CANTO XIX
Quedóse él en la gran sala, el divino Odiseo, planeando dar muerte a los pretendientes, con la ayuda de Atenea. Al punto dirigió a Telémaco sus palabras aladas:
«Telémaco, hay que retirar todas las armas de guerra muy adentro. Y de cara a los pretendientes ofrecer un pretexto con amables palabras, cuando te interroguen con inquietud: “Las puse bien lejos del humo, porque no estaban ya como ha tiempo las dejó Odiseo al partir hacia Troya, sino que están cubiertas de 10 hollín en todo lo que las alcanzó el soplo del fuego. Y además un dios me lo ha inspirado por algo aún más oportuno: que no fuera a suceder que, borrachos, en disputa unos con otros os hirierais y echarais a perder el banquete y el cortejo. Pues el hierro atrae a sí al hombre”».
Así dijo. Telémaco obedecía el aviso de su querido padre. Y mandó llamar a la nodriza Euriclea y le dijo:
«Ama, por favor, retén a las mujeres en sus habitaciones mientras guardo en el zaguán las armas de mi padre, bellas armas que ahora están desatendidas en la casa y el humo las estropea en ausencia de mi padre. Antes yo era todavía niño, pero ahora quiero 20 guardarlas donde no les llegue el soplo del fuego».
Le contestó, a su vez, la nodriza Euriclea:
«Ojalá que desde ahora, hijo, mantengas tu cautela y buen juicio para cuidar de la casa y velar por todos tus bienes. ¿Pero ahora quién te acompañará llevando la luz, si no dejas que salgan las criadas que podrían alumbrarte?».
Le contestó, a su vez, el juicioso Telémaco:
«Éste, el extranjero. Que no voy a tolerar que siga mano sobre mano quien come de mi bolsa, aunque haya venido de lejos».
Así habló y a ella se le quedó sin alas la palabra. Cerró las puertas de las salas bien ocupadas, mientras 30 ellos dos, Odiseo y su noble hijo, se ponían en movimiento. Transportaban los cascos y los escudos abombados y las afiladas lanzas. Por delante Palas Atenea difundía con una lámpara de oro una luz muy hermosa. Y entonces Telémaco habló estas palabras a su padre:
«Padre, qué gran prodigio veo ante mis ojos. Pues los muros de la casa y las hermosas estancias, las vigas de pino y las columnas de elevado fuste relumbran ante mis ojos como en una fogata brillante. Sin duda 40 anda aquí dentro algún dios de los que habitan el amplio Olimpo».
Contestándole dijo el muy astuto Odiseo:
«Calla, contén tu imaginación y no preguntes. Tal es, en efecto, el comportamiento de los dioses que tienen el Olimpo. Pero tú ve a acostarte, que yo me quedaré acá, para interrogar a las esclavas y a tu madre. Ella, entre lamentos, me dejará enterado de todo».
Así dijo. Telémaco retiróse a grandes pasos de la sala, entre las ardientes antorchas, para acostarse en su habitación, en donde solía dormir cuando le asaltaba 50 el dulce sueño. Allá entonces se acostó y allí aguardaba la divina aurora, mientras el divino Odiseo se quedaba en la gran sala meditando, con la ayuda de Atenea, la matanza de los pretendientes.
Y bajó desde su cámara la muy prudente Penélope, parecida a Ártemis y a la áurea Afrodita. Le habían preparado junto al fuego el sillón en que acostumbraba acomodarse, bien torneado, con marfil y plata. Lo había construido tiempo atrás el artista Icmalio. A los pies tenía adosado un escabel fijo al asiento, y sobre éste habían tendido una gran pelliza. Allí se sentó luego la muy prudente Penélope.
60 Acudieron a la gran sala las criadas de blancos brazos, que retiraron la comida sobrante, y las mesas y las copas de las que bebían los arrogantes pretendientes. Echaron a tierra el ascua de los braseros y encendieron en ellos otros muchos leños para dar luz y calentar la estancia. Melanto, otra vez, insultó de nuevo a Odiseo:
«Forastero, ¿todavía ahora aquí, en medio de la noche, vas a molestar trajinando por la sala y vas a quedarte espiando a las mujeres? ¡Vamos, lárgate por la puerta, desgraciado, y aprovecha los restos de comida, o bien pronto serás expulsado y golpeado con algún tizón!».
