. No como si se hubiera retirado de la política.

El anciano se encogió de hombros.

–Los recuerdos aguijonean al llegar súbitamente. ¡Escuche! ¡Juzgue por sí mismo! Cuando Siwenna era la capital de la provincia, yo era patricio y miembro del senado provincial. Mi familia era antigua y distinguida. Uno de mis bisabuelos había sido… No, eso no importa. Las glorias pasadas son un pobre alimento.

–Lo comprendo –dijo Mallow–; hubo una guerra civil, o una revolución.

El rostro de Barr se ensombreció.

–Las guerras civiles son crónicas en estos días de degeneración, pero Siwenna se había mantenido aparte. Bajo Stannell VI, casi había alcanzado su antigua prosperidad. Pero siguieron unos emperadores débiles, y emperadores débiles significan virreyes fuertes, y nuestro último virrey, el mismo Wiscard cuyos secuaces todavía hacen presa en el comercio entre las Estrellas Rojas, deseaba la púrpura imperial. No era el primero que lo hacía. Y si hubiera triunfado, no hubiera sido el primero en hacerlo.

»Pero fracasó. Pues cuando el almirante del emperador se acercaba a la provincia al frente de su flota, la misma Siwenna se rebeló contra su virrey rebelde. –Se interrumpió, tristemente.

Mallow se encontró sentado en el borde de la silla, escuchando con atención, y se relajó lentamente.

–Continúe, señor, por favor.

–Gracias –dijo Barr, con cansancio–. Es usted muy amable al seguir el humor de un anciano. Se rebelaron; o debería decir, nos rebelamos, pues yo era uno de los jefes menores. Wiscard se fue de Siwenna, poco antes de que pudiéramos atraparle, y el planeta, y con él la provincia, abrió sus puertas al almirante con un gesto de lealtad hacia el emperador. No estoy seguro de por qué lo hicimos. Quizá nos sintiéramos leales hacia el símbolo, si no hacia la persona, del emperador… un niño vicioso y cruel. Quizá temiéramos los horrores de un asedio.

–¿Y bien? –apremió Mallow, amablemente.

–Bueno –fue la triste respuesta–, aquello no bastó al almirante. Quería la gloria de conquistar una provincia rebelde y sus hombres ansiaban el botín que tal conquista implicaría. De modo que, mientras la gente seguía reunida en todas las ciudades grandes, aclamando al emperador y su almirante, ocupó todos los centros armados, y después ordenó atacar a la población con armas atómicas.

–¿Con qué pretexto?

–Con el pretexto de que se habían rebelado contra su virrey, ungido por el emperador. Y el almirante se convirtió en el nuevo virrey, por virtud de un mes de masacre, pillaje y completo horror. Yo tenía seis hijos. Cinco murieron… de distintas formas. Tenía una hija. Espero que muriera, eventualmente. Yo me escapé porque era viejo. Vine aquí, demasiado viejo incluso para preocupar a nuestro virrey. –Inclinó su cabeza gris–. No me dejaron nada, porque había contribuido a expulsar a un gobernador rebelde y privado a un almirante de su gloria.

Mallow permaneció silencioso y esperó.

–¿Qué pasó con su sexto hijo? –preguntó luego dulcemente.

–¿Eh? –Barr sonrió amargamente–. Está a salvo, pues se ha unido al almirante como un soldado corriente bajo un nombre supuesto. Es artillero en la flota personal del virrey. Oh, no, veo lo que expresan sus ojos. No es un hijo desnaturalizado. Me visita cuando puede y me da lo que puede. Me mantiene con vida. Y algún día, nuestro gran y glorioso virrey se arrastrará hasta la muerte, y será mi hijo el que le ejecute.

–¿Y explica esto a un desconocido? Pone en peligro a su hijo.

–No. Le ayudo, al introducir a un nuevo enemigo. Y si yo fuera amigo del virrey, le diría que desplegara todas su naves hacia el espacio exterior, y limpiara hasta el borde de la Galaxia.

–¿No hay naves allí?

–¿Ha encontrado alguna? ¿Le ha dificultado la entrada alguna guardia espacial? Con muy pocas naves, y las provincias fronterizas llenas de intriga e iniquidad, no se puede malgastar ni una sola para guardar los soles bárbaros exteriores. No nos había amenazado ningún peligro desde el fragmentado borde de la Galaxia… hasta que usted llegó.

–¿Yo? Yo no represento ningún peligro.

–Habrá más después de usted.

Mallow meneó la cabeza lentamente.

–No estoy seguro de comprenderle.

–¡Escuche! –Había una entonación febril en la voz del anciano–. Le he conocido en el momento de entrar. Tiene un campo de fuerza alrededor del cuerpo, o lo tenía cuando lo he visto por primera vez.

Un silencio lleno de duda, después:

–Sí…, lo tenía.

–Bien. Eso fue un error, pero usted no lo sabía. Sé algunas cosas. En estos días de decadencia no está de moda ser culto. Los acontecimientos se suceden con gran rapidez y el que no lucha contra la marea con armas atómicas es barrido para siempre, como yo lo fui. Pero yo era instruido, y sé que en toda la historia de la energía atómica nunca se ha inventado un campo de fuerza portátil. Tenemos campos de fuerzas… enormes, capaces de proteger a una ciudad, o incluso una nave, pero no a un solo hombre.

–¡Ah! –Mallow frunció los labios–. ¿Y qué deduce de todo eso?

–Ha habido historias que se han filtrado a través del espacio. Viajan por extraños caminos y se deforman a cada parsec…, pero cuando yo era joven había una pequeña nave de extraños hombres, que no conocían nuestras costumbres y no podían decir de dónde procedían. Hablaron de unos magos existentes al borde de la Galaxia; magos que brillaban en la oscuridad, que volaban sin ayuda por el aire, y a quienes las armas no afectaban en modo alguno.

»Nos reímos. Yo también me reí. Lo había olvidado hasta hoy. Pero usted brilla en la oscuridad, y no creo que mi pistola, si tuviera una, le hiriera. Dígame, ¿puede volar por el aire tal como está sentado ahora?

Mallow dijo, con calma:

–No puedo hacer nada de todo eso.

Barr sonrió.

–Me alegra la respuesta. Yo no examino a mis huéspedes. Pero si hay magos, si usted es uno de ellos, puede haber algún día un gran influjo suyo, o de usted. Quizá eso fuera lo mejor. Quizá necesitemos sangre nueva. –Después, murmuró algo para sí y prosiguió–: Pero también funciona del otro modo. Nuestro nuevo virrey también sueña, como lo hacía nuestro viejo Wiscard.

–¿También con la corona del emperador?

Barr asintió.

–Mi hijo oye rumores. En el séquito personal del virrey, es imposible evitarlos. Y me los cuenta. Nuestro nuevo virrey no rehusaría la corona si se la ofrecieran, pero conserva su línea de retirada. Algunas historias dicen que, a falta de las alturas imperiales, planea erigir un nuevo imperio en las regiones bárbaras. Se dice, pero yo no lo juraría, que ya ha dado a una de sus hijas como esposa a un reyezuelo de algún lugar de la Periferia, no marcado en los mapas.

–Si uno prestara oídos a todas las historias…

–Lo sé. Hay muchas más. Soy viejo y digo tonterías. Pero, ¿qué dice usted? –Y aquellos penetrantes y ancianos ojos le examinaron fijamente.

El comerciante reflexionó.

–No digo nada. Pero me gustaría preguntarle algo. ¿Tiene Siwenna energía atómica? No, espere, sé que posee el conocimiento de la energía atómica. A lo que me refiero es a si tienen generadores de energía intactos, o si los destruyó el reciente saqueo.

–¡Destruirlos! Oh, no. Medio planeta hubiera sido arrasado antes de tocar la estación de energía más insignificante. Son irreemplazables y abastecen la energía de las naves. –Casi con orgullo, añadió–: Tenemos las más grandes y mejores en este sector aparte del mismo Trántor.

–¿Qué tendría que hacer primero para ver esos generadores?

–¡Nada! –contestó Barr, con decisión–. No podría acercarse a ningún centro militar sin que le dispararan inmediatamente. Nadie podría hacerlo. Siwenna aún carece de derechos civiles.

–¿Quiere decir que todas las estaciones de energía están a cargo de los militares?

–No. Hay las estaciones de ciudades pequeñas, las que suministran la energía para calentar e iluminar las casas, vehículos, y demás. Ésas son casi peor. Están controladas por los técnicos.

–¿Quiénes son?

–Un grupo especializado que supervisa las plantas de energía. El honor es hereditario, y los jóvenes empiezan como aprendices de la profesión. Estricto sentido del deber, honor, y todo eso. Nadie más que un técnico podría entrar en una estación.

–Comprendo.

–Sin embargo –añadió Barr–, yo no digo que no haya habido casos en que los técnicos se hayan dejado sobornar. En los días en que tuvimos nueve emperadores en cincuenta años y siete de ellos fueron asesinados… cuando todos los capitanes espaciales aspiran a la usurpación de un virreinato, y todos los virreyes al imperio, supongo que incluso un técnico puede dejarse comprar con dinero. Pero se requeriría mucho, y yo no tengo nada. ¿Tiene usted?

–¿Dinero? No. ¿Pero acaso sólo se soborna con dinero?

–¿Con qué otra cosa, si el dinero compra todo lo demás?

–Hay muchas cosas que el dinero no puede comprar. Ahora le agradecería que me dijera dónde se encuentra la ciudad más próxima con una de la estaciones, y cuál es el mejor modo de llegar a ella.

