CANTO XII

»Cuando nuestra nave dejó la corriente del río Océano y llegó sobre las ondas del mar de amplio curso a la isla de Eea, donde están la mansión y los espacios de danza de la Aurora matutina y las salidas del sol, nos arrimamos a la costa y varamos el barco en las arenas, y echamos pie a tierra en la ribera marítima. Y allí nos entregamos al sueño y aguardamos la divina Aurora.

»Apenas brilló matutina la Aurora de dedos rosáceos, al momento yo envié por delante a unos compañeros hacia la morada de Circe para que trajeran 10 el cadáver del difunto Elpénor, hasta donde avanzaba más alta la costa, y vertíamos copioso llanto. Luego que se hubo quemado el cadáver y sus armas, levantamos un túmulo y, erigiendo una estela, clavamos en los más alto de su tumba su manejable remo.

»Nos ocupamos de todo esto paso a paso. Pero a Circe no le pasó inadvertido que habíamos regresado del Hades. Así que se acicaló y acudió. La escoltaban sus sirvientas que aportaban pan y carne abundante y 20 fogoso vino rojo. Ella se situó en medio y nos habló la divina entre las diosas:

»“¡Temerarios, que en vida habéis bajado a la mansión de Hades, dos veces mortales, mientras que los otros humanos mueren sólo una vez! Vamos, tomad esta comida y bebed vuestro vino aquí todo el día. En cuanto aparezca la Aurora, volveréis a navegar. Yo os indicaré la ruta y os mostraré sus peligros, a fin de que no sufráis en algún doloroso paso un funesto desastre en tierra o por mar”.

»Así dijo, y de nuevo convencido quedó nuestro bravo ánimo. Así entonces todo el día, hasta la puesta 30 del sol, nos quedamos dándonos un banquete de carne sin tasa y dulce vino. En cuanto el sol se hundió y sobrevino la oscuridad los otros se echaron a dormir junto a las amarras de popa, y ella, tomándome de la mano, me hizo sentarme lejos de mis camaradas y se puso a mi lado y me preguntó sobre todo el viaje. Por mi parte se lo conté todo en muy buen orden. Luego me habló la venerable Circe con estas palabras:

»“Todo eso ha quedado así cumplido. Tú escúchame lo que voy a decirte y un dios en persona te lo va a recordar.

40»En primer lugar llegarás junto a las Sirenas, las que hechizan a todos los humanos que se aproximan a ellas. Cualquiera que en su ignorancia se les acerca y escucha la voz de las Sirenas, a ése no le abrazarán de nuevo su mujer ni sus hijos contentos de su regreso a casa. Allí las Sirenas lo hechizan con su canto fascinante, situadas en una pradera. En torno a ellas amarillea un enorme montón de huesos y renegridos pellejos humanos putrefactos. ¡Así que pasa de largo! En las orejas de tus compañeros pon tapones de cera melosa, para que ninguno de ellos las oiga. Respecto a ti mismo, si deseas escucharlas, que te sujeten a bordo 50 de tu rápida nave de pies y de manos, atándote fuerte al mástil, y que dejen bien tensas las amarras de éste, para que puedas oír para tu placer la voz de las dos Sirenas. Y si te pones a suplicar y ordenar a tus compañeros que te suelten, que ellos te aseguren entonces con más ligaduras. Después, cuando ya tus compañeros las hayan pasado de largo, no voy a explicarte de modo puntual cuál será tu camino, porque debes decidirlo tú mismo en tu ánimo.

»Pero te mencionaré las dos alternativas. Por un lado hay unas rocas escarpadas, contra las cuales retumba el espantoso oleaje de Anfitrite de azules 60 pupilas. Son las que llaman Rocas Errantes los dioses felices. Por allí no cruzan ni las aves, ni siquiera las trémulas palomas que le llevan la ambrosía a Zeus Padre, pues siempre a alguna de ellas la arrebata la pared rocosa. Pero luego envía otra el Padre para equilibrar su número. Por allí nunca jamás se deslizó ningún bajel humano de paso, sino que destrozados maderos de navíos y cuerpos humanos zarandean de acá allá las olas del mar y los turbiones de fuego mortífero. Tan sólo una nave surcadora del alta mar las atravesó: la 70 Argo, celebrada por todos, que navegaba desde el país de Eetes. E incluso ésta se habría destrozado contra las grandes rocas de no haberla impulsado Hera, que tenía gran cariño por Jasón.

