El colegio de Boston

El golpe con la fusta que recibió de Maurice no le impidió a Hortense Guizot asistir al célebre baile de Marigny, porque lo disimuló con un delgado velo que le caía por atrás hasta el suelo y cubría los alfileres que cerraban el vestido en la espalda, pero le dejó una fea marca morada durante varias semanas. Con ese moretón convenció a Valmorain de mandar a su hijo a Boston. También tenía otro argumento: había menstruado una sola vez desde el nacimiento de Marie-Hortense, estaba encinta de nuevo y debía cuidarse de los nervios, así que sería mejor alejar al chico por un tiempo. Su fertilidad no era un prodigio, como pretendió difundir entre sus amigas, porque a las dos semanas de dar a luz ya estaba retozando con su marido con la misma determinación de la luna de miel. Esta vez se trataba de un niño, estaba segura, destinado a prolongar el apellido y la dinastía de la familia. Nadie se atrevió a recordarle que ya existía Maurice Valmorain.

Maurice detestó el colegio desde el momento en que cruzó el umbral y se cerró a sus espaldas la doble puerta de pesada madera. El disgusto le duró intacto hasta el tercer año, cuando tuvo un maestro excepcional. Llegó a Boston en invierno, bajo una llovizna helada y se encontró en un mundo enteramente gris, el cielo encapotado, plazas cubiertas de escarcha y árboles esqueléticos con unos cuantos pajarracos entumecidos en las ramas desnudas. No conocía el frío verdadero. El invierno se eternizó, andaba con los huesos doloridos, las orejas azules y las manos rojas de sabañones, no se quitaba el abrigo ni para dormir y vivía oteando el cielo a la espera de un misericordioso rayo de sol. El dormitorio contaba con una estufa a carbón en un extremo, que sólo encendían dos horas por la tarde para que los muchachos secaran los calcetines. Las sábanas estaban siempre gélidas, las paredes manchadas de una flora verdosa y había que romper una costra de hielo en las jofainas para lavarse por las mañanas.

Los muchachos, bulliciosos y pendencieros, con uniformes tan grises como el paisaje, hablaban un idioma que Maurice apenas lograba descifrar gracias a su tutor Gaspard Sévérin, quien conocía unas pocas palabras de inglés y el resto lo había improvisado en sus clases mediante un diccionario. Pasaron meses antes de que pudiera contestar las preguntas de los maestros y un año antes de compartir las bromas de sus compañeros americanos, que lo llamaban «el franchute» y lo martirizaban con ingeniosos suplicios. Las peculiares nociones de pugilismo de su tío Sancho resultaron útiles, porque le permitían defenderse lanzando patadas a los testículos de sus enemigos, y las prácticas de esgrima le sirvieron para salir victorioso en los torneos impuestos por el director del colegio, quien hacía apuestas con los maestros y después castigaba al perdedor.

La comida cumplía el fin puramente didáctico de templar el carácter. Quien fuera capaz de tragar hígado hervido o cogotes de pollo con restos de plumas, acompañados de coliflor y arroz quemado, podía enfrentar los azares de la existencia, incluso la guerra, para la cual los americanos siempre se estaban preparando. Maurice, acostumbrado a la refinada cocina de Célestine, pasó trece días ayunando como un faquir sin que a nadie le importara un bledo y por último, cuando se desmayó de hambre, no le quedó otra alternativa que comer lo que le ponían en el plato.

La disciplina era tan férrea como absurda. Los infelices muchachos debían saltar de la cama al amanecer, desperezarse con agua helada, correr tres vueltas por el patio resbalando en los charcos para entrar en calor —si calor podía llamarse el hormigueo en las manos—, estudiar latín durante dos horas antes de un desayuno de cacao, pan seco y avena con grumos, aguantar varias horas de clases y hacer deporte, para lo cual Maurice era negado. Al final del día, cuando las víctimas desfallecían de fatiga, les daban una charla moralizante de una o dos horas, según la inspiración del director. El calvario terminaba recitando en coro la Declaración de Independencia.

Maurice, que se había criado consentido por Tété, se sometió a ese régimen carcelario sin quejarse. El esfuerzo de seguir el paso de los otros muchachos y defenderse de los matones lo tenía tan ocupado, que se le acabaron las pesadillas y no volvió a pensar en los patíbulos de Le Cap. Le gustaba aprender. Al principio disimuló su avidez por los libros para no pecar de arrogante, pero pronto empezó a ayudar a otros en las tareas y así se hizo respetar. No le confesó a nadie que sabía tocar el piano, bailar cuadrillas y rimar versos, porque lo habrían destrozado. Sus camaradas lo veían escribir cartas con dedicación de monje medieval, pero no se burlaban abiertamente porque les dijo que iban destinadas a su madre inválida. La madre, como la patria, no se prestaba para bromas: era sagrada.

