22. MUERTE EN NEOTRÁNTOR

NEOTRÁNTOR — El pequeño planeta de Delicass, rebautizado después del Gran Saqueo, fue durante casi un siglo sede de la última dinastía del Primer Imperio. Fue un mundo simbólico y un Imperio simbólico, y su existencia tiene sólo importancia legal. En la primera de las dinastías Neotrantorianas...

Enciclopedia Galáctica

¡Neotrántor era el nombre! ¡Nuevo Trántor! Y cuando se ha pronunciado el nombre se han agotado de golpe todos los parecidos del nuevo Trántor con el original. A dos parsecs de distancia, el sol del antiguo Trántor seguía brillando, y la Capital Imperial de la Galaxia, del siglo precedente, aún giraba en el espacio en silenciosa y eterna repetición de su órbita.

Incluso había hombres que habitaban el antiguo Trántor. No muchos, tal vez cien millones, cuando hacía cincuenta años se apiñaban en él cuarenta mil millones. El gigantesco mundo metálico estaba hecho trizas. Las cimas de las múltiples torres que surgían por encima de la desnuda corteza del mundo estaban destrozadas y vacías —aún mostraban los agujeros de los cañones y las armas de fuego—, como muestra del Gran Saqueo de cuarenta años atrás.

Era extraño que un mundo que había sido centro de la Galaxia durante dos mil años, que había gobernado sin límites el espacio y albergado legisladores y gobernantes cuyos caprichos recorrían los parsecs, pudiera morir en un solo mes. Era extraño que un mundo que había salido indemne de los vastos movimientos de conquista y retirada de un milenio, e igualmente indemne de las guerras civiles y las revoluciones palaciegas de otro milenio, hubiera muerto al fin. Era extraño que la Gloria de la Galaxia fuera un cadáver en putrefacción.

¡Y también patético!

Porque aún pasarían siglos antes de que las descomunales obras de cincuenta generaciones de seres humanos se convirtieran en inservibles. Solamente las hacían inservibles ahora las facultades disminuidas de los propios hombres.

Rodeados de las perfecciones mecánicas del esfuerzo humano— circundados por las maravillas industriales de una humanidad liberada de la tiranía del medio ambiente, regresaron a la tierra. En las inmensas áreas de aparcamiento crecían el trigo y el maíz. A la sombra de las torres pacían las ovejas.

Pero Neotrántor existía —un planeta parecido a un humilde pueblo— sumido en la sombra del poderoso Trántor, hasta que los miembros de una familia real, huyendo del fuego y las llamas del Gran Saqueo, buscaron en él su último refugio y permanecieron en él hasta que se apaciguó el fragor de la rebelión. Allí gobernaban, rodeados de fantasmal esplendor, los restos cadavéricos de un Imperio.

¡Veinte mundos agrícolas formaban un Imperio Galáctico!

Dagoberto IX, rey de veinte mundos de rebeldes señoras y sombríos campesinos, era Emperador de la Galaxia y dueño del Universo.

Dagoberto IX tenía veinticinco años el sangriento día en que llegó a Neotrántor con su padre. En sus ojos y su mente seguían vivos la gloria y el poder del Imperio. Pero su hijo, que un día sería Dagoberto X, nació en Neotrántor.

Veinte mundos era todo lo que conocía.

El coche descubierto de Jord Commason era el mejor vehículo de su clase en todo Neotrántor, y, al fin y al cabo, era natural que fuera así. Commason no era solamente el mayor terrateniente de Neotrántor, sino que en tiempos pasados había sido el compañero y la mala inspiración de un joven príncipe heredero que se debatía bajo el dominio de un emperador de mediana edad. Y ahora era el compañero y también la mala inspiración de un príncipe heredero de mediana edad que odiaba y dominaba a un viejo emperador.

Jord Commason, en su coche aéreo con incrustaciones de nácar y adornos de oro, que hacían inútil un escudo de armas como identificación de su propietario, contemplaba las tierras y los kilómetros de campos de trigo que eran suyos, y las enormes trilladoras y segadoras que eran suyas, y los arrendatarios y jornaleros que eran suyos; y consideraba cautelosamente sus problemas.

