Capítulo 2
El enorme rollo de seda de imitación se desenrolló lentamente a mis pies, su extremo desapareciendo en el suelo de mármol. Bestia había ladrado durante los primeros cinco minutos, hasta que al final decidió que no era tan emocionante y se fue a explorar el inmenso salón de baile. Olfateó en las esquinas, encontró un lugar tranquilo, y se acostó.
Nada me hubiera gustado más que unirme a ella, aunque no en el suelo, sino en mi suave y blanda cama. Abrir la sala de baile me había drenado. Me sentía como si hubiera corrido varias millas, pero la fecha para la cumbre de paz estaba demasiado cerca. El Árbitro quería empezar en cuarenta y ocho horas, lo que significaba que en lugar de tomar una siesta, tendría que robar una de las latas de Mello Yello de Caldonia para mantenerme despierta, meterme en el coche y conducir a través de la lluvia para alquilar un camión. Conducir el camión a Austin hasta el distribuidor más grande de tela de la región. Tenía que comprar un rollo enorme de seda sintética y otro de algodón. Eso me costaría un tercio de mi fondo de emergencia. A continuación me detendría en un lugar de piedra y paisajismo y compraría piedra a granel. Me ayudarían a cargarla y cuando volviera, la tiraría en el patio trasero, donde la posada se la comería inmediatamente.
La Posada continuaba consumiendo la seda falsa pulgada a pulgada. Valientemente hice lo que pude para mantenerme en pie.
—Bien. Esto es un desarrollo.
Me volví y vi a Caldenia en la puerta.
—Su Gracia.
La mujer mayor se acercó lentamente al salón de baile. Su mirada se deslizó sobre el suelo de mármol, columnas y el techo blanco volando con adornos de oro.
—¿Qué se celebra?
—Somos los anfitriones de una cumbre diplomática.
Se dio la vuelta en sus pies y me miró, sus ojos agudos.
—Mi querida, no te burles de mí.
—Este rollo de seda falsa me costó seis dólares por yarda —le dije—. Una vez que compre los alimentos, estaré en la miseria.
Caldenia parpadeó.
—¿Cuáles son las partes que asisten?
—La Casa Krahr en representación de la Sagrada Anocracia, la Horda Destrucción de la Esperanza y los Comerciantes de Baha-char. Vendrán por un Arbitraje y seguramente intentarán matarse los unos con los otros desde el instante en que crucen la puerta.
Los ojos de Caldonia se abrieron ampliamente.
—¿De verdad? ¡Esto es absolutamente maravilloso!
Eso creía, ¿no?
—Cuéntame el plan.
Suspiré y señalé la pared oriental. Había formado un balcón a lo largo de los lados este, oeste y sur de la sala. Cada balcón estaba demasiado lejos de sus vecinos y estaban demasiado altos para saltar de ellos. Al menos demasiado altos en términos humanos.
—Las habitaciones de los otrokari estarán allí. Rezan a la salida del sol, por lo que requieren una vista orientada al amanecer. —Me di la vuelta y señalé a la pared opuesta—. Los vampiros van allí. Su tiempo de reflexión comienza al terminar la puesta del sol, por lo que dan al oeste. —Señalé a la pared sur—. Los Comerciantes se quedarán allí. Son una especie forestal y prefieren habitaciones sombreadas y de luz tenue. Cada uno tiene su propia escalera. Nadie puede entrar en los aposentos de los demás. La posada no lo permitirá. —Señalé debajo de la pared norte, donde las largas ventanas dividían la pared en secciones—. Voy a poner una mesa allí para que los líderes lleven a cabo sus negociaciones.
—Es un diseño bien pensado —dijo Caldenia—. Pero ¿por qué el mármol rosa? —Gesticuló hacia el techo—. Mármol rosado, techo blanco, relieves dorados... Con la iluminación eléctrica se volverá de un naranja horrible.
—Tuve una oportunidad de impresionar al Árbitro e improvisé.
Caldenia arqueó una ceja.
—Lo vi en una película una vez —le expliqué—. Era fácil de visualizar.
—¿Era una película para adultos?
—Había un candelabro parlante y su amigo era un reloj cascarrabias.
—Ya veo. ¿Qué pasa con el salón de baile de la posada de tus padres?
Sacudí la cabeza. Lo recordaba con absoluto detalle, pero cuando pensé en volver a crearlo, mi corazón se apretó dolorosamente. Suspiré.
—Puedo hacer que sea completamente blanco, si lo prefieres.
Los ojos de Caldonia se estrecharon.
—¿Así que el color puede ser alterado?