Maurice pasó el invierno tosiendo, pero con la primavera se espabiló. Durante meses había permanecido acurrucado dentro de su abrigo, con la cabeza sumida entre los hombros, agachado, invisible. Cuando el sol le entibió los huesos y pudo quitarse los dos chalecos, los calzones de lana, la bufanda, los guantes, el abrigo y caminar erguido, se dio cuenta de que la ropa le quedaba estrecha y corta. Había dado uno de los clásicos estirones de la pubertad y de ser el más esmirriado de su curso pasó a convertirse en uno de los más altos y fuertes. Observar el mundo desde arriba con varios centímetros de ventaja le dio seguridad.

El verano con su caliente humedad no afectó a Maurice, acostumbrado al clima hirviente del Caribe. El colegio se desocupó, los alumnos y la mayoría de los maestros partieron de vacaciones y Maurice quedó prácticamente solo esperando instrucciones para regresar con su familia. Las instrucciones nunca llegaron; en cambio su padre mandó a Jules Beluche, el mismo chaperón que lo había acompañado en el largo y deprimente viaje en barco desde su hogar en Nueva Orleans, por las aguas del golfo de México, bordeando la península de Florida, capeando el mar de los Sargazos y enfrentándose a las olas del océano Atlántico, hasta el colegio en Boston. El chaperón, un pariente remoto y venido a menos de la familia Guizot, era un hombre de mediana edad, que le tomó lástima al chiquillo y procuró hacerle la travesía lo más agradable posible, pero en el recuerdo de Maurice siempre estaría asociado con su exilio del hogar paterno.

Beluche se presentó en el colegio con una carta de Valmorain explicándole a su hijo las razones por las cuales ese año no iría a casa y con suficiente dinero para comprarle ropa, libros y cualquier capricho que se le antojara a modo de consuelo. Sus órdenes consistían en guiar a Maurice en un viaje cultural a la histórica ciudad de Filadelfia, que todo joven de su posición debía conocer, porque allí había germinado la semilla de la nación americana, como anunciaba pomposamente la carta de Valmorain. Maurice partió con Beluche y durante esas semanas de turismo obligado permaneció silencioso e indiferente, procurando disimular el interés que el viaje le suscitaba y combatir la simpatía que empezaba a sentir por ese pobre diablo de Beluche.

El verano siguiente nuevamente el muchacho se quedó esperando dos semanas en el colegio con su baúl preparado, hasta que se apersonó el mismo chaperón para conducirlo a Washington y otras ciudades que no deseaba visitar.

Harrison Cobb, uno de los pocos profesores que permanecían en el colegio durante la semana de Navidad, se fijó en Maurice Valmorain, porque era el único alumno que no recibía visitas ni regalos y pasaba esas fiestas leyendo solo en el edificio casi vacío. Cobb pertenecía a una de las más antiguas familias de Boston, establecida en la ciudad desde mediados del siglo XVII y de origen noble, como todos sabían, aunque él lo negaba. Era defensor fanático de la república americana y abominaba de la nobleza. Fue el primer abolicionista que conoció Maurice e iba a marcarlo profundamente. En Luisiana el abolicionismo era peor visto que la sífilis, pero en el estado de Massachusetts la cuestión de la esclavitud se discutía constantemente, porque su Constitución, redactada veinte años antes, contenía una cláusula que la prohibía.

Cobb encontró en Maurice un intelecto ávido y un corazón ferviente, en el que sus argumentos humanitarios echaron raíces de inmediato. Entre otros libros, le dio a leer La interesante narrativa de la vida de Olaudah Equiano, publicado con enorme éxito en Londres en 1789. Esa dramática historia de un esclavo africano, escrita en primera persona, había causado conmoción en el público europeo y americano, pero pocos se enteraron en Luisiana y el chico no la había oído mencionar. El profesor y su alumno pasaban las tardes estudiando, analizando y discutiendo; Maurice pudo al fin articular la desazón que siempre le había producido la esclavitud.

—Mi padre posee más de doscientos esclavos, que un día serán míos —le confesó Maurice a Cobb.

—¿Es eso lo que quieres, hijo?

—Sí, porque podré emanciparlos.

—Entonces habrá doscientos y pico negros abandonados a su suerte y un muchacho imprudente en la pobreza. ¿Qué se gana con eso? —le rebatió el profesor—. La lucha contra la esclavitud no se hace plantación por plantación, Maurice, hay que cambiar la forma de pensar de la gente y las leyes en este país y en el mundo. Debes estudiar, prepararte y participar en política.

—¡Yo no sirvo para eso, señor!

—¿Cómo lo sabes? Todos tenemos adentro una insospechada reserva de fortaleza que emerge cuando la vida nos pone a prueba.