La novia de Cuba

En octubre de 1778, al octavo año de su estadía en la isla, Toulouse Valmorain realizó otro de sus breves viajes a Cuba, donde tenía negocios que no le convenía divulgar. Como todos los colonos de Saint-Domingue, debía comerciar sólo con Francia, pero existían mil maneras ingeniosas de burlar la ley y él conocía varias. No se le hacía pecado evadir impuestos, que a fin de cuentas acababan en los cofres sin fondo del Rey. La atormentada costa se prestaba para que una embarcación discreta se alejara de noche rumbo a otras ensenadas del Caribe sin que nadie se enterase, y la permeable frontera con la parte española de la isla, menos poblada y mucho más pobre que la francesa, permitía un constante tráfico de hormigas a espaldas de las autoridades. Pasaba toda clase de contrabando, desde armas hasta maleantes, pero más que nada sacos de azúcar, café y cacao de las plantaciones, que de allí partían a otros destinos, esquivando las aduanas.

Después que Valmorain salió de las deudas de su padre y empezó a acumular más beneficios de los soñados, decidió mantener reservas de dinero en Cuba, donde las tendría más seguras que en Francia y a mano en caso de necesidad. Llegó a La Habana con la intención de quedarse sólo una semana para reunirse con su banquero, pero la visita se prolongó más de lo planeado porque en un baile del consulado de Francia conoció a Eugenia García del Solar. Desde un rincón del pretencioso salón vio a lo lejos a una opulenta joven de piel diáfana, coronada por una mata de cabello castaño y vestida como una provinciana, lo opuesto de la garbosa Violette Boisier, pero a sus ojos no menos hermosa. La distinguió de inmediato entre la multitud del salón de baile y por primera vez se sintió inadecuado. Su traje, adquirido en París varios años antes, ya no se usaba, el sol le había curtido la piel como cuero, tenía las manos de un herrero, la peluca le picaba en la cabeza, los encajes del cuello lo asfixiaban y le apretaban los zapatos de petimetre, puntiagudos y de tacos torcidos, que lo obligaban a caminar como un pato. Sus modales, antes refinados, resultaban bruscos comparados con la soltura de los cubanos. Los años que llevaba en la plantación lo habían endurecido por dentro y por fuera y ahora, cuando más las necesitaba, carecía de las artes cortesanas que tan naturales eran en su juventud. Para colmo, los bailes de moda eran un rápido enredo de piruetas, reverencias, vueltas y saltitos, que se hallaba incapaz de imitar.

Se enteró de que la joven era hermana de un español, Sancho García del Solar, de una familia de la baja nobleza, con apellido pomposo, pero empobrecida desde hacía un par de generaciones. La madre había puesto fin a sus días saltando desde el campanario de una iglesia y el padre murió joven después de echar por la ventana los bienes familiares. Eugenia se educó en un helado convento de Madrid, donde las monjas le inculcaron lo necesario para adornar el carácter de una dama: recato, oraciones y bordado. Entretanto, Sancho llegó a Cuba para tentar fortuna, porque en España no había espacio para una imaginación tan desbocada como la suya; en cambio, esa isla caribeña, donde iban a parar aventureros de toda laya, se prestaba para negocios lucrativos, aunque no siempre lícitos. Allí llevaba una bulliciosa vida de soltero, en la cuerda floja de sus deudas, que pagaba a duras penas y siempre a última hora mediante aciertos en las mesas de juego y la ayuda de sus amigos. Era bien parecido, poseía una lengua de oro para engatusar al prójimo y se daba tantos aires que nadie sospechaba cuán profundo era el hoyo de su bolsillo. De repente, cuando menos lo deseaba, las monjas le enviaron a su hermana acompañada por una dueña y una escueta carta explicando que Eugenia carecía de vocación religiosa y ahora le tocaba a él, su único pariente y guardián, hacerse cargo de ella.

Con esa joven virginal bajo su techo, a Sancho se le terminaron las parrandas, tenía el deber de encontrarle un marido adecuado antes de que se pasara en edad y se quedara para vestir santos, con vocación o sin ella. Su intención era casarla con el mejor postor, alguien que los sacara a ambos de la escasez en que los sumió el derroche de sus padres, pero no supuso que el pez sería de tanto peso como Toulouse Valmorain. Sabía muy bien quién era y cuánto valía el francés, lo tenía en la mira para proponerle algunos negocios, pero no le presentó a su hermana en el baile porque estaba en franca desventaja comparada con las célebres bellezas cubanas. Eugenia era tímida, carecía de ropa adecuada y él no podía comprársela, no sabía peinarse, aunque por suerte le sobraba cabello, y no tenía el talle diminuto impuesto por la moda. Por lo mismo se sorprendió cuando al día siguiente Valmorain le pidió permiso para visitarlos con intenciones serias, como manifestó.

—Debe de ser un viejo patuleco —bromeó Eugenia, al saberlo, dándole un golpe a su hermano con el abanico cerrado.

—Es un caballero culto y rico, pero aunque fuera jorobado te casarías de todos modos. Vas a cumplir veinte años y careces de dote…

—¡Pero soy bonita! —lo interrumpió ella, riéndose.

—Hay muchas mujeres más bonitas y delgadas que tú en La Habana.

—¿Te parezco gorda?