–¡Espere! –Barr extendió sus delgadas manos–. ¿Adónde va con tanta prisa? Yo no le hago preguntas. Pero en la ciudad, donde los habitantes aún son considerados rebeldes, sería detenido por el primer soldado o guardia que oyera su acento o viera su ropa.

Se puso en pie y de una vieja cómoda extrajo una libreta.

–Mi pasaporte… falso. Me escapé con él.

Lo puso en manos de Mallow y le hizo cerrar los dedos sobre él.

–La descripción no coincide, pero si usted lo enseña, hay muchas posibilidades de que no lo miren demasiado.

–¿Y usted? Se quedará sin ninguno.

El viejo exiliado se encogió cínicamente de hombros.

–¿Y qué? Y otra precaución. ¡Cuidado con la lengua! Su acento es bárbaro, sus expresiones muy peculiares, y a cada momento suelta usted los arcaísmos más sorprendentes. Cuanto menos hable, menos sospechas levantará. Ahora le diré cómo llegar a la ciudad…

Cinco minutos después, Mallow se había ido.

No se volvió más que una vez, un momento, hacia la casa del viejo patricio, antes de irse definitivamente. Y cuando Onum Barr salió a su pequeño jardín al día siguiente, encontró una caja a sus pies. Contenía provisiones, provisiones concentradas como se encuentran a bordo de una nave, y tenían un gusto y una preparación desconocidos para él.

Pero eran buenas, y duraron mucho tiempo.

11

El técnico era bajo, y su piel brillaba debido a la obesidad. Llevaba flequillo y el cráneo le relucía con un matiz rosado. Los anillos de sus dedos eran gruesos y pesados, su ropa estaba perfumada, y era el primer hombre que Mallow había encontrado en el planeta que no tenía aspecto de pasar hambre.

El técnico frunció los labios con displicencia.

–Vamos, dese prisa. Tengo cosas de gran importancia que hacer. Parece usted extranjero… –Parecía evaluar el traje de Mallow, completamente distinto del de los siwenneses y sus ojos se llenaron de sospechas.

–No soy de la vecindad –dijo Mallow, tranquilamente–, pero este asunto no tiene importancia. Ayer tuve el honor de enviarle un pequeño regalo…

La nariz del técnico se arrugó.

–Lo recibí. Es un juguete muy interesante. Puede que lo use alguna vez.

–Tengo otros regalos más interesantes. No pertenecen a la categoría de los juguetes.

–¿Sí? –La voz del técnico se demoró pensativamente en el monosílabo–. Me parece que ya preveo el curso de la entrevista; ya ha ocurrido otras veces. Va a ofrecerme cualquier bagatela. Unos cuantos créditos, quizá una capa, una joya de segunda categoría; cualquier cosa que su pequeña alma crea suficiente para corromper a un técnico. –Frunció el labio inferior con beligerancia–. Y sé lo que usted quiere a cambio. Ha habido otros que han tenido la misma idea brillante. Quiere ser adoptado en nuestro clan. Quiere que le enseñemos los misterios de la energía atómica y el cuidado de las máquinas. Usted piensa que porque ustedes, perros de Siwenna, y probablemente se finje usted extranjero para estar a salvo, están siendo castigados diariamente por su rebelión, podrían librarse del castigo que se merecen acumulando sobre ustedes los privilegios y protecciones del gremio de los técnicos.

Mallow hubiera hablado, pero el técnico elevó el tono de voz hasta convertirlo en un rugido.

–Y ahora váyase antes de que informe de su nombre al protector de la ciudad. ¿Creía usted que traicionaría la confianza depositada en mí? Los traidores siwenneses que me precedieron… ¡quizá! Pero ahora trata con una raza diferente. ¡Por la Galaxia, me maravillo de no matarle yo mismo y en este mismo momento con mis propias manos!

Mallow sonrió para sí. Todo el discurso era evidentemente artificial en tono y contenido, de modo que toda la digna indignación degeneró en una farsa poco inspirada.

El comerciante miró humorísticamente las dos fláccidas manos a las que el otro acababa de aludir como sus posibles verdugos y dijo:

–Su Sabiduría está equivocado en tres puntos. Primero, no soy un criado del virrey que ha sido enviado para probar su lealtad. Segundo, mi regalo es algo que el emperador mismo, en todo su esplendor, no posee ni poseerá nunca. Tercero, lo que quiero a cambio es muy poco; casi nada; una tontería.

–¡Eso es lo que usted dice! –El tono pasó a ser de grave sarcasmo–. Vamos a ver, ¿cuál es esa donación imperial que su poder infinito desea regalarme? Algo que el emperador no tiene, ¿eh? –Estalló en un agudo graznido de burla.

Mallow se levantó y empujó la silla hacia un lado.

–He esperado tres días para verle, Su Sabiduría, pero la exhibición soló durará tres segundos. Si quisiera coger la pistola cuya culata veo muy cerca de su mano…

–¿Eh?

–Y dispararme, se lo agradeceré.

–¿Qué?

–Si yo muero, puede decir a la policía que traté de sobornarle para que traicionara secretos del gremio. Recibirá grandes alabanzas. Si no muero, puede quedarse con mi escudo.

Por primera vez, el técnico se dio cuenta de la iluminación débilmente blanca que rodeaba a su visitante, como si se hubiera sumergido en polvos de perla. Levantó la pistola al nivel deseado y guiñando un ojo, cerró el contacto.

Las moléculas de aire apresadas en la súbita oleada de desintegración atómica se desmembraron en resplandecientes, ardientes iones; el rayo trazó una línea muy fina que llegó al corazón de Mallow… ¡y salió despedido!

Mientras la tranquila mirada de Mallow permanecía inmutable, las fuerzas atómicas que le rodeaban se consumieron contra aquella frágil y nacarada iluminación, y se desvanecieron en la luz del mediodía.

La pistola del técnico cayó al suelo con un ruido que pasó desapercibido.

Mallow dijo:

–¿Tiene el emperador un escudo de fuerza personal? Usted puede tener uno.

El técnico murmuró:

–¿Es usted un técnico?

–No.

–Entonces… ¿dónde ha obtenido eso?

–¿Qué importa? –Mallow estaba fríamente airado–. ¿Lo quiere? –Una delgada cadena de eslabones cayó sobre la mesa–. Aquí está.

El técnico se apresuró a cogerla y tocarla nerviosamente.

–¿Está completa?

–Completa.

–¿Dónde está la energía?

El dedo de Mallow cayó sobre el eslabón más grande, recubierto por un estuche de plomo.

El técnico levantó la vista, y su rostro estaba congestionado por la sangre.

–Señor, soy un técnico de grado superior. Tengo veinte años a mis espaldas como supervisor y estudié con el gran Bler en la Universidad de Trántor. Si usted tiene la desfachatez de decirme que en un pequeño espacio del tamaño de… una nuez, hay un generador atómico, estará ante el protector dentro de tres segundos.

–Explíquelo usted mismo, si puede. Yo digo que está completo.

El rubor del técnico se desvaneció lentamente al colocarse la cadena alrededor de la cintura y, siguiendo el ademán de Mallow, apretó el eslabón. La irradiación que le rodeó centelleó con luz mortecina. Lentamente, ajustó su desintegrador hasta un mínimo de fuego.

Y entonces, convulsivamente, cerró el circuito y el fuego atómico se precipitó contra su mano, sin hacerle daño.

Gritó:

–¿Y si ahora le disparo, y me quedo el escudo?

–¡Inténtelo! –dijo Mallow–. ¿Cree que le he dado el único que tengo? –Y él estaba, asimismo, sólidamente envuelto en luz.

El técnico soltó una risita nerviosa. La pistola cayó sobre la mesa. Dijo:

–¿Y qué es esa nadería, esta tontería que quiere a cambio?

–Quiero ver sus generadores.

–Usted sabe que está prohibido. Significaría la expulsión al espacio para los dos…

–No quiero tocarlos ni tener nada que ver con ellos. Quiero verlos… desde lejos.

–¿Si no?

–Si no, usted tiene su escudo, pero yo tengo otras cosas. Por ejemplo, una pistola especialmente diseñada para atravesar ese escudo.

–Humm. –El técnico desvió la mirada–. Venga conmigo.

12

La casa del técnico era una construcción de dos pisos en las afueras del enorme amontonamiento cúbico y sin ventanas que ocupaba el centro de la ciudad. Mallow pasó de uno a otro sitio por un pasadizo subterráneo, y se encontró en la silenciosa atmósfera con olor a ozono de la central de energía.

Durante quince minutos, siguió a su guía y no dijo nada. Sus ojos no se perdieron nada. Sus dedos no tocaron nada. Y después, el técnico dijo con voz ahogada:

–¿Ha tenido bastante? No podría confiar en mis subordinados en este caso.

–¿Lo hace alguna vez? –preguntó irónicamente Mallow–. He tenido bastante.

Volvieron al despacho y Mallow preguntó, pensativamente:

–¿Y todos esos generadores están en sus manos?

–Todos –dijo el técnico, con más de un poco de complacencia.

–¿Y los mantiene en funcionamiento y buen estado?

–¡En efecto!

–¿Y si se estropean?

El técnico meneó la cabeza con indignación.

–No se estropean. Nunca se estropean. Fueron construidos para toda la eternidad.

–La eternidad es mucho tiempo. Suponga que…

–No es científico suponer casos absurdos.

–Muy bien. ¿Y si yo redujera una parte vital a la nada? Supongo que las máquinas no son inmunes a las fuerzas atómicas, ¿verdad? ¿Y si fundo una conexión vital, o destrozo un tubo D de cuarzo?

