Los amantes
Hacía varios años que Violette Boisier había abandonado la vida nocturna de Le Cap, no por haberse marchitado, pues todavía podía competir con cualquiera de sus rivales, sino por Étienne Relais. La relación se había convertido en una complicidad amorosa sazonada por la pasión de él y el buen humor de ella. Llevaban juntos casi una década, que se les había hecho muy corta. Al principio pasaban separados, sólo podían verse durante las breves visitas de Relais entre campañas militares. Por un tiempo ella continuó en su oficio, pero sólo ofrecía sus magníficos servicios a un puñado de clientes, los más generosos. Se volvió tan selectiva que Loula debía suprimir de la lista a los impetuosos, los feos sin remedio y los de mal aliento; en cambio daba preferencia a los viejos, porque eran agradecidos. Pocos años después de conocer a Violette, Relais fue ascendido a teniente coronel y le encargaron la seguridad en el norte; entonces viajaba por períodos más cortos. Apenas pudo establecerse en Le Cap dejó de dormir en el cuartel y se casó con ella. Lo hizo desafiante, con pompa y ceremonia en la iglesia y anuncio en el periódico, como las bodas de los grands blancs, ante el desconcierto de sus compañeros de armas, incapaces de entender sus razones para desposar a una mujer de color, y además de dudosa reputación, si podía mantenerla como querida; pero ninguno se lo preguntó a la cara y él no ofreció explicaciones. Contaba con que nadie se atrevería a hacerle desaires a su mujer. Violette notificó a sus «amigos» que ya no estaba disponible, repartió entre otras cocottes los vestidos de fiesta que no pudo transformar en prendas más discretas, vendió su piso y se fue a vivir con Loula a una casa alquilada por Relais en un barrio de petits blancs y affranchis. Sus nuevas amistades eran mulatos, algunos bastante ricos, propietarios de tierras y esclavos, católicos, aunque en secreto solían recurrir al vudú. Descendían de los mismos blancos que los despreciaban, eran sus hijos o nietos, y los imitaban en todo, pero negaban hasta donde podían la sangre africana de sus madres. Relais no era amistoso, sólo se sentía cómodo en la ruda camaradería del cuartel, pero de vez en cuando acompañaba a su mujer a las reuniones sociales. «Sonríe, Étienne, para que mis amigos le pierdan el miedo al mastín de Saint-Domingue», le pedía ella. Violette le comentó a Loula que echaba de menos el brillo de las fiestas y espectáculos que antes llenaban sus noches. «Entonces tenías dinero y te divertías, mi ángel, ahora eres pobre y te aburres. ¿Qué has ganado con tu soldado?» Vivían con el sueldo de teniente coronel, pero sin que él lo supiera hacían negocios: pequeños contrabandos, préstamos con interés. Así aumentaban el capital que Violette había ganado y Loula sabía invertir.
Étienne Relais no había olvidado sus planes de volver a Francia, especialmente ahora que la República les había dado poder a los ciudadanos comunes como él. La vida en la colonia lo tenía harto, pero no tenía suficiente dinero ahorrado como para retirarse del ejército. No le hacía ascos a la guerra, era un centauro de muchas batallas, acostumbrado a sufrir y hacer sufrir, pero estaba cansado del alboroto. No entendía la situación en Saint-Domingue: se hacían y deshacían alianzas en cosa de horas, los blancos se peleaban entre sí y contra los affranchis, nadie le daba importancia a la creciente insurrección de los negros, que él consideraba lo más grave de todo. A pesar de la anarquía y la violencia, la pareja encontró una felicidad apacible que ninguno de los dos conocía. Evitaban hablar de hijos, ella no podía concebirlos y a él no le interesaban, pero cuando una tarde inolvidable Toulouse Valmorain se presentó en su casa con un recién nacido envuelto en una mantilla, lo recibieron como una mascota que llenaría las horas de Violette y Loula, sin sospechar que se iba a convertir en el hijo que no se habían atrevido a soñar. Valmorain se lo llevó a Violette porque no se le ocurrió otra solución para hacerlo desaparecer antes del regreso de Eugenia de Cuba. Debía impedir que su mujer se enterara de que el crío de Tété era también suyo. No podía ser de otro, porque él era el único blanco en Saint-Lazare. Ignoraba que Violette se había casado con el militar. No la encontró en el piso de la plaza Clugny, que ahora tenía otro propietario, pero le fue fácil averiguar su nuevo paradero y allí llegó con el chico y una nodriza que consiguió por su vecino Lacroix. Le planteó el asunto a la pareja como un arreglo temporal, sin tener idea de cómo lo iba a resolver más adelante; por lo mismo fue un alivio que Violette y su marido aceptaran al infante sin preguntar más que su nombre. «No lo he bautizado, podéis llamarlo como queráis», les dijo en esa oportunidad.
