Capítulo 14
Abrí los ojos.
La habitación estaba en penumbra, la luz suave procedente del sol poniente. El techo parecía familiar. Estaba tumbada en el sofá del recibidor. Y todavía estaba viva.
Inhalé profundamente y sentí que mi pecho se elevaba y caía. El aire inundó mis pulmones, tan dulce. Un sencillo movimiento. Nunca volvería a darlo por sentado. Envié mi magia. Susurró a través de las habitaciones, comprobando la conexión, y Gertrude Hunt suspiró de alivio.
Todavía estaba viva.
El pensamiento me hizo sonreír. Me estiré un poco y moví los dedos de los pies. Alguien me había quitado los zapatos. Giré un poco la cabeza. La habitación estaba vacía a excepción de Turan Adin. Estaba sentado en una silla con la cabeza inclinada y el rostro oculto tras la negrura vacía. Bestia yacía en su regazo, con los ojos cerrados.
La sonrisa desapareció de mis labios. Desde que poseía Gertrude Hunt, solo había habido una persona aparte de mí, que podía contener a Bestia en su regazo.
Me levanté del sofá. Turan Adin levantó la cabeza, pero no se movió. Me acerqué a él, mis pies descalzos apenas haciendo ruido sobre las tablas del suelo, extendí la mano, y toqué la máscara. Ésta se retrajo, doblándose al deslizarse para retraerse en su espalda. Por un momento vi un casco de altramuz armado con mandíbulas monstruosas, y luego se fundió en un abrir y cerrar de ojos. Sean Evans me miraba con sus ojos ámbar. Su pelo era solo un afeitado rastrojo. Tenía una cicatriz irregular en la frente, inclinada hacia la izquierda, interrumpiendo su ceja y dividiendo su mejilla. Otra cicatriz serpenteaba por el lado derecho de su cuello, entrando en una maraña de pequeñas cicatrices cerca de su oído. ¿Qué tipo de lesiones habían sido como para que el equipo médico de los Comerciantes no hubiera podido quitarlas?
Su rostro era duro, mucho más duro de lo que recordaba, como si cualquier toque de suavidad se hubiera desangrado de él. Sus ojos eran cazadores. Me miraba y al mismo tiempo no me veía, como si esperase que una amenaza lejana apareciera en cualquier momento detrás de mí. El tipo divertido y engreído había desaparecido. Estaba mirando a la guerra a la cara y ella me devolvía la mirada.
Oh, no.
Extendí la mano y toqué la cicatriz irregular de su mejilla con dedos temblorosos. Se apoyó en mi mano, como un perro callejero que ha estado en la carretera por mucho tiempo, desesperado por cualquier migaja de afecto. Un doloroso calor abrasó mis ojos y cayó por mis mejillas. Bestia gimió en su regazo.
—¿Por qué? —le susurré.
—Le debía un favor a Wilmos —dijo, su voz tranquila—. Le dije que quería un desafío. Los Turan Adins no duran. Los Comerciantes solo reclutan al siguiente cuando el último muerde el polvo. Mientras que coincida con la altura, la armadura se encarga de todo lo demás. Firmé por seis meses en Nexus y llegué allí dos días después de que muriera el último Turan Adin.
—Sean...
—El Ejército no fue difícil para mí. Todo lo que había hecho en este planeta fue fácil. Lo que mis padres sufrieron estaba más allá de cualquier cosa que he probado. Era una prueba. Quería saber si podía hacerlo. Si era lo suficientemente bueno para sobrevivir. Si era alguien de quien pudieran estar orgullosos. Quería comprobarlo. Tenía que saber si era capaz de hacerlo.
Seis meses en Nexus, que era apenas dos meses de nuestro tiempo.
—¿Por qué no te fuiste? Tu contrato terminó.
—Hay civiles en el puerto espacial y la colonia. —Su voz era irregular y baja—. Niños. Nuestros recursos son escasos. Ellos serían invadidos. Me necesitan.
Estaba atrapado. Los padres de Sean eran hombres lobo cepa alfa, diseñados y creados genéticamente para proteger las puertas de huida contra una fuerza abrumadora mientras el resto de la población era evacuada de su planeta moribundo. Sean nació con el instinto de proteger, el tipo de instinto que hacía caso omiso de todo lo demás. Repeler el asedio del puerto espacial debía haberse sentido correcto para él, muy correcto, y una vez que empezó, no pudo parar. Su propia naturaleza le tenía allí atrapado en el infierno sin fin.
