El huevo de paloma

Violette había aprendido a complacer a sus amigos en el tiempo estipulado sin dar la sensación de estar apurada. Tanta coquetería y burlona sumisión en aquel cuerpo de adolescente desarmó por completo a Relais. Ella desató lentamente la larga tela del turbante, que cayó con un tintineo de mostacillas en el suelo de madera, y sacudió la cascada oscura de su melena sobre los hombros y la espalda. Sus movimientos eran lánguidos, sin ninguna afectación, con la frescura de una danza. Sus senos no habían alcanzado aún su tamaño definitivo y sus pezones levantaban la seda verde, como piedrecillas. Debajo de la túnica estaba desnuda. Relais admiró ese cuerpo de mulata, las piernas firmes de tobillos finos, el trasero y los muslos gruesos, la cintura quebrada, los dedos elegantes, curvados hacia atrás, sin anillos. Su risa comenzaba con un ronroneo sordo en el vientre y se elevaba de a poco, cristalina, escandalosa, con la cabeza alzada, el cabello vivo y el cuello largo, palpitante. Violette partió con un cuchillito de plata un pedazo de mango, se lo puso en la boca con avidez y un hilo de jugo le cayó en el escote, húmedo de sudor y champán. Con un dedo recogió el rastro de la fruta, una gota ambarina y espesa, y se la frotó en los labios a Relais, mientras se sentaba a horcajadas sobre sus piernas con la liviandad de un felino. La cara del hombre quedó entre sus senos, olorosos a mango. Ella se inclinó, envolviéndolo en su cabello salvaje, lo besó de lleno en la boca y le pasó con la lengua el trozo de la fruta que había mordido. Relais recibió la pulpa masticada con un escalofrío de sorpresa: jamás había experimentado nada tan íntimo, tan chocante y maravilloso. Ella le lamió la barbilla, le tomó la cabeza a dos manos y lo cubrió de besos rápidos, como picotazos de pájaro, en los párpados, las mejillas, los labios, el cuello, jugando, riéndose. El hombre le rodeó la cintura y con manos desesperadas le arrebató la túnica, revelando a esa muchacha esbelta y almizclada, que se plegaba, se fundía, se desmigajaba contra los apretados huesos y los duros músculos de su cuerpo de soldado curtido en batallas y privaciones. Quiso levantarla en brazos para conducirla al lecho, que podía ver en la habitación contigua, pero Violette no le dio tiempo; sus manos de odalisca abrieron la bata de las garzas y bajaron las calzas, sus opulentas caderas culebrearon encima de él sabiamente hasta que se ensartó en su miembro pétreo con un hondo suspiro de alegría. Étienne Relais sintió que se sumergía en un pantano de deleite, sin memoria ni voluntad. Cerró los ojos, besando esa boca suculenta, saboreando el aroma del mango, mientras recorría con sus callosas manos de soldado la suavidad imposible de esa piel y la abundante riqueza de esos cabellos. Se hundió en ella, abandonándose al calor, el sabor y el olor de esa joven, con la sensación de que por fin había encontrado su lugar en este mundo, después de tanto andar solo y a la deriva. En pocos minutos estalló como un adolescente atolondrado, con un chorro espasmódico y un grito de frustración por no haberle dado placer a ella, porque deseaba, más que nada en su vida, enamorarla. Violette esperó que terminara, inmóvil, mojada, acezando, montada encima, con la cara hundida en el hueco de su hombro, murmurando palabras incomprensibles.

Relais no supo cuánto rato estuvieron así abrazados, hasta que volvió a respirar con normalidad y se despejó un poco la densa bruma que lo envolvía, entonces se dio cuenta de que todavía estaba dentro de ella, bien sujeto por esos músculos elásticos que lo masajeaban rítmicamente, apretando y soltando. Alcanzó a preguntarse cómo había aprendido esa niña aquellas artes de avezada cortesana antes de perderse nuevamente en el magma del deseo y la confusión de un amor instantáneo. Cuando Violette lo sintió de nuevo firme, le rodeó la cintura con las piernas, cruzó los pies a su espalda y le indicó con un gesto la habitación de al lado. Relais la llevó en brazos, siempre clavada en su miembro, y cayó con ella en la cama, donde pudieron gozarse como les dio la gana hasta muy entrada la noche, varias horas más de lo estipulado por Loula. La mujerona entró un par de veces dispuesta a poner fin a esa exageración, pero Violette, ablandada al ver que ese militar fogueado sollozaba de amor, la despachó sin contemplaciones.

El amor, que no había conocido antes, volteó a Étienne Relais como una tremenda ola, pura energía, sal y espuma. Calculó que no podía competir con otros clientes de aquella muchacha, más guapos, poderosos o ricos, y por eso decidió al amanecer ofrecerle lo que pocos hombres blancos estarían dispuestos a darle: su apellido. «Cásate conmigo», le pidió entre dos abrazos. Violette se sentó de piernas cruzadas sobre la cama, con el cabello húmedo pegado en la piel, los ojos incandescentes, los labios hinchados de besos. La alumbraban los restos de tres velas moribundas, que los habían acompañado en sus interminables acrobacias. «No tengo pasta de esposa», le contestó y agregó que todavía no había sangrado con los ciclos de la luna y según Loula ya era tarde para eso, nunca podría tener hijos. Relais sonrió, porque los niños le parecían un estorbo.

