PRÓLOGO
Con la Ilíada y la Odisea comienza la literatura griega, es decir, la tradición literaria occidental. La composición de las dos extensas epopeyas atribuidas al patriarca de la poesía antigua, Homero, puede situarse en el siglo VIII a. C. Tradicionalmente, y con buenas razones, se considera algo más antigua la Ilíada, y algo posterior, probablemente de finales del mismo siglo, la Odisea. Esta secuencia era ya admitida por los filólogos antiguos, y así el autor del tratado crítico Sobre lo sublime —que destaca la grandeza trágica y épica de la primera frente a la amena narratividad de la segunda— opinaba que, frente al ardor guerrero de la epopeya troyana, la Odisea reflejaba el interés del viejo aedo por nuevos motivos. Con la Odisea la épica renueva sus temas, deja de centrarse en las batallas y muertes heroicas, y deriva hacia la narración de viajes y aventuras. La Odisea se caracteriza, como se ha dicho muchas veces, por sus escenarios fabulosos y sus aires novelescos, y, bien avant la lettre, parece preludiar las ficciones realistas y fantásticas de la literatura «entre el cuento y la novela».
El protagonista de la Odisea, que da nombre al poema, viene de la guerra de Troya y figuraba como un héroe destacado en la Ilíada. La Odisea es la historia de su largo regreso a su palacio en Ítaca, pero aporta muy interesantes referencias sobre los héroes y sucesos troyanos. Es en la Odisea donde se cuenta —por boca del melancólico Menelao— el final de la larga guerra, la destrucción de Ilión tras la muerte de Héctor y la del gran Aquiles, y el trágico destino de otros caudillos aqueos, como el poderoso Agamenón, cuyas almas Odiseo reencontrará en el Hades, en su visita al mundo de los muertos. La sombra de Troya y los guerreros muertos flota de cuando en cuando sobre la azarosa vuelta al hogar de Odiseo.
Pero la Odisea apunta, tanto por la figura de su protagonista como por sus otros personajes y sus escenarios, una modernidad que no tiene la Ilíada. Si ésta la supera en su estruendo trágico y su patetismo, la Odisea compensa su menor densidad épica con su aire nuevo de variado relato de viajes y aventuras, con sus diversos tonos y múltiples escenarios y motivos. De ahí que pueda verse como el prototipo auroral de todos los relatos de viajes fantásticos y novelescos. De ser el nombre propio de un texto literario, la palabra «odisea» ha pasado al lenguaje corriente para designar un viaje arriesgado y esforzado, y el nombre de Odiseo, o en su forma latina, Ulises, se ha convertido en un símbolo del viajero esforzado, errante y de talante fabuloso, que trata de volver a su patria pobre.
De ahí que en todo relato de viajes pueda percibirse un eco del gran relato homérico, como ha escrito Claudio Magris:
Todo auténtico viaje es una odisea, una aventura, cuya gran pregunta es si uno se pierde o si se encuentra atravesando el mundo y la vida, si se aferra al sentido o se descubre la insensatez de la existencia. Desde los orígenes y desde aquel que quizás sea el mayor de todos los libros, la Odisea, literatura y viaje aparecen estrechamente vinculados, en una análoga exploración, destrucción y recomposición del mundo y del yo.
Los diversos escenarios de la Odisea
Aunque compuesta con el mismo lenguaje poético y las misma técnica narrativa, según las normas de la antigua composición oral —con sus repetidas fórmulas poéticas y sus epítetos tradicionales—, que la Ilíada, la Odisea es, como decíamos, un poema muy distinto por su ambiente espiritual y sus escenarios. Ya desde el comienzo se perfila el contraste entre ambos relatos: de un lado la ira funesta, que trajo consigo las múltiples muertes de guerreros, según el plan de Zeus; del otro, el héroe vagabundo y sufrido que en vano se empeñó en salvar a sus compañeros en su largo viaje de regreso. Toda la Ilíada ocurre en torno a Troya y en Troya (con la excepción de algunas escenas divinas que ocurren en el Olimpo). En la Odisea tenemos los varios y diversos escenarios que visita Odiseo en su errante viaje hacia Ítaca. Por eso la Odisea da la impresión de más extensa, aunque sea unos dos mil versos y pico más breve que la Ilíada: por sus varios ámbitos y por las aventuras de su héroe viajero.
Hay, en efecto, tres escenarios bien distintos: el de la guerra de Troya —que quedó atrás y que es evocado por los relatos de Menelao y Néstor en la «Telemaquia»—, el de las aventuras marinas narradas por el propio protagonista —que va desde el puerto de los feroces lestrígones hasta el Hades sombrío e incluye además la ínsula de Feacia—, y el escenario de ambiente realista de Ítaca. Esos tres escenarios corresponden a tres facetas de Odiseo: el guerrero iliádico, el aventurero marino y el rey que regresa a recobrar su hogar y a su mujer y vengarse de los pretendientes. Cada uno tiene su propio tono y su resonancia. Entre lo épico y lo novelesco se configura la peripecia de Odiseo (o Ulises, según su nombre latino). Épico es el guerrero que luchó en Troya y justificó al final su epíteto de «destructor de ciudades». En cambio, el protagonista astuto de las aventuras marinas se mueve en otro ambiente: el de los relatos fabulosos de un folktale anterior a la épica, más próximo a los cuentos maravillosos. Y el Odiseo que disfrazado de mendigo entra en su palacio y luego empuña el arco para la matanza es un personaje que podría ser un héroe novelesco. Entre el cuento, la épica y la novela se mueve Odiseo, cuya figura da unidad al relato.
La Odisea es, en efecto, «el poema de Odiseo», un héroe singular, complejo, mucho más moderno que cualquier otro arcaico caudillo griego. Ya en la Ilíada a Odiseo sus epítetos lo caracterizan como un guerrero de carácter singular. No lo adjetivan por sus dotes físicas, ni por sus armas (como Aquiles, rápido de pies, Ayante el del gran escudo, o Héctor el del penacho tremolante), sino por sus dotes espirituales. Es «astuto, diestro en trucos, muy sufrido, muy inteligente, de muchos manejos», (es decir: polymetis, polyméchanos, polytlas, polyphron, polyainos, etc.). No es ya un joven héroe rubio y alto, sino un tipo de muchas experiencias que triunfa sobre los peligros gracias a su paciencia y su astucia. Es, como se dice en el primer verso, polytropos, es decir, ‘de múltiples tretas, asendereado, de muchas vueltas’. Hay un único dios que comparte, muy significativamente, ese epíteto con Odiseo: el polytropos Hermes, dios viajero y de muchos trucos (como Odiseo), un dios simpático y con el que el héroe tiene una relación familiar.