Junto a él, su encorvado y envejecido chófer conducía delicadamente la nave a través de los vientos superiores y sonreía.

Jord Commason dijo:

—¿Recuerdas lo que te dije, Inchney?

Los finos y grises cabellos de Inchney ondeaban ligeramente al viento. Su sonrisa se acentuó, descubriendo su boca desdentada, y las arrugas verticales de sus mejillas se profundizaron como si guardase para sí un eterno secreto. El murmullo de su voz silbó entre sus escasos dientes:

—Lo recuerdo, señor, y he pensado en ello.

—¿Y a qué conclusión has llegado, Inchney? —En la pregunta había un tono de impaciencia.

Inchney recordaba que había sido joven y apuesto, y un señor del antiguo Trántor. Inchney recordaba que era un desfigurado anciano en Neotrántor, que vivía por gracia del señor Jord Commason y que correspondía a esta gracia prestando su sutil ingenio cuando era solicitado. Suspiró ligeramente.

—Es muy conveniente, señor, tener visitantes de la Fundación. En especial, señor, si vienen en una sola nave y entre ellos sólo hay un hombre apto para la lucha. ¿Serán bien acogidos?

—¡Bien acogidos! —exclamó sombríamente Commason—. Tal vez. Pero esos hombres son magos y podrían resultar peligrosos.

—¡Puf! —murmuró Inchney—. La neblina de la distancia oculta la verdad. La Fundación sólo es un mundo. Sus ciudadanos sólo son hombres. Si se les dispara, mueren.

Inchney seguía manteniendo el rumbo. Abajo, un río serpenteaba y despedía plateados destellos. Añadió:

—¿Y no hablan ahora de un hombre que mueve los mundos de la Periferia?

Commason se tornó suspicaz de improviso.

—¿Qué sabes tú de esto?

La sonrisa se desvaneció del rostro del chófer.

—Nada, señor. Ha sido una pregunta ociosa.

La vacilación de Commason fue breve. Dijo con brutal franqueza:

—Ninguna de tus preguntas es ociosa, y tu método de adquirir conocimientos puede que te cueste el pescuezo. Pero... ¡te lo diré! Ese hombre recibe el nombre de Mulo, y uno de sus súbditos estuvo aquí hace unos meses por... un asunto de negocios. Estoy esperando a otro... ahora... para concluirlo.

—¿Y estos recién llegados? ¿Son acaso los que espera?

—Carecen de la identificación que deberían tener.

—Se dice que la Fundación ha sido conquistada...

—Yo no te lo he dicho.

—Ha corrido la voz —continuó Inchney con frialdad—, y, si es cierto, entonces éstos pueden ser refugiados de la destrucción y sería aconsejable retenerles por amistad al Mulo.

—¿Tú crees? —Commason vacilaba.

—Además, señor, puesto que es bien sabido que el amigo del conquistador es la última víctima, resultaría una medida de defensa propia muy legítima. Porque existen cosas como las sondas psíquicas... y aquí tenemos cuatro cerebros de la Fundación. Hay muchos detalles de la Fundación que sería útil conocer, y muchos también acerca del Mulo. Y entonces la amistad del Mulo sería un poco menos dominante...

Commason, en la quietud de la atmósfera, volvió con un estremecimiento a su primera idea.

—Pero si la Fundación no ha caído, si los rumores son falsos... Se dice que está previsto que no puede caer.

—La época de los adivinos ha pasado, señor.

—Pero ¿y si no hubiera caído, Inchney? ¡Piénsalo! Si no hubiera caído... Es cierto que el Mulo me hizo promesas... —Había ido demasiado lejos, y retrocedió—: Mejor dicho, insinuó algo. Pero de la insinuación al hecho hay mucho trecho.

Inchney rió inaudiblemente.

—Desde luego que hay mucho trecho. No creo que haya nada más peligroso que una Fundación al extremo de la Galaxia.