—Sí.
—En ese caso, blanco no. El blanco es la opción más segura. También, si no me falla la memoria, la Casa Krahr construye sus castillos con piedra gris y no quieres mostrar favoritismo.
—Los otrokari favorecen los colores vibrantes y la decoración sobrecargada —dije—. Tienden hacia los rojos y amarillos.
—Así que tenemos que encontrar un equilibrio entre los dos. El azul es un color relajante que la mayoría de las especies encuentra conductora a la contemplación. ¿Por qué no intentamos turquesa?
Me concentré. Las columnas de mármol se volvieron turquesa profundo.
—Un poco más gris. Un poco más oscuro. Un poco más... Ahora podemos poner vetas más ligeras que lo atraviesen. Si lo puedes salpicar con oro... perfecto.
Tenía que admitirlo, las columnas se veían increíbles.
—Vamos a echar abajo el papel de oro —instruyó Caldenia—. La elegancia no es ostentosa, y no hay nada más burgués que cubrir todo de oro. Es un grito de que tienes demasiado dinero y muy poco gusto y enfurece a los campesinos. Un palacio debe transmitir la sensación de poder y grandeza. Uno debe entrar e impresionarse. Encuentro que el temor tiende a reducir las revueltas.
Tenía serias dudas sobre que tuviera que hacer frente a las revueltas, pero si reducía las masacres, sería muy feliz.
—El oro tiene sus usos, pero siempre con moderación —continuó Caldenia—. ¿Te he hablado alguna vez sobre Cai Pa? Es un mundo de agua. El planeta entero es un océano y la población vive en islas artificiales gigantes. Es increíble la cantidad de gente que puedes meter en un par de millas cuadradas. Cada una está gobernada por un noble enriquecido en el comercio farmacéutico y la minería submarina. El espacio es un bien escaso, así que por supuesto, los tontos construyen enormes y elaborados palacios. Tuve una razón para asistir a una reunión en una de esas monstruosidades. Tienen esos bosques de algas bajo el agua, bastante hermosos, en realidad, si te van ese tipo de cosas. Las paredes del palacio estaban completamente cubiertas de algas bañadas en oro. No había ni una sola mancha clara en las paredes o el techo que no tuviera algún tipo de retórica o una flor en oro o algún otro color estridente como la grana. Y entre las algas había retratos del anfitrión y su familia con joyas en lugar de ojos.
—¿Joyas?
Caldenia se detuvo y me miró.
—Joyas, Dina. Era horrible. Después de diez minutos en el lugar, sentí que mis ojos estaban bajo el asalto de un acorazado interestelar. Me hacía sentir físicamente enferma.
—Algunas personas simplemente viven para demostrar a los demás que tienen más —le dije.
—En efecto. Aguanté solo un día y cuando partí, el anfitrión tuvo la audacia de afirmar que había insultado a su familia. Debería haberles envenenado a todos, pero no podía soportar estar en el edificio ni un momento más.
Su Gracia levantó los brazos.
—Este es tu salón de baile, querida. Tu espacio. El corazón de tu pequeño palacio. El cielo es el límite, como se suele decir. Abandona las convenciones. Olvídate de los palacios de tu mundo. Olvida la posada de tus padres o cualquier otra posada. Usa tu imaginación y haz el tuyo propio. Hazlo glorioso.
El cielo es el límite... Cerré los ojos y abrí mi mente. La posada se movió a mi alrededor, su magia respondiendo. Mi poder fluyó y lo dejé extenderse y crecer, desplegándose como una flor.
—Dina... —murmuró Caldenia a mi lado, su voz sorprendida.
Abrí los ojos. Atrás
quedó el mármol rosa, el pan de oro, y las arañas de cristal. Solo
tres ventanas, todas en la pared norte, se quedaron. Un glorioso
cielo nocturno se difundía a través de las paredes y el techo
oscuro, interminable y hermoso, la pátina de luz lavanda, verde y
azul, formando una telaraña nebulosa salpicada de pequeñas manchas
de estrellas. Era el tipo de cielo que llamaba a los piratas del
espacio a sus naves. Vides largas en espiral envolvían las columnas
de color turquesa que apoyaban los balcones y flores delicadas de
cristal brillaban con blanco y amarillo. El suelo era pulido mármol
blanco, con incrustaciones de un rico mosaico en una docena de
tonos de negro y el índigo hasta azul eléctrico y oro,
extendiéndose hasta el centro, donde una imagen estilizada de
Gertrude Hunt decoraba el suelo, rodeada por una representación de
la escoba.