Para su viaje errante Odiseo cuenta con esa polytropíe, esa versátil inteligencia con la que sabe acomodarse y enfrentar los peligros y escapar de los monstruos y de las magas con astucia y paciencia y sutil manejo de la palabra. Es muy significativo que, enfrentado con Ayante por las armas de Aquiles, tras la muerte de éste, sea Odiseo quien las haya obtenido como premio. Frente al guerrero arcaico fiado en su brutal fuerza y su coraje violento, Odiseo une valor y audacia a su singular astucia. Por eso es el héroe preferido y protegido por Atenea.
No posee un gran reino ni una gran flota. No es hijo de un dios, sino de Laertes, un reyezuelo al que vemos retirado en su vejez a cuidar su campo modesto en Ítaca. Y, por parte de madre, es nieto de Autólico, hijo de Hermes y un redomado ladrón de ganado (o bien de Sísifo, según otros autores; del Sísifo famoso por sus astutos engaños). En el interior de su palacio, en su larga ausencia, está Penélope, ejemplo de fidelidad conyugal. Y junto a ella el joven Telémaco, enfrentado a los voraces y soberbios pretendientes que amenazan su vida y su futuro. Ítaca y sus familiares aguardan a Odiseo durante veinte años: diez duró la guerra de Troya y otros tantos el regreso. La Odisea es un nóstos, un regreso como el de otros héroes supervivientes de la guerra de Troya, especialmente largo y azaroso. Un nóstos que resulta mucho más accidentado, desde luego, que el de Agamenón y el de Menelao, que tendrá, gracias al talante de Odiseo, pero también gracias a la fidelidad de Penélope y el arrojo de Telémaco, un merecido final feliz.
La espera en Ítaca se va prolongando demasiado. Penélope debe tomar marido cuando su hijo alcance la edad de la hombría. El tiempo apremia, pues, para el regreso cuando comienza el poema relatando la situación en Ítaca y el apuro de los suyos. Durante los cuatro primeros cantos, Odiseo no aparece, y es el joven Telémaco quien los protagoniza, viajando en busca de él.
Es la parte denominada «Telemaquia». El viaje de Telémaco no logra su objetivo primero: encontrar a su padre, pero sí sirve para mostrar que el joven príncipe es digno de su memoria. En sus visitas a Pilos y Esparta, Telémaco encontrará a Néstor y a Menelao y Helena, que le hablarán del glorioso Odiseo, y del final de la guerra de Troya. De modo que la Odisea viene a ser una continuación de la Ilíada, y es en ella donde se refiere el final de la larga contienda. Esos relatos un tanto nostálgicos —de Néstor y de Menelao— reafirman la condición de gran héroe épico de Odiseo y avivan su memoria. Luego, ya en el canto V, vemos en escena, por fin, al héroe, que añorando su patria lejana, en la playa de la isla idílica de la ninfa Calipso, contempla entristecido el horizonte del mar. Allí Odiseo lleva ya ocho años, deseando zarpar de nuevo, tenaz y ahora en solitario, hacia su hogar. En vano la ninfa amorosa le ha ofrecido la inmortalidad si se queda con ella. Odiseo no quiere ser inmortal, sino regresar a su pedregosa Ítaca, junto a su fiel Penélope.
Desde las costas de Troya, cercana al Helesponto, hasta la isla de Ítaca, al sur del Adriático, la distancia por mar puede cubrirla un barco en muy pocos días. Pero el periplo de Odiseo dura diez años y se trasforma en una navegación arriesgada por lejanos confines. El polytropos Odiseo ha de vagar por muy extrañas costas antes de arribar de nuevo a Ítaca, y lo hará, al fin, sin sus naves y sin sus compañeros. Tuvo que ir hasta el mismo Hades, el sombrío país de los muertos, situado en un tenebroso borde del Océano, para allí entrevistarse con el adivino Tiresias, según consejo de la maga Circe. ¡Tan laberíntico se le hizo el viaje de vuelta! Perseguido por el rencor del dios Poseidón y amparado de cuando en cuando por la diosa Atenea, sufrirá Odiseo terribles reveses y sólo diez años después de arrasar Troya llegará a su hogar en Ítaca. No sólo el espacio sino también el tiempo se han dilatado en esta odisea del héroe muy astuto y muy sufrido. Todos esos peligros y angustias ponen de relieve el talento y el talante de nuestro protagonista, osado cuando la ocasión lo requiere, arriesgadamente curioso a veces —como en la cueva del cíclope y ante las sirenas—, y hábil de palabra y de manos. Sabe construirse una almadía de troncos para salir de la isla de Calipso, y él mismo se construyó su lecho de bodas sobre el tronco de un olivo en su palacio de Itaca. Sabe dirigirse con palabras certeras a unos y otros; dialogar con el cíclope y suplicar a Nausícaa.
Es el paradigma de un héroe de nuevo perfil: el aventurero marino que sabe seducir y salir de los apuros gracias a su astucia. Como otros héroes míticos aventureros, como Teseo y Jasón, por citar dos ejemplos, aprovecha bien sus éxitos con las mujeres —con Circe, Calipso y Nausícaa— para proseguir luego hacia su destino. Que, en su caso, es sólo el de volver a su casa. Esas estancias en las islas de la maga y la ninfa sirven para justificar la larga demora del retorno: Circe le retiene a su lado todo un año, Calipso siete. Pero él nunca olvida su meta. Si el mar proceloso y un dios enemigo le complican la marcha, él intenta siempre sacar provecho de sus encuentros, pero mantiene en su mente y su corazón la imagen de Itaca. Si Odiseo tarda tanto en volver, a pesar suyo, así tendrá luego mucho que contar, ciertamente. La larga demora sirve para que exista la compleja narración de la Odisea. «Cuando vuelvas a Ítaca ruega que sea largo el viaje», escribe Cavafis en su poema «Ítaca».
Su estancia en Feacia revela más a fondo la paciencia del experimentado Odiseo, su habilidad para el trato con los otros, su destreza retórica y su arrogancia y habilidad para el disfraz. Esa capacidad para sufrir en silencio las adversidades sin doblegarse ante ellas se muestra sobre todo cuando asiste como mendigo a las tropelías de los pretendientes en su propio palacio y allí sufre sus insolencias brutales. La violencia y soberbia desenfrenada de quienes conculcan las leyes de la hospitalidad justifican, al final, la ferocidad de la gran matanza, donde resurge el coraje del viejo guerrero, el combatiente épico, en el papel de terrible vengador de injurias y de castigador de las esclavas infieles.