—Además, está el príncipe —murmuró Commason, casi para sus adentros.

—¿También trata con el Mulo, señor?

Commason no fue capaz de ocultar su expresión complaciente.

—No enteramente. No como yo. Pero se está volviendo más díscolo, más incontrolable. Tiene un demonio en su interior. Si yo detengo a esta gente y él se la lleva para su propio uso, porque no le falta cierta astucia, yo aún no estoy preparado para pelearme con él. —Frunció el ceño y sus gordas mejillas se distendieron en una mueca de disgusto.

—Ayer vi a esos extranjeros durante un momento —dijo el canoso chófer sin venir a cuento—, y la mujer morena es muy extraña. Camina con la soltura de un hombre y su palidez contrasta notablemente con su oscura cabellera.

Había cierto ardor en el ronco murmullo de su voz, y Commason se volvió hacia él con repentina sorpresa.

—Creo que el príncipe —prosiguió Inchney— no encontraría desatinado un compromiso razonable. Usted podría quedarse con los otros si le dejara a la muchacha...

Commason se iluminó de alegría.

—¡Es una idea! ¡Es muy buena idea! ¡Inchney, vuelve atrás! Y si todo va bien, tú y yo discutiremos de nuevo la cuestión de tu libertad.

Con un sentido del simbolismo casi supersticioso, Commason encontró una Cápsula Personal esperándole en su estudio cuando regresó. Había llegado por una longitud de onda que muy pocos conocían. Commason sonrió con complacencia. El hombre del Mulo llegaría pronto, y la Fundación había caído realmente.

Los sueños nebulosos que Bayta había tenido de un palacio imperial no concordaban con la realidad, y en su interior sintió una vaga decepción. La habitación era pequeña, casi fea, casi ordinaria. El palacio ni siquiera podía compararse a la residencia del alcalde en la Fundación, y el propio Dagoberto IX...

Bayta tenía ideas definidas sobre el aspecto que debía tener un emperador. No debía parecer un abuelo benevolente. No debía ser delgado, canoso y arrugado... ni servir tazas de té con su propia mano como si estuviera ansioso por agradar a sus invitados.

Sin embargo, éste era así.

Dagoberto IX esbozó una sonrisa mientras servía el té a Bayta, que sostenía rígidamente la taza.

—Es un gran placer para mí, querida, disponer de un momento sin la presencia de cortesanos y sus ceremonias. Hace tiempo que no tenía la oportunidad de agasajar a visitantes de mis provincias exteriores. Ahora que soy viejo, mi hijo se ocupa de estos detalles. ¿No conocen a mi hijo? Es un muchacho estupendo, un poco testarudo quizá. Pero es que es joven. ¿Desea una cápsula aromatizada? ¿No?

Toran intentó una interrupción:

—Majestad Imperial...

—¿Sí?

—Majestad Imperial, no era nuestra intención imponeros nuestra presencia...

—Tonterías, no me imponen nada. Esta noche será la recepción oficial, pero hasta entonces estamos libres. Veamos, ¿de dónde han dicho que proceden? Creo que no hemos tenido una recepción oficial durante mucho tiempo. ¿Han dicho que vienen de la provincia de Anacreonte?

—¡De la Fundación, Majestad Imperial!

—¡Ah, sí!, la Fundación; ahora lo recuerdo. Pregunté dónde estaba; en la provincia de Anacreonte. Nunca he estado allí. Mi médico me prohíbe los viajes largos. No recuerdo ningún informe reciente de mi virrey de Anacreonte. ¿Cómo está la situación allí? —concluyó ansiosamente.

—Señor —murmuró Toran—, no os traigo ninguna queja.

—Excelente. Felicitaré a mi virrey.

Toran miró con impotencia a Ebling Mis, que alzó su brusca voz:

—Señor, nos han dicho que necesitaremos vuestro permiso para visitar la Biblioteca Universal de la Universidad de Trántor.

