La casa del amo
A finales de noviembre Toulouse Valmorain regresó a Saint-Domingue a preparar la llegada de su futura esposa. Como todas las plantaciones, Saint-Lazare contaba con la «casa grande», que en este caso era poco más que una barraca rectangular de madera y ladrillos, sostenida por pilares a tres metros sobre el nivel del terreno para impedir inundaciones en la estación de huracanes y defenderse en una revuelta de esclavos. Contaba con una serie de dormitorios oscuros, varios de ellos con las tablas podridas, y con un salón y un comedor amplios, provistos de ventanas opuestas para que circulara la brisa y un sistema de abanicos de lona colgados del techo, que los esclavos accionaban tirando de una cuerda. Con el vaivén de los ventiladores se desprendía una tenue nube de polvo y alas secas de mosquitos, que se depositaba como caspa en la ropa. Las ventanas no tenían vidrios sino papel encerado y los muebles eran toscos, propios de la morada provisoria de un hombre solo. En el techo anidaban murciélagos, en los rincones solían encontrarse sabandijas y por la noche se oían pasitos de ratones en los cuartos. Una galería o terraza techada, con estropeados muebles de mimbre, envolvía la casa por tres costados. Alrededor había un descuidado huerto de hortalizas y apolillados árboles frutales, varios patios donde picoteaban gallinas confundidas por el calor, un establo para los caballos finos, las perreras y una cochera, más allá el rugiente océano de los cañaverales y como telón de fondo las montañas color violeta perfiladas contra un cielo caprichoso. Tal vez antes hubo un jardín, pero no quedaba ni el recuerdo. Los trapiches, las cabañas y barracas de los esclavos no se veían desde la casa. Toulouse Valmorain recorrió todo con ojo crítico, notando por primera vez su precariedad y ordinariez. Comparada con la vivienda de Sancho era un palacio, pero frente a las mansiones de otros grands blancs de la isla y al pequeño château de su familia en Francia, que él no había pisado en ocho años, resultaba de una fealdad vergonzosa. Decidió empezar su vida de casado con buen pie y darle a su esposa la sorpresa de una casa digna de los apellidos Valmorain y García del Solar. Había que hacer algunos arreglos.
Violette Boisier recibió la noticia del matrimonio de su cliente con filosófico buen humor. Loula, que todo lo averiguaba, le comentó que Valmorain tenía una prometida en Cuba. «Te echará de menos, mi ángel, y te aseguro que volverá», dijo. Así fue. Poco después Valmorain llamó a la puerta del piso, pero no en busca de los servicios habituales sino para que su antigua amante lo ayudara a recibir a su mujer como era debido. No sabía por dónde empezar y no se le ocurrió otra persona a quien pedirle ese favor.
—¿Es cierto que las españolas duermen con un camisón de monja con un ojal adelante para hacer el amor? —le preguntó Violette.
—¿Cómo voy a saberlo? Todavía no me he casado, pero si ése es el caso, se lo arrancaré de cuajo —se rió el novio.
—No, hombre. Me traes el camisón y aquí con Loula le abrimos otro ojal por atrás —dijo ella.
La joven cocotte se dispuso a asesorarlo mediante una comisión razonable del quince por ciento en los gastos de alhajar la casa. Por primera vez en su trato con un hombre, no se incluían maromas en la cama y emprendió la tarea con entusiasmo. Viajó con Loula a Saint-Lazare para darse una idea de la misión que le habían encargado y apenas cruzó el umbral le cayó en el escote una lagartija del artesonado del techo. Su alarido atrajo a varios esclavos del patio, que ella reclutó para hacer una limpieza a fondo. Durante una semana esa bella cortesana, que Valmorain había visto a la luz dorada de las lámparas, ataviada de seda y tafetán, maquillada y perfumada, dirigió la cuadrilla de esclavos descalza, con una bata de tela burda y un trapo envolviéndole la cabeza. Parecía en su salsa, como si hubiese hecho ese rudo trabajo toda la vida. Bajo sus órdenes rasparon las tablas sanas y reemplazaron las podridas, cambiaron el papel de las ventanas y los mosquiteros, ventilaron, echaron veneno para los ratones, quemaron tabaco para espantar a los bichos, mandaron los muebles rotos al callejón de los esclavos y al final quedó la casa limpia y desnuda. Violette la hizo pintar de blanco por fuera y como sobró cal, la usó en las cabañas de los esclavos domésticos, que estaban cerca de la casa grande, luego hizo plantar trinitarias moradas al pie de la galería. Valmorain se propuso mantener la casa aseada y destinó varios esclavos a hacer un jardín inspirado en Versalles, aunque el clima exagerado no se prestaba para el arte geométrico de los paisajistas de la corte francesa.
