Los hijos del amo
Esa tarde los esposos Relais esperaban la visita más importante de sus vidas, como le explicó Violette a Loula. La casa del militar era algo más amplia que el apartamento de tres piezas en la plaza Clugny, cómoda, pero sin lujos. La sencillez adoptada por Violette en el vestuario se extendía a su vivienda, decorada con muebles de artesanos locales y sin las chinerías que antes tanto le gustaban. La casa era acogedora, con fuentes de frutas, floreros, jaulas de pájaros y varios gatos. El primero en presentarse esa tarde fue el notario con su joven escribiente y un libraco de tapas azules. Violette los instaló en un cuarto adyacente a la sala principal, que servía de escritorio a Relais, y les ofreció café con delicados beignets de las monjas, que según Loula eran sólo masa frita y ella podía hacerlos mejor. Poco después tocó a la puerta Toulouse Valmorain. Se había echado varios kilos encima y se veía más gastado y ancho de lo que Violette recordaba, pero conservaba intacta su arrogancia de grand blanc, que a ella siempre le había parecido cómica, porque estaba entrenada para desnudar a los hombres de una sola mirada y desnudos no valían títulos, poder, fortuna o raza; sólo contaban el estado físico y las intenciones. Valmorain la saludó con el ademán de besarle la mano, pero sin tocarla con los labios, lo que habría sido una descortesía delante de Relais, y aceptó el asiento y el vaso de jugo de fruta que le ofrecieron.
—Han pasado unos cuantos años desde la última vez que nos vimos, monsieur —dijo ella, con una formalidad nueva entre ellos, procurando disimular la ansiedad que le oprimía el pecho.
—El tiempo se ha detenido para usted, madame, está igual.
—No me ofenda, me veo mejor —sonrió ella, asombrada porque el hombre se sonrojó; tal vez estaba tan nervioso como ella.
—Como sabe por mi carta, monsieur Valmorain, pensamos irnos a Francia dentro de poco —comenzó Étienne Relais, de uniforme, tieso como un poste en su silla.
—Sí, sí —lo interrumpió Valmorain—. Antes que nada, me corresponde agradecerles a ambos que hayan cuidado al chico durante estos años. ¿Cómo se llama?
—Jean-Martin —dijo Relais.
—Supongo que ya es todo un hombrecito. Desearía verlo, si fuera posible.
—Dentro de un momento. Anda paseando con Loula y regresarán pronto.
Violette estiró la falda de su sobrio vestido de crêpe verde oscuro con ribetes morados y sirvió más jugo en los vasos. Le temblaban las manos. Durante un par de eternos minutos nadie habló. Uno de los canarios empezó a cantar en su jaula, rompiendo el pesado silencio. Valmorain observó con disimulo a Violette, tomando nota de los cambios en ese cuerpo que alguna vez se empecinó en amar, aunque ya no recordaba muy bien lo que hacían antes en la cama. Se preguntó qué edad tendría y si acaso usaba misteriosos bálsamos para preservar la belleza, como había leído en alguna parte que hacían las antiguas faraonas, quienes a fin de cuentas terminaban momificadas. Sintió envidia al imaginar la dicha de Relais con ella.
—No podemos llevarnos a Jean-Martin en las condiciones actuales, Toulouse —dijo al fin Violette en el tono familiar que empleaba cuando eran amantes, poniéndole una mano en el hombro.
—No nos pertenece —añadió el teniente coronel, con un rictus en la boca y los ojos fijos en su antiguo rival.
—Queremos mucho a este niño y él cree que somos sus padres. Siempre quise tener hijos, Toulouse, pero Dios no me los dio. Por eso deseamos comprar a Jean-Martin, emanciparlo y llevarlo a Francia con el apellido Relais, como nuestro hijo legítimo —dijo Violette y de pronto se echó a llorar, sacudida por los sollozos.
Ninguno de los dos hombres hizo ademán de consolarla. Se quedaron mirando los canarios, incómodos, hasta que ella logró calmarse, justamente cuando Loula entraba con un chiquillo de la mano. Era hermoso. Corrió donde Relais a mostrarle algo que apretaba en un puño, parloteando excitado, con las mejillas arreboladas. Relais le señaló al visitante y el chico se acercó, le tendió una mano regordeta y lo saludó sin timidez. Valmorain lo estudió complacido y comprobó que no se parecía en nada a él ni a su hijo Maurice.
—¿Qué tienes ahí? —le preguntó.
—Un caracol.
—¿Me lo regalas?
—No puedo, es para mi papa —respondió Jean-Martin, regresando junto a Relais para trepar a sus rodillas.
—Anda con Loula, hijo —le ordenó el militar. El niño obedeció de inmediato, cogió a la mujer por la falda y ambos desaparecieron.
—Si estás de acuerdo… Bueno, hemos convocado a un notario en caso que aceptes nuestra proposición, Toulouse. Después habría que ir donde un juez —balbuceó Violette, a punto de llorar de nuevo.