—¿Trántor? —inquirió con extrañeza el emperador—. ¿Trántor? —Entonces cruzó su delgado rostro una expresión de dolor—. ¿Trántor? —murmuró—. Sí, ahora lo recuerdo. Estoy planeando volver allí con una escuadra de naves. Ustedes irán conmigo. Juntos destruiremos al rebelde Gilmer. ¡Juntos restauraremos el Imperio!

Enderezó su espalda curvada. Su voz había adquirido fuerza. Por un momento, su mirada fue dura. Entonces parpadeó y dijo en voz baja:

—Pero Gilmer ha muerto. Me parece recordar... ¡Sí, sí! ¡Gilmer ha muerto! Trántor también ha muerto... Por un instante pensé que... ¿De dónde han dicho que proceden?

Magnífico susurró a Bayta:

—¿Es realmente un emperador? Yo creía que los emperadores eran más grandes y más sabios que los hombres corrientes.

Bayta le indicó con una seña que callara. Intervino:

—Si Vuestra Majestad Imperial firmase una orden que nos permitiera ir a Trántor, ayudaríamos mucho a la causa común.

—¿A Trántor? —El Emperador vacilaba, sin comprender.

—Señor, el virrey de Anacreonte, en cuyo nombre hablamos, ha enviado la noticia de que Gilmer está vivo...

—¡Vivo! ¡Vivo! —exclamó Dagoberto—. ¿Dónde? ¡Significará la guerra!

—Majestad Imperial, aún no se puede divulgar. Su paradero es incierto. El virrey nos envía para comunicaros el hecho, y sólo en Trántor podremos encontrar su escondite. Cuando lo descubramos...

—Sí, sí.... hay que encontrarle... —El anciano Emperador fue tambaleándose hacia la pared y tocó la pequeña fotocélula con un dedo tembloroso. Murmuró, después de una pausa inútil—: Mis servidores no vienen. No puedo esperarles.

Escribió en una hoja de papel y terminó con una adornada «D». Dijo:

—Gilmer conocerá el poder de su Emperador. ¿De dónde han dicho que vienen? ¿De Anacreonte? ¿Cuál es la situación allí? ¿Tiene poder el nombre del Emperador?

Bayta tomó el papel de sus dedos inertes.

—Vuestra Majestad Imperial es amado por el pueblo. Vuestro amor por todos es bien conocido.

—Tendré que visitar a mi buena gente de Anacreonte, pero mi médico dice... No recuerdo lo que dice, pero... —Levantó la vista, y sus ojos grises eran agudos—. ¿Decían algo de Gilmer?

—No, Majestad Imperial.

—No seguirá avanzando. Regresen y díganselo a su pueblo. ¡Trántor resistirá! Mi padre dirige ahora la Flota, y el asqueroso rebelde de Gilmer se congelará en el espacio con su chusma homicida.

Se desplomó en un sillón y volvió a mirar con ojos ausentes.

—¿Qué estaba diciendo?

Toran se levantó e hizo una profunda reverencia.

—Vuestra Majestad Imperial ha sido bondadoso con nosotros, pero ya ha pasado el tiempo concedido a nuestra audiencia...

Por un momento, Dagoberto IX pareció un verdadero emperador cuando se levantó y esperó, erguido, a que sus visitantes se retirasen uno a uno hacia la puerta, caminando hacia atrás...

... y entonces intervinieron veinte hombres armados, que formaron un círculo a su alrededor.

Un arma relampagueó...

Bayta recobró el conocimiento paulatinamente, pero carente de la sensación de no saber dónde estaba. Recordó claramente al extraño anciano que se llamaba a sí mismo emperador, y a los otros hombres que esperaban fuera. El picor artrítico que sentía en las articulaciones de los dedos significaba que había sido el blanco de un rayo paralizante. Mantuvo los ojos cerrados y escuchó con atención las voces que apenas si oía.

Había dos. Una era lenta y cautelosa, con una insidia que se ocultaba bajo su tono afable. La otra era ronca y espesa, como la de un borracho, y salía en aparentes viscosos chorros. A Bayta no le gustó ninguna de las dos.