»Por otro lado se elevan dos grandes peñas. La una alcanza el amplio cielo con su aguzado pico, y la envuelve una negra nube. Ésta jamás se despeja, y nunca el aire limpio rodea su cumbre ni en verano ni en otoño. No la puede escalar ni conquistar ningún mortal, ni aunque tuviera veinte manos y veinte pies. Porque 80 esa roca es lisa, tanto como si estuviera pulida. En el centro de la roca hay una tenebrosa caverna, orientada a poniente, al Erebo, a la que vosotros, ilustre Odiseo, podéis dirigir vuestra cóncava nave. Ni siquiera un arquero vigoroso disparando su flecha desde su cóncavo navío podría alcanzar el fondo del antro. Allí habita Escila que lanza atronadores aullidos. Su voz, en efecto, es como la de un joven cachorro, pero ella es un monstruo espantoso. Nadie se alegraría de verla, ni siquiera un dios que se topara con ella. Tiene 90 doce patas, todas deformes y seis cuellos larguísimos, y sobre cada uno de ellos una cabeza horrible, y en ellas tres filas de dientes, agudos y apretados, repletos de negra muerte. A medias está sumergida en la hueca caverna, y emergen por encima del tremendo abismo sus cabezas, por allí se mueve escrutando la cueva, y pesca delfines y perros marinos, o tal vez captura algún cetáceo mayor, de los que a miles nutre la ululante Anfitrite. Jamás de allí se jactan los navegantes de escapar sin daño en la nave, pues con cada cabeza se 100 lleva a un hombre, arrebatándolo de golpe del barco de proa azul.

»Verás muy cerca el otro promontorio, Odiseo, que es más bajo. Podrías superarlo con un tiro de flecha. Sobre él hay una enorme encina silvestre, de frondoso follaje. Por debajo de él la divina Caribdis sorbe el agua negra, tres veces al día la vomita y tres la absorbe tremendamente. ¡No vayas tú a acercarte por allí cuando la succiona! No podría entonces salvarte del desastre ni siquiera el Sacudidor de la tierra. Así que, manteniendo tu nave pegada al escollo de Escila, pasa de largo a toda prisa porque es mucho mejor ciertamente echar de menos a seis hombres de tu 110 nave que a todos juntos”.

»Así me dijo, y yo, angustiándome, le contesté:

»“Pero ahora, diosa, dime esto sin más rodeos: ¿acaso podría escapar por un lado a la funesta Caribdis y, de otro, defenderme de Escila, cuando vaya a atacar a mis compañeros?”.

»Así hablé, y ella, la divina entre las diosas, al punto repuso:

»“¡Insensato, de nuevo te empeñas en combates guerreros y porfías! ¿Ni siquiera ante dioses inmortales vas a claudicar? No es ésa una mortal, sino una fiera inmortal, terrible, atroz, salvaje e incombatible. No hay ninguna defensa posible. Lo mejor es huir de 120 ella. Pues si fueras capaz de revestir tus armas al pie de su roca, temo que de nuevo se abalanzara sobre ti y te alcanzara con todas sus cabezas y te arrebatara de nuevo otros tantos hombres. Así que pasad a toda prisa, e invoca a Crataide, la madre de Escila, que la parió para desdicha de los mortales. Ésta entonces la detendrá para que no ataque de nuevo.