Violette regresó a Le Cap con una lista de compras. «No gastes demasiado, esta casa es temporal. Apenas tenga un buen administrador general, nos iremos a Francia», le dijo Valmorain, entregándole una suma que le pareció justa. Ella no hizo caso de la advertencia, porque nada le gustaba tanto como comprar.
Por el puerto de Le Cap salía el tesoro inacabable de la colonia y entraban los productos legales y el contrabando. Una muchedumbre variopinta se codeaba en las calles embarradas, regateando en muchas lenguas entre carretones, mulas, caballos y jaurías de perros sin dueño que se alimentaban de basura. Allí se vendía desde lujos de París y chinerías del Oriente hasta el botín de los piratas, y cada día, menos el domingo, se remataban esclavos para suplir la demanda: entre veinte y treinta mil al año nada más que para mantener el número estable, porque duraban poco. Violette gastó la bolsa y siguió adquiriendo a crédito con la garantía del nombre de Valmorain. A pesar de su juventud, escogía con gran aplomo porque la vida mundana la había fogueado y le había pulido el gusto. A un capitán de barco que hacía la travesía entre las islas le encargó cubiertos de plata, cristalería y un servicio de porcelana para visitas. La novia debía aportar sábanas y manteles que sin duda había bordado desde la infancia, así es que de eso no se ocupó. Consiguió muebles de Francia para el salón, una pesada mesa americana con dieciocho sillas destinada a durar varias generaciones, tapices holandeses, biombos lacados, arcones españoles para la ropa, un exceso de candelabros de hierro y lámparas de aceite, porque sostenía que no se puede vivir a oscuras, loza de Portugal para el uso diario y un surtido de adornos, pero nada de alfombras, porque se pudrían con la humedad. Los comptoirs se encargaron de enviar las compras y pasarle la cuenta a Valmorain. Pronto empezaron a llegar a la habitation Saint-Lazare carretas cargadas hasta el tope con cajones y canastos; de entre la paja los esclavos extraían una serie interminable de objetos: relojes alemanes, jaulas de pájaros, cajas chinas, réplicas de estatuas romanas mutiladas, espejos venecianos, grabados y pinturas de diversos estilos elegidos por su tema, ya que Violette nada sabía de arte, instrumentos musicales que nadie sabía tocar y hasta un incomprensible conjunto de gruesos cristales, tubos y ruedecillas de bronce, que Valmorain armó como un rompecabezas y resultó ser un catalejo para espiar a los esclavos desde la galería. A Toulouse los muebles le parecieron ostentosos y los adornos completamente inútiles, pero se resignó porque no podía devolverlos. Una vez concluida la orgía de gastos, Violette cobró su comisión y anunció que la futura esposa de Valmorain iba a necesitar servicio doméstico, una buena cocinera, criados para la casa y una doncella. Era lo menos que se requería, como le había asegurado madame Delphine Pascal, quien conocía a toda la gente de buena sociedad en Le Cap.
—Menos a mí —apuntó Valmorain.
—¿Quieres que te ayude o no?
—Está bien, le ordenaré a Prosper Cambray que entrene a algunos esclavos.
—¡No, hombre! ¡En esto no puedes ahorrar! Los del campo no sirven, están embrutecidos. Yo misma me encargaré de buscarte los domésticos —decidió Violette.
