1. LA BÚSQUEDA DE LOS MAGOS

BEL RIOSE — ...En su carrera relativamente breve, Riose obtuvo el título de «el último de los Imperiales», y lo hizo merecidamente. Un estudio de sus campañas revela que igualó a Peurifoy en capacidad estratégica, y tal vez le superara en habilidad para manejar a los hombres. El hecho de que naciera durante la decadencia del Imperio hizo imposible que igualara a Peurifoy como conquistador. Sin embargo, tuvo su oportunidad cuando —y fue el primero de los generales del Imperio en hacerlo— se enfrentó cara a cara con la Fundación...

Enciclopedia Galáctica1

Bel Riose viajaba sin escolta, lo cual no estaba prescrito por la etiqueta de la corte para el jefe de una flota estacionada en un sistema estelar, todavía arisco, en las lindes del Imperio Galáctico.

Pero Bel Riose era joven y enérgico —lo bastante como para ser enviado lo más cerca posible del fin del universo por una corte desapasionada y calculadora— y, por añadidura, curioso. Extrañas e inverosímiles narraciones, repetidas caprichosamente por cientos, y lóbregamente conocidas por miles, intrigaban esta última facultad; la posibilidad de una aventura militar atraía a las otras dos. La combinación era abrumadora.

Bajó del coche de superficie del que se había apropiado y llegó al umbral de la vetusta casa que constituía su destino. Esperó. El ojo fotónico que abría la puerta estaba activado, pero fue una mano la que la abrió.

Bel Riose sonrió al anciano.

—Soy Riose...

—Le reconozco. —El anciano permaneció rígido, y nada sorprendido, en su lugar—. ¿De qué se trata?

Riose dio un paso atrás en un gesto de sumisión.

—Un negocio de paz. Si usted es Ducem Barr, le pido me conceda el favor de que mantengamos una conversación.

Ducem Barr se hizo a un lado, y en el interior de la casa se iluminaron las paredes. El general entró en una estancia bañada por luz diurna.

Tocó la pared del estudio y luego se examinó las yemas de los dedos.

—¿Tienen ustedes esto en Siwenna?

Barr sonrió ligeramente.

—Pero sólo aquí, según creo. Yo lo mantengo en funcionamiento lo mejor que puedo. Debo excusarme por haberle hecho esperar en la puerta. El dispositivo automático registra la presencia de un visitante, pero ya no abre esa puerta.

—¿Sus reparaciones no llegan a tanto? —La voz del general denotaba una ligera ironía.

—Ya no se consiguen piezas de recambio. Tenga la bondad de tomar asiento. ¿Desea una taza de té?

—¿En Siwenna? Dios mío, señor, es socialmente imposible no beberlo aquí.

El viejo patricio se retiró sin ruido, con una lenta inclinación que era parte de la ceremoniosa herencia legada por la aristocracia desaparecida de los mejores días del siglo anterior.

Riose siguió a su anfitrión con la mirada, y su estudiada urbanidad se sintió algo insegura. Su educación había sido puramente militar, lo mismo que su experiencia. Se había enfrentado a la muerte en repetidas ocasiones, pero siempre a una muerte de naturaleza muy familiar y tangible. En consecuencia, no es de extrañar que el idolatrado león de la Vigésima Flota se sintiera intimidado en la atmósfera repentinamente viciada de una habitación antigua.

El general reconoció las pequeñas cajas de marfil negro que se alineaban en los estantes: eran libros. Sus títulos no le eran familiares. Adivinó que la voluminosa estructura del extremo de la habitación era el receptor que convertía los libros en imagen y sonido a voluntad. No había visto funcionar ninguno, pero sí había oído hablar de ellos.

Una vez le contaron que hacía mucho tiempo, durante la época dorada en que el Imperio se extendía por toda la Galaxia, nueve de cada diez casas tenían receptores como aquél, e incluso estanterías con libros.

Pero ahora era necesario vigilar las fronteras; los libros quedaban para los viejos. Además, la mitad de las historias sobre el pasado eran míticas; tal vez más de la mitad.