La estructura de la Odisea
Podemos distinguir en el esquema narrativo de la Odisea tres secciones claras: la «Telemaquia», la de aventuras marinas, y la de estancia en Ítaca. Los cuatro cantos iniciales, como ya dijimos, cuentan la situación en la isla, en ausencia de Odiseo, y el viaje de Telémaco al Peloponeso en busca de su padre. Tienen una cierta unidad temática, al dar protagonismo al hijo del héroe. En estos cantos de la «Telemaquia» no actúa ni está presente Odiseo, pero la nostalgia por él colma todo el ambiente. Al fin, en el canto V —que comienza, como el I, con una escena de los dioses en el Olimpo— la narración nos lleva hasta Odiseo, y cuenta cómo está retenido en la isla de Calipso y cómo, gracias a la intervención de los dioses, se echa de nuevo a navegar en una balsa de troncos, cómo naufraga y, en condición de náufrago, arriba a la isla prodigiosa de Feacia, donde será acogido con hospitalidad ejemplar, primero por la princesa Nausícaa y luego por sus padres (canto VI). Allí, en el palacio de los feacios y en medio de un banquete, Odiseo relata sus aventuras marinas (cantos VIII a XII). Al fin, los feacios lo transportan, en una nave mágica, hasta Ítaca (canto XIII). Desde ese canto, a mediados del poema, Odiseo se encuentra sobre el suelo patrio, pero aún habrá de luchar para recobrar su posición de rey y enfrentarse a los muchos pretendientes de Penélope. Se disfraza de mendigo para entrar en palacio y asistimos a sus experiencias allí hasta la gran escena del arco. Odiseo empuña su arma mortífera y, con la ayuda de su hijo y dos siervos fieles, mata a todos los pretendientes. En la serie de reconocimientos, el último, y el más emotivo, es el de Penélope, ya en el canto XXIII. (En esa escena de final feliz, cuando ambos esposos se retiran a su dormitorio y Odiseo le refiere a su esposa sus andanzas, pudo haber acabado el relato. Pero el canto XXIV —cuya autenticidad se ha discutido— añade una escena más: la bajada al Hades de las almas de los pretendientes y una revuelta de sus parientes en Ítaca, pronto abortada con ayuda de los dioses).
En resumen, pues, puede trazarse un análisis esquemático distinguiendo esas tres secciones: «Telemaquia» (cantos I-IV); aventuras marinas (V-XII, marcando una escisión entre los cantos V-VII, y VIII-XII, estos últimos ocupados por la narración del propio Odiseo), y la estancia y venganza final en Ítaca (cantos XIII a XXIV). Quedan así en el centro del relato las aventuras fabulosas narradas en primera persona, con un ritmo distinto del de los escenarios más realistas de Ítaca (y Pilos y Esparta ocasionalmente) en los que comienza y concluye la epopeya odiseica. La fina integración de esos tres espacios narrativos muestra bien el arte compositivo del autor de la Odisea, de estructura muy cuidada y compleja, muy lejana de cualquier relato primitivo, como bien subrayó T. Todorov.
Odiseo como narrador
La narración de las aventuras del héroe en su vagabundeo por derroteros marinos e ínsulas mágicas está hecha en primera persona. El relato en primera persona, donde el protagonista de los hechos y el narrador coinciden, tiene siempre una especial aura emotiva. Desde la Odisea, es tradicional, en la literatura europea, que los relatos fantásticos estén en boca de su protagonista, sin duda porque el viajero que ha visitado en solitario tierras exóticas y vivido lances muy extraordinarios resulta el más indicado relator para rememorarlos con precisión. Las andanzas increíbles aparecen así certificadas por la persona del narrador, que es quien las ha vivido. Desconfiar de su palabra sería un acto de descortesía, de modo que el auditorio debe descartar sus recelos. Después de Odiseo vienen otros grandes narradores de viajes increíbles: Eneas —en su viaje al más allá en la gruta de la Sibila—, Luciano de Samosata —el autor de los Relatos verídicos—, Simbad —un émulo árabe de Odiseo—, Dante —viajero por ámbitos del más allá no menos fantasmales—, Cyrano de Bergerac, Gulliver —inventado por J. Swift—, el barón de Münchhausen, y algunos héroes de relatos de ciencia ficción.
Recordemos cómo empieza el relato de Odiseo. Es en la gran sala del banquete, en el palacio del rey Alcínoo. El aedo Demódoco ha cantado, a petición del público, el episodio final de la toma de Troya gracias al caballo de madera, invención de Odiseo. En esos momentos él, hasta entonces un huésped agasajado y anónimo, se cubre la cabeza con su manto y se echa a llorar, suscitando el asombro y la atención de los demás comensales. A la pregunta de Alcínoo, responde presentándose, por fin, y comienza a contar sus desdichas desde que zarpara, con sus naves, de la costa asiática dejando a su espalda, ya arrasada y en llamas, la fatídica Troya. Odiseo relata sus propias andanzas compitiendo con el aedo. A éste, la Musa le proveía de información épica, pero lo que Odiseo cuenta va más allá de la ya famosa gesta de los belicosos aqueos.
Los príncipes de Feacia quedan fascinados por el relato de su huésped. El benévolo Alcínoo expresa su admiración y le insiste en que prosiga su narración, aun bien entrada la noche. Elogia con cordial afecto el modo de narrar y la sinceridad de Odiseo, con unas palabras que vale la pena recordar (Odisea, XI, 363-9).
Odiseo, en efecto, despliega su ingenio en esa rememoración de sus aventuras. Sazona muy bien los momentos más impresionantes. (Valga de ejemplo cómo cuenta su encuentro con el cíclope, y cómo se recrea en ciertos detalles truculentos, por ejemplo, al relatar el diálogo con el monstruo y, luego, cómo clavó la estaca ardiente en el ojo de Polifemo). Para el ingenuo rey de los feacios, esa facilidad narrativa es una prueba de la sinceridad «evidente» de Odiseo.
Pero el lector de la Odisea, que puede seguir las andanzas del héroe más allá que el rey feacio, sabe que Odiseo no siempre es veraz; al contrario, está muy acreditado también como un hábil mentiroso. Lo señala con mucha agudeza, respondiendo a una falsa historia de Odiseo, la diosa Atenea, cuando dialoga con él en el canto XIII (Odisea, XIII, 291-302).