–Bueno, entonces –gritó el técnico, furiosamente–, le mataríamos.

–Sí, lo sé –repuso Mallow, gritando también–, pero ¿y el generador? ¿Podríamos repararlo?

–Señor –dijo el técnico, furioso–, ha tenido lo que solicitaba. Ha sido un intercambio justo. ¡Ahora váyase! ¡No le debo nada más!

Mallow se inclinó con satírico respeto y se fue.

Dos días después se hallaba de nuevo en la base donde la Estrella Lejana esperaba para volver con él a Términus.

Y dos días después el escudo del técnico se quedó sin energía, y a pesar de su asombro y sus maldiciones nunca volvió a brillar.

13

Mallow descansó por primera vez en seis meses. Se hallaba tendido sobre la espalda en el solario de su nueva casa, completamente desnudo. Sus grandes brazos morenos estaban extendidos hacia arriba; los músculos se marcaban en la flexión, y después se borraban en reposo.

El hombre que estaba junto a él puso un cigarro entre los dientes de Mallow y se lo encendió. Encendió otro para sí y dijo:

–Debe de estar agotado. Quizá necesite un largo descanso.

–Quizá sí, Jael, pero prefiero descansar en el asiento del Consejo. Porque voy a tener ese asiento, y usted va a ayudarme.

Ankor Jael enarcó las cejas y dijo:

–¿Cómo me habré metido en esto?

–Se ha metido de una forma muy obvia. En primer lugar es usted un viejo zorro. En segundo lugar, fue expulsado de su asiento del gabinete por Jorane Sutt, el mismo muchacho que preferiría perder un ojo a verme en el Consejo. No confía mucho en mis posibilidades, ¿verdad?

–No mucho –convino el ex ministro de Educación–. Es usted smyrniano.

–Eso no constituye ninguna barrera legal. He tenido una educación laica.

–¿Desde cuándo los prejuicios siguen otra ley que no sea la suya? ¿Y qué hay de ese hombre suyo… ese Jaim Twer? ¿Qué es lo que él dice?

–Habló de meterme en el Consejo hace ya casi un año –contestó Mallow con desenvoltura–, pero lo he superado. En cualquier caso, él no lo hubiera conseguido. No es bastante profundo. Es ruidoso y tenaz…, pero eso sólo es una expresión de valor perjudicial. Yo estoy decidido a dar un golpe maestro. Le necesito.

–Jorane Sutt es el político más listo del planeta y estará en contra de usted. No creo que yo sea capaz de desbancarlo. Y no creo que él no luche con todas sus fuerzas, y suciamente.

–Tengo dinero.

–Eso siempre ayuda. Pero se necesita mucho para eliminar los prejuicios contra un… sucio smyrniano.

–Tendré mucho.

–Bueno, pensaré en ello. Pero no se le ocurra encabritarse sobre las patas traseras y cacarear que yo le di ánimos. ¿Quién viene?

Mallow puso un rictus compungido, y dijo:

–Me parece que es el mismo Jorane Sutt. Llega temprano, y puedo comprenderlo. Hace unos meses que le doy esquinazo. Mire, Jael, entre en la habitación de al lado, y conecte el altavoz. Quiero que escuche.

Ayudó al miembro del Consejo a salir de la habitación con un empujón de su pie descalzo, y después se puso en pie y se cubrió con una túnica de seda. La luz solar sintética se redujo a una intensidad normal.

El secretario del alcalde entró rígidamente, mientras el solemne mayordomo cerraba la puerta tras él sin hacer ruido.

Mallow se abrochó el cinturón y dijo:

–Siéntese donde quiera, Sutt.

Sutt se limitó a esbozar una ligera sonrisa. La silla que escogió era cómoda, pero no se apoltronó en ella. Desde el borde, dijo:

–Si establece sus condiciones, iremos directamente al grano.

–¿Qué condiciones?

–¿Quiere que le vaya detrás? Muy bien, entonces, por ejemplo, ¿qué hizo en Korell? Su informe era incompleto.

–Se lo di hace meses. Entonces se mostró usted satisfecho.

–Sí. –Sutt se rascó pensativamente la frente con un dedo–. Pero desde entonces sus actividades han sido significativas. Sabemos lo que está haciendo, Mallow. Sabemos exactamente cuántas fábricas ha montado; con cuánta prisa lo hace; y cuánto le cuesta. Y este palacio que tiene –miró a su alrededor con fría apreciación–, que representa considerablemente más que mi salario anual; y una faja que ha estado cortando… una faja muy considerable y cara… a través de las capas superiores de la sociedad de la Fundación.

–¿De verdad? Aparte de demostrar que emplea usted a espías competentes, ¿qué otra cosa prueba?

–Prueba que tiene un dinero que hace un año no tenía. Y esto puede probar cualquier cosa… por ejemplo, que en Korell pasaron muchísimas cosas de las que no sabemos nada. ¿De dónde obtiene el dinero?

–Mi querido Sutt, no esperará realmente que se lo diga.

–No.

–Ya me lo parecía. Por eso voy a decírselo. Viene directamente de las arcas del tesoro del comodoro de Korell.

Sutt parpadeó.

Mallow sonrió y prosiguió:

–Desgraciadamente para usted, el dinero es legítimo. Soy maestro comerciante y el dinero que recibí fue cierta cantidad de hierro forjado y cromita a cambio de cierto número de chucherías que logré proporcionarle. El cincuenta por ciento de los beneficios me corresponde por contrato hecho con la Fundación. La otra mitad pasa al gobierno a fin de año, cuando todos los buenos ciudadanos pagan sus impuestos.

–En su informe no había ninguna alusión a un convenio comercial.

–Tampoco había alusiones a lo que tomé aquel día para desayunar, o al nombre de mi amante de turno, o a cualquier otro detalle sin importancia. –La sonrisa de Mallow se volvió sardónica–. Fui enviado, según sus propias palabras, para mantener los ojos abiertos. No los cerré ni un solo momento. Usted quería averiguar lo que sucedió con las naves mercantes de la Fundación que habían sido capturadas. No las vi ni oí hablar de ellas. Usted quería averiguar si Korell tenía energía atómica. Mi informe habla de las pistolas atómicas que poseen los guardias particulares del comodoro. No vi nada más. Y las pistolas que vi son reliquias del viejo imperio, y pueden ser piezas de museo que, a mi entender, no funcionan.

»Así pues, obedecí las órdenes, pero aparte de esto era, y soy, un agente libre. Según las leyes de la Fundación, un maestro comerciante está autorizado a abrir todos los mercados que pueda, y recibir de ellos su mitad legal de los beneficios. ¿Cuáles son sus objeciones? No las veo.

Sutt volvió los ojos cuidadosamente hacia la pared y habló con una difícil falta de cólera.

–La costumbre general de todos los comerciantes es introducir la religión con su comercio.

–Me adhiero a la ley, no a la costumbre.

–Hay veces en que la costumbre prevalece sobre la ley.

–Entonces recurra a los tribunales.

Sutt alzó unos sombríos ojos que parecieron meterse en sus cuencas.

–Al fin y al cabo, usted es smyrniano. Parece ser que la naturalización y la educación no pueden borrar las taras de la sangre. Escuche, y trate de comprenderme:

»Esto va más allá del dinero, o los mercados. Tenemos la ciencia del gran Hari Seldon para demostrar que el futuro imperio de la Galaxia depende de nosotros, y no podemos desviarnos del curso que conduce a ese imperio. Nuestra religión es el instrumento más importante que tenemos para lograr este objetivo. Con ella hemos puesto a los Cuatro Reinos bajo nuestro control, incluso en un momento que podían aplastarnos. Es el instrumento más poderoso que se conoce para controlar hombres y mundos.

»La razón primaria para el desarrollo del comercio y los comerciantes fue introducir y expandir la religión con más rapidez, y asegurarnos de que la introducción de las nuevas técnicas y la nueva economía estaría sujeta a nuestro control concienzudo y profundo.

Hizo una pausa para recobrar el aliento, y Mallow repuso sosegadamente:

–Conozco la teoría. La comprendo muy bien.

–¿De verdad? Es más de lo que esperaba. Entonces ya ve, naturalmente, que su intento de comerciar por comerciar, con producción en serie de cosas sin valor que sólo pueden afectar superficialmente a la economía mundial, por el divorcio de la energía atómica del control religioso, sólo puede acabar con el derrumbamiento y la negación completa de la política que ha tenido éxito durante un siglo.

–Tiempo más que suficiente –dijo Mallow con indiferencia– para una política fuera de época, peligrosa e imposible. Por más que su religión haya triunfado en los Cuatro Reinos, apenas otro reino de la Periferia la ha aceptado. Cuando nos hicimos con el control de los Reinos, había suficiente número de exiliados para expandir la historia de cómo Salvor Hardin utilizó al clero y la superstición del pueblo para derribar la independencia y el poder de los monarcas seculares. Y si esto no bastara, el caso de Askone de hace dos décadas lo habría demostrado con toda claridad. Ahora no hay un solo gobernante en toda la Periferia que no se dejara cortar el cuello antes que permitir a un sacerdote de la Fundación que entrara en el territorio.

»No propongo obligar a Korell o a cualquier otro mundo exterior a aceptar algo que no quieren. No, Sutt. Si la energía atómica los hace peligrosos, una sincera amistad por medio del comercio será mil veces mejor que una odiada supremacía basada en un poder espiritual extranjero, que, en cuanto se debilite un poco, se derrumbará completamente y no dejará nada sustancial excepto un temor y un odio inmortal.