Llegó el té y Riose tomó asiento. Ducem Barr levantó su taza.

—A su salud.

—Gracias. A la suya.

Ducem Barr comentó deliberadamente:

—Dicen que es usted joven. ¿Treinta y cinco?

—Casi. Treinta y cuatro.

—En tal caso —dijo Barr con suave énfasis—, no podría empezar mejor que informándole con pesar que no poseo filtros de amor, pociones ni encantamientos. Tampoco soy capaz de influenciar en su favor a una joven que pueda resultarle atractiva...

—No necesito ayuda artificial a este respecto, señor. —La complacencia, innegablemente presente en la voz del general, tenía un matiz divertido—. ¿Recibe usted muchas peticiones de tales favores?

—Las suficientes. Por desgracia, un público no informado tiende a confundir la erudición con la magia, y la vida amorosa parece ser el factor que requiere mayor cantidad de argucias.

—Me parece muy natural, pero yo difiero de ello. Sólo relaciono la erudición con la capacidad de contestar a preguntas difíciles.

El siwenniano le contempló sombríamente.

—¡Puede estar tan equivocado como ellos!

—Tal vez sí, y tal vez no. —El joven general posó su taza en la rutilante funda y la llenó de nuevo. A continuación echó en ella la cápsula aromatizada que le ofrecían—. Dígame entonces, patricio, ¿quiénes son los magos? Los verdaderos magos.

Barr pareció asombrado al oír aquella palabra, ya en desuso.

—No hay magos.

—Pero la gente habla de ellos. En Siwenna abundan las leyendas al respecto. Hay cultos desarrollados a su alrededor. Existe una extraña conexión entre esto y aquellos grupos de sus compatriotas que sueñan y divagan sobre el pasado y sobre lo que ellos llaman libertad y autonomía. El asunto podría convertirse eventualmente en un peligro para el Estado.

El anciano meneó la cabeza.

—¿Por qué se dirige a mí? ¿Acaso olfatea una rebelión conmigo como cabecilla?

Riose se encogió de hombros.

—No, en absoluto. ¡Pero no es una idea del todo ridícula! Su padre fue un exiliado en su tiempo; usted mismo es un patriota en el suyo. No es muy correcto por mi parte mencionarlo, ya que soy su invitado, pero mi gestión lo exige. Sin embargo, ¿una conspiración ahora? Lo dudo. El espíritu combativo de Siwenna se extinguió hace ya tres generaciones.

El anciano replicó con dificultad.

—Voy a ser tan poco delicado como anfitrión como usted lo ha sido como huésped. Le recordaré que, un día, un virrey pensó como usted sobre los apocados siwennianos. Por orden de aquel virrey mi padre se convirtió en un mendigo fugitivo, mis hermanos en mártires y mi hermana en una suicida. No obstante, aquel virrey encontró una muerte horrible a manos de aquellos mismos esclavizados siwennianos.

—¡Ah, sí; y por cierto, todo esto se relaciona con algo que me gustaría decir! Hace tres años que la misteriosa muerte de aquel virrey ya no es tal para mí. Tenía en su guardia personal a un joven soldado, muy interesante por su forma de obrar. Usted era aquel soldado; pero creo que no son necesarios los detalles.

Barr permanecía tranquilo.

—En efecto. ¿Qué se propone usted?

—Que responda a mis preguntas.

—No lo haré bajo amenazas. Soy viejo, lo suficiente como para que la vida ya no me importe demasiado.

—Por Dios, señor, los tiempos son difíciles —dijo Riose significativamente— y usted tiene hijos y amigos, además de una patria por la que pronunció en el pasado frases de amor y de locura. Vamos, si tuviera que decidirme por la fuerza, mi objetivo no sería tan vil como el de golpearle.

Barr preguntó fríamente:

—¿Qué es lo que quiere?

Riose habló con la taza vacía en la mano.