Zarité iba a cumplir nueve años cuando Violette se la compró a madame Delphine, una francesa de rizos algodonosos y pechuga de pavo, ya madura pero bien conservada, considerando los estragos que causaba el clima. Delphine Pascal era viuda de un modesto funcionario civil francés, pero se daba aires de persona encumbrada por sus relaciones con los grands blancs, aunque éstos sólo acudían a ella para tráficos turbios. Estaba enterada de muchos secretos, que le daban ventaja a la hora de obtener favores. En apariencia vivía de la pensión de su difunto marido y de dar clases de clavicordio a señoritas, pero bajo mano revendía objetos robados, servía de alcahueta y en caso de emergencia practicaba abortos. También de tapadillo enseñaba francés a algunas cocottes que pretendían pasar por blancas y, aunque tenían el color apropiado, las traicionaba el acento. Así conoció a Violette Boisier, una de las más claras entre sus alumnas, pero sin ninguna pretensión de afrancesarse; al contrario, la chica se refería sin complejo a su abuela senegalesa. Le interesaba hablar correcto francés para hacerse respetar entre sus amigos blancos. Madame Delphine sólo tenía dos esclavos: Honoré, un viejo para todo servicio, incluso la cocina, adquirido muy barato porque tenía los huesos torcidos, y Zarité —Tété— una mulatita que llegó a sus manos con pocas semanas de vida y no le había costado nada. Cuando Violette la obtuvo para Eugenia García del Solar, la chiquilla era flaca, puras líneas verticales y ángulos, con una mata de cabello apelmazado e impenetrable, pero se movía con gracia, tenía un rostro noble y hermosos ojos color miel líquida. Tal vez descendía de una senegalesa como ella misma, pensaba Violette. Tété había aprendido temprano las ventajas de callar y cumplir órdenes con expresión vacía, sin dar muestras de entender lo que ocurría a su alrededor, pero Violette sospechó siempre que era mucho más avispada de lo que se podía inferir a primera vista. Habitualmente no se fijaba en los esclavos —con la excepción de Loula, los consideraba mercancía— pero esa criatura le provocaba simpatía. En algunos aspectos se parecían, aunque ella era libre, hermosa, y tenía la ventaja de haber sido mimada por su madre y deseada por todos los hombres que se cruzaron en su camino. Nada de eso tenía Tété en su haber; era sólo una esclava harapienta, pero Violette intuyó su fuerza de carácter. A la edad de Tété, también ella había sido un atado de huesos, hasta que en la pubertad se esponjó, las aristas se convirtieron en curvas y se definieron las formas que le darían fama. Entonces su madre empezó a entrenarla en la profesión que a ella le había dado beneficios, así no se partiría la espalda como sirvienta. Violette resultó buena alumna y para la época en que su madre fue asesinada ya podía valerse sola con ayuda de Loula, que la defendía con celosa lealtad. Gracias a esa buena mujer no necesitaba la protección de un chulo y prosperaba en un oficio ingrato en que otras jóvenes dejaban la salud y a veces la vida. Apenas surgió la idea de conseguir una esclava personal para la esposa de Toulouse Valmorain, se acordó de Tété. «¿Por qué te interesa tanto esa mocosa?», le preguntó Loula, siempre desconfiada, cuando se enteró de sus intenciones. «Es una corazonada, creo que nuestros caminos se van a cruzar algún día», fue la única explicación que se le ocurrió a Violette. Loula lo consultó con las conchas de cauri sin obtener una respuesta satisfactoria; ese método de adivinación no se prestaba para aclarar asuntos fundamentales, sólo los de poca monta.
Madame Delphine recibió a Violette en una sala diminuta, en la que el clavicordio parecía del tamaño de un paquidermo. Se sentaron en frágiles sillas de patas curvas a tomar café en tazas para enanos pintadas de flores y conversar de todo y de nada, como habían hecho otras veces. Después de algunos rodeos Violette planteó el motivo de su visita. La viuda se sorprendió de que alguien se fijara en la insignificante Tété, pero era rápida y olió de inmediato la posibilidad de una ganancia.
—No había pensado vender a Tété, pero por tratarse de usted, una amiga tan querida…
—Espero que la chica sea sana. Está muy flaca —la interrumpió Violette.
—¡No es por falta de comida! —exclamó la viuda, ofendida.
Sirvió más café y pronto hablaron del precio, que a Violette le pareció exagerado. Mientras más pagara, mayor sería su comisión, pero no podía estafar a Valmorain con demasiado descaro; todo el mundo conocía los precios de los esclavos, especialmente los plantadores, que siempre estaban comprando. Una mocosa escuálida no era un artículo de valor, sino más bien algo que se regala para retribuir una atención.
—Me da pena desprenderme de Tété —suspiró madame Delphine, secándose una lágrima invisible, después de que acordaron la cifra—. Es una buena chica, no roba y habla francés como se debe. Nunca le he permitido que se dirija a mí en la jerigonza de los negros. En mi casa nadie destroza la bella lengua de Molière.
—No sé para qué le va a servir eso —comentó Violette, divertida.
—¡Cómo que para qué! Una doncella que habla francés es muy elegante. Tété le servirá bien, se lo aseguro. Eso sí, mademoiselle, le confieso que me costó algunas palizas quitarle la pésima costumbre de escaparse.
—¡Eso es grave! Dicen que no tiene remedio…
—Así es con algunos bozales, que eran libres antes, pero Tété nació esclava. ¡Libertad! ¡Qué soberbia! —exclamó la viuda, clavando sus ojitos de gallina en la chiquilla, que esperaba de pie junto a la puerta—. Pero no se preocupe, mademoiselle, no volverá a intentarlo. La última vez anduvo perdida varios días y cuando me la trajeron estaba mordida por un perro y volada de fiebre. No sabe el trabajo que me dio curarla ¡pero no se libró del castigo!