Valmorain había acudido a la entrevista sin un plan. Sabía lo que le iban a pedir, porque Relais se lo había explicado en su carta, pero no había tomado una decisión, deseaba ver al muchacho primero. Le había causado muy buena impresión, era guapo y por lo visto no le faltaba carácter, valía bastante dinero, pero para él sería un incordio. Lo habían mimado desde que nació, eso resultaba evidente, y no sospechaba su verdadera posición en la sociedad. ¿Qué haría con ese pequeño bastardo de sangre mezclada? Tendría que mantenerlo en la casa los primeros años. No imaginaba cómo reaccionaría Tété; seguramente se volcaría en su hijo y Maurice, quien hasta ese momento se había criado como hijo único, se sentiría abandonado. El delicado equilibrio de su hogar podía venirse abajo. También pensó en Violette Boisier, en el recuerdo impreciso del amor que le tuvo, en los servicios que se habían prestado mutuamente a lo largo de los años y en la simple verdad de que ella era mucho más madre de Jean-Martin que Tété. Los Relais ofrecían al niño lo que él no pensaba darle: libertad, educación, un apellido y una situación respetable.
—Por favor, monsieur, véndanos a Jean-Martin. Le pagaremos lo que pida, aunque como usted ve, no somos gente de fortuna —le rogó Étienne Relais, crispado y tenso, mientras Violette temblaba apoyada en el umbral de la puerta que los separaba del notario.
—Dígame, señor, ¿cuánto ha gastado en mantenerlo durante estos años? —preguntó Valmorain.
—Nunca he hecho esa cuenta —respondió Relais, sorprendido.
—Bien, eso es lo que vale el chico. Estamos a mano. Ya tiene usted a su hijo.
El embarazo de Tété transcurrió sin cambios para ella; siguió trabajando de sol a sol como siempre y acudía al lecho de su amo cada vez que a él se le antojaba para hacer como los perros cuando la barriga se convirtió en un obstáculo. Tété lo maldecía para sus adentros, pero también temía que la reemplazara por otra esclava y la vendiera a Cambray, la peor suerte imaginable.
—No te preocupes, Zarité, si llega ese momento, yo me encargo del jefe de capataces —le prometió Tante Rose.
—¿Por qué no lo hace ahora, madrina? —le preguntó la joven.
—Porque no hay que matar sin una muy buena razón.
Esa tarde Tété estaba hinchada, con la sensación de llevar una sandía adentro, cosiendo en un rincón a pocos pasos de Valmorain, que leía y fumaba en su sillón. La fragancia picante del tabaco, que en tiempos normales le gustaba, ahora le revolvía el estómago. Hacía meses que nadie llegaba de visita a Saint-Lazare, porque incluso el huésped más asiduo, el doctor Parmentier, temía el camino; no se podía viajar por el norte de la isla sin fuerte protección. Valmorain había establecido el hábito de que Tété lo acompañara después de la cena, una obligación más de las muchas que le imponía. A esa hora ella sólo deseaba tenderse, acurrucada con Maurice, y dormir. Apenas podía con su cuerpo siempre caliente, cansado, sudoroso, con la presión de la criatura en los huesos, el dolor de espalda, los senos duros, los pezones ardientes. Ese día había sido el peor, el aire se le hacía poco para respirar. Aún era temprano, pero como una tormenta había precipitado la noche y la había obligado a cerrar los postigos, la casa parecía agobiante como una prisión. Hacía media hora que Eugenia dormía acompañada por su cuidadora y Maurice la esperaba, pero había aprendido a no llamarla porque su padre se indignaba.
La tormenta cedió tan de súbito como había comenzado, se acalló el golpeteo del agua y el azote del viento, que dieron paso a un coro de sapos. Tété se dirigió a una de las ventanas y abrió los postigos, aspirando a fondo el soplo de humedad y frescura que barrió la sala. El día se le había hecho eterno. Se había asomado un par de veces a la cocina con la excusa de hablar con Tante Mathilde, pero no había visto a Gambo. ¿Dónde se había metido el muchacho? Temblaba por él. A Saint-Lazare llegaban los rumores del resto de la isla, llevados de boca en boca por los negros y comentados abiertamente por los blancos, que jamás se cuidaban de lo que decían delante de sus esclavos. La última noticia era la Declaración de los Derechos del Hombre proclamada en Francia. Los blancos estaban en ascuas y los affranchis, que habían sido siempre marginados, veían por fin una posibilidad de obtener igualdad con los blancos. Los derechos del hombre no incluían a los negros, como le explicó Tante Rose a la gente reunida en una calenda, la libertad no era gratis, había que pelearla. Todos sabían que habían desaparecido cientos de esclavos de las plantaciones cercanas para unirse a las bandas de rebeldes. En Saint-Lazare se escaparon veinte, pero Prosper Cambray y sus hombres les dieron caza y volvieron con catorce. Los otros seis murieron a tiros, según el jefe de capataces, pero nadie vio lo cuerpos y Tante Rose creía que habían logrado llegar a las montañas. Eso fortaleció la determinación de huir de Gambo. Tété ya no podía sujetarlo y había comenzado el calvario de despedirse y arrancárselo del corazón. No hay peor sufrimiento que amar con miedo, decía Tante Rose.
Valmorain apartó la vista de la página para tomar otro sorbo de coñac y sus ojos se fijaron en su esclava, que llevaba un buen rato de pie junto a la ventana abierta. En la débil luz de las lámparas la vio jadeando, sudorosa, con las manos contraídas sobre la barriga. De pronto Tété ahogó un gemido y se recogió la falda por encima de los tobillos, mirando desconcertada el charco que se extendía en el suelo y empapaba sus pies desnudos. «Ya es hora» murmuró y salió apoyándose en los muebles en dirección a la galería. Dos minutos más tarde otra esclava acudió presurosa a trapear el suelo.
—Llama a Tante Rose —le ordenó Valmorain.
—Ya la fueron a buscar, amo.
—Avísame cuando nazca. Y tráeme más coñac.