Mirándola torvamente replicó el muy astuto Odiseo: 70
«Necia, ¿por qué me atacas así con rencorosa furia? ¿Será porque voy sucio y cubro mi cuerpo con míseras ropas, y ando mendigando entre la gente? La necesidad me fuerza a eso. Ésa es la condición de mendigos y vagabundos. No obstante también yo habité feliz una mansión próspera en mi pueblo y daba limosna a menudo a cualquier vagabundo, a quien era como yo ahora y venía menesteroso de cualquier cosa. Poseía incontables siervos y otras muchas cosas de las que disfrutan los que viven con holgura y se llaman ricos. Pero Zeus Crónida me lo arrebató. Tal fue su voluntad. 80 Así que atiende tú también, mujer, no vayas a perder toda tu arrogancia, con la que ahora brillas entre las siervas, no sea que tu dueña, enojada, se irrite contigo o que vuelva Odiseo. Aún es posible la esperanza. Y en caso de que él hubiera muerto y no tenga regreso, sin embargo, aún vive su noble hijo, Telémaco, por la voluntad de Apolo. Y no le pasa inadvertida en su palacio una mujer perversa, que ya no es un niño».
Así habló. Escuchóle la muy prudente Penélope, y 90 regañó a la criada. La llamó y le dijo así:
«¡Desvergonzada al colmo, perra impúdica, no me pasa inadvertida la infame acción que has hecho, y que vas a pagar con tu cabeza! Porque estabas bien enterada, ya que me lo habías oído, de que yo quería preguntar en palacio al extranjero acerca de mi esposo, estando tan profundamente apenada».
Así dijo, y añadió unas palabras para la despensera:
«Eurínome, acerca una silla y una piel sobre ella para que el forastero tome asiento, y me escuche y me cuente sus noticias. Estoy ansiosa por preguntarle».
100 Así habló, y aquélla al instante trajo y dispuso la silla bien torneada y la recubrió con una piel. Sobre ella se sentó el muy sufrido divino Odiseo. Y entre ellos comenzó la charla la muy prudente Penélope:
«Extranjero, comenzaré por preguntarte yo misma esto: ¿quién eres y de qué gente? ¿Dónde están tu ciudad y tus padres?».
Contestándola dijo el muy astuto Odiseo:
«Mujer, ningún mortal en la tierra infinita podría hacerte reproches. Pues tu fama llega hasta el amplio 110 cielo, como la de un monarca irreprochable que gobierna temeroso de los dioses sobre numerosos y valerosos súbditos y mantiene firmes sus justas obras, mientras la negra tierra hace brotar trigos y cebadas, y los árboles rebosan de frutos, los rebaños se reproducen sin fin, y el mar prodiga sus peces, gracias a su buen gobierno, y florecen los pueblos bajo su cetro. Sin embargo, pregúntame ahora, en esta tu casa, otras cosas, no me interrogues sobre mi familia ni mi tierra patria, para no abrumar aún más de dolores mi ánimo, al moverme a recordar. Vengo de muchas desgracias y nada me obliga a ponerme a llorar y gemir en 120 casa ajena, pues es desagradable mostrarse angustiado siempre y sin tregua. No vaya a ser que se muestre irritada contra mí alguna de tus criadas o tú misma, y diga que navego en lágrimas con la mente embotada por el vino».
Le contestó al punto la muy prudente Penélope:
«Extranjero, mis atractivos, mi belleza y mi figura las destruyeron los dioses cuando hacia Ilión zarparon los argivos, y con ellos se fue mi esposo, Odiseo. Si él regresara y cuidara de mi vida, mayor sería entonces mi fama y más hermosa. Ahora vivo sin consuelo. Pues tantas desdichas ha lanzado sobre mí el destino. Que todos los nobles que tienen poderío en las islas, 130 en Duliquio, Same y la boscosa Zacintos, y los que habitan la despejada Ítaca me cortejan a pesar mío y devoran mi casa. Por eso no atiendo a extranjeros ni a suplicantes ni a heraldos siquiera, que sirven a su oficio, sino que, añorando a Odiseo, desgarro mi corazón. Ellos apremian la boda, yo tramo mis engaños.
»Al principio un dios me inspiró en la mente que me pusiera a tejer una tela primorosa y extensa. 140 Enseguida les dije: “Mis jóvenes pretendientes, puesto que ha muerto Odiseo, aguardad para la boda aunque estéis ansiosos a que yo concluya este manto, no se me vayan a perder sueltos sus hilos, para sudario del héroe Laertes, para cuando lo derribe el destino funesto de su triste muerte. No vaya a ser que alguno de los aqueos se enfurezca conmigo si queda sin mortaja un hombre que poseyó muchas riquezas”.
