25. LA MUERTE DE UN PSICÓLOGO

A partir de entonces, a Ebling Mis sólo le quedaban dos semanas de vida.

Y en aquellas dos semanas, Bayta estuvo con él tres veces. La primera fue la noche que siguió a la visita del coronel Pritcher. La segunda fue a la semana siguiente, y la tercera también una semana después —el último día—, el día en que Mis murió.

La primera vez, cuando se hubo ido el coronel Pritcher, Toran y Bayta, anonadados, pasaron una hora meditando, dando vueltas a los mismos problemas. Bayta dijo:

—Torie, hemos de decírselo a Ebling.

Toran repuso con voz átona:

—¿Crees que puede ayudarnos?

—Nosotros sólo somos dos. Compartiremos la carga con él. Tal vez se le ocurra algo.

—Ha cambiado —observó Toran—. Ha perdido peso. Está un poco desorientado, como ausente. —Movió los dedos en el aire, metafóricamente—. A veces pienso que no puede servirnos de mucho, y otras creo que nada puede servirnos.

—¡No digas eso! —gritó Bayta—. ¡Torie, no digas eso! Cuando te oigo me da la impresión de que el Mulo nos está captando. Digámoselo a Ebling, Torie, ¡ahora mismo!

Ebling Mis levantó la vista de los libros que tenía sobre el largo escritorio y les miró, parpadeando, mientras se acercaban. Sus cabellos estaban desgreñados, y sus labios emitían sonidos ininteligibles.

—¿Eh? —preguntó—. ¿Alguien me busca?

Bayta se arrodilló.

—¿Le hemos despertado? ¿Quiere que nos vayamos?

—¿Irse? ¿Quién es? ¿Bayta? ¡No, no, quédate! ¿No hay sillas? Las he visto en alguna parte... —Y señaló vagamente con un dedo.

Toran acercó dos sillas. Bayta se sentó y tomó entre las suyas las manos fláccidas del psicólogo.

—¿Podemos hablar con usted, doctor? —Raramente usaba el título.

—¿Ocurre algo malo? —Las mejillas de Mis recuperaron algo de color—. ¿Ocurre algo malo?

Bayta contestó:

—Ha venido el capitán Pritcher. Déjame hablar a mí, Torie. ¿Recuerda al capitán Pritcher, doctor?

—Sí..., sí... —Se pellizcó los labios y los soltó—. Es un hombre alto. Un demócrata.

—Sí, es él. Ha descubierto la mutación del Mulo. Ha estado aquí, doctor, y nos lo ha contado.

—Pero esto no es nada nuevo. Yo ya conozco la mutación del Mulo. —Y añadió con genuino asombro—: ¿No os lo he dicho? ¿He olvidado decíroslo?

—¿Decirnos qué? —intervino Toran con rapidez.

—La mutación del Mulo, naturalmente. Interfiere en las emociones. ¡El control emocional! ¿No os lo he dicho? ¿Por qué me habré olvidado? —Se mordió el labio inferior, absorto.

Entonces, lentamente, la vida volvió a su voz y abrió mucho los párpados, como si su cerebro embotado hubiese encontrado su cauce normal. Habló como en sueños, mirando a un punto inexistente entre sus dos interlocutores:

—En realidad, es muy sencillo: no requiere un conocimiento especializado. Por supuesto, en las matemáticas de la psicohistoria se resuelve muy pronto con una ecuación de tercer grado, sin necesitar más complicaciones. Pero dejemos eso. Puede exponerse con palabras corrientes, de modo general, y hacerlo comprensible, lo cual no suele ocurrir con los fenómenos psicohistóricos.

»Preguntaos a vosotros mismos... ¿Qué puede desbaratar el cuidadoso esquema histórico de Hari Seldon? —Les miró con una leve e inquisitiva ansiedad—. ¿Cuáles fueron los supuestos originales de Seldon? Primero, que no habría ningún cambio fundamental en la sociedad humana durante los próximos mil años.