La voz espesa predominaba. Bayta captó las últimas palabras:

—Ese viejo loco vivirá eternamente. Me fastidia. Commason, tengo que conseguirlo. Yo también envejezco.

—Alteza, veamos primero si esa gente puede sernos útil. Es posible que obtengamos fuentes de fuerza distintas de la que su padre aún retiene.

La voz espesa se perdió en un murmullo. Bayta sólo oyó las palabras «la chica», pero la otra voz complaciente se fundió en una carcajada seguida de una frase confidencial, casi de camarada:

—Dagoberto, usted no envejece. Miente quien diga que no es un jovencito de veinte años.

Se rieron juntos, y la sangre de Bayta se heló en sus venas. Dagoberto, alteza... El viejo Emperador había hablado de un hijo testarudo, y la implicación de los susurros le resultó ahora de una alarmante claridad. Pero semejantes cosas no sucedían a la gente en la vida real...

Oyó de pronto la voz de Toran, que profería una lenta y dura maldición.

Abrió los ojos, y Toran, que la estaba mirando, expresó un inmenso alivio. Dijo con fiereza:

—¡Este acto de vandalismo será castigado por el Emperador! ¡Soltadnos!

Bayta se dio cuenta de que sus muñecas y tobillos estaban fijos a la pared y al suelo por un intenso campo de atracción.

La voz espesa se acercó a Toran. El hombre era barrigudo, sus párpados estaban hinchados y sus cabellos eran escasos. Había una alegre pluma en su sombrero de pico, y en los bordes de su jubón lucía un bordado de espuma de metal plateada. Se burló con pérfida diversión:

—¿El Emperador? ¿El pobre y loco Emperador?

—Tengo su pase. Ningún súbdito puede entorpecer nuestra libertad.

—Pero yo no soy un súbdito, basura del espacio. Soy el regente y príncipe heredero, y tienes que hablarme como a tal. En cuanto al bobalicón de mi padre, le divierte tener visitas de vez en cuando, y nosotros le seguimos la corriente. Halaga su vanidad imperial. Pero, como es natural, la cosa carece de cualquier otro significado.

Entonces se plantó delante de Bayta, y ella alzó la vista con desdén. Se le acercó y ella notó que su aliento olía fuertemente a menta.

El hombre dijo:

—Tiene los ojos bonitos, Commason; es aún más hermosa cuando los abre. Creo que servirá. Será un manjar exótico para un paladar ahíto, ¿no crees?

Toran intentó fútilmente ponerse en pie, pero el príncipe heredero le ignoró. Bayta sintió que un escalofrío recorría todo su cuerpo. Ebling Mis continuaba inconsciente, con la cabeza colgando sobre el pecho, pero en cambio Magnífico, como Bayta comprobó con una sensación de sorpresa, tenía los ojos abiertos, muy abiertos, como si hubiera estado despierto desde hacía ya mucho rato. Sus grandes ojos marrones miraban a Bayta con fijeza, y entonces susurró, moviendo la cabeza en dirección del príncipe heredero:

—Ése tiene mi Visi-Sonor.

El príncipe heredero se volvió en redondo al oír la nueva voz.

—¿Esto es tuyo, monstruo?

Se descolgó el instrumento del hombro, donde lo había llevado suspendido por su correa verde sin que Bayta lo advirtiera. Lo palpó torpemente, intentó hacer sonar una cuerda y no lo consiguió.

—¿Sabes tocarlo, monstruo?

Magnífico asintió una vez con la cabeza.

Toran dijo de improviso:

—Han disparado contra una nave de la Fundación. Si su padre no nos venga, la Fundación lo hará.

El otro, Commason, contestó lentamente:

—¿Qué Fundación? ¿O es que el Mulo ya no es el Mulo?

No hubo respuesta, a esta pregunta. La sonrisa del príncipe mostró unos dientes desiguales. El campo de atracción del bufón fue neutralizado, y le ayudaron a empujones a ponerse en pie. Con un golpe le pusieron el instrumento en las manos.

