Créoles de buena sangre

La casa en el corazón de Nueva Orleans, en la zona donde vivían los créoles de ascendencia francesa y sangre antigua, fue un hallazgo de Sancho García del Solar. Cada familia era una sociedad patriarcal, numerosa y cerrada, que se mezclaba sólo con otros de su mismo nivel. El dinero no abría aquellas puertas, contrariamente a lo que Sancho sostenía, aunque debería haber estado mejor informado, porque tampoco las abría entre los españoles de similar casta social; pero cuando empezaron a llegar los refugiados de Saint-Domingue hubo un resquicio por donde colarse. Al principio, antes de que se convirtiera en una avalancha humana, algunas familias créoles acogían a los grands blancs que habían perdido sus plantaciones, compadecidos y espantados por las trágicas noticias que llegaban de la isla. No podían imaginar nada peor que un alzamiento de negros. Valmorain desempolvó el título de chevalier para presentarse en sociedad y su cuñado se encargó de mencionar el château de París, por desgracia abandonado desde que la madre de Valmorain se había radicado en Italia para huir del terror impuesto por el jacobino Robespierre. A Sancho la propensión a decapitar gente por sus ideas o sus títulos, como ocurría en Francia, le revolvía las tripas. No simpatizaba con la nobleza, pero tampoco con la chusma; la república francesa le parecía tan vulgar como la democracia americana. Cuando supo que habían decapitado a Robespierre unos meses más tarde en la misma guillotina en que perecieron centenares de sus víctimas, lo celebró con una borrachera de dos días. Fue la última vez, porque entre los créoles nadie era abstemio, pero la ebriedad no se toleraba; un hombre que perdía la compostura con la bebida no merecía ser aceptado en ninguna parte. Valmorain, que había ignorado por años las advertencias del doctor Parmentier sobre el alcohol, también debió medirse y entonces descubrió que no bebía por vicio, como en el fondo sospechaba, sino como paliativo para la soledad.

Tal como se habían propuesto, los cuñados no llegaron a Nueva Orleans confundidos con otros refugiados, sino como dueños de una plantación de azúcar, lo más prestigioso en el escalafón de castas. La visión de Sancho para adquirir tierra había resultado providencial. «No te olvides que el futuro está en el algodón, cuñado. El azúcar tiene mala fama», le advirtió a Valmorain. Circulaban relatos pavorosos sobre la esclavitud en las Antillas y los abolicionistas estaban empeñados en una campaña internacional para sabotear el azúcar contaminada de sangre. «Créeme, Sancho, aunque los terrones fueran colorados, el consumo seguirá aumentando. El oro dulce es más adictivo que el opio», lo tranquilizó Valmorain. Nadie hablaba de eso en el cerrado círculo de la buena sociedad. Los créoles aseguraban que las atrocidades de las islas no ocurrían en Luisiana. Entre esa gente, unida por un complicado encaje de relaciones familiares, donde no se podían mantener secretos —todo se sabía tarde o temprano— la crueldad era mal vista e inconveniente, ya que sólo un necio dañaba su propiedad. Además, el clero, encabezado por el religioso español fray Antonio de Sedella, conocido como Père Antoine, temible por su fama de santo, se encargaba de insistir en su responsabilidad ante Dios por los cuerpos y almas de sus esclavos.

Al iniciar las gestiones para adquirir mano de obra para la plantación, Valmorain se encontró con una realidad muy diferente a la de Saint-Domingue, porque el costo de los esclavos era alto. Eso significaba una inversión mayor de la calculada y debía ser prudente con los gastos, pero se sintió secretamente aliviado. Ahora existía una razón práctica para cuidar a los esclavos, no sólo escrúpulos humanitarios que podían ser interpretados como debilidad. Lo peor de los veintitrés años en Saint-Lazare, peor que la locura de su mujer, el clima que corroía la salud y desmigajaba los principios del hombre más decente, la soledad y el hambre de libros y conversación, había sido el poder absoluto que ejercía sobre otras vidas, con su carga de tentaciones y degradación. Tal como sostenía el doctor Parmentier, la revolución de Saint-Domingue era el desquite inevitable de los esclavos contra la brutalidad de los colonos. Luisiana le ofrecía a Valmorain la oportunidad de revivir sus ideales de juventud, dormidos en los rescoldos de la memoria. Empezó a soñar con una plantación modelo capaz de producir tanto azúcar como Saint-Lazare, pero donde los esclavos llevaran una existencia humana. Esta vez pondría mucho cuidado en la elección de los capataces y su jefe. No deseaba otro Prosper Cambray.