»Por ejemplo, suponed que hubiera un cambio importante en la tecnología de la Galaxia, como el hallazgo de un nuevo principio para la utilización de la energía o el perfeccionamiento del estudio de la neurobiología electrónica. Los cambios sociales harían anticuadas las ecuaciones originales de Seldon. Pero eso no ha ocurrido, ¿verdad?

»O suponed que se inventara, fuera de la Fundación, una nueva arma capaz de contrarrestar todas las armas de la Fundación. Eso podría causar una considerable desviación, aunque con menor certeza. Pero tampoco ha ocurrido. El depresor atómico de campo ideado por el Mulo ha sido un arma torpe que hemos podido neutralizar. Y es la única novedad que ha presentado.

»¡Pero había un segundo supuesto, más sutil! Seldon supuso que la reacción humana a los estímulos permanecería constante. Si admitimos que el primer supuesto fue correcto, ¡entonces debe haber fallado el segundo! Algún factor debe estar retorciendo y desfigurando la respuesta emocional de los seres humanos, o Seldon no habría fracasado y la Fundación no habría caído. ¿Y qué factor podía ser, sino el Mulo?

»¿Tengo razón? ¿Hay alguna laguna en mi razonamiento?

La mano regordeta de Bayta le dio unas palmadas.

—Ninguna laguna, Ebling.

Mis estaba satisfecho como un niño.

—De esto se deducen otras cosas con la misma facilidad. Os digo que a veces me pregunto qué estará pasando en mi interior. Creo que recuerdo el tiempo en que tantas cosas eran un misterio para mí... y ahora todo está muy claro. No existen problemas. Me enfrento a algo que podría serlo, y de alguna forma veo y comprendo en mi interior. Y parece que mis intuiciones y mis teorías me son dictadas. Hay un ímpetu dentro de mí... me empuja siempre más allá... no permite que me detenga... y no siento deseos de comer o dormir... sólo de continuar... continuar...

Su voz era un murmullo, su mano ajada y de venas azules se posó temblorosamente en su sien. En sus ojos había un frenesí que se encendía y apagaba. Añadió con más calma:

—¿Así que nunca os he hablado de los poderes mutantes del Mulo? Pero... ¿no acabáis de decirme que los conocéis?

—Nos lo dijo el capitán Pritcher, Ebling —repuso Bayta—. ¿Le recuerda?

—¿Él os lo dijo? —En su tono se advertía cierto resentimiento—. Pero ¿cómo lo ha averiguado?

—Ha sido influenciado por el Mulo. Ahora es coronel y uno de los hombres del mutante. Vino a aconsejarnos que nos rindiésemos al Mulo, y nos contó lo que usted acaba de decirnos.

—Entonces, ¿el Mulo sabe que estamos aquí? He de apresurarme... ¿Dónde está Magnífico? ¿No está con vosotros?

—Se ha ido a dormir —contestó Toran con impaciencia—. Es más de medianoche, ¿lo sabía usted?

—¿De veras? ¿Dormía yo cuando habéis entrado?

—Creo que sí —dijo Bayta con decisión—, y no le permitiremos que vuelva al trabajo. Se irá a dormir. Vamos, Torie, ayúdame. Y usted deje de empujarme, Ebling, o le meteré primero bajo la ducha. Quítale los zapatos, Torie, y mañana ven a buscarle y llévatelo a respirar aire puro antes de que se pudra. ¡Fíjese, Ebling, está usted criando telarañas! ¿Tiene hambre?

Ebling Mis meneó la cabeza y les miró desde su catre con expresión confundida.

—Quiero que mañana me enviéis a Magnífico —susurró.

Bayta le tapó hasta el cuello con la sábana.

—Seré yo quien venga mañana, con su ropa limpia. Le haré tomar un buen baño y salir a visitar la granja y sentir el calor del sol.

