El sabor de la libertad
Así estaban las cosas en el verano del año siguiente cuando una noche Tété despertó de súbito con una mano firme tapándole la boca. Pensó que por fin había llegado el asalto a la plantación, temido por tanto tiempo, y rogó que la muerte fuera rápida, al menos para Maurice y Rosette, dormidos a su lado. Esperó sin tratar de defenderse para no despertar a los niños, y por la remota posibilidad de que fuera una pesadilla, hasta que pudo distinguir la figura inclinada sobre ella en el tenue reflejo de las antorchas del patio, que se filtraba a través del papel encerado de la ventana. No lo reconoció, porque después del año y medio que llevaban separados el muchacho ya no era el mismo, pero entonces él susurró su nombre, Zarité, y ella sintió un fogonazo en el pecho, no ya de terror, sino de dicha. Levantó las manos para atraerlo y sintió el metal del cuchillo que él sostenía entre los dientes. Se lo quitó y él, con un gemido, se dejó caer sobre aquel cuerpo que se acomodaba para recibirlo. Los labios de Gambo buscaron los de ella con la sed acumulada en tanta ausencia, su lengua se abrió paso en su boca y sus manos se aferraron a sus senos a través de la delgada camisa. Ella lo sintió duro entre sus muslos y se abrió para él, pero se acordó de los niños, a quienes por un momento había olvidado, y lo empujó. «Ven conmigo», le susurró.
Se levantaron con cuidado y pasaron por encima de Maurice. Gambo recuperó su cuchillo y se lo puso en la tira de cuero de cabra del cinturón, mientras ella estiraba el mosquitero para proteger a los niños. Tété le hizo una señal de que aguardara y salió a asegurarse de que el amo estaba en su pieza, tal como lo había dejado un par de horas antes, luego sopló la lámpara del pasillo y volvió a buscar a su amante. Lo condujo a tientas hasta la habitación de la loca, en la otra punta de la casa, desocupada desde su muerte.
Cayeron abrazados sobre el colchón, pasado a humedad y abandono, y se amaron en la oscuridad, en total silencio, sofocados de palabras mudas y gritos de placer que se deshacían en suspiros. Mientras estuvieron separados, Gambo se había desahogado con otras mujeres de los campamentos, pero no había logrado aplacar su apetito de amor insatisfecho. Tenía diecisiete años y vivía abrasado por el deseo persistente de Zarité. La recordaba alta, abundante, generosa, pero ahora era más pequeña que él y esos senos, que antes le parecían enormes, ahora cabían holgados en sus manos. Zarité se volvía espuma debajo de él. En la zozobra y la voracidad del amor tan largamente contenido no alcanzó a penetrarla y en un instante se le fue la vida en un solo estallido. Se hundió en el vacío, hasta que el aliento hirviente de Zarité en su oído lo trajo de vuelta al cuarto de la loca. Ella lo arrulló, dándole golpecitos en la espalda, como hacía con Maurice para consolarlo, y cuando sintió que empezaba a renacer lo volteó en la cama, inmovilizándolo con una mano en el vientre, mientras con la otra y sus labios mórbidos y su lengua hambrienta lo masajeaba y lo chupaba, elevándolo al firmamento, donde se perdió en las estrellas fugaces del amor imaginado en cada instante de reposo y en cada pausa de las batallas y en cada amanecer brumoso en las grietas milenarias de los caciques, donde tantas veces montaba guardia. Incapaz de sujetarse por más tiempo, el muchacho la levantó por la cintura y ella lo montó a horcajadas, ensartándose en ese miembro quemante que tanto había anhelado, inclinándose para cubrirle de besos la cara, lamerle las orejas, acariciarlo con sus pezones, columpiarse en sus caderas atolondradas, estrujarlo con sus muslos de amazona, ondulando como una anguila en el fondo arenoso del mar. Retozaron como si fuera la primera y la última vez, inventando pasos nuevos de una danza antigua. El aire del cuarto se saturó con la fragancia de semen y sudor, con la violencia prudente del placer y los desgarros del amor, con quejidos ahogados, risas calladas, embistes desesperados y jadeos de moribundo que al instante se convertían en besos alegres. Tal vez no hicieron nada que no hubieran hecho con otros, pero es muy distinto hacer el amor amando.