»Llegarás a la isla de Trinacia, donde pacen las numerosas vacas y las pingües ovejas de Helios. Siete manadas de vacas y otros tantos rebaños de ovejas, con cincuenta reses por hato. No les nace ninguna cría 130 y ninguna muere jamás. Diosas son sus pastoras, unas Ninfas de bellas trenzas: Faetusa y Lampetía, a las que dio a luz la divina Neera para Helios Hiperión. Después de parirlas y criarlas su venerable madre las instaló en la isla de Trinacia, para que habitaran allí lejos y guardaran los rebaños de su padre y las vacas de curvos cuernos. Si dejas a estos animales indemnes y te cuidas de tu regreso, quizás logréis arribar a Ítaca, aunque sufráis desdichas. Pero si los dañáis, entonces 140 te pronostico la destrucción de tu nave y tus compañeros. Y si acaso tú escapas, llegarás tarde y mal, después de haber perdido a todos tus camaradas”.

»Así habló, y pronto llegó la Aurora de áureo trono. Se retiró al interior de su isla la divina entre las diosas, mientras que yo me ponía en camino hacia mi barco y exhortaba a mis compañeros a que subieran a bordo y se aprestaran junto a los escálamos. Sentados en fila se pusieron a batir el mar espumoso con sus remos. De nuevo desde atrás de la nave de azulada proa nos enviaba un viento favorable, que 150 henchía las velas como noble acompañante, Circe de bellas trenzas, la terrible diosa de humana voz. Pusimos en orden nuestros aparejos y nos sentamos tranquilos en la nave, que dirigían el viento y el timonel. Entonces yo hablaba a mis camaradas con corazón afligido:

»“Amigos, no debe ser uno sólo ni dos los únicos que conozcan las profecías que me contó Circe, divina entre las diosas. Así que os las voy a decir para que, conociéndolas todos, o muramos o tomemos precauciones para escapar a la muerte y el destino. En primer lugar, nos aconseja precavernos de la voz y del 160 prado florido de las divinas Sirenas. A mí sólo me deja escuchar su voz. Atadme, pues, con rigurosas ligaduras, para que me quede aquí fijo, de pie junto al mástil, y que estén muy fuertes las amarras. Y si os suplico y ordeno que me desatéis, entonces vosotros sujetadme más fuerte con otras maromas”.

»Con semejantes palabras informé de todo a mis compañeros, mientras que la bien construida nave llegaba a la isla de las Sirenas. La impulsaba un viento propicio. De pronto allí amainó el aire y se produjo una calma chicha, y la divinidad adormeció las olas. Los compañeros se levantaron y plegaron las velas del 170 barco, y las recogieron dentro de la cóncava nave y, tomando en sus manos los remos, sentados blanqueaban el mar con las pulidas palas. A mi vez yo corté con mi aguda espada una gruesa tajada de cera y la fui moldeando en pequeños trozos con mis robustas manos. Pronto se caldeaba la cera, ya que la forzaba una fuerte presión de los rayos de Helios, el soberano Hiperiónida. A todos mis compañeros, uno tras otro, les taponé con la masa los oídos. Y ellos me ataron a su vez de pies y manos en la nave, erguido junto al mástil, y reforzaron las amarras de éste. Y sentados a los remos se 180 pusieron a batir el mar espumoso con sus palas.

»Pero cuando ya distábamos tanto como lo que alcanza un grito, en nuestro presuroso avance, a ellas no les pasó inadvertido que nuestra nave rauda pasaba cerca, y emitieron su sonoro canto:

»“¡Ven, acércate, muy famoso Odiseo, gran gloria de los aqueos! ¡Detén tu navío para escuchar nuestra voz! Pues jamás pasó de largo por aquí nadie en su negra nave sin escuchar la voz de dulce encanto de nuestras bocas. Sino que ése, deleitándose, navega luego más sabio. Sabemos ciertamente todo cuanto en la amplia Troya penaron argivos y troyanos por 190 voluntad de los dioses. Sabemos cuanto ocurre en la tierra prolífica”.