Miré hacia arriba. Por encima de todo, las tres enormes instalaciones de luz se encendieron, cada una era una constelación compleja de esferas brillantes que bañaba la habitación con luz brillante. Sonreí.
—Ahora, esto es lo que yo llamo temor —dijo en voz baja Caldenia a mi lado.
La magia sonó en mi cabeza. Abrí los ojos. Pasaban diez minutos de la medianoche. Un poco temprano para la cumbre, que se suponía iba a comenzar mañana por la noche.
Saqué los pies de la cama. Había conseguido una hora de sueño. Mi cabeza se sentía demasiado pesada para mi cuello. No podía recordar la última vez que había trabajado tan duro. Todavía no estaba segura de si los hoyos de las habitaciones otrokar eran lo suficientemente bajos. Había algún tipo de proporción sagrada entre el área central “pozo” y la altura de los sillones de felpa circulares de su alrededor. Había consultado mis guías y había seguido las especificaciones exactas de la lista, pero mi instinto me decía que la altura no funcionaría. Simplemente no se veía bien, así que me había pasado los últimos treinta minutos de mi jornada bajando y subiendo sofás improvisados de madera antes de hacer que la Posada los convirtiera en piedra. Había valido la pena.
Otro tirón fantasma, como una onda en un estanque poco profundo. Alguien estaba en la entrada, justo en el límite de los jardines de la posada, esperando cortésmente a ser invitado.
Me levanté y me puse la capa de Posadero. Un sencillo manto gris con una capucha, que me cubría de pies a cabeza. Bestia levantó la cabeza de su puesto junto a la cama y soltó un tranquilo ladrido soñoliento. Revisé la ventana. Una figura oscura cortaba la noche a la sombra espesa de un roble de la puerta de la cerca. Sería alto para un ser humano. Probablemente un par de pulgadas más alto que Sean.
Recogí mi escoba y salí de la habitación, caminando por el largo pasillo hacia la escalera principal. Bestia trotó a mi lado. La arquitectura de la posada había cambiado tanto, que mi paseo a la puerta principal casi se había duplicado.
El suelo estaba fresco bajo mis pies descalzos. La lluvia seguía cayendo y la posada y yo estábamos de acuerdo en unos cómodos setenta grados en el interior, pero igual que en cualquier casa algunos puntos eran más calientes y otros algo más fresco y me hubiera gustado haber usado calcetines.
¿Por qué incluso pensaba en Sean Evans?
Sean era un hombre lobo cepa alfa. Sus padres habían escapado de la destrucción de su planeta natal y llegado a la Tierra, donde se construyeron una vida, tuvieron a Sean, y le criaron, todo en secreto. La Tierra era un punto de referencia para muchos viajeros del más allá. El universo, con todos sus planetas, dimensiones y líneas de tiempo necesitaba su Atlanta, un lugar neutral en donde reunirse, hacer negocios, o, a veces simplemente hacer escala de camino a otro lugar. La Tierra había servido para eso desde hace miles de años, mientras que su población nativa vivía en completa ignorancia de los seres extraños que a veces visitaban el planeta en el crepúsculo. Por eso las Posadas y los Posaderos como yo existían. Solo teníamos dos responsabilidades: mantener a nuestros clientes a salvo y ocultos. Éramos neutrales y no nos involucrábamos. Sean Evans había entrado en mi vida en un momento en qué había elegido tirar la precaución al viento e involucrarme en un asunto imposiblemente peliagudo.
En retrospectiva, fue probablemente una tontería, pero no me arrepentía. Juntos, Sean, Arland de la Casa Krahr y yo habíamos protegido nuestra pequeña ciudad de un asesino interestelar. Arland consiguió vengar un asesinato como una ventaja añadida, y Sean supo la verdad: no era una mutación nacido en la Tierra, sino un producto del mejoramiento genético de otro planeta. Todos los hombres lobo eran soldados diseñados para repeler la invasión de todo el planeta por una fuerza abrumadora, pero Sean era una variante cepa-alfa. Más grande, más rápido, más fuerte, una especie de fuerzas especiales de guerrero. La programación genética debía ser verdad, porque se convirtió en un soldado aquí en la Tierra, pero no había logrado encontrar el lugar adecuado para sí mismo.
Nos conocimos y yo pensé que teníamos algo.