Sutt dijo cínicamente:

–Muy bien planteado. Así que, para volver al punto inicial de la charla, ¿cuáles son sus condiciones? ¿Qué quiere para intercambiar sus ideas por las mías?

–¿Cree que mis convincciones están en venta?

–¿Por qué no? –fue la fría respuesta–. ¿No es éste su negocio, comprar y vender?

–Sólo con beneficios –dijo Mallow, sin ofenderse–. ¿Puede ofrecerme más de lo que estoy obteniendo ahora?

–Podría tener los tres cuartos de los beneficios, en vez de la mitad.

Mallow soltó una carcajada.

–Una magnífica oferta. La totalidad del comercio en sus condiciones representaría una décima parte de lo que obtengo ahora. Pruebe otra vez.

–Puede tener un asiento en el Consejo.

–Lo tendré de todos modos, sin usted y a pesar de usted.

Con un rápido movimiento, Sutt blandió el puño.

–También puede salvarse de una pena de prisión. De viente años, si no me equivoco. Considere el beneficio que representaría.

–Ningún beneficio, a menos que pueda llevar a cabo tal amenaza.

–Será un proceso por asesinato.

–¿De quién? –preguntó Mallow, airadamente,

La voz de Sutt era dura, aunque no más alta que antes.

–El asesinato de un sacerdote anacreontiano, al servicio de la Fundación.

–¿Conque ésas tenemos ahora? ¿Qué pruebas tiene?

El secretario del alcalde se inclinó hacia adelante.

–Mallow, no bromeo. Los preliminares están terminados. Sólo tengo que firmar la última hoja y el caso de la Fundación contra Hober Mallow, maestro comerciante, habrá comenzado. Abandonó usted a un súbdito de la Fundación a la tortura y la muerte a manos de una turba enloquecida, Mallow, y sólo dispone de cinco segundos para evitar el castigo que se merece. Por mí, preferiría que desestimara mi advertencia. Sería más útil como enemigo destruido que como amigo dudosamente converso.

Mallow dijo solemnemente:

–Se hará lo que usted desea.

–¡Muy bien! –Y el secretario sonrió duramente–. Fue el alcalde el que decidió efectuar un intento preliminar para llegar a un acuerdo, no yo. Habrá observado que no lo he intentado demasiado.

La puerta se abrió ante él, y se fue.

Mallow levantó la vista cuando Ankor Jael volvió a entrar en la habitación.

–¿Le ha oído? –preguntó Mallow.

El político dio una patada contra el suelo.

–Nunca lo había oído tan enfadado, desde que conozco a la serpiente.

–Muy bien. ¿Qué conclusión ha sacado?

–Bueno, se lo diré. Una política de dominación extranjera a través de medios espirituales es su idea fija; pero a mí me da la impresión de que sus objetivos principales no son espirituales. Me expulsaron del Gabinete por discutir sobre el mismo tema, como no necesito decirle.

–No necesita decírmelo. Y, según su impresión, ¿cuáles son esos objetivos tan poco espirituales?

Jael se puso serio.

–Bueno, no es estúpido, de modo que debe darse cuenta de la bancarrota de nuestra política religiosa, que apenas ha hecho una sola conquista en setenta años. Evidentemente lo utiliza para sus propósitos.

»Ahora bien, cualquier dogma, basado primariamente en la fe y el sentimentalismo, es un arma peligrosa usada sobre los demás, puesto que es imposible garantizar que el arma nunca se vuelva contra el que la emplea. Hace cien años que soportamos el ritual y una mitología que se convierte cada vez más en algo venerable, tradicional… e inmutable. En cierto modo, ya ha escapado a nuestro control.

–¿En qué modo? –preguntó Mallow–. No se detenga. Quiero saber su opinión.

–Bueno, supongamos que un hombre, un hombre ambicioso, utilice la fuerza de la religión contra nosotros, en vez de para nosotros.

–Se refiere a Sutt…

–Así es. Me refiero a Sutt. Si pudiera movilizar a las diversas jerarquías de los planetas vasallos contra la Fundación, en nombre de la ortodoxia, ¿qué posibilidades tendríamos? Poniéndose al frente de los piadosos, podría hacerle la guerra a la herejía, representada por usted, por ejemplo, y proclamarse finalmente rey. Al fin y al cabo, fue Hardin quien dijo: «Una pistola atómica es una buena arma, pero puede apuntar en ambas direcciones.»

Mallow se dio una palmada en el muslo desnudo.

–Muy bien, Jael, hágame entrar en el Consejo, y lucharé contra él.

Jael hizo una pausa, y dijo significativamente:

–Quizá no. ¿Qué era todo aquello del sacerdote linchado? No es verdad, ¿no?

–Es verdad –dijo Mallow, despreocupadamente.

Jael dio un silbido.

–¿Tiene pruebas definitivas?

–Debe de tenerlas. –Mallow vaciló, y después añadió–: Jaim Twer fue partidario suyo desde el principio, aunque ninguno de los dos estaba enterado de que yo lo sabía. Y Jaim Twer fue un testigo ocular.

Jael meneó la cabeza.

–Uh, uh. Mala cosa.

–¿Mala? ¿Qué tiene de malo? Aquel sacerdote estaba en el planeta ilegalmente, según las propias leyes de la Fundación. Fue usado por el gobierno korelliano como cebo, involuntariamente o no. Por todas las leyes del sentido común, yo no tenía elección… y lo único que podía hacer estaba estrictamente dentro de la ley. Si me lleva a juicio, no hará nada más que aparecer como un estúpido.

Y Jael meneó la cabeza de nuevo.

–No, Mallow, está usted equivocado. Ya le he dicho que él jugaba sucio. No pretende que le condenen; sabe que no puede conseguirlo. Lo que quiere es arruinar su influencia sobre el pueblo. Ya ha oído lo que ha dicho. A veces, la costumbre prevalece sobre la ley. Es posible que saliera libre del juicio, pero si la gente cree que echó a un sacerdote a los perros, su popularidad desaparecerá.

»Admitirán que hizo usted lo que era legal, incluso lo sensato. Pero, a sus ojos, será usted un perro cobarde, un bruto sin sentimientos, un monstruo de duro corazón. Y nunca será elegido para el Consejo. Incluso podría perder su grado de maestro comerciante al serle retirada la ciudadanía. No es usted nativo, ya lo sabe. ¿Qué otra cosa cree que Sutt pretende?

Mallow frunció obstinadamente el ceño.

–¡Conque ésas tenemos!

–Muchacho –dijo Jael–, permaneceré a su lado, pero no puedo ayudarle. Se encuentra usted en un punto muerto.

14

La cámara del Consejo estaba llena en un sentido muy literal el cuarto día del juicio de Hober Mallow, maestro comerciante. El único consejero ausente maldecía débilmente su cráneo fracturado que le había impedido asistir. Las galerías estaban llenas hasta los pasillos y techos por los pocos representantes de la multitud que, por influencia, riqueza o extraña perseverancia diabólica, habían logrado entrar. El resto llenaba la plaza exterior, en nudos hormigueantes alrededor de los visores tridimensionales instalados al aire libre.

Ankor Jael se abrió camino hasta la cámara, con la ineficaz ayuda y empujones del departamento de policía, y después por la confusión algo menor que había dentro hasta el asiento de Mallow.

Mallow se volvió con alivio.

–Por Seldon, ha llegado usted por los pelos. ¿Lo tiene?

–Tenga, aquí está –dijo Jael–. Es todo lo que usted pidió.

–Bien. ¿Cómo se lo toman ahí fuera?

–Están muy agitados –comentó Jael con inquietud–. No debería haber permitido un juicio público. Hubiera podido detenerlos.

–No quería hacerlo.

–Se habla de linchamiento. Y los hombres de Publis Manlio que están en los planetas exteriores…

–Quería preguntarle algo acerca de ellos, Jael. Está agitando a la jerarquía contra mí, ¿verdad?

–¿Verdad? Es la cosa más dulce que ha visto en su vida. Como secretario del Exterior, se encarga de la acusación en un caso de ley interestelar. Como supremo sacerdote y primado de la Iglesia, arenga a las hordas fanáticas.

–Bueno, olvídelo. ¿Recuerda la cita de Hardin que me recordó el mes pasado? Le demostraremos que una pistola atómica puede apuntar en ambas direcciones.

El alcalde estaba tomando asiento y los miembros del Consejo se levantaron en señal de respeto.

Mallow susurró:

–Hoy me toca a mí. Siéntese aquí y diviértase.

Comenzó la sesión del día, y, quince minutos más tarde, Horber Mallow se dirigió en medio de un hostil murmullo hacia el espacio vacío que había frente al banco del alcalde. Un solitario rayo de luz se centró sobre él y en los visores públicos de la ciudad, así como en las miríadas de visores particulares de casi todas las casas de los planetas de la Fundación, la solitaria y gigantesca figura de un hombre apareció retadoramente.

Empezó con facilidad y calma:

–Para ahorrar tiempo, admitiré la veracidad de todos los puntos esgrimidos contra mí por la acusación. La historia del sacerdote y la multitud relatada por el fiscal es exacta en todos los detalles.

Se oyó un murmullo en la sala y un triunfal griterío en la galería. Él esperó pacientemente que se restableciera el silencio.

–Sin embargo, el cuadro que ha presentado no está completo. Solicito el privilegio de completarlo a mi manera. Al principio, mi historia puede parecer insignificante. Pido que se muestren indulgentes.

Mallow no utilizaba las anotaciones que tenía enfrente.