—Escúcheme, patricio. Hay épocas en que los soldados más triunfales son aquellos cuya función es ir a la cabeza de los desfiles que recorren los terrenos del palacio imperial en las festividades y escoltar las rutilantes naves de recreo que llevan al Emperador a los planetas estivales. Yo..., yo soy un fracaso. Soy un fracaso a los treinta y cuatro años, y lo seré siempre porque, fíjese, me gusta luchar. Por eso me han enviado aquí. En la corte soy demasiado molesto. No me adapto a la etiqueta. Ofendo a los petimetres y a los lores almirantes, pero soy un capitán de naves y de hombres, demasiado bueno para que prescindan de mí abandonándome en el espacio. Por eso Siwenna es el sustituto. Es un mundo fronterizo, una provincia rebelde y estéril. Está lejos, lo bastante lejos como para satisfacer a todos. De este modo me consumo. No hay rebeliones que sofocar, y últimamente los virreyes fronterizos no se rebelan, al menos no desde que el difunto padre del Emperador, de gloriosa memoria, hizo un escarmiento con Mountel de Paramay.

—Un emperador fuerte —murmuró Barr.

—Sí, y necesitamos más como él. Es mi maestro, recuérdelo. Y son sus intereses los que protejo.

Barr se encogió de hombros con indiferencia.

—¿Qué relación tiene todo esto con el tema?

—Se lo explicaré en dos palabras. Los magos que he mencionado vienen de más allá de los puestos fronterizos, donde las estrellas están diseminadas...

—Donde las estrellas están diseminadas —repitió Barr—, y penetra el frío del espacio.

—¿Es eso poesía? —Riose frunció el ceño. Los versos parecían una frivolidad en aquellos momentos—. En cualquier caso, vienen de la Periferia, el único lugar donde soy libre para luchar por la gloria del Emperador.

—Y servir así los intereses de Su Majestad Imperial y satisfacer sus propias ansias de lucha.

—Exactamente. Pero he de saber contra qué lucho, y en esto usted puede ayudarme.

—¿Cómo lo sabe?

Riose mordisqueó una galleta.

—Porque durante tres años he seguido la pista de todos los rumores, mitos y alusiones relativos a los magos. Y de toda la información que he sacado de las bibliotecas sólo hay dos hechos aceptados unánimemente, por lo que deben ser absolutamente ciertos. El primero es que los magos proceden del extremo de la Galaxia, frente a Siwenna; el segundo es que el padre de usted conoció una vez a un mago, vivo y real, y habló con él.

El anciano siwenniano fijó la mirada, y Riose continuó:

—Será mejor que me diga cuanto sabe...

Barr dijo pensativamente:

—Sería interesante contarle ciertas cosas. Sería un experimento psicohistórico exclusivamente mío.

—¿Qué clase de experimento?

—Psicohistórico. —El viejo sonrió de modo desagradable, y enseguida prosiguió—: Haría bien en tomar más té. Voy a soltarle un pequeño discurso.

Se apoyó bien en los blandos almohadones de su butaca. Las luces de las paredes disminuyeron su potencia hasta convertirse en un fulgor rosado y marfileño que incluso suavizaba el duro perfil del soldado.

Ducem Barr comenzó:

—Mis conocimientos son el resultado de dos accidentes: el de haber nacido hijo de mi padre, por ser quien fue, y el de haberlo hecho en mi país. Todo se inició hace más de cuarenta años, poco después de la Gran Matanza, cuando mi padre andaba fugitivo por los bosques del sur mientras yo servía en la flota personal del virrey. A propósito, era el mismo virrey que había ordenado la Matanza y que encontró una muerte tan cruel tras ella.

Barr sonrió torvamente y prosiguió:

—Mi padre era un patricio del Imperio y senador de Siwenna. Se llamaba Onum Barr.

Riose le interrumpió con impaciencia:

—Conozco muy bien las circunstancias de su exilio. No es preciso que se extienda en detalles a este respecto.

El siwenniano le ignoró y continuó sin inmutarse:

—Durante su exilio fue abordado por un vagabundo, un mercader del extremo de la Galaxia; un joven que hablaba con extraño acento y no sabía nada de la reciente historia imperial, y que estaba protegido por un campo de fuerza individual.