Agotados de felicidad se durmieron apretadamente en un nudo de brazos y piernas, aturdidos por el calor pesado de esa noche de julio. Gambo despertó a los pocos minutos, aterrado por haber bajado la guardia de esa manera, pero al sentir a la mujer abandonada, ronroneando en el sueño, se dio tiempo para palparla con liviandad, sin despertarla, y percibir los cambios en ese cuerpo, que cuando él se fue estaba deformado por el embarazo. Los senos todavía tenían leche, pero estaban más flojos y con los pezones distendidos, la cintura le pareció muy delgada, porque no recordaba como era antes de su preñez, el vientre, las caderas, las nalgas y los muslos eran pura opulencia y suavidad. El aroma de Tété también había cambiado, ya no olía a jabón, sino a leche, y en ese momento estaba impregnada del olor de ambos. Hundió la nariz en el cuello de ella, sintiendo el paso de su sangre en las venas, el ritmo de su respiración, el latido de su corazón. Tété se estiró con un suspiro satisfecho. Estaba soñando con Gambo y le tomó un instante darse cuenta de que en verdad estaban juntos y no necesitaba imaginarlo.
—Vine a buscarte, Zarité. Es tiempo de irnos —susurró Gambo.
Le explicó que no había podido llegar antes, porque no tenía adonde llevársela, pero ya no podía esperar más. No sabía si los blancos lograrían aplastar la rebelión, pero tendrían que matar hasta el último negro antes de proclamar victoria. Ninguno de los rebeldes estaba dispuesto a volver a la esclavitud. La muerte andaba suelta y al acecho en la isla. No existía ni un solo rincón seguro, pero peor que el miedo y la guerra era seguir separados. Le contó que no confiaba en los jefes, ni siquiera en Toussaint, no les debía nada y pensaba luchar a su manera, cambiando de bando o desertando, según se dieran las cosas. Por un tiempo podrían vivir juntos en su campamento, le dijo; había levantado una ajoupa con palos y hojas de palma y no les faltaría comida. Sólo podía ofrecerle una vida dura y ella estaba acostumbrada a las comodidades de esa casa del blanco, pero nunca se arrepentiría, porque cuando se prueba la libertad no se puede volver atrás. Sintió lágrimas calientes en la cara de Tété.
—No puedo dejar a los niños, Gambo —le dijo.
—Nos llevaremos a mi hijo.
—Es niña, se llama Rosette y no es hija tuya, sino del amo.
Gambo se incorporó, sorprendido. En ese año y medio pensado en su hijo, el niño negro que se llamaba Honoré, no se le pasó por la mente la alternativa de que fuese una mulata hija del amo.
—No podemos llevar a Maurice, porque es blanco, y tampoco a Rosette, que es muy chiquita para pasar penurias —le explicó Tété.
—Tienes que venir conmigo, Zarité. Y debe ser esta misma noche, porque mañana será tarde. Esos chicos son hijos del blanco. Olvídalos. Piensa en nosotros y los hijos que tendremos, piensa en la libertad.
—¿Por qué dices que mañana será tarde? —le preguntó ella, secándose las lágrimas con el dorso de la mano.
—Porque atacarán la plantación. Es la última que queda, todas las demás fueron destruidas.
Entonces ella entendió la magnitud de lo que Gambo le pedía, era mucho más que separarse de los niños, era abandonarlos a una suerte horrenda. Lo enfrentó con una ira tan intensa como la pasión de minutos antes: jamás los dejaría, ni por él ni por la libertad. Gambo la estrechó contra su pecho, como si pretendiera llevársela en vilo. Le dijo que Maurice estaba perdido de todos modos, pero en el campamento podrían aceptar a Rosette, siempre que no fuera demasiado clara.
—Ninguno de los dos sobreviviría entre los rebeldes, Gambo. La única forma de salvarlos es que el amo se los lleve. Estoy segura de que protegerá a Maurice con su vida, pero no a Rosette.
—No hay tiempo para eso, tu amo ya es un cadáver, Zarité —replicó él.
—Si él muere, también mueren los niños. Tenemos que sacar a los tres de Saint-Lazare antes del amanecer. Si no quieres ayudarme, lo haré sola —decidió Tété poniéndose la camisa en la penumbra.
Su plan era de una simpleza pueril, pero lo expuso con tanta determinación, que Gambo acabó por ceder. No podía forzarla a irse con él y tampoco podía dejarla. Él conocía la región, estaba habituado a esconderse, podía moverse de noche, evitar peligros y defenderse, pero ella no.
—¿Crees que el blanco se prestará a esto? —le preguntó al fin.
—¿Qué otra salida tiene? Si se queda lo destripan a él y a Maurice. No sólo aceptará, sino que pagará un precio. Espérame aquí —replicó ella.