No, eso sería una ilusión. Tuvimos el comienzo de algo, pero una vez que vislumbró el Universo más allá de este planeta, todo había terminado. Los hombres lobo habían destruido su propio planeta antes que rendirse a su enemigo, y él nunca podría ir a “casa” pero las estrellas le llamaban. Por mi culpa le debía un favor a un viejo hombre lobo y una vez que el peligro aquí desapareció, Sean se fue para pagar la deuda. Yo conocía el tirón de las estrellas. Yo misma le había contestado por un tiempo. Cuando atravesó un portal a la calle bañada por el sol de Baha-char, una parte de mí supo que no iba a volver pronto, pero todavía sentí la esperanza de que volvería en un mes o dos. Había pasado casi medio año. Sean se había ido.
Decidí sacarle de mi mente, y tengo éxito casi siempre, pero a veces él solo me venía a la cabeza. Un simple vistazo al patio trasero, y recordaba cómo había saltado tres pies en el aire cuando había movido el suelo, y una sonrisa. O recordaba su voz. O cómo se sentía ser besada por él.
—No puedo evitarlo —le dije a Bestia—. Se pondrá mejor. Es solo cuestión de tiempo.
Si Bestia tenía una opinión sobre mis ocasionales viajes involuntarios a las nubes, la mantuvo para sí.
Abrí la puerta y avancé sobre la hierba hacia la figura oscura que me esperaba bajo el roble. Estaba envuelto en un manto. Me había parecido alto al mirarle desde arriba, pero a su misma altura era imponente, seis con cinco por lo menos. Tuve que inclinar la cabeza. Bestia gruñó.
La oscura figura levantó la mano izquierda, los dedos hacia arriba.
—Sol de invierno. —Su voz sería áspera, pero su dicción era impecable. Fuera cual fuera el traductor que estaba usando, funcionaba a la perfección.
Un Otrokar.
—Sol de invierno para usted también. —El sol de invierno era el sol más amable y más suave—. Bienvenido.
Caminamos de regreso a la puerta principal y le dejé entrar.
Se quitó la capa. Había visto un otrokar antes. Frecuentaban la Posada de mis padres. Pero tenerlo aquí, en mi pequeño recibidor, era una experiencia totalmente diferente.
Era alto, sus hombros anchos, su perfil delgado a pesar de su tamaño. Una armadura de color marrón oscuro de tiras de cuero trenzadas cubría su cuerpo. Estaba reforzada en los antebrazos, los muslos y las espinillas por placas duras, de color marrón oscuro moteado con vetas negras y rojas en un patrón orgánico que solo se podía producir en un ser vivo. Las mismas placas blindaban el pecho, atravesadas por metal dorado que informaba de la presencia de electrónica de alta tecnología. Un cinturón con bolsillos rodeaba su cintura, y pequeños talismanes de metal, hueso y madera colgaban de él. Los otrokar eran excelentes espaciadores, y su armadura estaba diseñada para proteger al tiempo que permitía la suficiente flexibilidad en las articulaciones para luchar dentro de los confines de una nave espacial. No llevaba armas a excepción de una corta espada o un cuchillo largo que descansaba en una vaina en su muslo derecho.
Su piel era bronce
oscuro con un tono dorado. Su cabello, demasiado grueso para un ser
humano, lo llevaba corto y parecía negro a primera vista, pero
cuando se volvió y su cabello reflejó la luz, las hebras brillaron
en un tono rojo oscuro. No era el naranja teñido de rojo humano,
sino que era de un profundo y violento como el de un rubí. Sus
ojos, bajo las cejas inhumanamente gruesas, eran de un verde
luminoso sorprendente. Desde atrás casi podría pasar por un nativo
muy alto, pero su rostro dejaba claro que había nacido de la misma
semilla humana primaria que nos había dado lugar tanto a nosotros
como a los vampiros, pero que había crecido en un planeta
diferente. Los planos de su rostro eran más agudos, como las
incisiones de un cuchillo sobre arcilla, la textura de su piel
áspera, las proporciones de la cara ligeramente sesgadas. Tenía la
mandíbula triangular, nariz estrecha, y cuando hablaba, sus labios
mostraban un estrecho destello de dientes afilados, depredadores.
Los otrokar habían evolucionado en un mundo con un sol abrasador y
llanuras sin fin. Cazaban en manadas y corrían para derribar a sus
presas.
Nos miramos el uno al otro. Bestia gruñó bajo mis pies. Estaba claro que no le gustaba su olor. El otrokar la miró, sus ojos evaluándola. Parecía un hombre que esperaba ser asaltado en cualquier momento y no quería que hubiera ninguna duda de que sacaría su cuchillo y cortaría a su atacante para estrechar lazos.
—¿Qué puedo hacer por usted? —Deja de diseccionar a mi perro, por favor.
