Refugiados
Adèle había cambiado tan poco que llevaba el mismo vestido con que se fue año y medio antes de Saint-Domingue. Se ganaba la vida cosiendo, como siempre había hecho, y sus modestos ingresos le alcanzaban a duras penas para pagar el alquiler y alimentar a su prole, pero no estaba en su carácter quejarse por lo que le faltaba sino agradecer lo que tenía. Se adaptó con sus niños entre los numerosos negros libres de la ciudad y pronto había adquirido una clientela fiel. Conocía muy bien el oficio del hilo y la aguja, pero no entendía de moda. De los diseños se encargaba Violette Boisier. Las dos compartían esa intimidad que suele unir en el exilio a quienes no se habrían echado una segunda mirada en su lugar de origen.
Violette se había instalado con Loula en una casa modesta en un barrio de blancos y mulatos, varios escalones más elevado en la jerarquía de clases que el de Adèle, gracias a su prestancia y el dinero ahorrado en Saint-Domingue. Había emancipado a Loula contra su voluntad y colocado a Jean-Martin interno en una escuela de curas para darle la mejor educación posible. Tenía planes ambiciosos para él. A los ocho años el chico, un mulato color bronce, era de facciones y gestos tan armoniosos, que si no llevara el cabello muy corto, habría pasado por niña. Nadie —y menos él mismo— sabía que era adoptado; eso era un secreto sellado de Violette y Loula.
Una vez que su hijo estuvo seguro en manos de los frailes, Violette echó sus redes para conectarse con la gente de buena posición que podía facilitarle la existencia en La Habana. Se movía entre franceses, porque los españoles y los cubanos despreciaban a los refugiados que habían invadido la isla en los años recientes. Los grands blancs que llegaban con dinero terminaban por irse a las provincias, donde sobraba tierra y podían plantar café o caña de azúcar, pero el resto sobrevivía en las ciudades, algunos de sus rentas o del alquiler de sus esclavos, otros trabajaban o hacían negocios, no siempre legítimos, mientras el periódico denunciaba la competencia desleal de los extranjeros, que amenazaba la estabilidad de Cuba.
Violette no necesitaba hacer labores mal pagadas, como tantos compatriotas, pero la vida era cara y debía ser cuidadosa con sus ahorros. No tenía edad ni deseo de volver a su antigua profesión. Loula pretendía que atrapara un marido con dinero, pero ella seguía amando a Étienne Relais y no quería darle un padrastro a Jean-Martin. Había pasado la existencia cultivando el arte de caer bien y pronto contaba con un grupo de amistades femeninas entre quienes vendía las lociones de belleza preparadas por Loula y los vestidos de Adèle; así se ganaba la vida. Esas dos mujeres llegaron a ser sus íntimas amigas, las hermanas que no tuvo. Con ellas tomaba su cafecito de los domingos en chancletas, bajo un toldo en el patio, haciendo planes y sacando cuentas.
—Tendré que contarle a madame Relais que su marido murió —le dijo Parmentier a Adèle cuando oyó la historia.
—No es necesario, ella ya lo sabe.
—¿Cómo puede saberlo?
—Porque se le quebró el ópalo del anillo —le explicó Adèle, sirviéndole una segunda porción de arroz con plátano frito y carne mechada.
El doctor Parmentier, quien se había propuesto en sus noches solitarias compensar a Adèle por el amor sin condiciones y siempre a la sombra que le había dado por años, repitió en La Habana la doble vida que llevaba en Le Cap y se instaló en una casa separada, ocultando su familia ante los ojos de los demás. Se convirtió en uno de los médicos más solicitados entre los refugiados, aunque no logró tener acceso a la alta sociedad criolla. Era el único capaz de curar el cólera con agua, sopa y té, el único con la suficiente honradez para admitir que no hay remedio contra la sífilis ni el vómito negro, el único que podía detener la infección en una herida e impedir que una picadura de alacrán acabara en funeral. Tenía el inconveniente de que atendía por igual a gente de todos colores. Su clientela blanca lo soportaba porque en el exilio las diferencias naturales tienden a borrarse y no estaban en condiciones de exigir exclusividad, pero no le hubieran perdonado una esposa e hijos de sangre mezclada. Así se lo dijo a Adèle, aunque ella nunca le pidió explicaciones.
Parmentier alquiló una casa de dos pisos en un barrio de blancos y destinó la planta baja a consultorio y la segunda a su habitación. Nadie supo que pasaba las noches a varias cuadras de distancia en una casita azul cobalto. Veía a Violette Boisier los domingos en casa de Adèle. La mujer tenía treinta y seis años muy bien llevados y gozaba de la buena reputación de una viuda virtuosa en la comunidad de emigrados. Si alguien creía reconocer en ella a una célebre cocotte de Le Cap, de inmediato descartaba la duda como una imposibilidad. Violette seguía usando el anillo con el ópalo quebrado y no pasaba un solo día sin que pensara en Étienne Relais.