Por eso había huido de la laguna. Sabía que iba a volver a Nexus. No volver a ver el estanque en verano. Nunca me volvería a ver. Nunca cocinaría otra barbacoa en mi patio trasero y le tiraría los huesos a Bestia. Yo nunca oiría otra broma suya. Él…
Nuan Cee había dicho algo, justo antes de que me desmayara. Había dicho: “¿Tengo tu palabra?”
Me congelé.
—¿Qué le has prometido a Nuan Cee para salvarme?
Sean sonrió.
—Nada que lamente. Estás viva. Eso me hace feliz.
—¿Sean?
Él no dijo nada.
Me di la vuelta y me precipité por las escaleras a los aposentos de los Comerciantes.
Encontré a Nuan Cee sentado solo en la habitación del frente. La enorme pantalla de la pared estaba encendida. En ella se reproducía la grabación de algún festival Comerciante, su sonido silenciado a un mero murmullo, mientras zorros en prendas brillantes giraban cintas largas y bailaban por las calles.
—Te he estado esperando —dijo en voz baja.
—¿Qué te prometió?
—Servicio de por vida —dijo Nuan Cee, su voz triste—. Una vida por una vida. Un trato justo.
No. No, no lo creo. Sean Evans no moriría por mí. Tenía que salvarle ahora. Me acerqué y me senté en el sofá.
Miré la pantalla. La grabación del festival se derritió, obedeciendo a mi orden, y una imagen diferente ocupó la pantalla. Gigantescos troncos de árboles retorcidos entre agujas de piedra gris y blanca, cada rama tan ancha como una carretera, con copas de hojas azules y turquesa. Flores de color rosa florecían en largas vides índigo. Musgo dorado enfundaba los troncos, capturando los rayos del sol brillante. Un enorme depredador felino con el pelaje salpicado de rosetas negras sobre un fondo crema, se abría paso debajo de una de las ramas, manteniéndose en las sombras, sus enormes garras negras cortando limpiamente el musgo.
—Una vez le pregunté a mi padre cómo se convirtieron los lees en la especie dominante de su planeta —dije.
Nuan Cee hizo una mueca. Pocos conocían el verdadero nombre de la especie y se suponía que los que no eran Comerciantes no lo decían en alto, pero yo estaba más allá del punto de la cortesía.
El depredador seguía avanzando por el tronco. La imagen bajó la perspectiva para centrarse en un punto semi escondido debajo del huevo de una pequeña rama alargada, centrándose en un zorro hecho una bola. Su pelaje era azul con rayas blancas y negras. En comparación con el depredador, era diminuto. La bestia felina se lo podía tragar en dos tragos.
—Después de todo, sois muy pequeños y vuestro planeta de origen es extremadamente vicioso.
La bestia felina probó el aire. Casi estaba sobre el zorro.
—¿Sabes lo que me dijo mi padre?
En la pantalla los brillantes ojos índigo del zorro se abrieron.
—Me dijo que nunca confiara en un lees, porque son inteligentes y astutos, y cuando sus negociaciones fracasan, matan para conseguir lo que quieren.
En la pantalla el pequeño zorro dio un salto de debajo de la frondosa rama, y aún en el aire, se llevó a los labios un tubo. Disparó un pequeño dardo y este se clavó en el pelaje del depredador. La bestia se estremeció, sacudida por convulsiones, luchando para mantenerse en pie. El zorro cayó junto a él con patas suaves y sacó una daga de la vaina de la cintura. Sus labios negros se retiraron, dejando al descubierto los salvajes dientes. El hocico arrugado. Un brillo trastornado en sus ojos. El zorro cayó sobre la bestia con convulsiones y le apuñaló en la garganta una y otra vez, arrojando sangre por todas partes en un frenesí. No había nada refinado al respecto. Nada civilizado o racional. Era pura sed de sangre primordial, brutal y violenta.
Nuan Cee apartó la vista de la pantalla, evitando mi mirada.
—He visto la forma de mi envenenador. Era bajo. Bajo como un lees. Entonces apareciste con un antídoto para un veneno que no pudo ser identificado ni en la amplia base de datos del Árbitro. Uno de tu pueblo ha intentado matarme.
—No fue sancionado.
—La posada marcó a mi envenenador.
Nuan Cee hizo una mueca.
—¿Por qué lo hiciste?
—No se hizo por orden mía y voy a castigar al responsable. Alguien usó mi disruptor de imagen, pero no sé cómo. Es muy caro y soy el único que tiene uno. Era completamente seguro y no ha salido de mis habitaciones. Solo lo he utilizado una vez.