—¿Un campo de fuerza individual? —repitió Riose con asombro—. Dice usted cosas incomprensibles. ¿Qué generador podría tener la potencia suficiente como para condensar un campo en el volumen de un solo hombre? Por la Gran Galaxia, ¿llevaba a cuestas una fuente de cinco mil miriatoneladas de energía atómica, o acaso usaba una carretilla de mano?

Barr dijo tranquilamente:

—Éste es el mago sobre el que usted ha oído rumores, historias y mitos. El título de mago no se gana con facilidad. No llevaba un generador lo bastante grande como para ser visto, pero ni el disparo del arma más pesada que pudiera usted sostener en la mano hubiese siquiera arrugado el escudo que llevaba.

—¿Es ésa toda la historia? ¿Acaso los magos nacen de las habladurías de un anciano trastornado por el sufrimiento y el exilio?

—La historia de los magos es incluso anterior a mi padre, señor. Y la prueba es aún más concreta. Después de dejar a mi padre, ese mercader a quien los hombres llaman mago visitó a un Tec, es decir, a uno de los Técnicos, en la ciudad que mi padre le había indicado, y allí dejó un generador-escudo del tipo que él llevaba. Ese generador fue recuperado por mi padre cuando volvió del destierro al producirse la muerte del sanguinario virrey. Tardó mucho tiempo en encontrarlo... El generador está colgado de la pared que tiene a sus espaldas, señor. No funciona. Sólo lo hizo los dos primeros días, pero, si lo examina, verá que no ha sido diseñado por ningún hombre del Imperio.

Bel Riose alargó la mano para coger el cinturón de eslabones de metal que colgaba de la pared curvada. Se desprendió con un ligero chasquido cuando el diminuto campo adhesivo se interrumpió al contacto de su mano. El elipsoide de la punta del cinto atrajo su atención. Era del tamaño de una nuez.

—Esto... —murmuró.

—Esto era el generador —asintió Barr—. He dicho que lo era. El secreto de su funcionamiento ya no puede descubrirse ahora. Las investigaciones subelectrónicas han demostrado que se fundió en una sola masa metálica, y el estudio más minucioso de sus siluetas de difracción no ha sido suficiente para distinguir las diferentes partes que existieron antes de la fusión.

—Entonces, su «prueba» se halla todavía en la confusa frontera de las palabras, sin ser respaldada por ninguna evidencia concreta.

Barr se encogió de hombros.

—Usted me ha exigido que le diera información y me ha amenazado con arrancármela por la fuerza. Si desea recibirla con escepticismo, ¿qué puede importarme? ¿Quiere que me calle?

—¡Continúe! —exclamó bruscamente el general.

—Proseguí las investigaciones de mi padre después de su muerte, y entonces vino en mi ayuda el segundo accidente que he mencionado, porque Siwenna era muy conocido por Hari Seldon.

—¿Y quién es Hari Seldon?

—Hari Seldon era un científico que vivió durante el reinado del emperador Daluben IV. Era psicohistoriador; el último y más grande de todos ellos. En cierta ocasión visitó Siwenna, cuando era un gran centro comercial, rico en las artes y las ciencias.

—¡Hum! —murmuró agriamente Riose—. ¿Dónde está el planeta en decadencia que no pretenda haber sido un país de floreciente riqueza en el pasado?

—El pasado al que yo me refiero tiene dos siglos, cuando el Emperador aún gobernaba hasta la estrella más remota; cuando Siwenna era un mundo del interior y no una provincia fronteriza semibárbara. En aquellos días, Hari Seldon previó la decadencia del poder imperial y la eventual caída hacia la barbarie de toda la Galaxia.

Riose prorrumpió en una carcajada repentina.

—¿Previó eso? Entonces no acertó, mi buen científico... supongo que usted se da este nombre. ¡Cómo es posible! El Imperio es más poderoso ahora que durante el último milenio. Sus ancianos ojos están cegados por la fría crudeza de la frontera. Venga algún día a los mundos interiores; venga al calor y a la riqueza del centro.

El viejo movió sombríamente la cabeza.

—La circulación se detiene primero en los bordes exteriores. La decadencia tardará todavía un poco en llegar al corazón. Es decir, la decadencia aparente, obvia para todos, pues la decadencia interior es una historia vieja de unos quince siglos.