Ninguno de ellos pudo adaptarse en Cuba y varios años más tarde seguían siendo tan extranjeros como el primer día, con el agravante de que el resentimiento de los cubanos contra los refugiados se había exacerbado, porque su número seguía aumentando y ya no eran grands blancs adinerados, sino gente arruinada que se aglomeraba en barriadas, donde fermentaban crímenes y enfermedades. Nadie los quería. Las autoridades españolas los hostigaban y les sembraban el camino de obstáculos legales, con la esperanza de que se mandaran a cambiar de una vez para siempre.
Un decreto del gobierno anuló las licencias profesionales que no habían sido obtenidas en España y Parmentier se encontró ejerciendo medicina de forma ilegal. De nada le servía el sello real de Francia en su pergamino, y en esas condiciones sólo podía atender a esclavos y pobres que rara vez podían pagarle. Otro inconveniente era que no había aprendido ni una sola palabra de español, a diferencia de Adèle y sus hijos, que lo hablaban a toda velocidad con acento cubano.
Por su parte, Violette Boisier terminó por ceder a la presión de Loula y había estado a punto de casarse con el dueño de un hotel, un gallego sesentón, rico y de mala salud, perfecto según Loula, porque iba a despacharse pronto de muerte natural o con un poco de ayuda de su parte y dejarlas aseguradas. El hotelero, deschavetado por ese amor tardío, no quiso aclarar los rumores de que Violette no era blanca, porque le daba lo mismo. Nunca había deseado a nadie como a esa voluptuosa mujer y cuando la tuvo por fin en sus brazos descubrió que le provocaba una insensata ternura de abuelo, que a ella le quedaba cómoda, porque no competía con el recuerdo de Étienne Relais. El gallego le abrió su bolsa para que gastara como una sultana, si se le antojaba, pero se le olvidó mencionarle que estaba casado. Su esposa se había quedado en España con el único hijo de ambos, sacerdote dominico, y ninguno de los dos tenía interés en ese hombre a quien no habían visto en veintisiete años. Madre e hijo suponían que vivía en pecado mortal, refocilándose con mujeres culonas en las depravadas colonias del Caribe, pero mientras les mandara dinero regularmente no les importaba el estado de su alma. El hotelero creyó que si desposaba a la viuda Relais su familia jamás se enteraría, y así habría sido sin la intervención de un codicioso abogado, que averiguó su pasado y se propuso esquilmarlo. Comprendió que no podía comprar el silencio del leguleyo, porque el chantaje se repetiría mil veces. Se armó un lío epistolar y unos meses más tarde apareció de improviso el hijo fraile dispuesto a salvar a su padre de las garras de Satanás y la herencia de las garras de aquella meretriz. Violette, aconsejada por Parmentier, renunció al matrimonio, aunque siguió visitando de vez en cuando a su enamorado para que no se muriera de pena.
Ese año Jean-Martin cumplía trece años y llevaba cinco diciendo que iba a seguir la carrera militar en Francia, como su padre. Orgulloso y testarudo, como siempre había sido, se negó a oír las razones de Violette, que no quería separarse de él y le tenía horror al ejército, donde un muchacho tan apuesto podía acabar sodomizado por un sargento. La insistencia de Jean-Martin fue tan inquebrantable, que al final su madre debió ceder. Violette aprovechó su amistad con un capitán de barco, a quien había conocido en Le Cap, para enviarlo a Francia. Allí lo recibió un hermano de Étienne Relais, también militar, que lo llevó a la escuela de cadetes de París, donde se habían formado todos los hombres de su familia. Sabía que su hermano se había casado con una antillana y no le llamó la atención el color del chico; no sería el único de sangre mezclada en la Academia.
En vista de que la situación en Cuba se ponía cada vez más difícil para los refugiados, el doctor Parmentier decidió probar fortuna en Nueva Orleans y, si las cosas se le daban bien, llevarse después a la familia. Entonces Adèle se impuso por primera vez en los dieciocho años que estaban juntos y planteó que no volverían a separarse: se iban todos juntos o no se iba nadie. Estaba dispuesta a seguir viviendo oculta, como un pecado del hombre que amaba, pero no permitiría que su familia se desintegrara. Le propuso que viajaran en el mismo barco, pero ella y los niños en tercera clase, y desembarcaran separados, de modo que no los vieran juntos. Ella misma consiguió pasaportes después de sobornar a las autoridades correspondientes, como era habitual, y de probar que era libre y mantenía a sus hijos con su trabajo. No iba a Nueva Orleans a pedir limosna, le dijo al cónsul con su característica suavidad, sino a coser vestidos.
Cuando Violette Boisier se enteró de que sus amigos pensaban emigrar por segunda vez, tuvo una de aquellas fulminantes pataletas de rabia y llanto que solían darle en la juventud y no había vuelto a sufrir en años. Se sintió traicionada por Adèle.
—¿Cómo puedes seguir a ese hombre que no te reconoce como la madre de sus hijos? —sollozó.
—Me quiere como puede —respondió Adèle sin alterarse.