»Así decían desplegando su bella voz. Y mi corazón anhelaba escucharlas, y ordenaba a mis compañeros que me desataran haciendo gestos con mis cejas. Ellos se curvaban y bogaban. Pronto se pusieron en pie Perimedes y Euríloco y vinieron a sujetarme más firmemente con las sogas. Cuando ya las hubimos pasado y no escuchábamos más ni la voz ni la canción de las Sirenas, al punto mis fieles compañeros 200 se quitaron la cera con que les había yo taponado los oídos, y me libraron de las cuerdas.

»Mas cuando dejamos ya atrás la isla, de pronto avisté una humareda y un salvaje oleaje y oí su estrépito. A los demás, aterrados, se les cayeron los remos de las manos, y chasquearon las palas sobre el flujo marino. Allí se detuvo la nave, cuando los brazos dejaron de mover los torneados remos. Yo entonces iba por el barco y animaba a mis compañeros con palabras de aliento, acercándome a cada remero:

»“¡Eh, amigos, que no somos para nada inexpertos en desdichas! Ésta no es, desde luego, mayor que 210 cuando el cíclope nos encerró en su cóncava cueva con espantosa brutalidad. Y, bien, de allí también con mi valor, mi astucia y mi decisión escapamos, y confío que de esto también podremos acordarnos. Ahora, venga, manos a la obra todos tal como yo os diga. Vosotros con las palas del remo batid la hondonada rugiente del mar, apostados junto a los escálamos, a ver si Zeus nos concede escapar de la muerte y salvarnos. A ti, timonel, te digo esto y tú guárdalo en tu ánimo, ya que gobiernas el timón de la cóncava nave. Mantén 220 el barco lejos de ese humo y oleaje, y bordea con cuidado los riscos, que no se te desvíe el rumbo y nos precipites en la destrucción”.

»Así dije, y ellos obedecieron al punto mis órdenes. Aún no les conté nada sobre Escila, inevitable calamidad, no fuera que, aterrorizados, mis compañeros dejaran los remos y se ocultaran todos juntos allí dentro. Conque me olvidé de la angustiosa advertencia de Circe, cuando me aconsejó que no aprestara mis armas para nada. Entonces yo revestí mis armas famosas y, tomando en mis manos dos lanzas, avancé hacia el puente del navío en la proa. Pensaba que desde allí 230 vería aparecer a Escila en la roca, portadora de muerte para mis compañeros. Pero no pude atisbarla de ningún modo. Se me fatigaron los ojos de escrutar por todos lados la brumosa roca.

»Navegábamos entre sollozos a través del estrecho paso. A un lado Escila. Y, por el otro, la divina Caribdis comenzó a sorber espantosamente el agua salina del mar. Cuando luego la vomitaba de nuevo, como un caldero sobre el intenso fuego, borboteaba con fieros remolinos, y por arriba la espuma bañaba las cimas de ambos escollos. Cada vez que absorbía el agua 240 salina del mar se divisaba en el fondo un remolino ululante, y en torno a la roca resonaban escalofriantes mugidos, y allá abajo se dejaba ver la tierra de arena negra. A los míos les atenazaba el pálido terror.

»Mientras nosotros la contemplábamos temerosos de la muerte, de pronto Escila me arrebató de la cóncava nave a seis hombres, que eran los mejores por sus brazos y fuerzas. Los busqué con la vista por la rápida nave, y de pronto vi allá en lo alto sus pies y sus brazos, mientras eran alzados por los aires. Gritaban chillando mi nombre en su último clamor, con el 250 corazón angustiado. Como cuando sobre un saliente un pescador de larga caña arroja como señuelo para los peces pequeños trocitos de sebo y lanza al mar el cuerno de un buey de los campos, y luego los captura y los arroja agonizantes a tierra, así ellos, agonizantes, eran arrojados sobre las rocas. Y allí, a la entrada, se puso a devorarlos, y ellos aullaban, mientras tendían hacia mí sus brazos en la horrible matanza. Aquello fue lo más desgarrador que yo vi ante mis ojos de todo cuanto sufrí recorriendo las rutas de la mar.