—Mi nombre es Dagorkun. —El otrokar levantó la mano. Un medallón de oro tachonado con joyas colgaba de un cordón de cuero entre sus dedos. Un sol estilizado con rayos semejantes a puñales, el símbolo del Khan, el líder de la Horda.
Incliné la cabeza.
—Es un honor.
—Estoy aquí en nombre de mi pueblo para inspeccionar las habitaciones.
—Muy bien. ¿Quiere un poco de té mientras caminamos?
Él parpadeó.
—Sí.
—Solo tardará un minuto. —Entré en la cocina. Algunas cosas eran constantes en el Universo. Dos y dos no siempre son cuatro, pero cada especie a base de agua en algún momento había calentado el agua y arrojado algunas plantas en ella.
Dagorkun me siguió a la cocina. Saqué dos tazas de la alacena, una con fresas y otra con un pequeño gato negro, las llené de agua caliente de la cafetera Keurig y puse dos bolsas de chai en remojo. Dagorkun me miraba como un halcón. Era evidente que esperaba ser envenenado.
—¿Es esta su primera vez en la Tierra?
Él esperó un largo momento, obviamente pensando si era prudente responder.
—Sí.
—Ahora es un invitado de la posada. Su seguridad es mi máxima prioridad. —Saqué las bolsas de té, las puse en un plato pequeño y cogí el azucarero de vidrio azul grueso y eché una cucharada en mi chai—. Ni mi perro ni mi posada le harán daño, a menos que intente hacer daño a otro invitado.
—Los vampiros la recomendaron —dijo Dagorkun.
Eché una cucharada de azúcar en su taza. Uno, dos…
—Sí, pero eso no quiere decir que vaya a tratarles de forma diferente. Soy una parte neutral.
Tres... Cuatro debería hacerlo. Parecía un norteño para mí. Los otrokar del sur tenían una piel algo más verdosa. Le ofrecí la taza. Él la aceptó con cuidado.
—¿Qué pasaría si dejara de ser neutral?
—La calificación de la posada bajaría. Se sabría que este no es un lugar seguro donde hospedarse. No tendríamos invitados, y sin los invitados, las posadas se marchitan, caen en hibernación y mueren.
—¿Y la bruja?
—¿Qué bruja?
—La vieja bruja que se queda aquí.
La mayoría entendería el término “bruja” como un insulto, pero para los otrokari una bruja era alguien de gran poder oscuro. Simplemente estaba dando a Su Gracia el respeto que se había ganado.
—Caldenia no interferirá con las conversaciones de paz. Esta posada y yo somos la única razón por la que todavía sigue viva. No hará nada que la ponga en peligro.
Dagorkun reflexionó sobre ello, se llevó la taza a los labios, y bebió. Sus ojos se iluminaron.
—Bueno.
—¿Vamos a ver las habitaciones?
Él asintió. Le conduje a través del recibidor a un pasillo común y corriente. Coincidía con la parte delantera de la casa a la perfección: suelo de madera y paredes de color beige claro. Y el retrato de mis padres en el punto muerto, en una pequeña alcoba que siempre veía cuando pasaba por allí. Me había mudado allí solo para esto. Dagorkun les echó un vistazo. Escudriñé su rostro. Sin reacción.
Un día alguien entraría por esta puerta, vería a mis padres, y les reconocería. Cuando eso sucediera, estaría preparada. Solo necesitaba un rastro débil, una miga, alguna gota de información que me dijera dónde empezar a buscarles. No pararía hasta que les encontrara.
Doblamos a la derecha, caminamos unos pocos pies a otra puerta y entramos. Dagorkun se detuvo. Una escalera curva de madera oscura conducía al piso de arriba, las barandillas decoradas con tallas de animales estilizados: el ciervo de tres cuernos y largas patas; el kair, un depredador parecido al lobo; el enorme garuz que se parecía a un rinoceronte blindado con tres cuernos hasta arriba de esteroides... Tenía razón cuando hice la lista de la heráldica otrokar en el orden tradicional. Las instalaciones de luz que imitaba a las antorchas tradicionales ardían en sus apliques en la pared oscura manchada de rojo y oro. Las banderas con los colores de la Horda Destrucción de la Esperanza colgaban entre ellas.
—¿La escalera cumple con su aprobación? —pregunté.
—Será suficiente —dijo Dagorkun cuidadosamente.
—Por favor. —Señalé hacia arriba. Empezó a subir los escalones. Hasta aquí mis esperanzas de que los pozos fueran lo suficientemente profundos.