Como se ve por las varias biografías de urgencia que Odiseo se inventa en algunos encuentros de Ítaca, tiene mucha razón Atenea. Nuestro héroe no vacila en contar embustes para sacar algún provecho. Gusta del disimulo y el disfraz. Pudo llamarse «Nadie» en el momento oportuno y más tarde ocultarse bajo el disfraz de mendigo un buen trecho. A diferencia de esos orgullosos caudillos que proclamaban su alcurnia a grandes voces en medio del combate, Odiseo, paciente y taimado, sabe callar y disimular. (Aunque también él, como los otros héroes, siente el deseo de la fama y reivindica la gloria de su nombre, como sucede en la despedida de Polifemo, y ese rasgo de orgullo épico le expone a un grave riesgo).
Por lo tanto, bien podría plantearse el lector de la Odisea una inquietante cuestión: ¿cuándo cuenta la verdad y cuándo miente Odiseo?, a la que cabe una solución fácil: cuando relata hechos tremendos, fabulosos, increíbles, Odiseo está diciendo la verdad. Cuando refiere sucesos verosímiles, como raptos de niños por piratas fenicios, por ejemplo, está fabricando una mentira. Lo más fantástico es auténtico y, en cambio, lo verosímil merece nuestras sospechas. (En eso, el narrador sigue un método que recomendarán posteriores maestros de retórica: las mentiras deben ser lo más verosímiles posible).
Las aventuras marinas
Las aventuras que Odiseo relata son los episodios más famosos de la Odisea, con razón. En esos encuentros se confirma su talante heroico, no ya el de héroe épico, sino el del sufrido viajero de muchas experiencias, enfrentado a un mundo maravilloso y lleno de peligros. Son trece las aventuras: los cícones, los lotófagos, los Cíclopes, Eolo, los lestrígones, Circe, el viaje al Hades, las Sirenas, las vacas de Helios, Caribdis y Escila, Calipso y Feacia componen esa sarta de encuentros fabulosos. La aventura más extrema es la del viaje al mundo de los muertos, la «Nekuia», que ocupa el canto XI por entero, y se halla colocada en mitad de la serie.
Esa visita del héroe al otro mundo es un motivo de hondas resonancias en varias mitologías. El gran precedente es el viaje del mesopotámico Gilgamés, unos mil años anterior a nuestro Odiseo. Gilgamés viajó hasta el oscuro reino de la muerte para buscar la planta de la inmortalidad. Después de Odiseo, e inspirado en su ejemplo, también Virgilio llevará a Eneas a ese mundo del más allá, para profetizar desde allí la grandeza de Roma. Más de mil años después, es Dante, guiado por Virgilio, quien visita el infierno y el paraíso cristianos emulando esa fantasmal empresa. A Odiseo es Circe, la maga, quien le aconseja la tremenda excursión al Hades, para la que el héroe debe cruzar el mar hasta el borde del Océano. Esta aventura, central en la serie odiseica, no tiene aquí, sin embargo, el profundo sentido de esos otros viajes paralelos. Odiseo penetra en el Hades para informarse del camino de regreso a Ítaca, entrevistando a Tiresias, si bien luego aprovecha su estancia para conversar con grandes héroes que fueron sus compañeros en la Ilíada y para asomarse con su habitual curiosidad al misterioso ámbito y ver desfilar algunas otras sombras ilustres.
Acerca del itinerario odiseico se ha escrito mucho, e incluso algunos han pensado en dibujar el curso de esos viajes sobre un mapa real. ¿Acaso el viejo Homero imaginó ese azaroso errar, con sus días y sus tempestades, sobre una geografía mediterránea precisa? La discusión de los comentadores de Homero sobre ese punto resuena ya en escoliastas antiguos. Y desde época muy lejana se bautizaron ciertos lugares costeros del sur de Italia y Sicilia con nombres que aludían a aventuras de Odiseo, como el promontorio de Circe, cerca de Nápoles. La isla de los Cíclopes se identificó con Sicilia y la de los feacios con Corfú, la antigua Corcira. Ya en nuestro siglo no han faltado estudiosos del poema que han querido trazar un mapa de la ruta odiseica por el Mediterráneo (e incluso por el Atlántico). Émile Bérard pensó que Homero había usado un antiguo periplo fenicio para situar las arribadas de Ulises; Ernle Bradford trató de repetir en su propio barco el recorrido de Odiseo; Gilbert Pillot creyó descifrar un código secreto en los días contados del relato, y pensó que se referían a un viaje por el Atlántico y el mar del Norte; Mauricio Obregón, desde un avión, ensayó el rastreo de las mismas andanzas por el Mediterráneo, etc. Todas esas hipótesis carecen de fuerza persuasiva. Es vano discutir si Circe moraba en la bella bahía de Nápoles o en el Adriático, si Calipso cantaba cerca de la costa de Ceuta, y si los lotófagos cultivaban sus flores opiáceas en la isla de Dyerba. Ni siquiera está muy claro a veces si Odiseo viaja hacia el Este o hacia el Oeste. Al mismo viajero le resulta difícil orientarse, según el propio poema, respecto de la isla de Circe (Odisea, X, 190-92).
Resulta, desde luego, poco verosímil que Homero dispusiera de un periplo fenicio o que quisiera cifrar en sus versos datos de un código secreto para navegantes iniciáticos. Podemos concluir, como ya escribió, con fino sentido crítico, Manuel Fernández-Galiano: «Sigue teniendo validez la brillante afirmación del filólogo y geógrafo Eratóstenes: no se llegará a situar con exactitud los escenarios de la Odisea mientras no se encuentre al talabartero que cosió el odre de los vientos de Eolo».
Pero, por encima de cualquier intento de dibujar un mapa de las aventuras, hay algo que importa destacar: la presencia del mar como un ámbito de prodigios y fabulaciones. Ese mar inquietante que se colorea, espumoso y resonante, profundo y de color de vino, ya presente en los horizontes de la Ilíada, pero que aquí ocupa un lugar central, un mar que es espacio abierto de húmedos caminos de aventuras infinitas. Por él se internaban los griegos de la época con sus ligeras naves, con afán de descubrir, colonizar y comerciar.
