Maurice
Durante las vacaciones del cuarto año de colegio, Maurice esperó como siempre a Jules Beluche. Para entonces ya no deseaba encontrarse con su familia y la única razón para volver a Nueva Orleans era Rosette, aunque la posibilidad de verla sería remota. Las ursulinas no permitían visitas espontáneas de nadie y menos de un muchacho incapaz de probar un parentesco cercano. Sabía que su padre jamás le daría autorización, pero no perdía la esperanza de acompañar a su tío Sancho, a quien las monjas conocían, porque nunca había dejado de visitar a Rosette.
Por las cartas se enteró de que Tété fue relegada a la plantación después del incidente con Hortense y no podía por menos que culparse; la imaginaba cortando caña de sol a sol y sentía un puño cerrado en la boca del estómago. No sólo él y Tété habían pagado caro ese golpe de fusta, por lo visto también Rosette había caído en desgracia. La chica le había escrito varias veces a Valmorain rogándole que la fuera a ver, pero nunca recibió respuesta. «¿Qué he hecho para perder la estima de tu padre? Antes era como su hija, ¿por qué me ha olvidado?», clamaba reiteradamente en sus cartas a Maurice, pero él no podía darle una respuesta honrada. «No te ha olvidado, Rosette, papa te quiere como siempre y está pendiente de tu bienestar, pero la plantación y sus negocios lo mantienen ocupado. Yo tampoco lo he visto desde hace más de tres años.» ¿Para qué decirle que Valmorain nunca la consideró una hija? Antes de ser exiliado a Boston, le pidió a su padre que lo llevara a visitar a su hermana al colegio y éste replicó encolerizado que su única hermana era Marie-Hortense.
Ese verano Jules Beluche no se presentó en Boston; en cambio llegó Sancho García del Solar con un sombrero de ala ancha, a galope tendido y con otro caballo a remolque. Desmontó de un salto y se sacudió el polvo de la ropa a sombrerazos antes de abrazar a su sobrino. Jules Beluche había recibido una cuchillada por deudas de juego y los Guizot intervinieron para evitar habladurías porque, por muy lejano que fuese el parentesco que los unía, las malas lenguas se encargarían de asociar a Beluche con la rama honorable de la familia. Hicieron lo que cualquier créole de su clase hacía en similares circunstancias: pagaron sus deudas, lo albergaron hasta que sanó de la herida y pudo valerse solo, le dieron dinero de bolsillo y lo pusieron en un barco con instrucciones de no bajarse hasta Texas y no regresar jamás a Nueva Orleans. Todo esto le contó Sancho a Maurice, doblado de risa.
—Ése podría haber sido yo, Maurice. Hasta ahora he tenido suerte, pero cualquier día te traen la noticia de que a tu tío favorito lo han cosido a puñaladas en un garito de mala muerte —agregó.
—Ni Dios lo quiera, tío. ¿Viene a llevarme a casa? —le preguntó Maurice con una voz que pasaba de barítono a soprano en la misma frase.
—¡Cómo se te ocurre, muchacho! ¿Quieres ir a enterrarte todo el verano en la plantación? Tú y yo nos iremos de viaje —le anunció Sancho.
—O sea, lo mismo que hice antes con Beluche.
—No me compares, Maurice. No pienso contribuir a tu formación cívica mostrándote monumentos, pienso pervertirte ¿qué te parece?
—¿Cómo, tío?
—En Cuba, sobrino. No hay mejor lugar para un par de truhanes como nosotros. ¿Cuántos años tienes?
—Quince.
—¿Y aún no terminas de cambiar la voz?
—Ya la cambié, tío, pero tengo catarro —tartamudeó el muchacho.
—A tu edad yo era un rajadiablo. Estás atrasado, Maurice. Prepara tus cosas, porque partimos mañana mismo —le ordenó Sancho.
Había dejado numerosos amigos y no pocas amantes en Cuba, que se propusieron agasajarlo durante las vacaciones y tolerar a su acompañante, ese chico extraño que se lo pasaba escribiendo cartas y proponía temas absurdos de conversación, como esclavitud y democracia, de los cuales ninguno de ellos tenía una opinión formada. Les divertía ver a Sancho en el papel de niñera, que cumplía con insospechada dedicación. Se abstenía de las mejores juergas por no dejar solo al sobrino y dejó de asistir a las peleas de animales —toros con osos, serpientes con comadrejas, gallos con gallos, perros con perros— porque a Maurice lo descomponían. Sancho se propuso enseñar a beber al chico y noche por medio terminaba limpiándole los vómitos. Le reveló todos sus trucos de naipes, pero Maurice carecía de malicia y a él le tocaba saldar las deudas después de que otros más vivos lo esquilmaban. Pronto debió abandonar también la idea de iniciarlo en las lides del amor, porque cuando lo intentó casi lo mata de susto. Había arreglado los detalles con una amiga suya, nada joven pero todavía atractiva y de buen corazón, que se dispuso a servirle de maestra al sobrino por el puro gusto de hacerle un favor al tío. «Este mocoso está muy verde todavía…», masculló Sancho, abochornado, cuando Maurice salió escapando al ver a la mujer en un provocativo vestido de talle alto reclinada en un diván. «Nadie me había hecho un desaire semejante, Sancho. Cierra la puerta y ven a consolarme», se rió ella. A pesar de esos tropiezos, Maurice tuvo un verano inolvidable y regresó al colegio más alto, fuerte, bronceado y con definitiva voz de tenor. «No estudies demasiado, porque malogra la vista y el carácter, y prepárate para el próximo verano. Te voy a llevar a Nueva España», se despidió Sancho. Cumplió su palabra y desde entonces Maurice esperaba ansioso el verano.