–Comienzo en el mismo momento en que lo hizo la acusación; el día de mis entrevistas con Jorane Sutt y Jaim Twer. Ya saben de lo que se trató en estas entrevistas. Las conversaciones han sido descritas, y no tengo nada que añadir a la descripción… excepto mis propios pensamientos de aquel día.

»Fueron pensamientos suspicaces, pues los acontecimientos de aquel día habían sido extraños. Imagínenselo. Dos personas, a ninguna de las cuales conocía más que superficialmente, me hacen proposiciones antinaturales y en cierto modo increíbles. Una, el secretario del alcalde, me pide que desempeñe el papel de un agente de inteligencia para el gobierno en una misión altamente confidencial, cuya naturaleza e importancia ya les ha sido explicada. La otra, dirigente de un partido político, me pide que acepte un asiento en el Consejo.

»Naturalmente, me pregunté el motivo ulterior. El de Sutt parecía evidente. Quizá pensaba que yo vendía energía atómica a los enemigos y planeaba una rebelión. Y quizá estaba forzando la cuestión, o yo lo creí así. En ese caso, necesitaba a uno de sus hombres para que me acompañara en mi misión, en calidad de espía. Sin embargo, esta última idea no se me ocurrió hasta más tarde, cuando Jaim Twer entró en escena.

»Imaginen de nuevo: Twer se presenta a sí mismo como un comerciante retirado de la política, aunque yo no sé ningún detalle de su carrera comercial, y mi conocimiento en este campo es inmenso. Y además, a pesar de que Twer se jactaba de haber recibido una educación laica, nunca había oído hablar de una crisis Seldon.

Hober Mallow esperó a que todos comprendieran la importancia de lo que acababa de decir y fue recompensado con el primer silencio con que tropezaba, cuando la galería contuvo el aliento. Aquello sólo estaba dirigido a los habitantes de Términus. Los hombres de los Planetas Exteriores sólo podían oír versiones censuradas que se ajustaran a los requerimientos de la religión. No oirían nada de las crisis Seldon. Pero había otros puntos que no se les escaparían.

Mallow continuó:

–¿Quién de los presentes puede declarar honradamente que cualquier hombre que haya recibido una educación laica puede ignorar lo que es una crisis Seldon? Sólo hay un tipo de educación en la Fundación que excluye toda mención de la historia planeada de Seldon y sólo trata del hombre como un brujo semimítico.

»En aquel momento comprendí que Jaim Twer nunca había sido comerciante. Entonces comprendí que pertenecía a las órdenes sagradas y que quizá era un sacerdote de alta jerarquía; e, indudablemente, que aquellos tres años que decía haber estado a la cabeza de un partido político de los comerciantes, había sido un hombre comprado por Jorane Sutt.

»En aquel momento, me debatí en la oscuridad. No conocía los propósitos de Sutt a mi respecto, pero puesto que parecía darme cuerda deliberadamente, le proporcioné diversas visiones de mi propia cosecha. Mi idea era que Twer debía acompañarme al viaje como un guarda extraoficial a sueldo de Jorane Sutt. Bueno, si no lo conseguía, sabía muy bien que me esperarían otras trampas… que quizá no pudiera descubrir a tiempo. Un enemigo conocido es relativamente inocuo. Invité a Twer a ir conmigo. Él aceptó.

»Esto, caballeros del Consejo, explica dos cosas. Primera, que Twer no es un amigo mío que testifica en mi contra de mala gana y por cuestión de conciencia, tal como el fiscal querría hacerles creer. Es un espía que realiza su trabajo pagado. Segunda, explica cierta acción mía con ocasión de la primera aparición del sacerdote al que se me acusa de haber asesinado… una acción todavía sin mencionar, porque no se conoce.

Se produjo un murmullo de agitación en el Consejo. Mallow se aclaró teatralmente la garganta, y continuó:

–Me disgusta describir lo que sentí cuando me dijeron que teníamos un misionero refugiado a bordo. Incluso me disgusta recordarlo. Esencialmente, me invadió una enorme incertidumbre. El suceso me pareció en aquel momento una jugada de Sutt, y sobrepasó mi comprensión y cálculos. Estaba completamente a oscuras.

»Podía hacer una cosa. Me deshice de Twer durante cinco minutos enviándole en busca de mis oficiales. En su ausencia, monté un receptor de grabación visual, para que todo lo que sucediera se conservase para un estudio futuro. Esto se debía a la esperanza, la oscura pero seria esperanza, de que lo que me confundió entonces se tornara claro al revisarlo.

»Desde entonces, debo de haber visto esta grabación visual unas cincuenta veces. La tengo aquí, y repetirá su función por quincuagésima vez delante de ustedes.

El alcalde reclamó monótonamente orden cuando la sala perdió su equilibrio y la galería rugió. En cinco millones de hogares de Términus, excitados observadores se acercaron aún más a sus aparatos de televisión y en el propio banco de la acusación Jorane Sutt meneó la cabeza fríamente hacia el nervioso supremo sacerdote, mientras sus ojos contemplaban fijamente el rostro de Mallow.

El centro de la sala fue despejado, y las luces disminuyeron de intensidad. Ankor Jael, desde su banco de la izquierda, hizo los ajustes necesarios, y con un chasquido preliminar, una escena surgió ante la vista; en color, en tres dimensiones, con todos los atributos de la vida, excepto la vida misma.

El misionero, confuso y derrotado, estaba en pie entre el teniente y el sargento. Mallow esperaba silenciosamente, y los hombres entraron, con Twer en la retaguardia.

La conversación se repitió, palabra por palabra. El sargento fue disciplinado y el misionero interrogado. La multitud apareció, sus alaridos pudieron oírse, y el reverendo Jord Parma hizo su desesperada apelación. Mallow sacó su pistola, y el misionero, mientras le sacaban a rastras, levantó los brazos en un enloquecido juramento final y apareció una diminuta luz que se desvaneció enseguida.

La escena terminaba con los oficiales horrorizados por la situación, mientras Twer se tapaba las orejas con las manos, y Mallow guardaba tranquilamente la pistola.

Las luces volvieron a encenderse; el espacio vacío del centro de la habitación ya no estaba aparentemente lleno. Mallow, el verdadero Mallow del presente, prosiguió la narración:

–El incidente, como han visto, es exactamente como la acusación lo ha presentado… en la superficie. Se lo explicaré en dos palabras. Las emociones de Jaim Twer a lo largo de toda la escena revelan claramente una educación religiosa.

»Aquel mismo día hice observar a Twer algunas incongruencias en el episodio. Le pregunté de dónde venía el misionero, estando como estábamos en medio de una zona casi desolada. También le pregunté de dónde venía la gente, cuando la ciudad más próxima estaba a ciento cincuenta kilómetros. La acusación no ha dado importancia a estas cuestiones.

»Ni a otros puntos; por ejemplo, el curioso punto de la evidente peculiaridad de Jord Parma. Un misionero en Korell, arriesgando la vida en desafío tanto de las leyes korellianas como de las leyes de la Fundación, se pasea con un hábito sacerdotal muy nuevo y totalmente inconfundible. Hay algo extraño en eso. Entonces, supuse que el misionero era el cómplice inconsciente del comodoro, que le utilizaba para tratar de lanzarnos a un acto de agresión claramente ilegal, que justificara, por la ley, su consiguiente destrucción de nuestra nave y de nosotros.

»La acusación ha previsto esta justificación de mis acciones. Han esperado que explicara que la seguridad de mi nave, mi tripulación, mi misma misión, estaban en entredicho, y que no podían ser sacrificadas por un hombre, y más cuando ese hombre hubiera sido destruido de todos modos, con nosotros o sin nosotros. Replican murmurando sobre el «honor» de la Fundación y la necesidad de defender nuestra «dignidad» con objeto de mantener nuestra ascendencia.

»Sin embargo, por alguna extraña razón, la acusación ha pasado por alto al mismo Jord Parma… como persona. No ha aportado ningún detalle acerca de él; ni su lugar de nacimiento, ni su educación, ni ningún detalle de su historia precedente. La explicación de esto también aclarará las incongruencias que he señalado en la grabación visual que acaban de ver. Las dos cosas están relacionadas.

»La acusación no ha facilitado ningún detalle acerca de Jord Parma porque no puede. La escena que han visto en la grabación visual parecía falsa porque Jord Parma era falso. Nunca hubo un Jord Parma. Todo este juicio es la mayor farsa que se ha elaborado nunca sobre un tema que nunca ha existido.

Una vez más tuvo que esperar a que se apagaran los murmullos. Dijo, lentamente:

–Voy a mostrarles la ampliación de una de las tomas de la grabación visual. Hablará por sí misma. Apague las luces otra vez, Jael.

La sala quedó a oscuras, y el aire vacío se llenó de nuevo con figuras heladas en una ilusión cerúlea y espectral. Los oficiales de la Estrella Lejana volvieron a sus actitudes rígidas e impasibles. Apareció una pistola en la rígida mano de Mallow. A su izquierda, el reverendo Jord Parma, captado en mitad de un grito, elevaba sus brazos hacia el cielo, mientras las mangas se deslizaban por el antebrazo.

Y en la mano del misionero había aquel pequeño destello que en el pase anterior había relampagueado y desaparecido. Ahora era un brillo permanente.

–No aparten la mirada de esa luz que lleva en la mano –exclamó Mallow desde las sombras–. ¡Amplíe esta imagen, Jael!

El cuadro creció… rápidamente. Porciones exteriores desaparecieron a medida que el misionero ocupaba el centro y se convertía en gigante. Sólo había una cabeza y un brazo, y después sólo una mano, que llenó toda la pantalla y permaneció allí en una inmovilidad inmensa y nebulosa.