—¡Les ha enseñado a los niños a fingir en público que no lo conocen! —exclamó Violette.
—Pero los mantiene, los educa y los quiere mucho. Es un buen padre. Mi vida está unida a la de él, Violette, y no vamos a separarnos más.
—¿Y yo? ¿Qué será de mí sola aquí? —preguntó Violette desconsolada.
—Podrías venir con nosotros… —sugirió su amiga.
La idea le pareció espléndida a Violette. Había oído que en Nueva Orleans existía una floreciente sociedad de gente de color libre donde todos podrían prosperar. Sin perder tiempo lo consultó con Loula y ambas decidieron que nada las retenía en Cuba. Nueva Orleans sería la última oportunidad de echar raíces y planear para la vejez.
Toulouse Valmorain, que había permanecido en contacto con Parmentier durante esos siete años mediante cartas esporádicas, le ofreció su ayuda y hospitalidad, pero le advirtió que en Nueva Orleans había más médicos que panaderos y la competencia sería fuerte. Por suerte la licencia real de Francia le servía en Luisiana. «Y aquí no le hará falta hablar español, mi estimado doctor, porque la lengua es el francés», agregó en su carta. Parmentier descendió del barco y cayó en el abrazo de su amigo, que lo esperaba en el muelle. No se veían desde 1793. Valmorain no lo recordaba tan pequeño y frágil, y a su vez Parmentier no lo recordaba tan rotundo. Valmorain tenía un nuevo aire de satisfacción, nada quedaba del hombre atormentado con quien sostenía interminables discusiones filosóficas y políticas en Saint-Domingue.
Mientras el resto de los pasajeros desembarcaba, ellos esperaron el equipaje. Valmorain no se fijó para nada en Adèle, una mulata oscura con dos muchachos y una niña, que procuraba conseguir un carretón de alquiler para transportar sus bultos, pero distinguió en la muchedumbre a una mujer con un fino traje de viaje color bermellón, sombrero, bolso y guantes del mismo color, tan hermosa que habría sido imposible no fijarse en ella. La reconoció al punto, aunque ése era el último lugar donde esperaba volver a verla. Se le escapó su nombre en un grito y corrió a saludarla con el entusiasmo de un chico. «Monsieur Valmorain, ¡qué sorpresa!», exclamó Violette Boisier tendiéndole una mano enguantada, pero él la tomó por los hombros y le plantó tres besos en la cara, al estilo francés. Comprobó, encantado, que Violette había cambiado muy poco y la edad la había vuelto aún más deseable. Ella le contó en pocas palabras que había enviudado y que Jean-Martin estaba estudiando en Francia. Valmorain no recordaba quién era ese Jean-Martin, pero al enterarse de que había llegado sola lo acosaron los deseos de su juventud. «Espero que me concedas el honor de visitarte», se despidió en el tono de intimidad que no había usado con ella desde hacía una década. En ese instante los interrumpió Loula, que se batía a palabrotas con un par de cargadores para que transportaran sus baúles. «Las reglas no han cambiado, tendrá que ponerse en la cola si pretende ser recibido por madame», le dijo, apartándolo de un codazo.
Adèle alquiló un chalet en la calle Rampart, donde vivían mujeres libres de color, la mayoría mantenidas por un protector blanco, según el tradicional sistema de plaçage o «colocación», que había comenzado en los primeros tiempos de la colonia, cuando no resultaba fácil convencer a una joven europea de seguir a los hombres a esas tierras salvajes. Había cerca de dos mil arreglos de este tipo en la ciudad. La vivienda de Adèle era similar a las demás de la misma calle, pequeña, cómoda, bien ventilada y provista de un patio trasero con los muros cubiertos de buganvillas. El doctor Parmentier tenía un piso a pocas cuadras de distancia, donde también había instalado su clínica, pero pasaba las horas libres con su familia en forma mucho más abierta que en Le Cap o La Habana. Lo único raro de esa situación resultaba la edad de los participantes, porque el plaçage era un arreglo entre blancos y mulatas de quince años; el doctor Parmentier iba a cumplir sesenta y Adèle parecía la abuela de cualquiera de sus vecinas.
Violette y Loula consiguieron una casa más grande en la calle Chartres. Les bastaron unas vueltas por la plaza de Armas, el dique a la hora de los paseos y la iglesia del Père Antoine el domingo a mediodía, para darse cuenta de la vanidad de las mujeres. Las blancas habían logrado pasar una ley que prohibía a las de color usar sombrero, joyas o vestidos ostentosos en público bajo pena de azotes. El resultado fue que las mulatas se ataban el tignon con tal gracia, que superaba al más fino sombrero de París, lucían un escote tan tentador, que cualquier joya habría sido una distracción y caminaban con tal garbo, que por comparación las blancas parecían lavanderas. Violette y Loula calcularon de inmediato los beneficios que podían obtener con sus lociones de belleza, en especial la crema de baba de caracol y perlas disueltas en jugo de limón para aclarar la piel.