Había utilizado...
—¿Tú cogiste la esmeralda?
—Sí. Esa noche llevaba el disruptor debajo de mi ropa. Todo el mundo estaba muy ocupado, tardé solo unos segundos.
—Habéis abusado de mi hospitalidad.
Nuan Cee suspiró.
—Lo hicimos. Estamos en deuda contigo.
Estaba tan harta de los favores comerciales.
—Déjale ir.
—No.
—¡Nuan Cee! Me lo debes. Has roto las leyes de la hospitalidad. Has roto el tratado de tu pueblo con los Posaderos de la Tierra. Deberías haberme sanado de todas formas. Sean no lo sabía, y te aprovechaste de él.
—Sí. Su trato conmigo, está separado de tu oferta.
—Déjale ir.
—No puedo. Todo menos eso.
—¿Por qué? —gruñí.
Nuan Cee extendió sus patas.
—Ha habido cuarenta y dos Turan Adins desde que comenzó la guerra en Nexus. Algunos duraron meros días. Él ha estado en Nexus un ciclo y medio. Ni siquiera sabe lo especial que es. Es demasiado bueno. Ha durado más tiempo incluso que el original. Estaba aterrorizado porque se negó a firmar otro contrato. Dijo que iba a irse en cuanto encontráramos un reemplazo. Pero ahora se va a quedar. Todo estará bien.
—No todo va a estar bien. El Nexus lo está matando.
—Con el tiempo, lo hará. Pero hasta entonces, dirigirá nuestras defensas.
—Suéltale. Eso es lo que quiero.
—No. Pide cualquier otra cosa.
—Maldita sea, ¿no tienes una miga de conciencia? ¿Hay alguna gota de bondad en tu alma, o es toda fría ambición?
Nuan Cee mostró los dientes.
—Hay tres mil de nuestra gente en Nexus. Hay familias y niños. Él les mantiene con vida.
—¿En qué diablos estabas pensando, metiendo a niños en Nexus en primer lugar? Sácales.
—¿No crees que lo haría si pudiera? No tienen ningún lugar a donde ir. No son bienvenidos en ningún sitio.
La verdad me golpeó. Los lees Kuan, los exiliados. Había llenado la colonia de Nexus con los exiliados.
Nuan Cee se dio la vuelta y gesticuló hacia la pantalla, su pata floja.
—Archivo número diez veinticuatro.
Una larga procesión de zorros apareció en la pantalla, moviéndose en fila hacia un santuario, llevando farolillos.
—En nuestra sociedad, la familia lo es todo. El clan lo es todo. Cuando miro hacia atrás, debería ver la línea de mis antepasados extendiéndose a través del pasado, una línea larga e ininterrumpida. Son ellos los que nos dan fuerza y sabiduría. Nuestro clan. Nuestra manada. Nuestro pasado y la riqueza de las obras de nuestro clan. Cuando uno de nosotros comete un delito, cuando él o ella es encontrado débil o indigno, son expulsados. Ese es el camino del bosque. Solo los fuertes sobreviven y son útiles. Los expulsados son desligados de su clan. No tienen santuario. No pueden rezar a sus antepasados. No pueden pedir consuelo o guía. Sus hijos crecen a la deriva, sin saber de dónde vienen, sus ramas en el árbol de su clan y familia cortadas para siempre. Algunos ni siquiera conocen a sus padres. No tienen un hogar. No son bienvenidos en ningún lugar. Mi padre era un Kuan. Era un criminal y el hijo de un criminal.
La abuela salió de las sombras y se sentó en el sofá, silenciosa como un fantasma.
—Y cuando mi madre se enamoró de él y su clan pagó una fortuna, el valor de un pequeño planeta, para incluirlo en nuestro clan, pudo elegir. Podía ir con mi madre y cortar todos los lazos con su clan o podría quedarse como un marginado. La madre de mi padre le dijo que se alejara de ella y sus hermanas y que nunca mirara atrás. Su propia madre. Ella renunció a su hijo para que él pudiera tener una vida mejor. —La voz de Nuan Cee tembló—. No conocí a mi otra abuela. Ella se ha ido ahora. Su alma está flotando por ahí, perdida e ida, rogando por una luz y ni siquiera puedo encender una vela en un santuario para ayudarla a encontrar su camino. Soy un tullido. Ni siquiera he sido capaz de engendrar hijos, porque ellos estarán tullidos como yo. No conocerán a la mitad de su familia.
Se limpió las lágrimas de los ojos.