—Si me casara contigo estaría siempre sola, mientras tú andas en tus campañas. Entre los blancos no tengo lugar y mis amigos me rechazarían porque te tienen miedo, dicen que eres sanguinario.

—Mi trabajo lo exige, Violette. Así como el médico amputa un miembro gangrenado, yo cumplo con mi obligación para evitar un mal mayor, pero jamás le he hecho daño a nadie sin tener una buena razón.

—Yo puedo darte toda clase de buenas razones. No quiero correr la misma suerte de mi madre.

—Nunca tendrás que temerme, Violette —dijo Relais sujetándola por los hombros y mirándola a los ojos por un largo momento.

—Así lo espero —suspiró ella al fin.

—Nos casaremos, te lo prometo.

—Tu sueldo no alcanza para mantenerme. Contigo me faltaría de todo: vestidos, perfumes, teatro y tiempo para perder. Soy perezosa, capitán, ésta es la única forma en que puedo ganarme la vida sin arruinarme las manos y no me durará mucho tiempo más.

—¿Cuántos años tienes?

—Pocos, pero este oficio es de corto aliento. Los hombres se cansan con las mismas caras y los mismos culos. Debo sacarle provecho a lo único que tengo, como dice Loula.

El capitán procuró verla tan a menudo como se lo permitían sus campañas y al cabo de unos meses logró hacerse indispensable; la cuidó y la aconsejó como un tío, hasta que ella no pudo imaginar la vida sin él y empezó a considerar la posibilidad de casarse en un futuro poético. Relais calculaba que podrían hacerlo al cabo de unos cinco años. Eso les daría tiempo para poner a prueba el amor y ahorrar dinero separadamente. Se resignó a que Violette continuara en su oficio de siempre y a pagarle sus servicios como los otros clientes, agradecido de pasar algunas noches enteras con ella. Al principio hacían el amor hasta quedar magullados, pero después la vehemencia se trocó en ternura y dedicaban horas preciosas a conversar, hacer planes y descansar abrazados en la penumbra caliente del apartamento de Violette. Relais aprendió a conocer el cuerpo y el carácter de la muchacha, podía anticipar sus reacciones, evitar sus rabietas, que eran como tormentas tropicales, súbitas y breves, y darle gusto. Descubrió que esa niña tan sensual estaba entrenada para dar placer, no para recibirlo, y se esmeró en satisfacerla con paciencia y buen humor. La diferencia de edad y su temperamento autoritario compensaban la ligereza de Violette, que se dejaba guiar en algunas materias prácticas para darle gusto, pero mantenía su independencia y defendía sus secretos.

Loula administraba el dinero y manejaba a los clientes con cabeza fría. Una vez Relais encontró a Violette con un ojo amoratado y, furioso, quiso saber quién era el causante para hacerle pagar muy caro el atrevimiento. «Ya se lo cobró Loula. Nos arreglamos de lo más bien solas», se rió ella, y no hubo manera de que confesara el nombre del agresor. La formidable esclava sabía que la salud y la belleza de su ama eran el capital de ambas y que llegaría el momento en que inevitablemente comenzarían a disminuir; también había que considerar la competencia de las nuevas hornadas de adolescentes que cada año tomaban la profesión por asalto. Era una lástima que el capitán fuese pobre, pensaba Loula, porque Violette merecía una buena vida. El amor le parecía irrelevante, porque lo confundía con la pasión y había visto lo poco que ésta dura, pero no se atrevió a recurrir a intrigas para despachar a Relais. Ése hombre era de temer. Además, Violette no daba muestras de prisa por casarse y entretanto podía aparecer otro pretendiente con mejor situación financiera. Loula decidió ahorrar en serio; no bastaba con acumular baratijas en un hoyo, había que esmerarse con inversiones más imaginativas, por si no resultaba el matrimonio con el oficial. Restringió los gastos y subió la tarifa de su ama y cuanto más caro cobraba, más exclusivos se consideraban sus favores. Se encargó de inflar la fama de Violette con una estrategia de rumores: decía que su ama podía mantener a un hombre dentro de ella toda la noche o resucitar la energía del más cansado doce veces seguidas, lo había aprendido de una mora y se ejercitaba con un huevo de paloma, salía de compras, iba al teatro y a las peleas de gallos con el huevo en su lugar secreto sin quebrarlo ni dejarlo caer. No faltó quienes se batieran a sablazos por la joven poule, lo que contribuyó enormemente a su prestigio. Los blancos más ricos e influyentes se anotaban dócilmente en la lista y esperaban su turno. Fue Loula quien ideó el plan de invertir en oro para que los ahorros no se les escurrieran como arena entre los dedos. Relais, que no estaba en condiciones de contribuir con mucho, le dio a Violette el anillo de su madre, lo único que quedaba de su familia.