260»Luego, cuando hubimos escapado de la terrible Caribdis y de Escila, pronto llegamos a una isla espléndida. Allí estaban las vacas de amplia testuz y los gruesos y muchos rebaños de Helios Hiperión. Cuando estaba todavía en el mar a bordo de mi negra nave ya oí el mugir de las vacas al entrar en sus establos, y el balar de las ovejas. Y me vino a la memoria la advertencia del adivino ciego, el tebano Tiresias, y de Circe de Eea, quien repetidamente me aconsejó que nos guardáramos de la isla de Helios, el que alegra a los mortales.

270»Así que entonces me dirigí a mis compañeros, afligido en mi corazón:

»“¡Escuchad bien mis palabras, por muy apenados que estéis! Porque os voy a decir los vaticinios de Tiresias y de Circe de Eea, quien repetidamente me recomendó que nos cuidáramos de la isla de Helios, el que alegra a los mortales. Pues aseguraba que aquí nos esperaba un cruelísimo desastre. Conque ¡impulsad la negra nave para pasar de largo la isla!”.

»Así dije y a ellos se les estremeció el corazón. Enseguida me respondió Euríloco con palabras rencorosas:

»“¡Eres inhumano, Odiseo, te sobra coraje y no 280 sientes la fatiga en tus miembros! Seguro que estás hecho todo de hierro, si a tus compañeros agotados de cansancio y de sueño no les dejas bajar a tierra. Aquí de nuevo en la isla rodeada de mar podríamos preparar una sabrosa comida. Pero nos mandas, en cambio, a vagar sin rumbo en la súbita noche, rechazados lejos de la isla, sobre la brumosa alta mar. En las noches se desatan atroces vientos, ruinas de los navíos. ¿Cómo podría uno escapar de una destrucción brusca si de improviso nos asalta la tempestad del huracán, o del Noto o del Céfiro borrascoso, que muy a menudo descuartizan una nave, sin quererlo los dioses 290 inmortales? Vamos, ahora obedezcamos a la oscura noche y preparémonos la cena, descansando al pie de nuestro veloz navío. Y, levantándonos al alba, lo botaremos de nuevo al ancho mar”.

»Así habló Euríloco, y asentían los demás compañeros. Por entonces ya advertía que un dios nos tramaba desdichas, y, dirigiéndome a aquél, le dije estas palabras aladas:

»“Euríloco, mucho me forzáis, porque estoy solo. Mas, sea, prestadme todos un solemne juramento. Que si encontramos alguna manada de vacas o un gran rebaño de ovejas, ninguno, en gestos insensatos, va a dar 300 muerte a una vaca o un cordero. Sino que comed en paz los víveres que nos ha ofrecido la inmortal Circe”.

»Así les dije y ellos al punto prestaron juramento como yo les exigía. Conque, después de que hubieron jurado y concluida la jura, atracamos nuestra bien construida nave en un espacioso fondeadero junto a un manantial de agua dulce, y muy pronto preparamos diestramente la cena. Luego que hubieron saciado su ansia de comida y bebida se echaron a llorar recordando a sus queridos camaradas, a los que Escila 310 arrebató de la cóncava nave y devoró. Entre llantos les envolvió un profundo sueño.

»Pero cuando ya quedaba sólo un tercio de noche y se ponían las estrellas, envió una furiosa tormenta Zeus, el amontonador de nubes, con un extraordinario huracán, y recubrió de nubarrones a la vez la tierra y el mar. Desde el cielo se desplomaba la noche.

Apenas surgió matutina la Aurora de dedos rosáceos, atracamos la nave resguardándola en una cóncava gruta, donde había hermosos lugares de danza y de asueto de las Ninfas. Allí convoqué una reunión y dije ante todos:

320»“Amigos, ya que en la rauda nave nos quedan comida y bebida, abstengámonos de tocar las vacas, para no sufrir nada. Porque son de un terrible dios esas reses y esas pingües ovejas; son de Helios, que todo lo ve y todo lo oye”.