»Así dije y se dejó convencer el ánimo esforzado de aquéllos. Luego durante el día tejía la extensa tela y por las noches la deshacía a la luz de las antorchas. 150 De tal modo durante tres años los engañé y retuve persuadidos a los aqueos. Pero cuando llegó el cuarto año y volvieron las estaciones, al pasar los meses y correr muchos y muchos días, entonces, por medio de las esclavas, perras irresponsables, me descubrieron, y se presentaron y me amenazaron con sus palabras. Así que lo acabé contra mi voluntad, bajo tal amenaza. Ahora no puedo eludir la boda ni hallo ningún subterfugio. Mis padres me apremian mucho a que me case, y mi hijo se enfurece al ver que devoran su hacienda, 160 pues ya es hombre muy capaz de cuidar de su casa y la riqueza que Zeus le concede. Pero, a pesar de todo, dime de tu familia, de dónde eres. Pues no has nacido de la encina ni de la roca según el antiguo dicho».
Contestándole a ella le dijo el muy astuto Odiseo:
«Venerable esposa del Laertíada Odiseo, ¿no vas a parar de preguntarme por mi estirpe? Bien, te la diré, aunque me procurarás más penas de las que tengo ya. Tal es, pues, la condición normal, cuando un hombre anda ausente de su patria tanto tiempo como yo ahora, 170 errando desde ha mucho por las ciudades de otros y soportando penalidades. Pero, incluso así, te voy a decir lo que me preguntas e interrogas.
»Creta es una tierra que queda en medio del vinoso ponto, hermosa y fértil, bañada por el mar. Hay en ella muchas gentes, incontables, y noventa ciudades. La lengua de unos y otros se halla mezclada. Hay allí aqueos, eteocretenses de gran ánimo, cidones, dorios de tres tribus, y divinos pelasgos. En ella está Cnosos, gran ciudad, donde reinó nueve años Minos, confidente 180 del gran Zeus, padre de mi padre, el magnánimo Deucalión. Deucalión me engendró y también al soberano Idomeneo, que partió en las combadas naves hacia Troya junto con los Atridas. Mi ilustre nombre es Etón, y soy el menor por nacimiento; él fue el primogénito y el más fuerte.
»Allá vi yo a Odiseo y le ofrecí dones de hospitalidad. Pues la fuerza del viento lo arrastró hasta Creta cuando marchaba hacia Troya, desviándolo desde el cabo Maleas. Arribó a Amnisos, donde está la gruta de Ilitía, entre ensenadas difíciles, y a duras penas 190 escapó de las tormentas. Al momento, ascendiendo a la ciudad, vino a preguntar por Idomeneo, pues afirmaba que era huésped suyo, amigo y estimado. Para él aquélla era la décima o undécima aurora desde que zarpara con sus combadas naves hacia Troya. Yo le llevé hasta mi palacio y lo hospedé bien, ofreciéndole a las claras como amigo de todo cuanto había en la casa en abundancia. Y a sus otros compañeros, que le escoltaban, les proporcioné cebada y rojo vino, que recolecté en el pueblo, y unas vacas para sacrificar de modo que saciaran su apetito. Allí permanecieron doce días los divinos aqueos, ya que soplaba un fuerte 200 Bóreas y el vendaval no permitía ni siquiera en tierra avanzar erguidos. Un cruel dios lo había lanzado. Pero al decimotercer día amainó el viento y ellos zarparon».
Fabulaba contando sus mentiras semejantes a verdades. A ella, al escucharlo, le fluían las lágrimas y le bañaban la piel. Como la nieve se funde en las montañas de altas cumbres cuando el Euro la derrite, después de que la amontonó el Céfiro, y al derretirse van rebosantes las corrientes de los ríos, así entonces por sus mejillas se desbordaban sus lágrimas al brotar su llanto, sollozando por el marido que tenía sentado a su lado. Entre tanto Odiseo compadecía en su ánimo 210 a su sollozante esposa, pero sus ojos estaban inmóviles, como si fueran de cuerno o de hierro, sin agitarse bajo sus párpados. Con astucia ocultaba él sus lágrimas.