Sancho se dedicó a cultivar amistades entre los créoles, sin las cuales no podían prosperar, y en poco tiempo se convirtió en el alma de las tertulias, con su voz de seda para las canciones a la guitarra, su buen talante para perder en las mesas de juego, sus ojos lánguidos y su humor fino con las matriarcas, a quienes se desvivía en halagar, porque sin su aprobación nadie cruzaba el umbral de sus casas. Jugaba al billar, backgamon, dominó y naipes, bailaba con gracia, ningún tema lo apabullaba y tenía el arte de presentarse siempre en el lugar y el momento apropiados. Su paseo favorito era el camino arbolado del dique que protegía la ciudad de inundaciones, donde se mezclaba todo el mundo, desde las familias distinguidas hasta la plebe ruidosa de marineros, esclavos, gente libre de color y los infaltables kaintoch, con su reputación de ebrios, matones y mujeriegos. Esos hombres bajaban por el Mississippi desde Kentucky y otras regiones del norte a vender sus productos, tabaco, algodón, pieles, madera, enfrentándose por el camino con indios hostiles y mil otros peligros; por lo mismo, andaban bien armados. En Nueva Orleans vendían los botes como leña, se divertían un par de semanas y luego emprendían el arduo viaje de regreso.

Nada más que para ser visto, Sancho asistía a las funciones de teatro y ópera, tal como iba a misa los domingos. Su sencillo traje negro, su cabello recogido en una cola y el bigote engomado contrastaban con los atuendos de brocatos y encajes de los franceses, dándole un aire ligeramente peligroso que atraía a las mujeres. Sus modales eran impecables, requisito esencial en la clase alta, donde el uso debido del tenedor era más importante que las condiciones morales de un sujeto. Tan espléndidas virtudes de nada le habrían servido a ese español algo excéntrico sin el parentesco con Valmorain, francés de pura cepa y rico, pero una vez que se introducía en los salones, nadie pensaba en echarlo. Valmorain era viudo, de sólo cuarenta y cinco años, nada mal parecido, aunque le sobraban varios kilos, y naturalmente los patriarcas del Vieux Carré trataron de atraparlo para una hija o sobrina. También el cuñado de apellido impronunciable era un candidato, ya que un yerno español era preferible al bochorno de una hija soltera.

Hubo comentarios, pero nadie se opuso cuando ese par de extranjeros alquilaron una de las mansiones del barrio y cuando más tarde el propietario se la vendió. Tenía dos pisos y mansarda, pero carecía de sótano, porque Nueva Orleans estaba construida sobre agua y bastaba cavar un palmo para mojarse. Los mausoleos del cementerio estaban elevados para que los muertos no salieran navegando en cada temporal. Como muchas otras, la casa de Valmorain era de ladrillo y madera, de estilo español, con una entrada ancha para el coche, patio empedrado de adoquines, una fuente de azulejos y frescos balcones con rejas de hierro cubiertas de fragantes enredaderas. Valmorain la decoró evitando ostentación, señal de arribismo. No era capaz ni de silbar, pero invirtió en instrumentos musicales, porque en las veladas sociales las señoritas se lucían en el piano, arpa o clavicordio y los caballeros con la guitarra.

Maurice y Rosette tuvieron que aprender música y danza con tutores privados, como otros niños ricos. Un refugiado de Saint-Domingue les daba clases de música a varillazos y un gordito melindroso les enseñaba los bailes de moda también a varillazos. En el futuro eso le sería tan útil a Maurice como la esgrima para batirse en duelo y los juegos de salón, y a Rosette le serviría para entretener a las visitas, pero sin competir jamás con las niñas blancas. Tenía gracia y buena voz; en cambio Maurice había heredado el pésimo oído de su padre y asistía a las clases con la actitud resignada de un galeote. Prefería los libros, que de poco iban a servirle en Nueva Orleans, donde el intelecto resultaba sospechoso; mucho más apreciado era el talento de la conversación liviana, la galantería y el buen vivir.