En ese siglo VIII a. C. serían muchos los audaces navegantes que, como Odiseo, volvieran a sus casas contando historias fabulosas de monstruos, magas y gigantes, pueblos salvajes y extraños, ogros y bárbaros, tesoros y misterios de allende el mar. (Y también fueron muchos los que no volvieron, como los insensatos compañeros del héroe). En los relatos odiseicos se incorpora el mar —ese Mediterráneo pródigo en islas y en peligrosos naufragios— a la literatura universal, ese sendero innumerable de resonancias fantásticas, esa mar ya navegada por Jasón y sus argonautas en otro famoso itinerario mítico, precursor del de Odiseo. Pero en la Odisea resuena no sólo el mar de los mitos, sino también el escenario geográfico que, como los griegos, exploraban los mercaderes y piratas fenicios que competían en sus correrías comerciales y coloniales por traerse un rico botín de lejanas costas. Los nuevos escenarios y temas que introduce la Odisea responden, seguramente, a los intereses de su público, y esas andanzas de su héroe debían de suscitar entre los oyentes de Homero una seducción semejante a la que despertaban en el auditorio del banquete feacio.
Las figuras femeninas de la Odisea
Si bien ya en la Ilíada encontramos algunas figuras femeninas —como Tetis, Helena, Andrómaca y Hécuba, por ejemplo—, sus siluetas se inscriben en la trama de modo muy marginal. La epopeya guerrera reserva naturalmente los primeros planos para los héroes violentos y sus hazañas bélicas. En cambio, en la Odisea hallamos un grupo muy selecto de personajes femeninos, que desempeñan un papel importante en la secuencia narrativa. Son figuras de mujer de diversa condición, pero todas ellas muy bien caracterizadas: Penélope, Helena, Circe, Calipso, Nausícaa, Arete y la vieja nodriza Euriclea. Cada una posee su propia personalidad y todas están presentadas con un notable respeto, y con una marcada simpatía. Muchos comentaristas lo han subrayado, y entre ellos Gabriel Germain:
Penélope, cuya aparición subyuga siempre a los pretendientes, incluso cuando la astucia de la tela retejida ha sido descubierta, y de la que el mismo Odiseo, después de su victoria, espera a que le admita en la cámara conyugal. Helena, que reina en Lacedemonia, «semejante a Ártemis de la flecha de oro» (sí, a la diosa de la castidad), y que ofrece a Telémaco un velo que ha bordado con sus manos como un regalo benéfico para su mujer cuando se case. Nausícaa, que, de reina, tiene ya el dominio de sí misma, la decisión pronta, la grandeza que se impone sin esfuerzo. Su madre Arete, que se sienta entre los jefes feacios al lado de su marido el rey; es a ella a quien se dirigen las primeras palabras de Odiseo cuando pide asilo, según los consejos de la diosa que le protege. ¿Hay que recordar que Circe —una inmortal, en este caso— hace siervos suyos en forma animal a todos los hombres que se le acercan? En su dominio, por primera vez, que se sepa, en las literaturas, encontramos una sociedad estrictamente femenina. No tiene en torno suyo sino sirvientas. Es verdad que vive al margen del mundo y en una isla, como Calipso. Ésta parece vivir sola, a menos que su «casa» esté sencillamente sobrentendida. Odiseo no ha estado nunca más dependiente de una voluntad femenina que en el hogar de estas diosas, puesto que no sabría partir de allí sin su consentimiento, sin el viento favorable que ellas le ofrecen, ni encontrar su ruta sin sus consejos detallados.
De su prolongada ausencia, siete años los ha pasado Odiseo con Calipso y uno con Circe. Retenido por las magas, no ha caído en la tentación de olvidar el regreso nunca. Ni siquiera ha vacilado ante el ofrecimiento de una inmortalidad divina junto a la bella Calipso. Y no constituye para él una seducción la encantadora Nausícaa, con toda su fresca belleza adolescente. Nausícaa se ilusiona al pensar en una boda con el misterioso náufrago, de enigmática y madura prestancia, pero Odiseo tan sólo le dedica unos sutiles piropos y pasa de largo empeñado en cumplir su camino hacia Ítaca.
En el relato, todas las mujeres reciben muestras de un refinado respeto. Así sucede con la bella Helena, quien habita su palacio de Esparta junto a su esposo Menelao y recibe al joven Telémaco con ejemplar cortesía. Tanto ella como Menelao recuerdan a Odiseo con cordial afecto y con una cierta nostalgia de los lejanos días de Troya. Aquí no se insinúa ni el más mínimo reproche a la bella adúltera que motivó con su rapto la terrible guerra. Paris quedó olvidado, y los reyes de Esparta recuerdan discretos su retorno un tanto azaroso. Parece sintomático de ese clima moral de la Odisea que hasta una sirvienta como Euriclea recuerde con qué respeto la trató Laertes cuando la adquirió como esclava y la tuvo en su palacio. (El respeto hacia las mujeres no significa, en cambio, una actitud de extrema tolerancia con su sexo: las sirvientas que en palacio se mostraron demasiado amables con los pretendientes reciben como pago un duro castigo: todas ellas son ahorcadas en el patio por orden de Odiseo, en una escena que al lector moderno puede parecerle de notable crueldad).
Se ha sugerido alguna vez que la importancia de algunas figuras, como la reina Arete en Feacia, a la que Odiseo acude en primer lugar en sus súplicas, podría verse como el reflejo de un antiguo matriarcado. Pero tal institución es una mera conjetura, y un matriarcado mediterráneo es una invención sin base firme.
La atención que el poeta presta a esas figuras femeninas debe más bien verse como un rasgo original de nuestro poeta, que quiere urdir una intriga de nuevos tonos sentimentales. Esas mujeres acentúan la derivación de la épica hacia lo novelesco. Contribuyen a dar una tonalidad más humana y afectuosa a la historia, con algunos matices costumbristas o familiares. La importancia que Penélope, la fiel y atribulada, astuta y sagaz esposa, demuestra a lo largo de la Odisea es muy significativa; y esa virtud suya al frente del hogar queda muy de relieve en los comienzos y en el final de la narración. (En contraste con la fidelidad de Penélope, se recuerda repetidas veces el ejemplo opuesto de la reina Clitemnestra, que asesinó a Agamenón. Las referencias al desdichado fin de Agamenón están situadas en varios pasajes muy destacados del poema, al principio, en el medio, y al final: en el canto I, en el XII y en el XXIV).
Como muy bien subraya U. Hölscher, la espera de Penélope tenía un término marcado. En su origen, la Odisea es un ejemplo del cuento popular del esposo ausente, que regresará justo a tiempo de impedir la boda de su esposa, cumplido el plazo acordado. Un plazo largo, desde luego: hasta que el hijo tenga su primera barba. (Lo cuenta la misma Penélope, en el canto XVIII, 250 y ss.)