En cuanto ella se hubo hartado del lacrimoso llanto, de nuevo contestando a sus palabras dijo:
«Ahora pienso, extranjero, que voy a ponerte a prueba a ver si de verdad albergaste allá, junto con sus compañeros de aspecto divino, a mi esposo, como cuentas. Cuéntame cómo eran las ropas que cubrían su cuerpo y cómo era él en persona, y los compañeros que le seguían».
220 Contestándola dijo el muy astuto Odiseo:
«Mujer, es difícil, con tanto tiempo pasado, decirlo. Para mí ya van para veinte años desde que él de allí se fue y se alejó de mi tierra patria. No obstante, te lo diré, tal como lo recuerda mi corazón. Un manto doble, purpúreo, de lana, portaba Odiseo. Lo llevaba sujeto con un broche de oro, con dobles anillas, y estaba labrado por delante: un perro retenía en sus patas delanteras a un moteado cervatillo y lo veía 230 debatirse. Suscitaba la admiración de todos cómo, siendo ambos de oro, el uno miraba al corzo y lo aprisionaba, mientras éste, ansioso por huir, se debatía entre sus patas. Y vi su túnica, reluciente sobre su cuerpo, como la piel de una cebolla seca. Tan suave era y refulgía como el sol. Muchas mujeres lo contemplaban con asombro. Añadiré algo más, y tú guárdalo en tu mente. No sé si vestía estas ropas Odiseo en su casa o si alguno de sus compañeros se las ofreció en el viaje en su rauda nave, o si tal vez acaso algún huésped, 240 porque de muchos era amigo Odiseo. Pues pocos había iguales a él entre los aqueos.
»También yo le di una espada de bronce y una túnica doble, hermosa, purpúrea, con bien marcados bordes. Con respeto le escolté hasta su barco. Le acompañaba entonces un heraldo algo más viejo que él. También de éste voy a decirte cómo era: caído de hombros, de piel morena, de cabello crespo, su nombre era Euríbates, y lo apreciaba especialmente entre sus compañeros Odiseo, porque tenía pensamientos semejantes a los suyos».
Así habló y a ella le suscitó aún más deseos de llorar, 250 porque reconoció las señas precisas en cuanto había contado Odiseo. Después de haber colmado su anhelo de llanto, ella volvió a responder a sus palabras y dijo:
«Ahora, extranjero, tú que ya antes merecías mi compasión, serás para mí querido y venerado. Porque yo misma le ofrecí esas ropas que has nombrado, sacándolas de mi alcoba, y prendí en ellas ese brillante broche para que lo llevara como adorno. ¡Y no voy a acogerlo ya más, regresando a su casa, a su querida tierra patria! ¡Así, entonces, con funesto destino en la cóncava nave zarpó Odiseo para contemplar la maldita 260 Ilión, la innombrable!».
Respondiéndola le replicó el muy astuto Odiseo:
«Desde luego, cualquiera que haya perdido un esposo legítimo, al que se ha unido con amor y de quien tuvo hijos, lo llora con añoranza, aunque no sea Odiseo, de quien dicen que era semejante a los dioses. Mas calma tu llanto, y escucha mi relato, porque te voy a dar noticias suyas, de verdad y sin tapujos, que 270 yo he oído ha poco del regreso de Odiseo, ya cercano y vivo, en el próspero país de los tesprotos. Además trae consigo muchos y excelentes regalos, que obtuvo de otras gentes. Sin embargo, perdió a sus fieles compañeros y su nave cóncava en el alta mar de color de vino, al pasar por la isla de Trinacia. Contra él se indignaron Zeus y Helios, porque a las vacas de éste dieron muerte sus compañeros.
»Todos ellos murieron en el ponto tempestuoso, mientras que a él, asido a la quilla de la nave, el oleaje lo arrojó a la costa sólida, en el país de los feacios, que son casi como dioses. Éstos, entonces, lo honraron 280 de corazón tal como a un dios, y le dieron muchos presentes y ellos mismos se ofrecieron a traerlo a su casa sano y salvo. Que hasta hubiera podido haberse quedado allí Odiseo, pero a él le pareció mejor, en su ánimo, reunir riquezas en su viaje por tan extenso país. Es que Odiseo destaca mucho entre los hombres mortales por sus ganancias y ningún otro humano rivalizaría en eso con él. Así me lo contó Fidón, el rey de los tesprotos. Juró además ante mí, mientras me ofrecía su vino en su palacio, que le tenía ya aparejada 290 la nave y prestos sus compañeros, los que iban a darle escolta hasta su querida tierra patria.