A Valmorain, acostumbrado a una existencia de ermitaño en Saint-Lazare, las horas de charla banal en los cafés y bares donde lo arrastraba Sancho le parecían perdidas. Tenía que hacer un esfuerzo para participar en juegos y apuestas, detestaba las riñas de gallos, que dejaban a la concurrencia salpicada de sangre, y las carreras de caballos y galgos, en que siempre perdía. Cada día de la semana había tertulia en un salón diferente, presidida por una matrona que llevaba la cuenta de los asistentes y los chismes. Los hombres solteros iban de casa en casa, siempre con algún regalo, por lo general un postre monstruoso de azúcar y nueces, pesado como una cabeza de vaca. Según Sancho, las tertulias eran obligatorias en esa sociedad cerrada. Danzas, soirées, picnics, siempre las mismas caras y nada que decir. Valmorain prefería la plantación, pero entendió que en Luisiana su tendencia a recluirse sería interpretada como avaricia.

Los salones y el comedor de la casa de la ciudad estaban en el primer piso, los dormitorios en el segundo y la cocina y los alojamientos de los esclavos en el patio trasero, separados. Las ventanas daban acceso a un jardín pequeño, pero bien cuidado. La pieza más espaciosa era el comedor, como en todas las casas créoles, donde la vida giraba en torno a la mesa y el orgullo de la hospitalidad. Una familia respetable poseía vajilla para veinticuatro comensales por lo menos. Uno de los cuartos del primer piso contaba con entrada separada y se destinaba a los hijos solteros; así podían parrandear sin ofender a las damas de la familia. En las plantaciones, esas garçonnières eran pabellones octogonales cerca del camino. A Maurice le faltaban unos doce años para exigir ese privilegio, por el momento dormía solo por primera vez en una habitación entre la de su padre y su tío Sancho.

Tété y Rosette no se alojaban con los otros siete esclavos —cocinera, lavandera, cochero, costurera, dos criadas de mano y un muchacho para los mandados— y dormían juntas en la mansarda, entre los arcones de ropa de la familia. Como siempre, Tété llevaba la casa. Una campanilla con un cordón unía los cuartos y le servía a Valmorain para llamarla por las noches.

Sancho adivinó, apenas vio a Rosette, la relación de su cuñado con la esclava y anticipó el problema. «¿Qué vas a hacer con Tété cuando te cases?», le preguntó a bocajarro a Valmorain, quien jamás había mencionado el tema ante nadie y que, pillado de sorpresa, masculló que no pensaba casarse. «Si seguimos viviendo bajo el mismo techo, uno de los dos tendrá que hacerlo o van a pensar que somos invertidos», concluyó Sancho.

En la confusión de la huida de Le Cap aquella noche fatídica, Valmorain había perdido a su cocinero, que permaneció escondido cuando él huyó con Tété y los niños, pero no lo lamentó, porque en Nueva Orleans necesitaba alguien fogueado en la cuisine créole. Sus nuevas amistades le advirtieron que no era cosa de comprar a la primera cocinera que le ofrecieran en el Maspero Échange, por mucho que fuese el mejor mercado de esclavos de América, o en los establecimientos de la calle Chartres, donde los disfrazaban con ropa elegante para impresionar a los clientes, pero no había ninguna garantía de la calidad. Los mejores esclavos se transaban en privado entre familiares o amigos. Así adquirió a Célestine, de unos cuarenta años, con manos mágicas para guisos y pastelería, entrenada por uno de los eximios cocineros franceses del marqués de Marigny y vendida porque nadie aguantaba sus rabietas. Le había tirado un plato de gumbo de mariscos a los pies al imprudente marqués porque se atrevió a pedir más sal. A Valmorain esa anécdota no lo asustó, porque lidiar con ella sería tarea de Tété. Célestine era flaca, seca y celosa, no le permitía a nadie pisar su cocina y su despensa, ella misma escogía los vinos y licores y no admitía sugerencias sobre el menú. Tété le explicó que debía medirse con las especias porque el amo sufría de dolores de estómago. «Que se aguante. Si quiere caldo de enfermo, se lo preparas tú», le contestó, pero desde que ella reinaba entre las ollas Valmorain estaba sano. Célestine olía a canela y en secreto, para que nadie sospechara su debilidad, les preparaba a los niños beignets livianos como suspiros, tarte tatin con manzanas acarameladas, crêpes de mandarinas con crema, mousse au chocolat con galletitas de miel y otras delicias, que confirmaban la teoría de que la humanidad nunca se cansaría de consumir azúcar. Maurice y Rosette eran los únicos habitantes de la casa que no le temían a la cocinera.