La luz se había convertido en un conjunto de letras minuciosas y brillantes: PSK.

–Eso –atronó la voz de Mallow– es un tatuaje, caballeros. Bajo la luz ordinaria es invisible, pero a la luz ultravioleta… con la cual inundé la habitación al tomar esta grabación visual, destaca en altorrelieve. Admito que es un ingenuo método de identificación secreta, pero en Korell, donde no se encuentra luz ultravioleta en todas las esquinas, da resultado. Incluso en nuestra nave, la detección fue accidental.

»Quizá alguno de ustedes ya hayan adivinado lo que significa PSK. Jord Parma conocía muy bien su jerga sacerdotal y realizó su trabajo magníficamente. Dónde la había aprendido, y cómo, no lo sé, pero PSK quiere decir “Policía Secreta Korelliana”.

Mallow gritó sobre el tumulto, rugiendo contra el alboroto.

–Tengo una prueba colateral en forma de documentos procedentes de Korell, que puedo presentar al Consejo, si es necesario.

»¿Dónde está ahora el caso de acusación? Ya han hecho y repetido la monstruosa sugerencia de que yo debería haber luchado a favor del misionero en desafío de la ley, y sacrificado mi misión, mi nave, y yo mismo por el “honor” de la Fundación.

»Pero ¿hacerlo por un impostor?

»¿Tendría que haberlo hecho por un agente secreto korelliano entrenado en los ornamentos y los tópicos que probablemente aprendió con un exiliado anacreontiano? ¿Iban a hacerme caer Jorane Sutt y Publis Manlio en una trampa estúpida y odiosa…?

Su voz enronquecida se desvaneció en un fondo informe de una multitud enloquecida. Le levantaron a hombros y le condujeron al banco del alcalde. Por las ventanas, veía un torrente de hombres que acudían a la plaza para sumarse a los miles que ya estaban allí.

Mallow miró a su alrededor en busca de Ankor Jael, pero era imposible encontrar un solo rostro en la incoherencia de la masa. Lentamente, fue dándose cuenta de un grito rítmico y repetido, que se dilataba a partir de un pequeño comienzo, y ya tenía un latido de locura:

–Larga vida a Mallow…, larga vida a Mallow…, larga vida a Mallow…

15

Ankor Jael parpadeó mirando a Mallow con un rostro macilento. Los dos últimos días habían sido de locura y de insomnio.

–Mallow, ha hecho una demostración magnífica, así que no la estropee saltando demasiado alto. No puede considerar seriamente lo de aspirar a alcalde. El entusiasmo de la masa es algo muy poderoso, pero notoriamente inconstante.

–¡Exacto! –dijo Mallow, con tristeza–. Por eso tenemos que cuidarlo, y el mejor modo de hacerlo es continuar la demostración.

–¿Haciendo qué?

–Arrestando a Publis Manlio y Jorane Sutt…

–¿Qué?

–Lo que oye. ¡Que el alcalde les arreste! No me importan las amenazas que usted emplee para conseguirlo. Yo controlo a la masa… hoy por hoy. No se atreverá a enfrentarse con ella.

–Pero ¿bajo qué cargos?

–Eso es evidente. Han estado incitando al clero de los planetas exteriores para que tome parte en las luchas de facciones de la Fundación. Eso es ilegal, por Seldon. Acúselos de «atentar contra la seguridad del Estado». Y no me importa que sean condenados o no, tal como ellos hicieron en mi caso. Sólo quiero retirarlos de la circulación hasta que sea alcalde.

–Falta medio año para las elecciones.

–¡No es demasiado! –Mallow se había puesto en pie, y asió súbitamente a Jael por el brazo con fuerza–. Escuche, me haría cargo del gobierno por la fuerza si fuera necesario… igual que hizo Salvor Hardin hace cien años. Esta crisis Seldon sigue acercándose, y cuando llegue tengo que ser alcalde y supremo sacerdote. ¡Ambas cosas!

Jael frunció el ceño. Dijo, sosegadamente:

–¿Qué va a ser? ¿Korell, después de todo?

Mallow asintió.

–Naturalmente. Declararán la guerra, eventualmente, aunque apuesto a que aún tardará un par de años.

–¿Con naves atómicas?

–¿Qué cree usted? Esas tres naves mercantes que perdimos en su sector del espacio no fueron abatidas con pistolas de aire comprimido. Jael, obtienen naves del mismo imperio. No abra la boca como si fuera tonto. ¡He dicho el imperio! Ya sabe que aún existe. Puede haber desaparecido de la Periferia, pero en el centro de la Galaxia sigue con vida. Y un falso movimiento significa que él, él mismo, puede echarse sobre nosotros. Por eso he de ser alcalde y supremo sacerdote. Soy el único hombre que sabe cómo luchar contra la crisis.

Jael tragó saliva.

–¿Cómo? ¿Qué va usted a hacer?

–Nada.

Jael sonrió con inseguridad.

–¡Vaya! ¡Es increíble!

Pero la contestación de Mallow fue incisiva.

–Cuando sea el jefe de esta Fundación, no haré nada. Un ciento por ciento de nada, y ése es el secreto de esta crisis.

16

Asper Argo el Bienamado, comodoro de la República de Korell, saludó la entrada de su esposa con un fruncimiento de sus ralas cejas. Para ella, por lo menos, su epíteto no tenía aplicación. Incluso él lo sabía.

Ella dijo, con una voz tan fina como su cabello y tan fría como sus ojos:

–Mi gracioso señor, según tengo entendido has llegado a una decisión acerca del destino de la Fundación.

–¿De verdad? –repuso el comodoro, con acritud–. ¿Y qué otras cosas abarca tu versátil entendimiento?

–Bastantes, mi muy noble esposo. Has tenido otra de tus vacilantes consultas con tus consejeros. Estupendos consejeros. –Con infinito desprecio–. Un montón de idiotas que obtienen sus estériles beneficios y los aprietan contra su pecho hundido ante el desagrado de mi padre.

–¿Y cuál, querida –fue la dulce réplica–, es la excelente fuente de la que tu entendimiento extrae todo esto?

La comodora soltó una carcajada.

–Si te lo dijera, mi fuente sería más cadáver que fuente.

–Bueno, tienes tus procedimientos propios, como siempre. –El comodoro se encogió de hombros y dio media vuelta–. En cuanto al desagrado de tu padre, mucho me temo que te refieres a una negativa obstinada de enviar más naves.

–¡Más naves! –repitió ella, acalorada–. ¿No tienes cinco? No lo niegues. que tienes cinco; y te han prometido una sexta.

–Me la prometieron para el año pasado.

–Pero una, sólo una, puede reducir a cenizas a esa Fundación. ¡Sólo una! Una, para borrar sus pequeñas naves de pigmeo del espacio.

–No podría atacar su planeta, ni siquiera con una docena.

–¿Y cuánto duraría su planeta con el comercio arruinado, y sus cargamentos de juguetes y bagatelas destruidos?

–Esos juguetes y bagatelas significan dinero –dijo, suspirando–. Una gran cantidad de dinero.

–Pero si tú tuvieras la misma Fundación, ¿no tendrías todo lo que contiene? Y si tuvieras el respeto y la gratitud de mi padre, ¿no tendrías mucho más de lo que la Fundación podría darte nunca? Hace tres años, más, desde que ese bárbaro vino con su muestrario mágico. Ya hace bastante tiempo.

–¡Querida mía! –El comodoro se volvió y la miró a a la cara–. Me estoy volviendo viejo. Estoy cansado. No tengo la flexibilidad necesaria para resistir tu boca de serpiente. Dices que ya sabes lo que he decidido. Bueno, lo he hecho. Ya está listo, y habrá guerra entre Korell y la Fundación.

–¡Bueno! –La figura de la comodora se expandió y sus ojos centellearon–. Por fin has aprendido lo que es la sabiduría, si bien cuando ya chocheas. Y cuando seas el dueño de la región, puedes ser lo suficientemente respetable como para ser alguien de peso e importancia en el imperio. Por lo pronto, podremos abandonar este mundo de bárbaros y acudir a la corte del virrey. Eso es lo que haremos.

Se marchó con una sonrisa, y una mano en la cadera. Su cabello despidió rayos con la luz.

El comodoro espero, y después dijo a la puerta cerrada, con maldad y odio:

–Y cuando sea el dueño de lo que tú llamas la región, seré suficientemente respetable para arreglármelas sin la arrogancia del padre y la lengua de la hija. ¡Sin ninguna de las dos cosas!

17

El teniente de la Nebulosa Oscura miró con horror la visiplaca.

–¡Por todas las Galaxias al galope! –Tendría que haber sido un aullido, pero en lugar de ello fue un susurro–. ¿Qué es eso?

Era una nave, pero parecía un cachalote comparado con el boquerón de la Nebulosa Oscura; y en el costado estaba la nave espacial y el Sol del Imperio. Todas las señales de alarma de la nave sonaron histéricamente.

Se cursaron las órdenes, y la Nebulosa Oscura se preparó para escapar si podía, y luchar si debía… mientras que abajo, en la sala de ultraondas, un mensaje salía a toda velocidad a través del hiperespacio hacia la Fundación.

¡Una y otra vez! En parte, una petición de ayuda, pero principalmente un aviso de peligro.

18

Hober Mallow movió los pies cansadamente mientras ojeaba los informes. Dos años de alcaldía le habían hecho un poco más dócil, un poco más suave, un poco más paciente…, pero no le habían enseñado a que le gustaran los informes gubernamentales ni el estilo burocrático en el que estaban escritos.