—No lo haré —dijo Mis débilmente—. ¿Me oyes? Estoy demasiado ocupado.

Sus escasos cabellos yacían sobre la almohada como un fleco plateado en torno a su cabeza. Su voz murmuró en tono confidencial:

—Queréis encontrar la Segunda Fundación, ¿no?

Toran se volvió con rapidez y se puso en cuclillas junto al catre.

—¿Qué sabe de la Segunda Fundación, Ebling?

El psicólogo sacó un brazo de debajo de la sábana, y sus dedos cansados agarraron a Toran por la manga.

—Las Fundaciones fueron establecidas en una gran Convención de Psicología presidida por Hari Seldon, Toran. He localizado las actas de aquella Convención. Veinticinco gruesos rollos de película. Ya he dado un repaso a varios sumarios.

—¿Y qué?

—Pues que es muy fácil encontrar en ellos el lugar de la Primera Fundación, si se sabe algo de psicohistoria. Se alude a ella con frecuencia, si se comprenden las ecuaciones. Pero, Toran, nadie menciona a la Segunda Fundación. No existe referencia de ella en ninguna parte.

Toran enarcó las cejas.

—Entonces, ¿no existe?

—¡Claro que existe! —gritó airadamente Mis—. ¿Quién ha dicho lo contrario? Pero no se habla de ella. Su importancia, y todo lo concerniente a ella, está oculto, velado. ¿No lo comprendes? Es la más importante de las dos. Es la esencial, ¡la que cuenta! Y yo tengo las actas de la Convención de Seldon. El Mulo aún no ha vencido...

Bayta, sin hacer ruido, apagó las luces.

—A dormir.

Sin hablar, Toran y Bayta se dirigieron a sus propios aposentos.

Al día siguiente, Ebling Mis se bañó y se vistió, vio el sol de Trántor y sintió su viento por última vez. Al final del día se sumergió de nuevo en las gigantescas salas de la biblioteca, y nunca más volvió a salir.

Durante la semana que siguió, la vida continuó su curso. El sol de Neotrántor era una estrella quieta y brillante en el firmamento nocturno de Trántor. La granja estaba ocupada con la siembra de primavera. Los terrenos de la Universidad estaban silenciosos. La Galaxia parecía vacía. Era como si el Mulo no hubiera existido nunca.

Bayta pensaba todo esto mientras contemplaba a Toran que encendía cuidadosamente su cigarro y miraba las partes de cielo azul visibles entre las altas torres metálicas que les rodeaban.

—Es un hermoso día —dijo Toran.

—En efecto. ¿Tienes todo lo que necesitamos en la lista, Torie?

—Sí. Mantequilla, una docena de huevos, judías verdes... Todo está aquí, Bay. Lo traeré sin falta.

—Bien. Y asegúrate de que las verduras son de la última cosecha, y no reliquias de museo. A propósito, ¿has visto a Magnífico en alguna parte?

—No, desde el desayuno. Seguramente estará abajo con Ebling, mirando un libro-película.

—Muy bien. No pierdas el tiempo, porque necesito los huevos para la comida.

Toran se fue con una sonrisa y saludando con la mano.

Bayta dio media vuelta cuando Toran se perdió de vista entre el revoltijo de metal. Vaciló ante la puerta de la cocina, retrocedió lentamente, y se deslizó por entre las columnas que conducían al ascensor por el que se bajaba a la biblioteca.

Allí estaba Ebling Mis, con la cabeza inclinada sobre los oculares del proyector, y el cuerpo encorvado e inmóvil. Junto a él se hallaba Magnífico, acurrucado en una silla, con los ojos vigilantes; era como un montón de miembros desarticulados, con una nariz que acentuaba la delgadez de su rostro. Bayta dijo suavemente:

—Magnífico...

Magnífico se puso en pie de un salto. Su voz era un ansioso murmullo:

—¡Mi señora!