Veinte minutos más tarde estuvimos de acuerdo en que los pozos eran de proporciones perfectas, las almohadas de seda de imitación eran lo suficientemente blandas y de la matriz correcta de colores, las ventanas arqueadas estaban adecuadamente adornadas, y que la vista de la huerta que había requerido suficiente rompiendo dimensiones como para hacer que una universidad entera de físicos teóricos pidiera misericordia fuera lo suficientemente estimulante. La huerta se veía desde cada nueva habitación que había construido para la cumbre, lo que debería haber sido imposible, pero a mí nunca me habían importado mucho las leyes de la física de todos modos. Si decidieran saltar por alguna ventana, terminarían en mi huerta detrás de la casa y lejos de la carretera principal y del distrito. No es que tuviera ninguna intención de dejar que nadie saliera de la posada sin mi conocimiento.
Hacia el final del tour Dagorkun se había relajado lo suficiente para dejar de comprobar continuamente las esquinas por si había un asesino escondido. Ya casi habíamos vuelto al recibidor cuando la Posada sonó. Miré por la ventana justo a tiempo para coger el último destello de un destello rojo familiar. Oh, no.
—Tenemos compañía —le dije a Dagorkun—. Discúlpeme, por favor.
Me acerqué a la puerta y la abrí. Una enorme figura llenó el umbral, ancha de hombros y vestida con armadura negra plagada de rojo sangre, lo que le engrandecía. Su pelo rubio se derramaba sobre su espalda, largo como la melena de un león. Su cara, masculina, con una fuerte mandíbula cuadrada, era lo bastante guapa como para detenerte a pensar.
—Mi querida lady Dina. —Su voz era rica y resonante, el tipo de voz que domina el estruendo de la batalla, lo que era apropiado ya que era el Mariscal de la Casa Krahr y tenía que gruñir órdenes en medio de la batalla con bastante frecuencia.
—Lord Arland —dije—. Por favor, entre.
Arland cruzó y vio a Dagorkun. Los dos se congelaron.
—Hola, Arland —dijo Dagorkun. Sin el saludo tradicional del sol, eh.
—Hola, Dagorkun —dijo Arland.
El vampiro y el otrokar se miraron el uno al otro. Pasó un momento. Otro. Si seguía así, el suelo entre ellos ardería por combustión espontánea.
Suspiré.
—¿Alguno desea un poco de té?
El vampiro y el otrokar se miraban el uno al otro por encima del borde de sus tazas. Arland estaba construido como un tigre dientes de sable, enorme, poderoso y fuerte. Dagorkun era más alto que él por un par de pulgadas, y aunque su estructura no era tan grande, tenía músculos de acero. Ninguno parecía especialmente preocupado. Solo estaban sentados. Bebiendo té cortésmente e intentando estrangularse el uno al otro a base de fuerza de su voluntad.
—¿Cómo está tu padre? —preguntó Arland, su voz indiferente, cada palabra precisa.
—El Khan está bien —respondió Dagorn—. ¿Cómo está Lady Ilemina?
—Perfectamente.
—Es bueno saberlo. ¿Se unirá a nosotros?
Arland levantó las gruesas cejas.
—No, tiene que ocuparse de otros asuntos en otros lugares. ¿El Khan nos honrará con su presencia?
—Asimismo, el Khan tiene muchas responsabilidades —respondió Dagorkun—. Enviará a la Khanum para representarle.
Por lo tanto, la madre de Arland no iba a venir, pero la de Dagorkun sí. La Guía de Grandes Poderes que había adquirido este verano y que me había costado un ojo de la cara, señalaba a Lady Ilemina como la Preceptora de la Casa Krahr junto con dos páginas de sus títulos y condecoraciones, algunas de las cuales incluían palabras como “Matarife de” y “Suprema depredadora de”. La Khanum tenía una lista igual de larga de títulos y condecoraciones como “Rompe huesos de” y “Arranca cabeza de”. Conclusión, me alegraba de que solo una de ellas viniera.
Tener a sus hijos sentados uno frente al otro, bebiendo té y deseando poder abandonar toda pretensión y simplemente arrancarse la cabeza era bastante difícil. Justo entonces me di cuenta de la magnitud del desastre en que me había metido. Cuando hubiera seis o más individuos de cada lado, mantenerles alejados de la violencia iba a ser casi imposible. Era exactamente el por qué Caldenia opinaba que estas conversaciones de paz iban a ser increíbles. Mi imaginación pintó una gran pelea en el salón de baile y a Su Gracia escondiendo silenciosamente un cuerpo ensangrentado.
—¿La Khanum? —Tosió Arland. El último sorbo de té debía haberse ido por donde no era.