En 1805, último año de colegio, no llegó Sancho a buscarlo, como en ocasiones anteriores, sino su padre. Maurice dedujo que venía a anunciarle alguna desgracia y temió por Tété o Rosette, pero no se trataba de nada parecido. Valmorain había organizado un viaje a Francia para visitar a una abuela del joven y dos tías hipotéticas que su hijo nunca había oído mencionar. «¿Y después iremos a casa, monsieur?», le preguntó Maurice, pensando en Rosette, cuyas cartas tapizaban el fondo de su baúl. A su vez le había escrito ciento noventa y tres cartas sin pensar en los cambios inevitables que ella había experimentado en esos siete años de separación, la recordaba como la niña vestida de cintas y encajes que viera por última vez poco antes de la boda de su padre con Hortense Guizot. No podía imaginarla de quince, tal como ella no lo imaginaba a él de dieciocho. «Claro que iremos a casa, hijo; tu madre y tus hermanas te aguardan», mintió Valmorain.
La travesía, primero en un barco que debió sortear tormentas de verano y escapar a duras penas de un ataque de los ingleses, y luego en coche hasta París, no logró acercar al padre y al hijo. Valmorain había ideado el viaje para evitarle por unos meses más a su mujer el desagrado de reencontrarse con Maurice, pero no podía postergarlo indefinidamente; pronto debería enfrentar una situación que los años no habían suavizado. Hortense no perdía oportunidad de destilar veneno contra ese hijastro, a quien cada año procuraba en vano reemplazar con un hijo propio, mientras seguía procreando niñas. Por ella, Valmorain había excluido a Maurice de la familia y ahora se arrepentía. Llevaba una década sin ocuparse en serio de su hijo, siempre absorto en sus asuntos, primero en Saint-Domingue, luego en Luisiana, y finalmente con Hortense y el nacimiento de las niñas. El muchacho era un desconocido que contestaba sus escasas cartas con un par de frases formales sobre el progreso de sus estudios y nunca había preguntado por algún miembro de la familia, como si quisiera dejar sentado que ya no pertenecía a ella. Ni siquiera se dio por aludido cuando él le contó en una sola línea que Tété y Rosette habían sido emancipadas y ya no tenía contacto con ellas.
Valmorain temió haber perdido a su hijo en algún momento de esos agitados años. Ese joven introvertido, alto y guapo, con los mismos rasgos de su madre, no se parecía en nada al chiquillo de mejillas coloradas que él había acunado en brazos rogando al cielo que lo protegiera de todo mal. Lo quería igual que siempre o tal vez más, porque el sentimiento estaba teñido de culpa. Trataba de convencerse de que su cariño de padre era retribuido por Maurice, aunque estuviesen temporalmente alejados, pero le cabían dudas. Había trazado ambiciosos planes para él, aunque todavía no le había preguntado qué deseaba hacer con su vida. En realidad nada sabía de sus intereses o experiencias, hacía siglos que no conversaban. Deseaba recuperarlo e imaginó que esos meses juntos y solos en Francia servirían para establecer una relación de adultos. Tenía que probarle su afecto y aclararle que Hortense y sus hijas no modificaban su condición de único heredero, pero cada vez que quiso tocar el tema no hubo respuesta. «La tradición del mayorazgo es muy sabia, Maurice: no se deben repartir los bienes entre los hijos, porque con cada división se debilita la fortuna de la familia. Por ser el primogénito, recibirás mi herencia completa y tendrás que velar por tus hermanas. Cuando yo no esté, tú serás la cabeza de los Valmorain. Es tiempo de empezar a prepararte, aprenderás a invertir dinero, manejar la plantación y relacionarte en sociedad», le dijo. Silencio. Las conversaciones morían antes de empezar. Valmorain navegaba de un monólogo a otro.