—Magnífico —dijo Bayta—, Toran se ha ido a la granja y estará un rato fuera. ¿Serías tan amable de correr tras él con un mensaje que voy a escribir?

—Gustosamente, mi señora. Mis pequeños servicios son suyos sin reserva, por si pueden serle de alguna utilidad.

Se quedó sola con Ebling Mis, que no se había movido. Firmemente, colocó una mano en su hombro.

—Ebling...

El psicólogo se sobresaltó y exhaló un grito:

—¿Qué...? —Arrugó los ojos—. ¿Eres tú, Bayta? ¿Dónde está Magnífico?

—Le he mandado fuera. Quería estar sola con usted durante un rato. —Pronunciaba las palabras con exagerada claridad—. Quiero hablarle, Ebling.

El psicólogo hizo ademán de volver a su proyector, pero la mano de Bayta se mantuvo firme sobre su hombro. Sintió claramente el hueso bajo la manga. La carne parecía haberse fundido desde su llegada a Trántor. Tenía el rostro delgado, amarillento, y llevaba una barba de varios días. Los hombros estaban visiblemente encorvados, incluso sentado.

—Magnífico no le molesta, ¿verdad, Ebling? —preguntó Bayta—. No se mueve de aquí ni de noche ni de día.

—¡No, no, no! En absoluto. Ni siquiera advierto su presencia. Guarda silencio y nunca me distrae. A veces me lleva y me trae los rollos de película; parece saber lo que necesito sin que se lo pida. Déjale seguir aquí.

—Muy bien, pero... Ebling, ¿no le inspira extrañeza? ¿Me oye, Ebling? ¿No le inspira extrañeza?

Empujó una silla junto a él y le miró fijamente, como si quisiera leer la respuesta en sus ojos. Ebling Mis meneó la cabeza.

—No. ¿A qué te refieres?

—Me refiero a que tanto el coronel Pritcher como usted dicen que el Mulo puede condicionar las emociones de los seres humanos. Pero ¿está usted seguro de ello? ¿No es el propio Magnífico una negación de su teoría?

Hubo un silencio.

Bayta reprimió un fuerte deseo de zarandear al psicólogo.

—¿Qué le ocurre, Ebling? Magnífico era el bufón del Mulo. ¿Por qué no fue condicionado para el amor y la fe? ¿Por qué precisamente él, entre todos los que rodean al Mulo, le odia tanto?

—Pero... ¡sí que fue condicionado! ¡Claro, Bay! —Pareció ir ganando certeza a medida que hablaba—. ¿Supones que el Mulo trata a su bufón del mismo modo que trata a sus generales? De los últimos necesita fe y lealtad, pero del bufón sólo requiere temor. ¿No has observado nunca que el continuo estado de pánico de Magnífico es patológico en su naturaleza? ¿Encuentras natural que un ser humano esté tan asustado continuamente? El temor hasta ese grado se convierte en cómico. Es probable que el Mulo lo encontrase cómico, y útil además, porque dificultó la ayuda que antes podríamos haber obtenido de Magnífico.

Bayta preguntó:

—¿Quiere decir que la información de Magnífico acerca del Mulo era falsa?

—Era desconcertante. Estaba influida por el miedo patológico. El Mulo no es el gigante físico que Magnífico piensa. Es más probable que sea un hombre corriente, aparte de sus poderes mentales. Pero le divertía posar como un superhombre ante el pobre Magnífico... —El psicólogo se encogió de hombros—. En cualquier caso, la información de Magnífico ya no tiene importancia.

—Entonces, ¿qué es lo importante?

Pero Mis se desasió y volvió a su proyector.

—¿Qué es lo importante? —repitió ella—. ¿La Segunda Fundación?

Los ojos del psicólogo se clavaron en Bayta.

—¿Te he dicho algo acerca de eso? No recuerdo haber dicho nada. Aún no estoy preparado. ¿Qué te he dicho?