La existencia de un caballero créole transcurría ociosa, el trabajo era un vicio de los protestantes en general y los americanos en particular. Valmorain y Sancho se veían en aprietos para ocultar los esfuerzos que requería echar a andar la plantación, abandonada hacía más de diez años, desde la muerte del dueño y la quiebra escalonada de los herederos.

Lo primero fue conseguir esclavos, unos ciento cincuenta para comenzar, bastante menos de los que había en Saint-Lazare. Valmorain se instaló en un rincón de la casa en ruinas, mientras construían otra con arreglo a los planos de un arquitecto francés. Las barracas de esclavos, carcomidas por el comején y la humedad, fueron demolidas y reemplazadas por cabañas de madera, con techos salientes para dar sombra y proteger de la lluvia, de tres piezas para albergar a dos familias cada una, alineadas en callejuelas paralelas y perpendiculares con una pequeña plaza central. Los cuñados visitaron otras plantaciones, como tanta gente que llegaba sin invitación los fines de semana aprovechando la tradición de hospitalidad. Valmorain concluyó que, comparados con los de Saint-Domingue, los esclavos de Luisiana no podían quejarse, pero Sancho averiguó que algunos amos mantenían a su gente casi desnuda, alimentada con una mazamorra que vertían en un abrevadero, como el pienso de los animales, de donde cada uno retiraba su porción con conchas de ostras, pedazos de tejas o a mano, porque no disponía ni de una cuchara.

Tardaron dos años en construir lo básico: plantar, instalar un molino y organizar el trabajo. Valmorain tenía planes grandiosos, pero debió concentrarse en lo inmediato, ya habría tiempo más adelante para hacer realidad su fantasía de un jardín, terrazas y glorietas, un puente decorativo sobre el río y otras amenidades. Vivía obsesionado con los detalles, que discutía con Sancho y comentaba con Maurice.

—Mira, hijo, todo esto será tuyo —decía, señalando los cañaverales desde su caballo—. El azúcar no cae del cielo, se requiere mucho trabajo para obtenerla.

—El trabajo lo hacen los negros —observaba Maurice.

—No te engañes. Ellos hacen la labor manual, porque no saben hacer otra cosa, pero el amo es el único responsable. El éxito de la plantación depende de mí y, en cierta medida, de tu tío Sancho. No se corta una sola caña sin mi conocimiento. Fíjate bien, porque un día te tocará tomar decisiones y mandar a tu gente.

—¿Por qué no se mandan solos, papa?

—No pueden, Maurice. Hay que darles órdenes, son esclavos, hijo.

—No me gustaría ser como ellos.

—Nunca lo serás, Maurice —sonrió su padre—. Eres un Valmorain.

No habría podido mostrarle Saint-Lazare a su hijo con el mismo orgullo. Estaba decidido a corregir los errores, debilidades y omisiones del pasado y, secretamente, expiar los pecados atroces de Lacroix, cuyo capital había usado para comprar esa tierra. Por cada hombre torturado y cada niña mancillada por Lacroix, habría un esclavo sano y bien tratado en la plantación Valmorain. Eso justificaba haberse apropiado del dinero de su vecino, que no podía estar mejor invertido.

A Sancho, los planes de su cuñado no le interesaban demasiado, porque no cargaba con el mismo peso en la conciencia y sólo pensaba en entretenerse. El contenido de la sopa de los esclavos o el color de sus cabañas le daban lo mismo. Valmorain estaba embarcado en un cambio de vida, pero para el español esa aventura era sólo una más entre muchas emprendidas con entusiasmo y abandonadas sin arrepentimiento. Como nada podía perder, ya que su socio asumía los riesgos, se le ocurrían ideas audaces que solían dar sorprendentes resultados, como una refinería, que les permitió vender azúcar blanca, mucho más rentable que la melaza de otros plantadores.