»Así les dije, y se dejó persuadir su esforzado ánimo. Durante todo un mes sopló el Noto incesante, y ningún otro viento surgió después, sino tan sólo el Euro y el Noto. Mientras ellos tuvieron pan y vino todo el tiempo se mantuvieron lejos de las vacas, atentos a conservar su vida. Pero cuando ya se agotaron 330 todas las provisiones de nuestro barco, entonces se dedicaron, por necesidad, a la caza, en busca de peces y aves, lo que cayera en sus manos, armados con curvos anzuelos. El hambre les desgarraba el estómago.

»Yo, entre tanto, me interné en la isla para suplicar a los dioses a ver si alguno me indicaba un camino para salir de allí. Adentrándome pues en la isla, esquivando a mis compañeros, después de lavar mis manos y encontrando un abrigo de la tempestad, comencé a suplicar a los dioses que habitan el ancho Olimpo. Ellos derramaron sobre mis párpados el dulce sueño.

»Y entre los compañeros Euríloco comenzó a dar un malicioso consejo:

»“¡Prestad atención a mis palabras, compañeros en 340 afrontar tantas desgracias! Todas las muertes son odiosas para los infelices mortales, pero lo más penoso es sucumbir y perder la vida por hambre. Así que, adelante, cojamos las mejores vacas de Helios y sacrifiquémoslas a los dioses que habitan el amplio Olimpo. Si regresamos a casa, a nuestra tierra patria, enseguida construiremos a Helios Hiperión un espléndido templo, y le ofreceremos allí numerosas y dignas ofrendas votivas. Pero si, irritándose a causa de las vacas de altos cuernos, decide destruir nuestra nave, y eso lo aprueban los otros dioses, prefiero perder la vida de 350 una vez tragando olas que desfallecer lentamente en esta isla desierta”.

»Así habló Euríloco y asentían los demás compañeros. Muy pronto apartaron las mejores vacas de Helios de allí cerca, pues no lejos del barco de proa azul pacían las hermosas reses de ancha testuz y sesgado paso, y las acorralaron al tiempo que hacían plegarias a los dioses, coronándolas con hojas frescas de un haya de alta copa, porque no tenían cebada blanca en su nave de buenas maderas. Luego hicieron sus plegarias, las degollaron y desollaron, despiezaron los muslos 360 y los recubrieron de grasa, por arriba y abajo, y sobre ellos colocaron trozos de carne. No tenían vino para hacer libaciones sobre las víctimas que se asaban, pero hicieron libaciones con agua al tiempo del asado de las vísceras. En cuanto se quemaron los muslos y probaron las vísceras, se pusieron a trocear por menudo todo el resto y a ensartarlo en los espetones.

»Entonces el placentero sueño desapareció de mis párpados y eché a andar hacia la rápida nave y a la orilla del mar. Pero cuando al avanzar estaba ya cerca del navío de curvos costados, me envolvió el vaho 370 dulzón de la grasa. Dando un suspiro lancé mi queja a los dioses inmortales:

»“¡Padre Zeus y felices dioses que sois para siempre, cuán para mi ruina me adormecisteis con despiadado sueño mientras mis compañeros velaban y tramaban el gran desastre!”.

»Veloz se presentó ante Helios Lampetía de vaporoso peplo para comunicarle que habíamos matado sus vacas. Y él, al momento, enfurecido en su corazón, habló a los dioses:

»“¡Zeus Padre y demás dioses de vida inagotable, castigad a los compañeros de Odiseo hijo de Laertes! Ellos han matado con brutal arrogancia mis vacas, de las que 380 yo me regocijaba una y otra vez al ascender al cielo estrellado, y cuando de nuevo del cielo volvía hacia la tierra. Si no me pagan una compensación apropiada me sumergiré en el Hades y alumbraré a los muertos”.

»Contestándole dijo Zeus, el que amontona las nubes:

»“Helios, tú sigue alumbrando entre los inmortales y para los humanos mortales sobre la tierra fecunda, que en pago por esto yo enseguida lanzaré mi rayo ardiente sobre su rauda nave y la haré trizas en medio del vinoso mar”.