—Nada —repuso intensamente Bayta—. ¡Oh, por la Galaxia! Usted no me ha dicho nada, pero desearía que lo hiciera porque estoy mortalmente cansada. ¿Cuándo acabará esto?

Ebling Mis la miró de soslayo, vagamente arrepentido.

—Vamos, vamos..., querida, no he querido ofenderte. A veces olvido... quiénes son mis amigos. A veces tengo la impresión de que no debo hablar de todo esto. Es preciso guardar el secreto..., pero del Mulo, no de ti, querida. —Le dio unas palmadas en el hombro, con gentil amabilidad.

Ella preguntó:

—¿Qué me dice de la Segunda Fundación?

La voz de Mis se convirtió automáticamente en un susurro, fino y sibilante:

—¿Conoces la meticulosidad con que Seldon cubrió sus huellas? Las actas de la Convención de Seldon me hubieran servido de muy poco hace un mes, antes de que llegara esta extraña inspiración. Incluso ahora me parece... muy confuso. Los documentos de la Convención son a menudo oscuros, sin aparente ilación. Más de una vez me he preguntado si los propios miembros de la Convención conocían todo lo que había en la mente de Seldon. A veces creo que usó la Convención como una gigantesca pantalla, y erigió él solo la estructura...

—¿De las Fundaciones? —urgió Bayta.

—¡De la Segunda Fundación! Nuestra Fundación fue sencilla. Pero la Segunda Fundación era sólo un nombre. Se mencionó, pero su elaboración, si la hubo, fue ocultada profundamente bajo las matemáticas. Hay todavía muchas cosas que ni siquiera he empezado a comprender, pero en estos últimos siete días me he formado una vaga imagen reuniendo los detalles. La Primera Fundación fue un mundo de científicos físicos. Representaba una concentración de la ciencia moribunda de la Galaxia bajo las condiciones necesarias para su resurgimiento. No se incluyeron psicólogos. Fue un fallo muy peculiar, pero que debió de tener sus motivos. La explicación corriente es que la psicohistoria de Seldon funcionaba mejor cuando las unidades de individuos trabajadores, seres humanos, ignoraban lo que iba a ocurrir y podían por tanto reaccionar naturalmente ante todas las situaciones. ¿Me sigues, querida...?

—Sí, doctor.

—Entonces, escucha con atención. La Segunda Fundación era un mundo de científicos mentales. Era la imagen reflejada de nuestro mundo. La psicología, y no la física, predominaba. —Y triunfalmente—: ¿Lo comprendes?

—No.

—Pues reflexiona, Bayta, usa el cerebro. Hari Seldon sabía que su psicohistoria sólo podía predecir probabilidades, no certezas. Había siempre un margen de error, y, a medida que pasa el tiempo, este margen aumenta en progresión geométrica. Es natural que Seldon se previniera contra esto. Nuestra Fundación era científicamente vigorosa. Podía conquistar ejércitos y armas. Podía oponer la fuerza. Pero ¿qué hay del ataque mental de un mutante como el Mulo?

—¡Esto sería resuelto por los psicólogos de la Segunda Fundación! —exclamó Bayta, sintiendo la excitación que crecía en su interior.

—¡Claro, claro! ¡Exacto!

—Pero hasta ahora no han hecho nada.

—¿Cómo sabes que no han hecho nada?

Bayta reflexionó.

—No lo sé. ¿Tiene usted pruebas de su actividad?

—No. Hay muchos factores que desconozco por completo. La Segunda Fundación no pudo establecerse en pleno desarrollo, como tampoco nosotros. Evolucionamos lentamente y fuimos adquiriendo fuerza; ellos deben haber hecho lo mismo. Sólo las estrellas saben en qué etapa de su fuerza se encuentran ahora. ¿Son lo bastante fuertes como para luchar contra el Mulo? ¿Son siquiera conscientes del peligro? ¿Tienen dirigentes capacitados?

—Pero si siguen el plan de Seldon, el Mulo ha de ser vencido por la Segunda Fundación.