—Toca para nosotros, monstruo —ordenó el príncipe—. Toca una serenata de amor y de belleza para esta dama extranjera que tenemos aquí. Dile que la prisión de mi padre no es ningún palacio, pero que puedo llevarla a uno donde nadará en agua de rosas... y conocerá el amor de un príncipe.

Colocó un grueso muslo sobre la mesa de mármol y balanceó perezosamente una pierna, mientras su fatua y sonriente mirada llenaba a Bayta de silenciosa furia. Los músculos de Toran luchaban contra el campo de atracción, en un esfuerzo tremendo. Ebling Mis se movió y emitió un gemido.

Magnífico jadeó:

—Mis dedos están rígidos...

—¡Toca, monstruo! —rugió el príncipe. Las luces disminuyeron su intensidad a un gesto de Commason, y el príncipe cruzó los brazos y esperó.

Magnífico hizo correr los dedos en rápidos y rítmicos saltos de un extremo a otro del instrumento de múltiples teclas, y un repentino arco iris de luz inundó la habitación. Sonó un tono bajo y suave, tembloroso y atemorizado, que enseguida se convirtió en una risa triste, acompañada por un sordo doblar de campanas.

La penumbra pareció intensificarse. La música llegó a Bayta como a través de los pliegues de invisibles mantas. Una luz deslumbradora la alcanzó desde las profundidades, como si un foco estuviese encendido en el fondo de un pozo.

Automáticamente, los ojos de Bayta se agrandaron. La luz se incrementó, pero continuó siendo difusa. Se movió en remolinos, en colores confusos, y la música se hizo repentinamente clamorosa y maligna, aumentando de volumen. La luz oscilaba, siguiendo el rápido y alevoso ritmo. Algo se retorcía dentro de la luz, algo que tenía escamas metálicas y venenosas... y la música se retorcía al unísono.

Bayta luchaba contra una extraña emoción, y entonces se sintió atrapada en una angustia mental que le recordó las horas pasadas en la Bóveda del Tiempo y los últimos días en Haven. Era la misma red viscosa y terrible del horror y la desesperación. Bayta se rindió a aquella opresión.

La música sonaba a su alrededor, riendo espantosamente, y aquel terror oscilante, como si mirara por el extremo opuesto de un telescopio, quedó abandonado en un pequeño círculo de luz cuando ella lo esquivó febrilmente. Su frente estaba húmeda y fría.

La música cesó. Debió de durar unos quince minutos, y su ausencia llenó a Bayta de indescriptible placer. La luz volvió a su volumen normal, y la cara de Magnífico, sudorosa, lúgubre, de ojos muy abiertos, se acercó a ella.

—Mi señora —jadeó—, ¿cómo se siente?

—No muy mal —murmuró ella—. Pero ¿por qué has tocado de ese modo?

Bayta miró a los restantes ocupantes de la habitación. Toran y Mis se hallaban tendidos, impotentes, contra la pared. El príncipe yacía en extraña posición debajo de la mesa. Commason emitía sonidos salvajes y lastimeros con la boca abierta de par en par.

Commason se encogió de miedo y vociferó cuando Magnífico dio un paso hacia él.

Magnífico dio media vuelta y, en un momento liberó a los demás.

Toran se puso en pie y agarró por el cuello al terrateniente.

—Usted vendrá con nosotros. Le necesitaremos para llegar a nuestra nave.

Dos horas después, en la cocina de la nave, Bayta sirvió un enorme pastel, y Magnífico celebró el retorno al espacio atacándolo con total desprecio de la buena educación.

—¿Es bueno, Magnífico?

—¡Hum-m-m-m!

—Magnífico...

—¿Sí, mi señora?

—¿Qué fue lo que tocaste?

El bufón se retorció.

—Yo... prefiero no decirlo. Lo aprendí una vez, y el Visi-Sonor produce un profundo efecto sobre el sistema nervioso. Ciertamente fue una cosa mala y no apta para su dulce inocencia, mi señora.