Sancho consiguió al jefe de capataces, un irlandés que lo asesoró en la compra de la mano de obra. Se llamaba Owen Murphy y planteó desde un principio que los esclavos debían asistir a misa. Habría que construir una capilla y conseguir curas itinerantes, dijo, para fortalecer el catolicismo antes de que se metieran los americanos a predicar sus herejías y esa gente inocente se condenara al infierno. «La moral es lo más importante», anunció. Murphy estuvo plenamente de acuerdo con la idea de Valmorain de no abusar del látigo. Ese hombrón con aspecto de jenízaro, cubierto de vellos negros, con cabello y barba del mismo color, tenía un alma dulce. Se instaló con su numerosa familia en una tienda de campaña, mientras terminaban de construir su vivienda. Su mujer, Leanne, le llegaba a la cintura, parecía una adolescente desnutrida con cara de mosca, pero su fragilidad resultaba engañosa: había dado a luz a seis varones y estaba esperando al séptimo. Sabía que era de sexo masculino, porque Dios se había propuesto probar su paciencia. Nunca levantaba la voz: con una sola mirada suya obedecían los hijos y el marido. Valmorain pensó que Maurice tendría al fin con quien jugar y no viviría a la estela de Rosette; esa manada de irlandeses era de clase social muy inferior a la suya, pero eran blancos y libres. No imaginó que los seis Murphy también andarían embobados detrás de Rosette, que había cumplido cinco años y poseía la apabullante personalidad que su padre hubiese deseado para Maurice.

Owen Murphy había trabajado desde los diecisiete años dirigiendo esclavos y conocía de memoria los errores y aciertos de esa ingrata labor. «Hay que tratarlos como a los hijos. Autoridad y justicia, reglas claras, castigo, recompensa y algo de tiempo libre; si no se enferman», le dijo a su patrón y añadió que los esclavos tenían derecho a acudir al amo por una sentencia de más de quince azotes. «Confío en usted, señor Murphy, eso no será necesario», replicó Valmorain, poco dispuesto a adoptar el papel de juez. «Por mi propia tranquilidad, prefiero que sea así, señor. Demasiado poder destruye el alma de cualquier cristiano y la mía es débil», le explicó el irlandés.

En Luisiana la mano de obra de una plantación costaba un tercio del valor de la tierra, había que cuidarla. La producción estaba a merced de desgracias imprevisibles, huracanes, sequía, inundaciones, pestes, ratas, altibajos en el precio del azúcar, problemas con la maquinaria y los animales, préstamos de los bancos, y otras incertidumbres; no había que agregar mala salud o desánimo de los esclavos, dijo Murphy. Era tan distinto a Cambray que Valmorain se preguntó si no se habría equivocado con él, pero comprobó que trabajaba sin descanso y se imponía por presencia, sin brutalidad. Sus capataces, vigilados de cerca, seguían su ejemplo y el resultado era que los esclavos rendían más que bajo el régimen de terror de Prosper Cambray. Murphy los organizó con un sistema de turnos para darles descanso en la demoledora jornada de los campos. El patrón anterior lo había despedido porque le ordenó disciplinar a una esclava y mientras ella gritaba a todo pulmón para impresionar, el látigo de Murphy resonaba contra el suelo sin tocarla. La esclava estaba encinta y, como se hacía en esos casos, la habían tendido por tierra con la barriga en un hoyo. «Le he prometido a mi esposa que nunca azotaré a niños ni a mujeres preñadas», fue la explicación del irlandés cuando Valmorain se lo preguntó.

Dieron dos días de descanso semanal a la gente para cultivar sus huertos, cuidar sus animales y cumplir con sus tareas domésticas, pero el domingo había obligación de asistir a la misa impuesta por Murphy. Podían tocar música y bailar en sus horas libres, incluso asistir de vez en cuando —bajo supervisión del jefe de capataces— a las bambousses, modestas fiestas de esclavos con motivo de una boda, un funeral u otra celebración. En principio los esclavos no podían visitar otras propiedades, pero en Luisiana pocos amos hacían caso de ese reglamento. El desayuno en la plantación Valmorain consistía en una sopa con carne o tocino —nada del fétido pescado seco de Saint-Lazare—, el almuerzo era tarta de maíz, carne salada o fresca y budín, y la cena una sopa contundente. Habilitaron una cabaña para hospital y consiguieron un médico que acudía una vez al mes por prevención y cuando lo llamaban para una emergencia. A las mujeres encintas se les daba más comida y descanso. Valmorain no sabía, porque nunca había preguntado, que en Saint-Lazare las esclavas parían acuclilladas entre los cañaverales, había más abortos que nacimientos y la mayor parte de los niños morían antes de cumplir tres meses. En la nueva plantación, Leanne Murphy ejercía de comadrona y velaba por los niños.