—No puedes hacerte de rogar y mucho menos si se trata de Valmorain. Es un excelente partido y posee títulos y propiedades en Francia, aunque el grueso de su fortuna es una plantación de azúcar en Saint-Domingue —le explicó Sancho.

—¿Santo Domingo? —preguntó ella, alarmada.

—Saint-Domingue, Eugenia. La parte francesa de la isla es muy diferente a la española. Voy a mostrarte un mapa, para que veas que está muy cerca; podrás venir a visitarme cuando quieras.

—No soy una ignorante, Sancho. Sé que esa colonia es un purgatorio de enfermedades mortales y negros alzados.

—Será sólo por un tiempo. Los colonos blancos se van apenas pueden. Dentro de unos años estarás en París. ¿No es ése el sueño de todas las mujeres?

—No hablo francés.

—Lo aprenderás. Desde mañana tendrás un tutor —concluyó Sancho.

Si Eugenia García del Solar planeaba oponerse a los designios de su hermano, desistió de la idea apenas Toulouse Valmorain se presentó en su casa. Era más joven y atractivo de lo que ella esperaba, de mediana estatura, bien proporcionado, con espaldas anchas, un rostro viril de facciones armoniosas, la piel bronceada por el sol y los ojos grises. Tenía una expresión dura en la boca de labios finos. Bajo la peluca torcida le asomaban unos cabellos rubios y se veía incómodo en la ropa, que le quedaba estrecha. A Eugenia le gustó su forma de hablar sin rodeos y de mirarla como si la desnudara, provocándole un hormigueo pecaminoso que habría horrorizado a las monjas del lúgubre convento de Madrid, Pensó que era una lástima que Valmorain viviera en Saint-Domingue, pero si su hermano no la había engañado, sería por poco tiempo. Sancho invitó al pretendiente a beber sambumbia de miel de caña en la pérgola del jardín y en menos de media hora el trato se dio tácitamente por concluido. Eugenia no se enteró de los detalles posteriores, que fueron resueltos por los hombres a puerta cerrada, ella sólo se hizo cargo de su ajuar. Lo encargó a Francia aconsejada por la mujer del cónsul y su hermano lo financió con un préstamo usurario conseguido gracias a su irresistible elocuencia de charlatán. En sus misas matinales, Eugenia agradecía a Dios con fervor la suerte única de casarse por conveniencia con alguien a quien podía llegar a querer.

Valmorain se quedó en Cuba un par de meses cortejando a Eugenia con métodos improvisados, porque había perdido la costumbre de tratar con mujeres como ella; los métodos utilizados con Violette Boisier no servían en este caso. Acudía a casa de su prometida a diario de cuatro a seis de la tarde a tomar un refresco y jugar a los naipes, siempre en presencia de la dueña enteramente vestida de negro que hacía bolillos con un ojo y los vigilaba con el otro. La vivienda de Sancho dejaba mucho que desear y Eugenia carecía de vocación doméstica y no hizo nada por acomodar un poco las cosas. Para evitar que la mugre del mobiliario malograra la ropa al novio, lo recibía en el jardín, donde la voraz vegetación del trópico se desbordaba como una amenaza botánica. A veces salían de paseo acompañados por Sancho o se vislumbraban de lejos en la iglesia, donde no podían hablarse.

Valmorain había notado las precarias condiciones en que vivían los García del Solar y dedujo que si su novia estaba cómoda allí, con mayor razón lo estaría en la habitation Saint-Lazare. Le enviaba delicados regalos, flores y esquelas formales que ella guardaba en un cofre forrado en terciopelo, pero dejaba sin respuesta. Hasta ese momento Valmorain había tenido poco trato con españoles, sus amistades eran francesas, pero pronto comprobó que se sentía a gusto entre ellos. No tuvo problema para comunicarse, porque el segundo idioma de la clase alta y la gente culta en Cuba era el francés. Confundió los silencios de su prometida con recato, a sus ojos una apreciable virtud femenina, y no se le ocurrió que ella apenas le entendía. Eugenia no tenía buen oído y los esfuerzos del tutor resultaron insuficientes para inculcarle las sutilezas de la lengua francesa. La discreción de Eugenia y sus modales de novicia a él le parecieron una garantía de que no incurriría en la conducta disipada de tantas mujeres en Saint-Domingue, que se olvidaban del pudor con el pretexto del clima. Una vez que comprendió el carácter español, con su exagerado sentido del honor y su falta de ironía, se sintió cómodo con la muchacha y aceptó de buen talante la idea de aburrirse con ella a conciencia. No le importaba. Deseaba una esposa honrada y una madre ejemplar de su descendencia; para entretenerse tenía sus libros y sus negocios.

Sancho era lo opuesto a su hermana y a otros españoles que conocía Valmorain: cínico, liviano de sangre, inmune al melodrama y a los sobresaltos de los celos, descreído y con habilidad para coger al vuelo las oportunidades que andaban en el aire. Aunque algunos aspectos de su futuro cuñado le chocaban, Valmorain se divertía con él y se dejaba embaucar, dispuesto a perder una suma por el placer de la conversación ingeniosa y de reírse un rato. Como primer paso lo convirtió en socio en un contrabando de vinos franceses que planeaba realizar desde Saint-Domingue a Cuba, donde eran muy apreciados. Eso inició una larga y sólida complicidad que habría de unirlos hasta la muerte.