Maurice observó sin comentarios la Francia napoleónica, siempre en guerra, los museos, palacios, parques y avenidas que su padre quiso mostrarle. Visitaron el château en ruinas donde la abuela vivía sus últimos años cuidando a dos hijas solteronas más deterioradas por el tiempo y la soledad que ella. Era una anciana orgullosa, vestida a la moda de Luis XVI, decidida a desdeñar los cambios del mundo. Estaba firmemente plantada en la época anterior a la Revolución francesa y había borrado de su memoria el Terror, la guillotina, el exilio en Italia y el regreso a una patria irreconocible. Al ver a Toulouse Valmorain, ese hijo ausente desde hacía más de treinta años, le ofreció su mano huesuda con anillos anticuados en cada dedo para que se la besara y enseguida dio orden a sus hijas de servir el chocolate. Valmorain le presentó al nieto y trató de resumirle su propia historia desde que se embarcó hacía las Antillas a los veinte años hasta ese momento. Ella lo escuchó sin hacer comentarios, mientras las hermanas ofrecían tacitas humeantes y platos de pasteles añejos, ojeando a Valmorain con cautela. Recordaban al joven frívolo que se despidió de ellas con un beso distraído para irse con su valet y varios baúles a pasar unas semanas con el padre en Saint-Domingue y nunca más volvió. No reconocían a ese hermano de escaso cabello, con papada y barriga, que hablaba con un acento extraño. Algo sabían de la insurrección de esclavos en la colonia, habían escuchado algunas frases sueltas por aquí y por allá sobre las atrocidades cometidas en esa isla decadente, pero no lograban relacionarlas con un miembro de su familia. Jamás habían demostrado curiosidad por averiguar de dónde provenían los medios de que vivían. Azúcar ensangrentada, esclavos rebeldes, plantaciones incendiadas, exilio y lo demás que mencionaba el hermano les resultaba tan incomprensible como una conversación en chino.
La madre, en cambio, sabía con exactitud a qué se refería Valmorain, pero ya nada le interesaba demasiado en este mundo; tenía el corazón seco para los afectos y las novedades. Lo escuchó en un silencio indiferente y al final la única pregunta que le hizo fue si podía contar con más dinero, porque la suma que le enviaba regularmente apenas les alcanzaba. Era indispensable reparar ese caserón marchito por los años y las vicisitudes, dijo; no podía morirse dejando a sus hijas en la intemperie. Valmorain y Maurice se quedaron dos días entre esas paredes lúgubres, que les parecieron tan largos como dos semanas. «Ya no volveremos a vernos. Mejor así», fueron las palabras de la vieja dama al despedirse de su hijo y de su nieto.
Maurice acompañó dócilmente a su padre a todas partes, menos a un burdel de lujo donde Valmorain planeaba festejarlo con las profesionales más caras de París.
—¿Qué te pasa, hijo? Esto es normal y necesario. Hay que descargar los humores del cuerpo y despejar la mente, así uno puede concentrarse en otras cosas.
—No tengo dificultad en concentrarme, monsieur.
—Te he dicho que me llames papa, Maurice. Supongo que en los viajes con tu tío Sancho… Bueno, no te habrán faltado oportunidades…
—Eso es un asunto privado —lo interrumpió Maurice.
—Espero que el colegio americano no te haya hecho religioso ni afeminado —comentó su padre en tono de broma, pero le salió como un gruñido.
El muchacho no dio explicaciones. Gracias a su tío no era virgen, porque en las últimas vacaciones Sancho había conseguido iniciarlo mediante un ingenioso recurso dictado por la necesidad. Sospechaba que su sobrino padecía los deseos y fantasías propios de su edad, pero era un romántico y le repugnaba el amor disminuido a una transacción comercial. A él le correspondía ayudarlo, decidió. Estaban en el próspero puerto de Savannah, en Georgia, que Sancho deseaba conocer por las incontables diversiones que ofrecía, y Maurice también, porque el profesor Harrison Cobb lo citaba como ejemplo de moral negociable.
Georgia, fundada en 1733, fue la decimotercera y última colonia británica en América del Norte y Savannah era su primera ciudad. Los recién llegados mantuvieron relaciones amistosas con las tribus indígenas, evitando así la violencia que azotaba a otras colonias. En sus orígenes, no sólo la esclavitud estaba prohibida en Georgia, también el licor y los abogados, pero pronto se dieron cuenta de que el clima y la calidad del suelo eran ideales para el cultivo de arroz y algodón y legalizaron la esclavitud. Después de la independencia, Georgia se convirtió en estado de la Unión y Savannah floreció como puerto de entrada del tráfico de africanos para abastecer las plantaciones de la región. «Esto te demuestra, Maurice, que la decencia sucumbe rápidamente ante la codicia. Si de enriquecerse se trata, la mayoría de los hombres sacrifican el alma. No puedes imaginarte cómo viven los plantadores de Georgia gracias al trabajo de sus esclavos», peroraba Harrison Cobb. El joven no necesitaba imaginarlo, lo había vivido en Saint-Domingue y Nueva Orleans, pero aceptó la propuesta de su tío Sancho de pasar las vacaciones en Savannah para no defraudar al maestro. «No basta el amor a la justicia para derrotar la esclavitud, Maurice, hay que ver la realidad y conocer a fondo las leyes y los engranajes de la política», sostenía Cobb, quien lo estaba preparando para que triunfara donde él había fallado. El hombre conocía sus propias limitaciones, no tenía temperamento ni salud para pelear en el Congreso, como deseaba en su juventud, pero era buen maestro: sabía reconocer el talento de un alumno y modelar su carácter.