—¿Cuándo fue eso? —preguntó Violette, tomando nota del silencio hostil de la esclava.
—Hace un año. Ahora no se le ocurriría una tontería semejante, pero de todos modos vigílela. Tiene la sangre maldita de su madre. No sea blanda con ella, necesita mano dura.
—¿Qué me dijo de la madre?
—Era una reina. Todas dicen que eran reinas allá en África —se burló la viuda—. Llegó preñada; siempre es así, son como perras en celo.
—La pariade. Los marineros las violan en los barcos, como usted sabe. Ninguna se libra —replicó Violette con un escalofrío, pensando en su propia abuela, que había sobrevivido a la travesía del océano.
—Esa mujer estuvo a punto de matar a su hija. ¡Imagínese! Tuvieron que quitársela de las manos. Monsieur Pascal, mi esposo, que Dios lo tenga en su gloria, me trajo a la chiquilla de regalo.
—¿Qué edad tenía entonces?
—Un par de meses, no recuerdo. Honoré, mi otro esclavo, le puso ese nombre tan raro, Zarité, y la crió con leche de burra; por eso es fuerte y trabajadora, aunque también terca. Le he enseñado todas las labores domésticas. Vale más de lo que estoy pidiéndole por ella, mademoiselle Boisier. Sólo se la vendo porque pienso regresar pronto a Marsella, todavía puedo rehacer mi vida ¿no cree?
—Seguramente, madame —replicó Violette examinando la cara empolvada de la mujer.
Se llevó a Tété ese mismo día, sin más bienes que los harapos que vestía y una tosca muñeca de palo de las que usaban los esclavos para sus ceremonias vudú. «No sé de dónde sacó esa porquería», comentó madame Delphine haciendo ademán de quitársela, pero la niña se aferró a su único tesoro con tal desesperación que Violette intervino. Honoré se despidió llorando de Tété y le prometió que iría a visitarla si se lo permitían.
Toulouse Valmorain no pudo evitar una exclamación de desagrado cuando Violette le mostró a quién había escogido para criada de su mujer. Esperaba alguien mayor, con mejor aspecto y experiencia, no esa criatura desgreñada, marcada por golpes, que se encogió como un caracol cuando él le preguntó el nombre, pero Violette le aseguró que su esposa iba a estar muy satisfecha una vez que ella la preparara como era debido.
—Y eso ¿cuánto me va a costar?
—Lo que acordemos, una vez que Tété esté lista.
Tres días más tarde Tété sacó la voz por primera vez para preguntar si ese señor iba a ser su amo; creía que Violette la había comprado para ella. «No hagas preguntas y no pienses en el futuro. Para los esclavos sólo cuenta el día de hoy», le advirtió Loula. La admiración que Tété sentía por Violette barrió su resistencia y pronto se entregó entusiasmada al ritmo de la casa. Comía con la voracidad de quien ha vivido con hambre y a las pocas semanas lucía un poco de carne sobre el esqueleto. Estaba ávida de aprender. Seguía a Violette como un perro, devorándola con los ojos, mientras alimentaba en lo más secreto del corazón el deseo imposible de llegar a ser como ella, así de bonita y elegante, pero más que nada, libre. Violette le enseñó a hacer los elaborados peinados de moda, a dar masajes, almidonar y planchar ropa fina y lo demás que su futura ama podía exigirle. Según Loula, no era necesario afanarse tanto, porque las españolas carecían del refinamiento de las francesas, eran muy burdas. Ella misma rapó el inmundo cabello a Tété y la obligaba a bañarse con frecuencia, hábito desconocido para la chica, porque según madame Delphine el agua debilita; ella sólo se pasaba un trapo húmedo por las partes escondidas y se rociaba con perfume. Loula se sentía invadida por la chiquilla, apenas cabían las dos en el cuartito que compartían de noche. La agobiaba con órdenes e insultos, más por hábito que por maldad, y solía propinarle coscorrones cuando Violette estaba ausente, pero no le escatimaba comida. «Cuanto antes engordes, antes te irás», le decía. Por contraste, era de una amabilidad exquisita con el viejo Honoré cuando aparecía tímidamente de visita. Lo instalaba en la sala en el mejor sillón, le servía ron de calidad y lo escuchaba embobada hablar de tambores y artritis. «Este Honoré es un verdadero señor. ¡Cómo quisiéramos que alguno de tus amigos fuera tan fino como él!», le comentaba después a Violette.