–¿Cuántas naves destruyeron? –preguntó Jael.

–Cuatro fueron atrapadas en tierra. Dos no han informado. Todas las demás están a salvo. –Mallow gruñó–: Podríamos haberlo hecho mejor, pero esto es sólo una escaramuza.

No hubo respuesta y Mallow alzó la vista.

–¿Está preocupado por algo?

–Me gustaría que Sutt estuviera aquí –fue la casi impertinente contestación.

–Oh, sí, y ahora oiremos otra conferencia sobre el frente interior .

–No, no la oiremos –replicó Jael–, pero usted es terco, Mallow. Puede haber descubierto la situación exterior en todos los detalles, pero nunca se ha preocupado de lo que ocurría en el planeta.

–Bueno, éste es su trabajo, ¿no? ¿Para qué le hice ministro de Educación y Propaganda?

–Con toda claridad, para enviarme a una tumba temprana y miserable, dada la cooperación que usted me proporciona. Durante el último año, le he vuelto sordo con el creciente peligro de Sutt y sus religionistas. ¿De qué servirán sus planes, si Sutt fuerza una elección especial y le derroca?

–De nada, lo admito.

–Y el discurso que hizo usted anoche sobre manejar la elección de Sutt con una sonrisa y una caricia. ¿Era necesario ser tan sincero?

–¿Hay algo mejor que robar a Sutt su caja de truenos?

–No –dijo Jael, violentamente–, no del modo que usted lo hizo. Me dice que lo ha previsto todo, y no me explica por qué comerció con Korell a exclusivo beneficio suyo durante tres años. Su único plan de batalla es retirarse sin una sola batalla. Abandona todo el comercio con los sectores del espacio cercanos a Korell. Proclama abiertamente un ahogo del rey. No promete ninguna ofensiva, ni siquiera en el futuro. Galaxia, Mallow, ¿qué cree que puedo hacer en medio de este desastre?

–¿Le falta atractivo?

–Le falta la menor llamada a la emotividad del pueblo.

–Es lo mismo.

–Mallow, despiértese. Tiene dos alternativas. O se presenta al pueblo con una dramática política exterior, sean cuales fueren sus planes particulares, o establece cualquier compromiso con Sutt.

Mallow dijo:

–Muy bien, si he fallado en la primera, probemos la segunda. Sutt acaba de llegar.

Sutt y Mallow no se habían encontrado personalmente desde el día del juicio, dos años atrás. Ninguno detectó ningún cambio en el otro, a excepción de la sutil atmósfera que los envolvía, prueba evidente de que los papeles de gobernante y pretendiente habían cambiado.

Sutt tomó asiento sin ningún apretón de manos.

Mallow le ofreció un cigarro y dijo:

–¿Le importa que Jael se quede? Desea ansiosamente un compromiso. Puede actuar de mediador si se excitan los ánimos.

Sutt se encogió de hombros.

–Un compromiso es lo que usted querría. En otra ocasión le pedí que estableciera sus condiciones. Supongo que ahora las posiciones se han cambiado.

–Supone correctamente.

–Entonces, éstas son mis condiciones. Debe usted abandonar su disparatada política de soborno económico y comercio de bagatelas, y volver a la probada política exterior de nuestros padres.

–¿Se refiere a la conquista por los misioneros?

–Exactamente.

–¿No puede haber un compromiso distinto?

–No.

–Hummm. –Mallow encendió su cigarro con toda lentitud, e inhaló el humo–. En tiempos de Hardin, cuando la conquista por los misioneros era nueva y radical, hombres como usted se opusieron a ella. Ahora está probada, asegurada y confirmada… todo lo que un Jorane Sutt encuentra bien. Pero dígame, ¿cómo nos sacaría usted del desastre actual?

–De su desastre actual, querrá decir. Yo no tengo nada que ver con él.

–Considere la pregunta debidamente modificada.

–Una fuerte ofensiva es lo más indicado. La partida en tablas con la que usted parece satisfecho es fatal. Sería una confesión de debilidad ante todos los mundos de la Periferia, donde la apariencia de fuerza es indispensable, y no hay ni un solo buitre entre ellos que no se uniera al asalto por su parte en el cadáver. Debería entenderlo. Es usted de Smyrno, ¿verdad?

Mallow no hizo caso de la observación. Dijo:

–Y si usted vence a Korell, ¿qué hay del imperio? Éste es el verdadero enemigo.

La débil sonrisa de Sutt alargó las comisuras de sus labios.

–Oh, no, sus informes sobre la visita que hizo usted a Siwenna, eran completos. El virrey del Sector Normánico está interesado en crear una disensión en la Periferia para su propio beneficio, pero sólo como una salida lateral. No va a arriesgarlo todo en una expedición al borde de la Galaxia cuando tiene cincuenta vecinos hostiles y un emperador contra el que rebelarse. Repito sus propias palabras.

–Oh, sí que podría, Sutt, si cree que somos bastante fuertes como para constituir un peligro. Y puede creerlo así si destruimos Korell mediante un ataque frontal. Tendríamos que ser considerablemente más sutiles.

–Como por ejemplo…

Mallow se recostó en su asiento.

–Sutt, le daré su oportunidad. No lo necesito, pero puedo utilizarle. De modo que le diré de lo que se trata, y entonces usted puede unirse a mí y recibir un puesto en el gabinete de coalición, o puede hacer el papel de mártir y pudrirse en la cárcel.

–Ya recurrió a este último truco en una ocasión.

–No me empleé a fondo, Sutt. Pero esta vez va en serio. Ahora escuche. –Mallow entrecerró los ojos–: Cuando aterricé por primera vez en Korell –empezó–, soborné al comodoro con las chucherías y baratijas que forman el habitual suministro del comerciante. Al principio, esto sólo tuvo como objetivo abrirnos la puerta de una fundición de acero. No tenía otro plan que éste, pero en esto tuve éxito. Conseguí lo que quería. Pero sólo después de mi visita al imperio me di cuenta exactamente de la clase de arma que podría forjar con este comercio.

»Nos enfrentamos con una crisis Seldon, Sutt, y las crisis Seldon no se resuelven por una sola persona, sino por las fuerzas históricas. Hari Seldon, cuando planeó nuestro curso de historia futura, no contó con brillantes héroes, sino con amplias extensiones económicas y sociológicas. Por eso, las soluciones de las diversas crisis deben conseguirse gracias a las fuerzas que se nos presentan en el momento.

»En este caso… ¡el comercio!

Sutt enarcó las cejas escépticamente y se aprovechó de la pausa.

–No me considero como un ser de inteligencia subnormal, pero la cuestión es que su vaga conferencia no es muy reveladora.

–Lo será –dijo Mallow–. Tenga en cuenta que hasta ahora el poder del comercio ha sido subestimado. Se ha creído que tenía que estar bajo el control del clero para constituir un arma poderosa. No es así, y ésta es mi contribución a la situación de la Galaxia. ¡Un comercio sin sacerdotes! ¡Comercio, solo! Es lo bastante fuerte. Seamos simples y específicos: Korell está ahora en guerra con nosotros. Por consiguiente, nuestro comercio con él se ha interrumpido. Pero, fíjese que estoy tratando esto como un simple problema de aritmética, durante los pasados tres años ha basado su economía en las técnicas atómicas, que nosotros hemos introducido y que sólo nosotros podemos continuar supliendo. ¿Qué supone usted que pasará cuando los diminutos generadores atómicos empiecen a fallar, y un aparato tras otro se estropee?

»Los pequeños aparatos domésticos serán los primeros. Después de medio año de esta situación de tablas que usted odia, el cuchillo atómico de una mujer dejara de funcionar. Su horno empezará a fallar. Su lavadora no irá bien. El control de temperatura y humedad de sus casas quedará inutilizado en un caluroso día de verano. ¿Qué ocurrirá?

Hizo una pausa en espera de una contestación, y Sutt dijo tranquilamente:

–Nada. La gente lo resiste todo durante la guerra.

–Es muy cierto. Lo resisten todo. Enviarán a sus hijos al espacio en número ilimitado para que mueran horriblemente en naves espaciales destrozadas. Aguantarán los bombardeos enemigos, aunque esto signifique tener que vivir de pan rancio y agua fétida en refugios excavados a ochocientos metros de profundidad. Pero es muy difícil soportar las pequeñas cosas cuando el entusiasmo patriótico de un peligro inminente no existe. Va a ser un final en tablas. No habrá sufrimientos, ni bombardeos, ni batallas.

»Sólo habrá un cuchillo que no cortará, y un horno que no asará, y una casa que estará helada durante el invierno. Será muy molesto y la gente protestará.

Sutt dijo lentamente, como si formulara una pregunta:

–¿En esto tiene usted puestas sus esperanzas? ¿Qué espera? ¿Una rebelión de amas de casa? ¿Un súbito levantamiento de carniceros y tenderos con sus cuchillos y sus tajos en alto, gritando «Devuélvanos nuestras Máquinas Lavadoras Atómicas Automáticas marca SuperKleeno»?

–No, señor –dijo Mallow, con impaciencia–. No es eso lo que espero. Por el contrario, lo que espero es un fondo general de protestas y descontento que después serán representados por figuras más importantes.

–¿Y cuáles son esas figuras más importantes?

–Los fabricantes, los propietarios de fábricas, los industriales de Korell. Cuando hayan transcurrido dos años de la situación de tablas, las máquinas de las fábricas empezarán a fallar, una por una. Estas industrias que nosotros hemos cambiado totalmente con nuestros nuevos aparatos atómicos se encontrarán repentinamente arruinadas. Las industrias pesadas se encontrarán, masiva y súbitamente, propietarios de nada más que una maquinaria inútil que no funciona.