—¡Ah! —Y la delgada cara de Ebling Mis se arrugó pensativamente—. Ya volvemos a estar en lo mismo. Pero la Segunda Fundación fue una tarea más difícil que la Primera. Su complejidad es enormemente mayor; y en consecuencia, también lo es la posibilidad de error. Y si la Segunda Fundación no vence al Mulo, las cosas irán mal... definitivamente mal. Tal vez signifique el fin de la raza humana, tal como la conocemos.

—¡No!

—Sí. Si los descendientes del Mulo heredan sus dotes mentales... ¿Lo comprendes? El Homo Sapiens no podría competir. Habría una nueva raza dominante, una nueva aristocracia, y el Homo Sapiens sería degradado a trabajar en calidad de esclavo, como una raza inferior. ¿No es así?

—Sí, así es.

—E incluso, aunque por alguna casualidad el Mulo no estableciera una dinastía, establecería un distorsionado nuevo Imperio dirigido solamente por su poder personal. Moriría con él; la Galaxia estaría donde estaba antes de su llegada; excepto que ya no habría Fundaciones que pudieran fundirse en un real y sano Segundo Imperio. Significaría miles de años de barbarie. No habría un final a la vista.

—¿Qué podemos hacer? ¿Podemos advertir a la Segunda Fundación?

—Debemos hacerlo, o pueden desaparecer debido a la ignorancia, a lo cual no podemos arriesgamos. Pero no hay modo de transmitirles el aviso.

—¿No podríamos encontrar un medio?

—Ignoro su paradero. Están en «el otro extremo de la Galaxia», pero eso es todo, y hay millones de mundos para escoger.

—Pero, Ebling, ¿no dice nada aquí? —Y Bayta señaló vagamente los rollos de película que cubrían la mesa.

—No, nada. No dicen dónde puedo encontrarla... todavía. El secreto debe significar algo. Ha de haber una razón... —En sus ojos había una expresión perpleja—. Ahora me gustaría que te fueras. Ya he perdido bastante tiempo. y ya queda poco..., ya queda poco.

Se apartó de ella, petulante y con el ceño fruncido.

Los pasos suaves de Magnífico se aproximaron.

—Su marido está en casa, mi señora.

Ebling Mis no saludó al bufón. De nuevo se inclinaba sobre el proyector.

Aquella noche, después de haber escuchado, Toran habló:

—¿Y tú crees que tiene razón, Bay? ¿No piensas que está un poco...? —Vaciló.

—Tiene razón, Torie. Está enfermo, lo sé. El cambio que se ha operado en él, su pérdida de peso, el modo en que habla... está enfermo. Pero escúchale en cuanto sale el tema del Mulo, de la Segunda Fundación o de algo en lo que esté trabajando. Está lúcido como el cielo del espacio exterior. Sabe de lo que está hablando. Yo le creo.

—Entonces, aún hay esperanzas. —Era casi una pregunta.

—Yo..., yo no lo puedo asegurar. ¡Tal vez sí, tal vez no! Llevaré una pistola en lo sucesivo. —Tenía en la mano una diminuta arma de reluciente cañón—. Por si acaso, Torie, por si acaso.

—¿De qué caso hablas?

Bayta rió con un pequeño tono de histerismo.

—No importa. Quizá yo también estoy un poco loca..., como Ebling Mis.

En aquel momento, a Ebling Mis sólo le quedaban siete días de vida, y los siete días transcurrieron tranquilamente, uno tras otro.

Toran sentía que había una especie de estupor en ellos. El calor y el sordo silencio le invadían y aletargaban. Todo lo que estaba vivo parecía haber perdido su poder de acción, convirtiéndose en un mar infinito de hibernación.