Cumplido ya el plazo fijado en esos términos, Penélope no debería demorar más la boda. Desde el comienzo del poema vamos conociendo que el joven Telémaco ha alcanzado esa mayoría de edad que permite la boda de su madre. (Y esa mayoría no sólo se manifiesta en un detalle físico como el de su primera barba, sino en la progresiva confianza del muchacho en sus actos y en su inteligencia, como revela en su viaje y en su enfrentamiento repetido con los pretendientes). Los pretendientes se muestran impacientados y es difícil contener más tiempo su ansia. Todo apremia la vuelta de Odiseo con máxima urgencia, y no puede demorar más Penélope su decisión de tomar nuevo esposo. Por eso propone, con toda la tristeza que expresa en esas frases, el certamen del arco. Pero, aunque ella lo ignora, en ese momento ya Odiseo está en palacio, y dispuesto, con la ayuda de Telémaco, a triunfar en la prueba y recuperar a su esposa. Como el héroe del cuento, el marido ausente acude justo a tiempo para salvar su matrimonio con un final feliz.
El motivo inicial del cuento popular se ha desarrollado hasta convertirse aquí en un tema novelesco. El joven príncipe, cuya edad marca el término acordado, se ha mostrado ya digno hijo del héroe (aunque no haya podido dar con el paradero de su padre). Y Odiseo no llega de pronto en el último momento a impedir la boda, sino que ya está, disfrazado de mendigo, aguardando el instante oportuno para la acción decisiva, para la feroz matanza de los pretendientes, una escena de terrible resonancia épica. La esposa del cuento es aquí Penélope, un personaje de personalidad propia, que actúa sagaz y con ánimo ejemplar en apuradas circunstancias.
El mundo de los humildes
Otro aspecto nuevo de la Odisea, en contraste con la Ilíada, es la atención que presta al mundo de los humildes. Se muestra en la segunda mitad de la obra, cuando Odiseo llega a su tierra y se disfraza de mendigo para entrar en su propio palacio. Recordemos cómo es acogido por el porquerizo Eumeo y reconocido en primer lugar, tras la emotiva escena con el viejo y moribundo perro Argos, por Euriclea, la vieja nodriza. El papel de los sirvientes en esa parte es muy importante. Junto a los fieles siervos, como Eumeo y Filetio, y Euriclea y Eurínome, están los malos servidores, como el cabrero Melantio y las esclavas que se muestran complacientes en exceso con los pretendientes que asedian a Penélope. Unos y otros recibirán ejemplar pago. Otro detalle significativo: cuando Odiseo, disfrazado de mendigo, en el patio de su palacio ruega a Zeus que le envíe un signo de apoyo, el dios hace retumbar un fuerte trueno. Y lo oye, a esas altas horas de la noche, una pobre sierva, la más débil de las que muelen el grano para la comida de los voraces pretendientes, y expresa su deseo de que el trueno sea un augurio de la muerte de los injustos y voraces nobles (XX, 102 y ss.). La queja de la triste sirvienta, agobiada en la noche en una de las tareas más duras del palacio, resuena como un grito singular en un canto épico. Incluso la esclava reclama a Zeus justo castigo para los malvados.
Disfrazado de mendigo, Odiseo observa el comportamiento de unos y otros: de los soberbios pretendientes, del brutal mendigo Iro, del torpe Melantio, por ejemplo. Un mendigo es, de claro modo, un suplicante y se acoge a las normas de la hospitalidad protegida por Zeus. Los ultrajes brutales de los pretendientes aumentan su culpa y evidencian su soberbia y su impiedad, y justifican aún más la sangrienta venganza.
Pero también puede ser testigo del sincero y hondo cariño que un personaje como Eumeo alberga hacia su dueño. Queda de relieve cuando, en la cabaña del porquerizo, Odiseo encuentra una fraterna acogida. Allí relata una nueva, patética y falsa biografía para atraer aún más la compasión del siervo. Más tarde, en el canto XV, Odiseo indaga la historia personal de Eumeo, y éste a su vez cuenta su vida. También él fue un niño noble raptado por los piratas fenicios y vendido como esclavo. La historia personal de Eumeo se parece bastante a la que le contara Odiseo en el canto XIV. (Con la pequeña diferencia de que Odiseo se la había inventado, mientras que Eumeo cuenta su verdadera vida). En ese intercambio de historias, que acompaña las dádivas del buen siervo, se descubre un hondo sentido de humanidad, que une fraternalmente al rey heroico y al fiel guardián de sus cerdos. Odiseo siente compasión por el esclavo como éste la había sentido ante las desdichas narradas por él. Notemos que las palabras que Odiseo emplea para expresar su afecto son casi idénticas a las que Eumeo había dicho para mostrarle su compasión después de oír el relato de Odiseo (compárese XV, 486-7 con XIV, 361-2).
Es curioso, como observa Hölscher, que el poeta de la Odisea haya empleado el vocativo poético en su apostrofe al dirigirse a Eumeo, en el verso que se repite, formulario: «Le contestaste, en respuesta, porquerizo Eumeo» (XIV, 55, 360, 507; XV, 325). A lo largo del poema sólo a Eumeo interpela así, en segunda persona, el poeta. (Podríamos recordar que de modo parecido se había dirigido en la Ilíada a Patroclo, el fiel camarada de Aquiles en el canto XVI —en los versos 787 y 843—, en una ocasión ciertamente más patética: «Desfallecido replicaste, Patroclo, conductor de caballos»). Sin duda ese uso del vocativo indica un marcado afecto hacia el personaje.
Como la ayuda de la vieja Euriclea resulta importante para Telémaco y luego para Odiseo, la de Eumeo será también muy valiosa en la lucha contra los pretendientes, pero es importante destacar ese trato amistoso con el vagabundo cuando todavía no ha reconocido a su antiguo señor. Es, por otro lado, una buena muestra de la ironía del autor de la Odisea que presente a Eumeo desconfiando del relato de Odiseo en el único punto que tiene de verídico; cuando él afirma que conoce a Odiseo y predice su regreso. Y es en ese momento en que se niega a creer en la vuelta de su señor cuando expresa su hondo afecto por él (XIV, 131-147).
Estas palabras de Eumeo trazan la imagen de Odiseo como el buen amo, a la vez que él se define como el más fiel sirviente. Pero todo este episodio de Odiseo en casa de Eumeo —cantos XIV y XV— nos ofrece una imagen fraternal de la relación entre uno y otro. Es el azar el que ha convertido a Eumeo en esclavo, pero aun así sigue siendo un hombre de corazón noble, y conserva aún en los tiempos de la ausencia el más profundo afecto de gratitud hacia su buen señor. Incluso cuando cree que éste ha muerto, en honor a su memoria demuestra su simpatía y generosidad ejemplar con el vagabundo, que el azar trajo como suplicante a su humilde morada. Y esa visión de la conversación entre ambos, Odiseo y el porquerizo, es otro de los encuentros más característicos de la Odisea.