–Las industrias funcionaban bastante bien, antes de que usted llegara, Mallow.

–Sí, Sutt, es verdad; pero el beneficio era de una vigésima parte del actual, incluso dejando aparte el coste de la reconversión al estado original preatómico. Con los industriales, los financieros, y el hombre de la calle en su contra, ¿cuánto cree que durará el comodoro?

–Todo el tiempo que él quiera, en cuanto se le ocurra obtener nuevos generadores atómicos del imperio.

Y Mallow se echó a reír alegremente.

–Se ha equivocado, Sutt, se ha equivocado en lo mismo que el propio comodoro. Se ha equivocado en todo, y no ha comprendido nada. El imperio no puede reemplazar nada. El imperio ha sido siempre un reino de recursos colosales. Lo han calculado todo en planetas, sistemas estelares, y sectores enteros de la Galaxia. Sus generadores son gigantescos porque pensaban de modo gigantesco.

»Pero nosotros, nosotros, nuestra pequeña Fundación, nuestro único mundo casi sin recursos metálicos, hemos tenido que trabajar con la economía estricta. Nuestros generadores han tenido que ser del tamaño del pulgar, porque era todo el metal de que disponíamos. Tuvimos que desarrollar nuevas técnicas y nuevos métodos, técnicas y métodos que el imperio no puede seguir porque ha degenerado a un estadio cultural en que no puede realizar ningún adelanto científico vital.

»Con todos sus escudos atómicos, bastante grandes para proteger una nave, una ciudad, un mundo entero, nunca han podido construir uno para proteger a un solo hombre. Para suministrar luz y calor a una ciudad, tienen motores de seis pisos de altura, los he visto, cuando los nuestros cabrían en esta habitación. Y cuando dije a uno de sus especialistas atómicos que una cajita de plomo del tamaño de una nuez contenía un generador atómico, casi se ahogó de indignación.

»Ni siquiera entienden sus propios aparatos colosales. Las máquinas funcionan automáticamente de generación en generación, y los que las cuidan son una casta hereditaria que serían impotentes si un solo tubo D, de toda la vasta estructura, explotara.

»Toda la guerra es una batalla entre esos dos sistemas: entre el imperio y la Fundación; entre el grande y el pequeño. Para apoderarse del control de un mundo, disponen de inmensas naves que pueden hacer la guerra, pero carecen de todo significado económico. Nosotros, por el contrario, disponemos de cosas pequeñas inútiles en una guerra, pero vitales para la prosperidad y los beneficios.

»Un rey, o un comodoro, se hará cargo de las naves e incluso irá a la guerra. Los gobernantes arbitrarios a lo largo de la historia han destrozado el bienestar de sus súbditos por lo que ellos consideraban honor y gloria, y Asper Argo no resistirá la depresión económica que asolará Korell dentro de dos o tres años.

Sutt estaba junto a la ventana, de espaldas a Mallow y Jael. Se había hecho de noche, y las pocas estrellas que pugnaban por brillar aquí y allá, en el mismo borde de la Galaxia, titilaban contra el telón de fondo de la caliginosa y aplastada lente que incluía los restos de aquel imperio, aún extenso, que luchaba contra ellos.

Sutt dijo:

–No. Usted no es el hombre.

–¿No me cree?

–Quiero decir que no confío en usted. Tiene usted la lengua muy larga. Me engañó debidamente cuando creí que le tenía bien vigilado durante su primer viaje a Korell. Cuando pensé que le tenía arrinconado en el juicio, se introdujo como un gusano hasta llegar al puesto de alcalde por medio de la demagogia. En usted no hay nada recto; ningún motivo que no tenga otro detrás; ninguna declaración que no tenga tres significados.

»Supongamos que sea usted un traidor. Supongamos que su visita al imperio le haya proporcionado un subsidio y una promesa de poder. Sus acciones serían precisamente las que ahora son. Procuraría hacer estallar una guerra después de haber reforzado a su enemigo. Forzaría a la Fundación a la inactividad. Y tendría una explicación plausible para todo, tan plausible que convencería a todo el mundo.

–¿Quiere decir que no habrá acuerdo? –preguntó Mallow, amablemente.

–Quiero decir que debe usted dimitir, por libre voluntad o a la fuerza.

–Le advertí que la única alternativa era la cooperación.

El rostro de Jorane Sutt se congestionó con un súbito acceso de emoción.

–Y yo le advierto, Hober Mallow de Smyrno, que si me arresta, no habrá cuartel. Mis hombres no pararán de divulgar la verdad sobre usted, y la gente de la Fundación se unirá en contra de su gobernante extranjero. Tienen una conciencia de destino que un smyrniano no puede comprender… y esa conciencia le destruirá.

Hober Mallow dijo tranquilamente a los dos guardias que acababan de entrar:

–Llévenselo. Está arrestado.

Sutt dijo:

–Es su última oportunidad.

Mallow apagó su cigarro y no levantó la vista.

Y cinco minutos después, Jael se levantó y dijo, preocupado:

–Bueno, ahora que ha hecho usted un mártir para la causa, ¿qué pasará?

Mallow dejó de jugar con el cenicero y levantó la mirada.

–Ése no es el Sutt que yo conocía. Es un toro cegado por la sangre. Galaxia, me odia.

–Entonces, todo es más peligroso.

–¿Más peligroso? ¡Tonterías! Ha perdido toda capacidad de juicio.

Jael dijo tristemente:

–Es usted demasiado confiado, Mallow. Ignora la posibilidad de una rebelión popular.

Mallow le miró, triste a su vez.

–De una vez por todas, Jael, no hay ninguna posibilidad de una rebelión popular.

–¡Qué seguro de sí mismo está usted!

–Estoy seguro de la crisis Seldon y de la validez histórica de sus soluciones, externa e internamente. Hay ciertas cosas que no he dicho a Sutt. Él trató de controlar la misma Fundación por las fuerzas religiosas tal como controlaba los mundos exteriores, y fracasó… lo cual es el signo más seguro de que en el esquema de Seldon la religión está descartada.

»El control económico funcionó de distinta forma. Y para repetir esa frase del famoso Salvor Hardin que a usted tanto le gusta, es una mala pistola la que no puede apuntar en dos direcciones. Si Korell prosperó con nuestro comercio, nosotros también lo hicimos. Si las industrias korellianas se hunden sin nuestro comercio, y si la prosperidad de los mundos exteriores se desvanece con el aislamiento comercial, del mismo modo se hundirán nuestras industrias y se desvanecerá nuestra prosperidad.

»Y no hay ni una sola fábrica, ni un solo centro comercial, ni una línea de embarque que no esté bajo mi control, que no pueda ser exprimida por mí hasta reducirla a la nada si Sutt intentara una propaganda revolucionaria. Donde su propaganda tenga éxito, o incluso parezca que puede tener éxito, me aseguraré de que cese la prosperidad. Donde fracase, la prosperidad continuará, porque mis fábricas estarán a su disposición.

»Por lo tanto, por los mismos razonamientos que me aseguran que los korellianos se rebelarán en favor de la prosperidad, estoy seguro de que nosotros no nos rebelaremos contra ella. El juego será llevado hasta el final.

–De modo que –dijo Jael– está estableciendo una plutocracia. Está convirtiéndonos en una tierra de comerciantes y príncipes comerciantes. ¿Qué será, pues, del futuro?

Mallow alzó su melancólico rostro, y exclamó orgullosamente:

–¿Qué me importa a mí el futuro? No hay duda de que Seldon lo ha previsto y está preparado contra todo lo malo que pueda acontecer. Habrá otras crisis en el porvenir, cuando el poder del dinero se haya convertido en una fuerza muerta como es ahora la religión. Que mis sucesores resuelvan esos nuevos problemas, como yo he resuelto el del presente.

KORELL – …Y así, después de tres años de guerra, que seguramente fue la guerra en que menos combates se libraron, la República de Korell se rindió incondicionalmente, y Hober Mallow ocupó su lugar junto a Hari Seldon y Salvor Hardin en el corazón del pueblo de la Fundación.

Enciclopedia Galáctica.

Trilogía de la fundación
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EL CICLO DE TRANTOR por Carlo Frabetti 0001_0000.htm
FUNDACION 0002_0000.htm
0002_0001.htm
PRIMERA PARTE LOS PSICOHISTORIADORES 0002_0002.htm
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SEGUNDA PARTE LOS ENCICLOPEDISTAS 0002_0004.htm
0002_0005.htm
TERCERA PARTE LOS ALCALDES 0002_0006.htm
0002_0007.htm
CUARTA PARTE LOS COMERCIANTES 0002_0008.htm
0002_0009.htm
QUINTA PARTE LOS PRINCIPES COMERCIANTES 0002_0010.htm
0002_0011.htm
FUNDACION E IMPERIO 0003_0000.htm
0003_0001.htm
PROLOGO 0003_0002.htm
PRIMERA PARTE EL GENERAL 0003_0003.htm
0003_0004.htm
0003_0005.htm
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SEGUNDA PARTE EL MULO 0003_0014.htm
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SEGUNDA FUNDACION 0004_0000.htm
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PROLOGO 0004_0002.htm
PRIMERA PARTE EL MULO INICIA LA BUSQUEDA 0004_0003.htm
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SEGUNDA PARTE LA BUSQUEDA DE LA FUNDACION 0004_0015.htm
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