Étienne Relais seguía tan fiero, vigoroso y sano como en su juventud. Era el mismo manojo de músculos y fibra, con una mata de cabello gris y el carácter de hierro que lo encumbró en el ejército y le hizo ganar varias medallas. Primero había servido al Rey y ahora servía a la República con igual lealtad. Todavía deseaba hacer el amor con Violette muy seguido y ella lo acompañaba de buen talante en esas cabriolas de amantes, que según Loula eran impropias de esposos maduros. Era notable el contraste entre su reputación de despiadado y la blandura recóndita que derrochaba con su mujer y el niño, quien rápidamente ganó su corazón, ese órgano que a él le faltaba, según sostenían en el cuartel. «Este chiquillo podría ser mi nieto», decía a menudo y en verdad tenía chocheras de abuelo. Violette y el niño eran las únicas dos personas que había amado en su vida y, si lo apuraban un poco, admitía que también quería a Loula, aquella africana mandona que tanta guerra le dio al principio, cuando pretendía que Violette consiguiera un novio más conveniente. Relais le ofreció la emancipación; la reacción de Loula fue echarse al suelo gimiendo que pretendían deshacerse de ella, como tantos esclavos inservibles por viejos o enfermos, que los amos abandonaban en la calle para no tener que mantenerlos, que había pasado su vida cuidando a Violette y cuando no la necesitaban iban a condenarla a pedir limosna o morirse de hambre, y dale y dale a grito destemplado. Por fin Relais logró hacerse oír para asegurarle que podía seguir siendo esclava hasta su último aliento, si así lo deseaba. A partir de esa promesa cambió la actitud de la mujer y en vez de ponerle muñecos pinchados con alfileres debajo la cama, se esmeró en prepararle sus comidas favoritas.
Violette había madurado como los mangos, lentamente. Con los años no había perdido su frescura, su porte altivo o su risa torrentosa, sólo había engordado un poco, lo que a su marido le encantaba. Tenía la actitud confiada de quienes gozan del amor. Con el tiempo y la estrategia de rumores de Loula, se había convertido en una leyenda y adonde fuera la seguían miradas y murmullos, incluso de la misma gente que no la recibía en sus casas. «Se deben estar preguntando por el huevo de paloma», se reía Violette. Los hombres más soberbios se quitaban el sombrero a su paso cuando iban solos, muchos recordaban las noches ardientes en el piso de la plaza Clugny, pero las mujeres de cualquier color apartaban la vista por envidia. Violette se vestía con colores alegres y sus únicos adornos eran el anillo de ópalo, regalo de su marido, y pesados aros de oro en las orejas, que resaltaban sus rasgos magníficos y el marfil de su piel, resultado de una vida sin exponerse al rayo partido de sol. No poseía otras joyas, todas las había vendido para aumentar el capital indispensable para sus tratos de usurera. Había acumulado sus ahorros durante años en un hoyo del patio, en sólidas monedas de oro, sin levantar sospechas en su marido, hasta que llegó el momento de irse. Estaban echados en cama un domingo a la hora de la siesta, sin tocarse porque hacía demasiado calor, cuando ella le anunció que si en realidad deseaba volver a Francia, como venía diciendo desde hacía una eternidad, contaban con los medios para hacerlo. Esa misma noche, amparada por la oscuridad, desenterró su tesoro con Loula. Una vez que el teniente coronel hubo sopesado la bolsa de monedas, se repuso del asombro y dejó de lado sus objeciones de varón humillado por la astucia de las hembras, decidió presentar su renuncia al ejército. Había cumplido de sobra con Francia. Entonces la pareja empezó a planear el viaje y Loula debió resignarse a la idea de ser libre, porque en Francia se había abolido la esclavitud.