¿Es Homero el autor de la Odisea?
La Odisea se presenta, de modo manifiesto, como una continuación de la Ilíada. Resulta serlo por su tema, que es, a grandes líneas, el relato del «regreso» de uno de los grandes héroes de la guerra iliádica, un nóstos, y por la presencia en ella de algunos héroes y numerosos recuerdos de la contienda troyana. Los personajes iliádicos que en ella aparecen —Odiseo, Menelao, Helena, Néstor— mantienen el mismo carácter que tenían en la Ilíada. Es en la Odisea donde se nos cuenta el final de la larga guerra. Y es muy significativo que, aunque abundan las referencias a episodios narrados en la Ilíada, nunca se repite en la Odisea nada contado en el poema anterior. (Como si el autor de la misma diera por supuesto que sus oyentes ya conocían el otro gran poema).
Existen ciertos detalles paralelos entre ambos: por ejemplo, uno y otro contienen una discusión de los dioses en el Olimpo en el canto I, una asamblea del pueblo en el canto II, una tremenda escena de muertes en el canto XXII (de Héctor en uno y de los pretendientes en el otro), y un final de reconciliación. Incluso en el mismo proemio de la Odisea puede verse un cierto eco y un contraste buscado con el comienzo de la Ilíada.
Podemos leer la Odisea a la sombra de la Ilíada, como han subrayado A. Heubeck y P. Pucci, proponiendo éste una lectura intertextual de ambos poemas. Es probable que los griegos ya advirtieran ese intrigante juego de reflejos entre uno y otro texto. Las referencias de la Odisea a la Ilíada vuelven a replantear la vieja cuestión: ¿de dónde vienen esos ecos? ¿Son ambas obras de un mismo poeta? ¿Acaso un aventajado alumno quiso emular la magnífica epopeya trágica con un nuevo poema, más novelesco? La cuestión ya se planteó en la Antigüedad, y los eruditos filólogos de Alejandría tomaron posiciones en uno y otro sentido. Los partidarios de dos autores, los corizontes, expusieron sus razones; otros defendieron la adjudicación tradicional de ambos poemas al patriarca Homero.
Dado que tanto la Ilíada como la Odisea están compuestas con la técnica de la composición oral y sobre un repertorio de temas tradicionales, es difícil distinguir un estilo diferente en una y en otra, al menos desde el punto de vista de la lengua o de su trasfondo mítico. No es menos claro que, por su temática, la Odisea aporta, como hemos destacado, muchas novedades de motivos y de matices. Podríamos hablar incluso de un nuevo clima espiritual. Parece escrita después y con un nuevo horizonte moral e histórico, con una atención a aspectos humanos apenas rozados en la epopeya bélica anterior. Odiseo es, como hemos dicho, un héroe mucho más complejo y «moderno» que los otros héroes de la gesta iliádica.
Si el ambiente de una y otra narración es tan distinto, ¿puede explicarse esa variación sólo por su diversa temática? ¿Basta eso para pensar que debemos imaginar dos autores y no un único y genial Homero? ¿En qué sentido debemos tomar los ecos percibidos en la Odisea? Si hay en ésta cinco veces menos símiles que en la Ilíada, ¿se debe esto al gusto divergente de sus dos autores, o bien a que los símiles se intercalan especialmente en contextos de acción bélica para ofrecer una variación de imágenes que no se ve tan funcional en otros contextos? Ningún argumento en uno u otro sentido parece enteramente incontrovertible. ¿Puede satisfacernos, todavía, la solución unitaria que proponía el autor del tratado retórico Sobre lo sublime, adjudicando una obra a la juventud y la otra a la madurez del mismo gran poeta, es decir, de Homero? ¿Es verosímil, por otro lado, la existencia, a corta distancia, de dos aedos de magnífico genio poético, de los que sólo uno fuera recordado? No hay pruebas concluyentes a favor de una u otra tesis; la cuestión es muy ardua y no admite solución tajante. Resulta dudoso a cargo de qué parte debería quedar el peso de la prueba en la propuesta. Dejemos, pues, al criterio del lector tan debatido problema.
Que, por otra parte, no empaña en nada nuestra apreciación de una y otra epopeya en la peculiar significación estética de cada una. Si la Ilíada es un poema de mayor grandeza heroica y de una intensidad trágica, la Odisea compensa esa menor tensión épica con sus derivaciones hacia lo fabuloso y novelesco, como se ha dicho muchas veces. Aquiles no es un héroe superior ni inferior a Odiseo. Ambos son diversos y de algún modo resultan complementarios. Al sentido dramático agonal de la epopeya bélica, de resonante furor y estremecedoras muertes, se contrapone el gusto por la aventura y la variedad de caracteres, la amplitud de horizontes, la pintura de gentes y costumbres, en una épica y una ética más modernas.
La épica griega se inaugura con los dos paradigmáticos poemas atribuidos a Homero, que configuran así una especie de díptico monumental en el comienzo de la tradición literaria que se desarrolla luego en los varios géneros literarios posteriores, una tradición que durante todos los siglos de la Antigüedad se sintió fundada al amparo de la sombra canónica del patriarca Homero. Dominando toda la cultura griega, arcaica, clásica y helenística, se mantuvo la imborrable y seductora memoria de los sonoros versos homéricos. Fueron en Grecia el fundamento de la educación escolar durante siglos, textos memorizados en la niñez y recitados en los festivales públicos de Atenas y otras ciudades, una especie de «Biblia» panhelénica, una «enciclopedia» del saber mítico y arcaico recogida en los moldes de la poesía épica.
Los inagotables ecos de la Odisea
Probablemente es la Odisea el relato griego más influyente en toda la literatura occidental desde la Grecia arcaica hasta nuestros días. Podemos suscribir la observación de Harold Bloom en El canon occidental (Anagrama, 1994, p. 96):
Ningún personaje literario occidental es tan recurrente como Odiseo, el héroe homérico más conocido por su nombre latino, Ulises. De Homero a Nikos Kazantzakis, la figura de Odiseo/Ulises sufre extraordinarias modificaciones en Píndaro, Sófocles, Eurípides, Horacio, Virgilio, Ovidio, Séneca, Dante, Chapman, Calderón, Shakespeare, Goethe, Tennyson, Joyce, Pound y Wallace Stevens, entre muchos otros.