Mientras Sancho García del Solar disfrutaba a sus anchas del refinamiento y la hospitalidad de Savannah, Maurice sufría la culpa de pasarlo bien. ¿Qué iba a decirle a su profesor cuando volviera al colegio? Que había estado en un hotel encantador, atendido por un ejército de criados solícitos y no le habían alcanzado las horas para divertirse como un irresponsable.
Llevaban apenas un día en Savannah cuando ya Sancho había hecho amistad con una viuda escocesa que residía a dos cuadras del hotel. La dama se ofreció para mostrarles la ciudad, con sus mansiones, monumentos, iglesias y parques, que había sido reconstruida bellamente después de un incendio devastador. Fiel a su palabra, la viuda apareció con su hija, la delicada Giselle y los cuatro salieron de paseo, iniciando así una amistad muy conveniente para el tío y el sobrino. Pasaron muchas horas juntos.
Mientras la madre y Sancho jugaban interminables partidas de naipes y de vez en cuando desaparecían del hotel sin dar explicaciones, Giselle se encargó de mostrarle a Maurice los alrededores. Hacían excursiones a caballo solos, lejos de la vigilancia de la viuda escocesa, lo cual sorprendía a Maurice, que nunca había visto tanta libertad en una chica. En varias ocasiones Giselle lo condujo a una playa solitaria, donde compartían una ligera merienda y una botella de vino. Ella hablaba poco y lo que decía era de una banalidad tan categórica, que Maurice no se sentía intimidado y le brotaban a raudales las palabras que normalmente se le atoraban en el pecho. Por fin tenía una interlocutora que no bostezaba ante sus temas filosóficos, sino que lo escuchaba con evidente admiración. De vez en cuando los dedos femeninos lo rozaban como al descuido y de esos roces a caricias más atrevidas fue cuestión de tres puestas de sol. Esos asaltos al aire libre, picoteados de insectos, enredados en la ropa y temerosos de ser descubiertos dejaban a Maurice en la gloria y a ella más bien aburrida.
El resto de las vacaciones pasó demasiado pronto y, naturalmente, Maurice terminó enamorado como el adolescente que era. El amor exacerbó el remordimiento de haber manchado la honra de Giselle. Existía sólo una forma caballerosa de enmendar su falta, como le explicó a Sancho apenas juntó suficiente valor.
—Voy a pedir la mano de Giselle —le anunció.
—¿Has perdido el seso, Maurice? ¡Cómo te vas a casar si no sabes soplarte los mocos!
—No me falte el respeto, tío. Ya soy un hombre hecho y derecho.
—¿Porque te acostaste con la moza? —Y Sancho lanzó una estruendosa risotada.
El tío alcanzó apenas a esquivar el puñetazo que le mandó Maurice a la cara. El entuerto se resolvió poco después cuando la dama escocesa aclaró que la muchacha no pensaba ser su hija y Giselle confesó que ése era su nombre de teatro, que no tenía dieciséis años sino veinticuatro y que Sancho García del Solar le había pagado para entretener a su sobrino. El tío admitió que había cometido una tontería descomunal y trató de tomarlo a broma, pero se le había ido la mano y Maurice, destrozado, le juró que no volvería a hablarle en su vida. Sin embargo, cuando llegaron a Boston había dos cartas de Rosette esperándolo y la pasión por la bella de Savannah se diluyó; entonces pudo perdonar a su tío. Al despedirse se abrazaron con la camaradería de siempre y la promesa de volver a verse pronto.
En el viaje a Francia Maurice no le contó a su padre nada de lo sucedido en Savannah. Valmorain insistió un par de veces más en divertirse con damas del amanecer, después de ablandar a su hijo con licor, pero no logró hacerlo cambiar de opinión y al fin decidió no volver a mencionar el tema hasta que llegaran a Nueva Orleans, donde pondría a su disposición un piso de soltero, como tenían los jóvenes créoles de su condición social. Por el momento no permitiría que la sospechosa castidad de su hijo rompiera el precario equilibrio de su relación.