—Me tomó décadas de lucha conseguir los derechos sobre Nexus. Es rico. He ofrecido un tercio de los beneficios que se cosecharán a la Asamblea de los Clanes. Una suma real. A cambio, me dejaron llevar a los exiliados a Nexus. Me dejaron forjar su propio clan. Conseguirán la dispensa para construir sus santuarios.
Sus ojos brillaban.
—Sus hijos no tendrán que preguntarse si no son más que motas de polvo en la nada. Estarán conectados. Encenderán sus velas y hablarán con sus ancestros. Es por eso que los exiliados se ofrecieron a ir a Nexus, sabiendo que nunca podrían salir y que para el resto de la galaxia, donde el tiempo se mueve más lentamente, morirán mucho antes que cualquier otra persona que conocieran. Dejaron lo poco que tenían atrás y confiaron en mí para llevarles allí. No pueden salir ahora, porque no tienen un lugar a donde ir.
Había llevado a miles de su pueblo a Nexus y ahora estaban varados.
—Debo tener la tranquilidad de obtener una ganancia. El tratado de paz ha muerto y lo menos que puedo hacer es mantenerles a salvo durante el tiempo que pueda. No puedes tener a Sean. Pídeme cualquier cosa menos eso.
Nunca dejaría que Sean se fuera. Sean volvería a Nexus y moriría allí. Tenía que salvarle. Tenía que hacer algo. Cualquier cosa.
—¿Qué pasa si hay paz?
—No la habrá. Los otrokari están listos para irse y la Anocracia está desgarrada por su feudo.
Tenía la boca seca. Me lamí los labios.
—He aquí mi trato: estás en deuda conmigo. Si consigo que se firme el tratado de paz, dejarás ir a Sean.
Nuan Cee negó con la cabeza.
—Estás equivocado —dijo la abuela, su voz tranquila.
Estuve a punto de saltar, nunca le había oído decir una palabra y casi había olvidado que estaba allí. Nuan Cee se volvió, sobresaltado.
—Le hemos causado un percance —dijo la abuela—. Nosotros tenemos una deuda con ella. Se lo debemos por todo lo que sus padres han hecho por nosotros.
Nuan Cee inclinó la cabeza.
—Como deseéis. Si el tratado de paz se firma y se confirma, liberaré a Sean Evans de mi servicio. Eso hará borrón y cuenta nueva entre nosotros. Tienes mi promesa.
Era lo mejor que podría conseguir. Tenía que encontrar una manera de reunirles y convencerles de poner fin a esta guerra sin sentido. La desesperación me envolvió como una soga. ¿Cómo demonios iba a hacerlo? Ni siquiera sabía por dónde empezar. Estaba entumecida y aterrorizada al mismo tiempo. Tenía que moverme, ir, hacer algo, pero lo único que podía hacer era permanecer erguida. Todo lo demás parecía demasiado difícil.
Nos sentamos en la penumbra tranquila y vimos la procesión de los zorros al santuario.
—Solo hay una cosa que no entiendo —dije—. ¿Por qué cogiste la esmeralda?
Nuan Cee suspiró de nuevo.
—Porque yo era joven y tonto una vez, así que hice lo que mi padre me hizo para salvarme de mí mismo. Es una costumbre de los clanes que los adultos conocen y que los niños aprenden cuando crecen. Los jóvenes son tan imprudentes, están tan desesperados por hacer su propio dinero y dejar su huella en la Galaxia. Couki es brillante y su aguda inteligencia le meterá en problemas. Heredará una suma de dinero cuando sea mayor de edad. La usará con la esperanza de demostrar que tiene lo que se necesita para ser un Comerciante. Los bazares del Universo están llenos de tiburones voraces y él es inteligente, pero demasiado inexperto para nadar con el peor de ellos. Cuanto más brillantes son, más rápido pierden el dinero. Abandonado a su suerte, irá a la quiebra en pocos meses. Le tomará otros cinco ciclos más o menos antes de alcanzar la madurez que necesita para devolver el dinero de la esmeralda con intereses. Tiempo suficiente para que aprenda y madure y para que el clan absorba sus pequeños errores y evite que cometa alguno demasiado grande.
—Nuan Cee era un niño brillante —dijo la abuela con una sonrisa—. Casi llevó al clan entero a la quiebra dos veces antes de cumplir los veinte.
Ellos endeudaban a sus adultos jóvenes, obligándoles a permanecer con la familia.
—¿Hacéis esto a cada niño inteligente? —pregunté.
—Sí —dijo Nuan Cee.
Me levanté. Tenía que verificar un par de cosas.