Guerra Civil

El comisionado Sonthonax, sudando de calor y nervios embutido en su casaca negra y su camisa de cuello apretado, le explicó en pocas palabras la situación a Étienne Relais. Omitió decirle, sin embargo, que no se había enterado de la conspiración de Galbaud a través de su compleja red de espías, sino por un chisme del mayordomo de la intendencia. Llegó a su oficina un negro muy alto y guapo, vestido como un grand blanc, tan fresco y perfumado como si acabara de salir del baño, que se presentó como Zacharie e insistió en hablar a solas con él. Sonthonax lo condujo a un cuarto adyacente, un hueco sofocante sin ventana entre cuatro paredes desnudas, con una litera de cuartel, una silla, un jarro de agua y una palangana en el suelo. Allí dormía desde hacía meses. Se sentó en la cama y le indicó la única silla al visitante, pero éste prefirió permanecer de pie. Sonthonax, de corta estatura y rechoncho, notó con cierta envidia la figura alta y distinguida del otro, cuya cabeza rozaba el techo. Zacharie le repitió las palabras de Tété.

—¿Por qué me cuenta esto? —preguntó Sonthonax, desconfiado. No lograba clasificar a ese hombre, que se había presentado sólo con un nombre de pila y sin apellidos, como un esclavo, pero tenía el aplomo de una persona libre y los modales de la clase alta.

—Porque simpatizo con el gobierno republicano —fue la simple respuesta de Zacharie.

—¿Cómo obtuvo esa información? ¿Tiene pruebas?

—La información proviene directamente del general Galbaud. Las pruebas las tendrán ustedes en menos de una hora, cuando oiga los primeros tiros.

Sonthonax mojó su pañuelo en el jarro de agua y se enjuagó la cara y el cuello. Le dolía el vientre, el mismo dolor sordo y persistente, una garra en las tripas, que lo atormentaba cuando estaba bajo presión, es decir, desde que pisó por primera vez Saint-Domingue.

—Vuelva a verme si se entera de algo más. Tomaré las medidas necesarias —dijo, dando por concluida la entrevista.

—Si me necesita, ya sabe que estoy en la intendencia, comisionado —se despidió Zacharie.

Sonthonax hizo llamar de inmediato a Étienne Relais y lo recibió en el mismo cuarto, porque el resto del edificio estaba invadido por funcionarios civiles y militares. Relais, el oficial de más alto rango con quien podía contar para enfrentarse a Galbaud, había actuado siempre con impecable lealtad al gobierno francés de turno.

—¿Han desertado algunos de sus soldados blancos, teniente coronel? —le preguntó.

—Acabo de comprobar que han desertado todos hoy al amanecer, comisionado. Sólo cuento con las tropas de mulatos.

Sonthonax le repitió lo que acababa de decirle Zacharie.

—Es decir, tendremos que combatir a los blancos de todos los pelajes, civiles y militares, además de los marineros de Galbaud, que suman tres mil —concluyó.

—Estamos en gran desventaja, comisionado. Necesitaremos refuerzos —dijo Relais.

—No los tenemos. Usted queda a cargo de la defensa, teniente coronel. Después de la victoria, me ocuparé de que lo asciendan —le prometió Sonthonax.

Relais aceptó la tarea con su habitual serenidad, después de negociar con el comisionado que en vez del grado superior le permitiera retirarse del ejército. Llevaba muchos años en el servicio y, francamente, ya no daba para más; su mujer y su hijo lo esperaban en Cuba, no veía la hora de reunirse con ellos, le dijo. Sonthonax le aseguró que así se haría, aunque no tenía la menor intención de cumplirlo; no estaba la situación para ocuparse de los problemas personales de nadie.

Entretanto el puerto se convirtió en un hormigueo de botes repletos de marineros armados, que asaltaron Le Cap como una horda de piratas. Formaban un extraño lote de varias nacionalidades, hombres sin ley que llevaban meses en alta mar y esperaban ansiosos unos días de juerga y desenfreno. No peleaban por convicción, ya que ni siquiera estaban seguros de los colores de su bandera, sino por el placer de pisar tierra firme y entregarse a la destrucción y el saqueo. No les habían pagado en mucho tiempo y esa rica ciudad ofrecía desde mujeres y ron hasta oro, si podían encontrarlo. Galbaud contaba con su experiencia militar para organizar el ataque, apoyado por las tropas regulares de blancos, que se sumaron de inmediato a su bando, hartos de las humillaciones que les habían hecho pasar los soldados de color. Los grands blancs se mantuvieron invisibles, mientras los petits blancs y los marineros recorrían las calles barrio por barrio, enfrentándose con grupos de esclavos, que habían aprovechado el zafarrancho para salir también a saquear. Los negros se habían declarado partidarios de Sonthonax para desafiar a sus amos y gozar de unas cuantas horas de parranda, aunque les daba lo mismo quién ganara esa pelea en la que no estaban incluidos. Ambas facciones de improvisados rufianes asaltaron los depósitos del puerto, donde se almacenaban los barriles de ron de caña para exportación, y pronto el alcohol corría por el empedrado de las calles. Entre los ebrios circulaban ratas y perros desorientados que después de lamer el licor andaban a tropezones. Las familias de affranchis se atrincheraron en sus casas para defenderse como pudieran.