—¿Te encuentras mal? —preguntó Dagorkun.
—Saludable como un krahr —dijo Arland.
—Eso es un alivio. No me gustaría que alguna enfermedad interfiriera y echara a perder la gran fiesta que pienso celebrar cuando te envíe al más allá.
—¿De verdad? —Los ojos de Arland se estrecharon—. Creo que sucumbir a una enfermedad sería una bendición, siendo la única manera de que podrías llevar a cabo tal hazaña. Me atrevo a decir, que tendría que ser una enfermedad grave e incluso entonces, me temo que las posibilidades de tu victoria serían remotas.
El otrokar chasqueó la lengua.
—Tal arrogancia, Mariscal.
—Detesto la falsa modestia.
—¿Tal vez podamos probar esta teoría? —ofreció Dagorn.
Está bien, suficiente.
—Me alegra que las habitaciones sean de su agrado, Sub-Khan. Por desgracia, debo pedirle que salga para que el Mariscal de la Casa Krahr pueda inspeccionar los aposentos de su pueblo.
Los ojos de Dagorkun se estrecharon.
—¿Y si insistiera en quedarme?
Unas finas grietas azules brillantes se formaron en el mango de la escoba. El suelo delante de Dagorkun cambió, volviéndose líquido como el agua.
—Entonces sellaré su cuerpo en madera para que lo único que pueda hacer sea parpadear y ser un adorno de jardín.
Dagorkun parpadeó.
—Esta cumbre es muy importante para mí —le expliqué.
La pared detrás de mí crujió cuando la posada se inclinó hacia Dagorkun, respondiendo al tono de mi voz. La mano del otrokar fue a su cuchillo.
Agité los dedos y la pared regresó a su estado normal.
—No voy a dejar que nada ni nadie interfiera con las conversaciones de paz en mi territorio.
Arland dejó la taza sobre la mesa.
—Deberías intentarlo. No puede ser tan poderosa.
Señalé a Arland con el mango de la escoba. El vampiro sonrió, mostrando sus colmillos, y se rio entre dientes.
—Ya veo. —Dagorkun se levantó—. Gracias por el té, posadera.
Solidifiqué el suelo y le acompañé a la puerta. El otrokar se puso la capa y se perdió en la noche. Esperé hasta que la posada anunció su salida y me volví a Arland.
—La nuestra es una antigua rivalidad —dijo—. No puedes culparnos. Son bárbaros. ¿Sabes cómo se llega a ser Khan? Uno esperaría una progresión adecuad, el hijo de un gobernante, aprendiendo el arte de gobernar en las rodillas de su padre, estudiando con los mejores tutores, adquiriendo experiencia bajo la dirección de los generales con talento en el campo de batalla, construyendo alianzas, hasta que finalmente ocupas el lugar que te corresponde, con el apoyo de una base de poder. Uno esperaría eso, pero no. Ellos lo eligen. El ejército se reúne y vota. —Él abrió los brazos—. Es ridículo.
Por supuesto, la aristocracia hereditaria era mucho mejor. Eso nunca acababa mal. Qué tonto por su parte intentar esta cosa llamada democracia. Me pregunté qué diría si le recordara que los EE.UU. era una república.
—¿Vamos a ver las habitaciones?
—Sería un placer. —Arland se levantó y le guié por el pasillo. Giramos a la izquierda en esta ocasión. El pasillo nos llevó a la escalera formal de piedra gris pálida. Las banderas carmesí de la Sagrada Anocracia Cósmica colgaban de las paredes, iluminadas por delicados ornamentos de cristal que brillaban con una pálida luz suave. Arland levantó las gruesas cejas.
—Justo como en casa.
Perfecto. Empezamos a subir la escalera.
—Hace seis meses la Casa Krahr estaba amargada por la falta de guerra —dije—. Ahora, de repente, ¿están involucrados en el conflicto de Nexus? ¿Qué ha cambiado?
Arland hizo una mueca.
—La Casa Meer. Lo que está ocurriendo en Nexus no es una guerra; es el infierno. Ha durado más de una década, y es demasiado para cualquier Casa. Alrededor de un año después de que empezara esta guerra, la Sagrada Anocracia dividió las Casas en siete órdenes para compartir la carga del conflicto. Cada Orden asume la responsabilidad de Nexus durante un año. La Casa Krahr es la Casa de la Primera Orden. Ya hemos luchado en Nexus media década.
Cada vez que decía Nexus, se detenía un segundo como se hace cuando uno va a decir infierno en el verdadero sentido de la palabra. Hace cinco años estándar debería haber sido un caballero experimentado. Tenía que haber sido terrible, porque los recuerdos todavía le perseguían.