—De modo que Hari Seldon previó una Galaxia de uniforme barbarie —dijo Riose con buen humor—. ¿Y qué pasó entonces, vamos a ver?

—Estableció dos Fundaciones en sendos extremos opuestos de la Galaxia. Fundaciones constituidas por los mejores, los más jóvenes y los más fuertes, para que allí procrearan, crecieran y se desarrollaran. Los mundos donde se instalaron fueron elegidos cuidadosamente, así como los tiempos y los alrededores. Todo se organizó de manera que el futuro previsto por las infalibles matemáticas de la psicohistoria implicara su temprano aislamiento del núcleo principal de la civilización imperial y su crecimiento gradual hacia los gérmenes del Segundo Imperio Galáctico, reduciendo un inevitable período bárbaro de treinta mil años a escasamente unos mil.

—¿Y de dónde ha sacado usted todo esto? Parece saberlo con detalle.

—No lo sé ni lo he sabido nunca —dijo el patricio con compostura—. Es el paciente resultado de haber ido reuniendo cierta evidencia descubierta por mi padre con otras descubiertas por mí mismo. La base es frágil y la estructura se ha romantizado para rellenar los enormes huecos. Pero estoy convencido de que es esencialmente cierto.

—Se convence usted con excesiva facilidad.

—¿Usted cree? Me ha costado cuarenta años de investigación.

—¡Hum! ¡Cuarenta años! Yo resolvería la cuestión en cuarenta días. De hecho, creo que debería hacerlo. Sería... diferente.

—¿Y cómo lo llevaría a cabo?

—Del modo más evidente. Me convertiría en explorador. Encontraría esa Fundación de que me ha hablado y la observaría con mis propios ojos. ¿Ha dicho usted que hay dos?

—Las crónicas hablan de dos. Sólo se han encontrado pruebas de una, lo cual es comprensible, pues la otra está en el extremo opuesto del largo eje de la Galaxia.

—Muy bien; pues visitaremos la que está cerca.

El general se levantó al tiempo que se ajustaba el cinturón.

—¿Ya sabe adónde ha de ir? —preguntó Barr.

—En cierto modo, sí. En las crónicas del penúltimo virrey, el que asesinó usted con tanta efectividad, hay sospechosas leyendas de bárbaros exteriores. De hecho, una de sus hijas fue dada en matrimonio a un príncipe bárbaro. Ya encontraré el camino.

Extendió la mano.

—Gracias por su hospitalidad.

Ducem Barr tocó la mano del general con sus dedos y se inclinó ceremoniosamente.

—Su visita ha sido un gran honor para mí.

—En cuanto a la información que me ha dado —continuó Bel Riose—, sabré agradecérsela cuando vuelva.

Ducem Barr siguió cortésmente a su huésped hasta la puerta exterior, y dijo en voz baja, mientras desaparecía el coche de superficie:

—...Si vuelves.

Trilogía de la fundación
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EL CICLO DE TRANTOR por Carlo Frabetti 0001_0000.htm
FUNDACION 0002_0000.htm
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PRIMERA PARTE LOS PSICOHISTORIADORES 0002_0002.htm
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SEGUNDA PARTE LOS ENCICLOPEDISTAS 0002_0004.htm
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TERCERA PARTE LOS ALCALDES 0002_0006.htm
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CUARTA PARTE LOS COMERCIANTES 0002_0008.htm
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QUINTA PARTE LOS PRINCIPES COMERCIANTES 0002_0010.htm
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FUNDACION E IMPERIO 0003_0000.htm
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PROLOGO 0003_0002.htm
PRIMERA PARTE EL GENERAL 0003_0003.htm
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SEGUNDA PARTE EL MULO 0003_0014.htm
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SEGUNDA FUNDACION 0004_0000.htm
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PROLOGO 0004_0002.htm
PRIMERA PARTE EL MULO INICIA LA BUSQUEDA 0004_0003.htm
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SEGUNDA PARTE LA BUSQUEDA DE LA FUNDACION 0004_0015.htm
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