»Esto yo lo supe por Calipso la de hermosos bucles, 390 y ella me contó que se lo había oído a Hermes, el dios mensajero.

»En cuanto llegué a la nave y al mar me puse a reñir a uno tras otro, pero ya no podíamos ofrecer remedio alguno. Las vacas estaban ya muertas. Pronto los dioses comenzaron a manifestar sus prodigios. Las pieles serpeaban y las carnes ensartadas en los espetones mugían, asadas y crudas. Resucitaba así la voz de las vacas.

»A lo largo de seis días mis fieles compañeros gozaron del banquete tras haber arramblado con las mejores vacas de Helios. Mas cuando ya aportó Zeus Crónida el día séptimo, entonces dejó de soplar con furia 400 el vendaval, y nosotros subimos a bordo. Al instante botamos al anchuroso mar nuestra nave alzando el mástil y desplegando las blancas velas. Pero cuando dejamos atrás la isla y no se divisaba ya tierra alguna, sino sólo cielo y mar, entonces el Crónida colocó una nube oscura sobre la cóncava nave y el mar se convulsionó bajo ella. Ya no se pudo avanzar por mucho rato. Porque, de pronto, llegó ululando el furioso Céfiro, con una tremenda borrasca. La furia del huracán partió los dos cables que sujetaban el mástil, y éste se 410 derrumbó hacia atrás y todas las jarcias quedaron revueltas en la sentina. El mástil en la popa de la nave golpeó la cabeza del piloto y le partió a la vez todos los huesos del cráneo. Y él, a la manera de un buceador, se precipitó desde el puente y su bravo ánimo abandonó sus huesos. Zeus tronó y, a la vez, asestó un rayo sobre la nave. Ésta se zarandeó al ser alcanzada por el rayo de Zeus, y se cubrió de vapores de azufre. Cayeron por la borda todos mis compañeros. Semejantes a unas cornejas marinas alrededor del navío eran mecidos por las olas. La divinidad les privó del regreso.

»Mientras yo iba y venía por la cubierta, el turbión 420 desgajó los costados de la quilla, y el mástil se quebró sobre ella. Sobre éste estaba prendido un obenque hecho del cuero de un buey. Con él até unidos la quilla y el palo, y sentándome sobre ellos me dejé arrastrar por los crueles vientos. Cuando el Céfiro calmó su furor tempestuoso, arreció de pronto el Noto, trayendo angustia a mi ánimo, por temor de que fuera a exponerme de nuevo a la funesta Caribdis. Toda la noche me vi 430 zarandeado, y al salir el sol llegaba al peñón de Escila y a la terrible Caribdis.

»Reabsorbió ella el agua salobre del mar, pero yo, alzándome de un salto en el aire, me agarré a la alta higuera, colgándome de ella como un murciélago. No tenía dónde fijar mis pies ni modo de trepar, ya que estaban lejos sus raíces y las ramas muy en lo alto, largas y extensas, que cubrían de sombra a Caribdis. Sin vacilar me mantuve bien asido, hasta que ella vomitara de nuevo la quilla y el mástil. Lo esperé con ansia, y al fin reaparecieron. A la hora en que un hombre vuelve para cenar 440 de la plaza después de haber juzgado muchos pleitos de litigantes tenaces, entonces reaparecieron los maderos desde el hondón de Caribdis. Enseguida dejé yo de sujetarme de pies y manos y caí de golpe allí, en el medio, sobre los larguísimos maderos. Y me senté a horcajadas y remé con mis dos manos. No permitió el Padre de los hombres y los dioses que Escila me avistara. En ese caso no habría escapado de una abrupta muerte.

»Desde allí fui arrastrado durante nueve días y a la décima noche los dioses me dejaron en Ogigia, donde vive Calipso, la de hermosas trenzas, terrible diosa 450 de humana voz. Ella me albergó cariñosa y me cuidó. ¿Qué más te voy a contar? Ya ayer te lo relaté, en tu palacio, a ti y a tu noble esposa. Me resulta penoso volver a decir lo que ya he contado con detalles».