Las escaleras terminaban en un arco de piedra. Las paredes aquí se elevaban a una altura vertiginosa y la bandera de color rojo sangre de la Sagrada Anocracia colgaba del techo con los Colmillos Sagrados y la estrella de ocho puntas en plata estampada en ella. La estrella que conmemoraba el progreso vampírico para vuelos interestelares no estaba por encima o por debajo de los colmillos estilizados, sino que encajaba entre ellos. El simbolismo era claro: la Sagrada Anocracia mordería la galaxia con sus colmillos y se la tragaría. Sin decir una palabra, Arland se dejó caer sobre una rodilla e inclinó la cabeza. Cerró los ojos por un momento, luego se levantó, como si la pesada armadura que llevaba fuera ligera como la seda. Después entramos por el arco.
—Hace dos meses, la Sexta Orden tenía programado tomar el control, pero las dos principales Casas de la Sexta Orden habían sido diezmadas, una por una guerra y la otra por un desastre natural en todo el planeta. No tenían ni los medios ni el poder para montar una defensa adecuada contra la ofensiva otrokar. Estaban dispuestos, pero se determinó que perderíamos nuestra participación en Nexus si solo iban ellos. El deber debería haber pasado a la Séptima Orden. La Séptima Orden consta de cuatro casas, con la Casa Meer siendo, como mucho, la más poderosa. La Casa Meer se deshonró a sí misma y se negó a luchar. Dado que las otras tres casas de la Orden son pequeñas, y dos de ellas también están en guerra entre sí por el momento, la responsabilidad de Nexus regresó a nosotros.
Fruncí el ceño.
—¿La Casa Meer puede hacer eso?
—No, no puede. La Anocracia les excomulgará y sancionará económicamente, pero están dispuestos a correr el riesgo. Han estado vigilando nuestras posiciones durante años. Cuando salgamos de la rotación Nexus, nuestra casa estará exhausta. Necesitaremos años para recuperarnos. La Casa Meer nos atacará cuando estemos en nuestro momento más débil y el botín de su victoria compensará con creces cualquier sanción económica. La Anocracia abraza victoria y evita la derrota. El Preceptor de Meer puede sacrificar su alma eterna en el altar de la traición, pero sus descendientes serán acogidos en el seno de la Santa Iglesia.
Sí, serían demasiado poderosos y demasiado ricos para permanecer en el ostracismo.
—En la Tierra se dice que la historia la escriben los ganadores.
Arland asintió.
—He pasado los últimos dos meses en ese maldito planeta. He perdido hombres, he perdido familia, y no tengo intención de perder a nadie más. Si tengo que hacer la paz con la Horda, que así sea. Sería infinitamente más fácil si el Khan viniera en persona en lugar de la Khanum. El Khan es un gran luchador y un gran líder; entiende la diplomacia y es el hombre al que la Horda quiere seguir a la masacre. La Khanum es un gran general; ella planea sus guerras y sus batallas, y después el Khan las dirige. No me entusiasma hacer frente a la madre de Dagorkun.
Él se detuvo. Las luminosas habitaciones de pálida piedra se extendían ante nosotros, las líneas elegantes y potentes. Vides verdes caían de las altas repisas en cascada hasta el suelo. El suelo era de piedra pulida, los muebles de madera maciza oscura, y los listones carmesí y blanco. Las ventanas del suelo al techo se abrían a estrechos balcones de piedra. Era un lugar sereno, elegante y hermoso a la vista como una cuchilla afilada.
Arland se dio la vuelta con una expresión de desconcierto en el rostro.
—Esto es Zamak, el castillo costero de nuestra Casa.
—Es un duplicado —le dije—. Desafortunadamente, no pude reproducir el mar, pero me han dicho que la vista de la huerta es relajante. ¿Cuenta con su aprobación?
—Es perfecto —dijo.
Sí. Estupendo. Maravilloso. Fantástico.
—¿Cómo se manejarán los pedidos de comida?
Mi estómago dio una voltereta. De alguna manera hice que mis labios se movieran.
—Si alguno de su grupo tiene necesidades dietéticas especiales, por favor hágame una lista y haré todo lo posible para satisfacerlas.
—Absolutamente.
Diez minutos más tarde vi a Arland entrar en un resplandor de color rojo brillante, convertirse en una estrella y despegar hacia el cielo nocturno. La posada sonó en mi cabeza, informándome de su salida y me apoyé en el marco de la puerta.
La comida. Me había olvidado de la comida.
¿Qué iba a hacer?