Mis era una entidad oculta cuyo laborioso trabajo no producía nada y no se daba a conocer. Era como si viviese tras una barricada. Ni Toran ni Bayta podían verle. Sólo la misión de intermediario de Magnífico evidenciaba su existencia. Magnífico, silencioso y pensativo como nunca, iba y venía con bandejas de comida, andando de puntillas, como convenía al único testigo del reino de las penumbras.

Bayta estaba cada vez más encerrada en sí misma. Su vivacidad se desvaneció, su segura eficiencia se tambaleaba. Ella también parecía preocupada y absorta, y en cierta ocasión Toran la sorprendió acariciando su pistola, Bayta la dejó enseguida, con una sonrisa forzada.

—¿Qué estabas haciendo con ella, Bay?

—La sostenía. ¿Acaso es un crimen?

—Te vas a saltar tus necios sesos.

—Si lo hago, no representará una gran pérdida.

La vida conyugal había enseñado a Toran la futilidad de discutir con una mujer en un mal momento. Se encogió de hombros y se fue.

El último día, Magnífico irrumpió sin aliento ante ellos. Les agarró, asustado.

—El eximio doctor les llama. No se encuentra bien.

Y no estaba bien. Se hallaba en el lecho, con los ojos extrañamente grandes y brillantes.

—¡Ebling! —gritó Bayta.

—Déjame hablar —masculló el psicólogo, incorporándose con esfuerzo y apoyándose sobre un codo—. Dejadme hablar. Estoy acabado; os lego mi trabajo. No he tomado notas; he destruido los números. Ninguna otra persona ha de saberlo. Todo debe grabarse en vuestras mentes.

—Magnífico —dijo Bayta con brusca franqueza—, ¡vete arriba!

De mala gana, el bufón se levantó y retrocedió un paso. Sus tristes ojos estaban fijos en Mis.

Mis hizo un gesto débil.

—Él no importa; dejadle permanecer aquí. Quédate, Magnífico.

El bufón volvió a sentarse con rapidez. Bayta miró al suelo. Lentamente, muy lentamente, se mordió el labio inferior.

Mis dijo en un ronco susurro:

—Estoy convencido de que la Segunda Fundación puede ganar, si no es atacada prematuramente por el Mulo. Se ha mantenido en secreto; este secreto debe guardarse; tiene un propósito. Debéis ir allí; vuestra información es vital... puede cambiarlo todo. ¿Me escucháis?

Toran gritó, casi con desesperación:

—¡Sí, sí! Díganos cómo podremos llegar. ¡Ebling! ¿Dónde está?

—Puedo decíroslo —murmuró la débil voz.

Pero no consiguió hacerlo.

Bayta, con el rostro lívido y hierático, levantó su pistola y disparó. El disparo resonó con fuerza en la habitación. Mis había desaparecido de la cintura para arriba, y en la pared del fondo había un agujero dentado. La pistola desintegradora cayó al suelo, al ser soltada por unos dedos entumecidos.

Trilogía de la fundación
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EL CICLO DE TRANTOR por Carlo Frabetti 0001_0000.htm
FUNDACION 0002_0000.htm
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PRIMERA PARTE LOS PSICOHISTORIADORES 0002_0002.htm
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SEGUNDA PARTE LOS ENCICLOPEDISTAS 0002_0004.htm
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TERCERA PARTE LOS ALCALDES 0002_0006.htm
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CUARTA PARTE LOS COMERCIANTES 0002_0008.htm
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QUINTA PARTE LOS PRINCIPES COMERCIANTES 0002_0010.htm
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FUNDACION E IMPERIO 0003_0000.htm
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PROLOGO 0003_0002.htm
PRIMERA PARTE EL GENERAL 0003_0003.htm
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SEGUNDA PARTE EL MULO 0003_0014.htm
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SEGUNDA FUNDACION 0004_0000.htm
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PROLOGO 0004_0002.htm
PRIMERA PARTE EL MULO INICIA LA BUSQUEDA 0004_0003.htm
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SEGUNDA PARTE LA BUSQUEDA DE LA FUNDACION 0004_0015.htm
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