Esas reapariciones de Odiseo/Ulises están bien estudiadas en el estudio de W. B. Stanford que Bloom cita a continuación: The Ulysses Theme, de 1963, que puede completarse con el más reciente de P. Boitani: La sombra de Ulises. La lista de los grandes escritores que han evocado la figura de Ulises puede alargarse mucho más (incluyendo a Cavafis, Seferis, Pascoli, Pavese, Borges, etc.). Pero no es éste el momento oportuno para demorarnos en largos rastreos y referencias múltiples de esa incesante influencia. Remito a esos libros citados y a algunos apuntes sobre «Ulises» en mi Diccionario de mitos. En cuanto al valor simbólico de la figura de Ulises y de la Odisea para nuestros días, me parece muy sugerente el diálogo de V. Consolo y M. Nicolao, editado con el título de Il viaggio di Odiseo (Milán, Bompiani, 1999). Los ecos y los matices que pueden rescatarse del texto homérico siguen siendo inagotables. Tal vez porque, como en su último libro de poemas (Los conjurados) escribió J. L. Borges, volviendo a citar este clásico que tanto apreciaba: «La Odisea… cambia como el mar. Algo hay distinto cada vez que la abrimos…».
Sobre las traducciones de la Odisea
La primera versión española completa de la Odisea es la de Gonzalo Pérez, editada en 1556 en Amberes con el título de Ulixea. (El mismo traductor había publicado unos años antes la primera parte, doce cantos, en Salamanca, en 1550). Estaba dedicada al entonces príncipe y futuro rey Felipe II, y puede verse como un producto meritorio y notable del Humanismo renacentista español. (Precedió en más de dos siglos a la primera versión editada de la Ilíada, la de García Malo, en 1788). Le sigue, a larga distancia, la primera versión hispanoamericana, la de Mariano Esparza, ya de época romántica, publicada en México, en 1837. En 1886, en la acreditada «Biblioteca Clásica», aparece la esmerada versión del helenista F. Baráibar y Zumárraga. En verso, como las anteriores. (En la misma colección figura la traducción de la Ilíada de J. Gómez Hermosilla, medio siglo anterior, también en endecasílabos).
También se publican ya desde mediados del siglo XIX algunas versiones indirectas de los poemas homéricos, casi siempre venidas del francés, una práctica que perdurará en el siglo siguiente, cuyos ejemplos más brillantes son las versiones hechas sobre las del poeta parnasiano Leconte de Lisie: la Ilíada, de Germán Gómez de la Mata, de 1915, y la Odisea, de Nicasio Hernández Loquero, de 1916.
De 1910 es la primera traducción directa y en prosa de la Odisea, la de Luis Segalá y Estalella, quien un par de años antes había publicado ya la de la Ilíada. La versión marca un hito por su fidelidad extremada al original y su excelente estilo. Es una buena muestra del mejor oficio filológico y la sensibilidad literaria de Segalá, catedrático de Lengua y Literatura Griega en la Universidad de Barcelona. Bien se merece sus innumerables reediciones y el aprecio de muchísimos lectores. Bastantes decenios después han aparecido otras dos excelentes traducciones de la Odisea: la de José Luis Calvo (1976, en la Editora Nacional, y luego reeditada en Cátedra) y la de José Manuel Pabón (1982, en la «Biblioteca Clásica Gredos»). La primera de ellas es una traducción muy lograda, tan ajustada al original como flexible y ágil, en una prosa actual. La segunda, una versión rítmica acentual, en versos de cinco acentos correspondientes a los hexámetros dactilicos del griego, realizada con admirable pericia y con un léxico castellano muy rico y sonoro.
En catalán me gustaría destacar como se merece la magnífica traducción realizada por Caries Riba. El gran poeta y helenista barcelonés tradujo dos veces el texto homérico, con intenso sentido poético y gran fidelidad al original. En su prólogo a la versión ya definitiva (L’Odissea novament traslladada en versos catalans, Barcelona, Alpha, 1953), Riba defiende con gran claridad el empleo del hexámetro acentual por su sonoros reflejos del estilo épico, y su traducción es el más conseguido ejemplo de esa lealtad poética.
De las versiones a otras lenguas me limitaré a mencionar unas pocas de las más conocidas. En inglés todavía puede leerse con gusto, por su vigor poético, la primera versión de la Odisea, la de George Chapman, editada en 1615, unos años después que la de Gonzalo Pérez. (Hay reedición actual muy asequible: Chapman’s Home: The Iliad and the Odyssey, en «Wordsworth Classics», Chatham, 2002). En estilo muy distinto, en una prosa actual, depurada de arcaísmos épicos, como una novela, merece su gran popularidad la de E. V. Rieu, de 1946. (Véase ahora revisada por su hijo y con nueva introducción de P. Jones, reeditada en Penguin, 2003). Sobre la tradición de las versiones al inglés, véase la espléndida antología editada por G. Steiner Homer in English, Penguin, 1996). De las versiones francesas me gustaría destacar por su claro estilo poético, entre las varias recientes, la de Frédéric Mugler, Homère, L’Odyssée, 1995 («Actes Sud», Babel, 2001). En italiano, es espléndida por su extrema fidelidad al original la traducción de G. Aurelio Priviterra, pulcramente editada junto al texto griego por la Fondazione Lorenzo Valla (1981).
Sobre la traducción que ahora presento diré muy pocas palabras, pues prefiero dejar a otros los comentarios críticos. Anoto simplemente que, como percibirá pronto el lector, he intentado una constante y muy trasparente fidelidad al original, atendiendo a conservar las expresiones formularias y a la sintaxis arcaica, e incluso al orden de palabras y las partículas del texto homérico, para reflejar los matices del texto. Trato de no introducir conceptos posteriores a la época homérica (palabras como «espíritu», «idea», etc.), a riesgo de ser un tanto repetitivo; aunque también me he permitido traducir por variados términos un mismo vocablo griego. Al lector moderno las repeticiones de palabras le resultan más pesadas que a los antiguos. La épica oral homérica se caracteriza por su lenguaje en gran medida formulario, y la abundancia de vistosos epítetos tradicionales. (A veces esos epítetos ornamentales resultan sorprendentes, como cuando se califica una y otra vez de «divino» al porquerizo Eumeo, por ejemplo). No entraré ahora, desde luego, en la vieja discusión sobre si resulta preferible, al trasladar un poema épico, dar una traducción en verso o en prosa. Constato, sencillamente, que la prosa permite mucha más libertad al traductor para ser preciso en su versión y seleccionar sus palabras, aunque pierda ciertamente en sonoridad poética. Espero, con todo, haber conservado la agilidad e ingenuidad de la narración épica sin perder del todo el aroma poético.