Toulouse Valmorain despidió a los esclavos, ya que de todos modos iban a escaparse, como había hecho la mayoría. Prefería no tener al enemigo puertas adentro, como le dijo a Tété. No eran suyos, sino alquilados, y el problema de recuperarlos sería de los dueños. «Volverán arrastrándose cuando se establezca el orden. Habrá mucho trabajo en la prisión», comentó. En la ciudad los amos preferían no ensuciarse las manos y enviaban a los esclavos culpables a la prisión para que los verdugos del Estado se encargaran de aplicarles el castigo por un precio modesto. El cocinero no quiso irse y se escondió en la leñera del patio. Ninguna amenaza logró sacarlo del hoyo en que estaba encogido, no pudieron contar con él para que preparara una sopa y Tété, que apenas sabía encender fuego, porque entre sus múltiples labores nunca estuvo la de cocinar, les dio a los niños pan, fruta y queso. Los acostó temprano, fingiendo calma, para no asustarlos, aunque ella misma tiritaba. En las horas siguientes Valmorain le enseñó a cargar las armas de fuego, tarea complicada que cualquier soldado efectuaba en pocos segundos y a ella le tomaba varios minutos. Valmorain había repartido parte de sus armas entre otros patriotas, pero se quedó con una docena para su defensa. En el fondo estaba seguro de que no habría necesidad de usarlas, no era su papel batirse, para eso estaban los soldados y marineros de Galbaud.

Poco después de la puesta de sol llegaron tres jóvenes conspiradores, que Tété había visto a menudo en las reuniones políticas, con la noticia de que Galbaud había tomado el arsenal y liberado a los prisioneros que Sonthonax mantenía en los barcos para deportarlos y naturalmente todos se habían puesto bajo las órdenes del general. Decidieron usar la casa como cuartel, por su ubicación privilegiada, con plena vista del puerto, donde se podía contar un centenar de barcos e innumerables botes que iban y venían acarreando hombres. Después de una merienda ligera partieron a combatir, como dijeron, pero el entusiasmo les duró poco y regresaron antes de una hora a repartirse unas botellas de vino y echarse a dormir por turnos.

Desde las ventanas veían pasar a la turba de asaltantes, pero una sola vez se vieron obligados a usar las armas para protegerse y no fue contra bandas de esclavos ni contra soldados de Sonthonax, sino contra sus propios aliados, unos marineros ebrios con intenciones de saquear. Los asustaron disparando al aire y Valmorain los calmó ofreciéndoles tafia. A uno de los patriotas le tocó asomarse a la calle, rodando el barril de licor, mientras los demás apuntaban a la chusma desde las ventanas. Los marineros destaparon el tonel allí mismo y al primer trago varios cayeron al suelo en el último estado de intoxicación, porque llevaban bebiendo desde la mañana. Por fin se fueron, anunciando a gritos que la supuesta batalla había sido un fiasco, no tenían con quién medirse. Era cierto. La mayor parte de las tropas de Sonthonax habían abandonado las calles sin dar la cara y estaban apostadas en las afueras de la ciudad.

A media mañana del día siguiente, Étienne Relais, herido de bala en un hombro, pero firme en su uniforme ensangrentado, le explicó una vez más a Sonthonax, refugiado con su plana mayor en una plantación cercana, que sin ayuda de alguna clase no podrían derrotar al enemigo. El asalto ya no tenía el cariz de carnaval del primer día, Galbaud había logrado organizar a su gente y estaba a punto de apoderarse de la ciudad. El irascible comisionado se había negado a oír razones el día anterior, cuando ya era evidente la abrumadora superioridad de la fuerza enemiga, pero esta vez escuchó hasta el final. La información de Zacharie se cumplía al pie de la letra.

—Tendremos que negociar una salida honrosa, comisionado, porque no veo de dónde vamos a sacar refuerzos —concluyó Relais, pálido y ojeroso, el brazo amarrado al pecho con un improvisado cabestrillo y la manga de la casaca colgando vacía.

—Yo sí, teniente coronel Relais. Lo he pensado bien. En las afueras de Le Cap hay más de quince mil rebeldes acampados. Ellos serán los refuerzos que necesitamos —respondió Sonthonax.

—¿Los negros? No creo que quieran mezclarse en esto —replicó Relais.

—Lo harán a cambio de la emancipación. Libertad para ellos y sus familias.

La idea no era suya, se le había ocurrido a Zacharie, quien se las arregló para entrevistarse por segunda vez con él. Para entonces Sonthonax había averiguado que Zacharie era esclavo y comprendió que se jugaba entero, porque si Galbaud salía victorioso, como parecía inevitable, y se llegaba a conocer su papel de informante, sería destrozado a golpes de maza en la rueda de la plaza pública. Tal como le explicó Zacharie, la única ayuda que Sonthonax podía conseguir eran los negros rebeldes. Sólo había que darles suficiente incentivo.

—Además tendrán derecho a pillaje en la ciudad. ¿Qué le parece, teniente coronel? —le anunció Sonthonax a Relais con aire de triunfo.

—Arriesgado.

—Hay cientos de miles de negros rebeldes repartidos por la isla y voy a conseguir que se unan a nosotros.

—La mayoría está en el lado español —le recordó Relais.

—A cambio de la libertad se pondrán bajo el pabellón francés, se lo aseguro. Sé que Toussaint, entre otros, desea regresar al seno de Francia. Seleccione un pequeño destacamento de soldados negros y acompáñeme a parlamentar con los rebeldes. Están a una hora de marcha de aquí. Y cuídese ese brazo, hombre, no se le vaya a infectar.

Étienne Relais, que no confiaba en el plan, se sorprendió al ver con cuanta prontitud los rebeldes aceptaron la oferta. Habían sido traicionados una y otra vez por los blancos; sin embargo se aferraron a esa débil promesa de emancipación. El pillaje fue un anzuelo casi tan poderoso como la libertad, porque llevaban semanas inactivos y el fastidio empezaba a minar sus ánimos.