—¡Oh!, vamos, vamos, Magnífico. No soy tan inocente. No me halagues así. ¿Vi yo algo parecido a lo que vieron ellos?

—Espero que no. Yo lo toqué sólo para ellos. Si usted lo vio, fue sólo por los bordes y desde lejos.

—Y fue suficiente. ¿Sabes que derribaste al príncipe?

Magnífico habló con voz sombría mientras masticaba un trozo de pastel:

—Le he matado, mi señora.

—¿Que? —exclamó Bayta, esforzándose por tragar.

—Estaba muerto cuando dejé de tocar; de otro modo, hubiese continuado tocando. No me preocupaba Commason. Su mayor amenaza era la muerte o la tortura. Pero, mi señora, ese príncipe la miraba con malas intenciones, y... —Se interrumpió en un acceso de indignación y timidez.

Bayta sintió que la asaltaban ideas muy extrañas, y las desechó con severidad.

—Magnífico, tienes un alma galante.

—¡Oh, mi señora! —Acercó su roja nariz al pastel, pero no comió.

Ebling Mis miraba fijamente por la portilla. Trántor estaba cerca; su brillo metálico era tremendamente intenso. Toran se encontraba al lado de Mis, y murmuró con amargura:

—Hemos venido para nada, Ebling. El hombre del Mulo nos precede.

Ebling Mis se frotó la frente con una mano que parecía haber perdido su antigua redondez. Su voz era un murmullo ininteligible.

Toran estaba furioso.

—Digo que esta gente sabe que la Fundación ha caído. Digo que...

—¿Cómo? —Mis le miró, perplejo. Entonces puso la mano con suavidad sobre la muñeca de Toran, habiendo olvidado completamente la conversación previa—. Toran, yo... He estado contemplando Trántor. Tengo una sensación muy singular... desde que llegamos a Neotrántor. Es como un ímpetu arrollador que me empuja y crece dentro de mí. Toran, puedo hacerlo, sé que puedo hacerlo. Las cosas están adquiriendo claridad en mi mente... nunca han sido tan claras.

Toran le miró fijamente... y se encogió de hombros. No comprendía el significado de aquellas palabras. Preguntó:

—¿Mis?

—¿Qué?

—¿No vio usted una nave aterrizando en Neotrántor cuando nos marchamos?

Mis reflexionó un instante.

—No.

—Yo, sí. Tal vez fue imaginación, pero podría haber sido aquella nave filiana.

—¿La que llevaba al capitán Han Pritcher?

—El espacio sabe a quién llevaba. Según Magnífico, era el capitán... Nos ha seguido hasta aquí, Mis.

Ebling Mis no dijo nada.

Toran exclamó con inquietud:

—¿Le ocurre algo? ¿No se siente bien?

Los ojos de Mis eran pensativos, luminosos y extraños. No contestó.

Trilogía de la fundación
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EL CICLO DE TRANTOR por Carlo Frabetti 0001_0000.htm
FUNDACION 0002_0000.htm
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PRIMERA PARTE LOS PSICOHISTORIADORES 0002_0002.htm
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SEGUNDA PARTE LOS ENCICLOPEDISTAS 0002_0004.htm
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TERCERA PARTE LOS ALCALDES 0002_0006.htm
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CUARTA PARTE LOS COMERCIANTES 0002_0008.htm
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QUINTA PARTE LOS PRINCIPES COMERCIANTES 0002_0010.htm
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FUNDACION E IMPERIO 0003_0000.htm
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PROLOGO 0003_0002.htm
PRIMERA PARTE EL GENERAL 0003_0003.htm
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SEGUNDA PARTE EL MULO 0003_0014.htm
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SEGUNDA FUNDACION 0004_0000.htm
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PROLOGO 0004_0002.htm
PRIMERA PARTE EL MULO INICIA LA BUSQUEDA 0004_0003.htm
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SEGUNDA PARTE LA BUSQUEDA DE LA FUNDACION 0004_0015.htm
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