»Pero me despidió a mí antes. Casualmente iba a zarpar entonces una nave de gente tesprota hacia Duliquio rica en trigo. Me mostró las riquezas todas que había amontonado Odiseo. Seguramente podrían mantener a un hombre en diez generaciones. ¡Tantos tesoros tenía custodiados en las cámaras del rey! Dijo éste que él se había ido a Dodona para escuchar de la divina encina de airoso follaje la voluntad de Zeus acerca de cómo debía regresar a su querida tierra patria, después de tan larga ausencia, si de manera franca o furtivamente.
300»Conque él está sano y salvo, y va a volver muy pronto, y no estará ya apartado de sus familiares y su tierra patria por mucho tiempo. De esto prestaré mi juramento. ¡Pongo por testigo ahora en primer lugar a Zeus, supremo y óptimo, y al hogar del intachable Odiseo, al que he llegado, de que en verdad todo esto va a cumplirse como os digo! Este mismo año volverá aquí Odiseo, al concluir esta luna y comenzar la próxima».
Le respondió de nuevo la muy prudente Penélope:
«¡Ojalá pues, extranjero, que esa profecía tuya se 310 vea cumplida! Entonces sabrías muy pronto mi afecto y verías muchos regalos míos, de modo que cualquiera, al encontrarte, te llamaría feliz. Mas en mi ánimo recelo que será así, de otro modo: que ni Odiseo volverá a su casa ni tú conseguirás tu viaje, porque no hay en la casa señores como antaño, tal como se mostraba ante los hombres Odiseo, si es que existió alguna vez, al acoger o despedir a sus respetables huéspedes. No obstante, lavadlo, criadas, y disponed su cama, con cobertores, mantas y sábanas muy limpias, para que se caliente bien mientras le llega la Aurora de áureo trono. Al alba, muy temprano, bañadlo 320 y ungidlo, para que, en palacio, junto a Telémaco, disfrute del banquete sentado en la gran sala. ¡Sufrirá dolores quien, rencoroso, le agreda! Ya no podrá hacer aquí nada más, por muy enfurecido que se presente. ¿Cómo reconocerías tú de mí, huésped, que yo destaco algo sobre las demás mujeres en inteligencia y sagaz prudencia, si te dejara seguir así, sucio y mal vestido, en el banquete del palacio? Son de corta vida los seres humanos. A quien es por sí mismo insensible y se muestra falto de compasión, a éste le desean 330 todos dolores futuros en su vida, y al morir lo maldicen. Pero quien es compasivo y se muestra bondadoso, ése logra amplia fama y sus huéspedes la difunden entre todas las gentes y muchos se hacen eco de su nobleza».
Contestándola le replicó el muy astuto Odiseo:
«Venerable esposa del Laertíada Odiseo, las mantas y las sábanas resplandecientes no me apetecen ya, desde que ha tiempo dejé los montes nevados de Creta, yéndome en una nave de largos remos. Me acostaré 340 como acostumbro a pasar mis noches insomnes. Pues ya muchas noches dormí sobre un mísero suelo y así aguardé la Aurora de bello trono. Para nada siento en mi ánimo deseos de un baño de pies. Ninguna mujer va a frotar mis piernas, entre las que están a tu servicio en tu casa, a menos que haya alguna entrada en años, una vieja de carácter sufrido, que haya soportado en su ánimo tantas cosas como yo mismo. A ésa no le impediría que cuidara de mis pies».
Le contestó entonces la muy prudente Penélope:
350 «Querido huésped, nunca había llegado a mi hogar desde tierras lejanas un hombre tan juicioso que fuera más amable. ¡Qué sensatamente lo dices todo tan bien meditado! Tengo conmigo una anciana de pensamiento discreto, que crió y cuidó a aquel infeliz y que lo llevó en brazos desde que su madre lo dio a luz. Ella te lavará los pies, aunque está ya algo débil. ¡Vamos, acércate, prudente Euriclea, y lava a este que tiene la misma edad que tu amo! Odiseo tendrá sus pies 360 y sus manos como éstos, porque envejecen pronto los hombres en la desgracia».
Así dijo, la anciana se tapó la cara con las manos y comenzó a verter cálidas lágrimas y dijo palabras henchidas de pena:
«¡Ay de mí, hijo, que no te sirvo de nada! Cómo te ha odiado Zeus, tan en exceso, entre los hombres, a ti que tenías un ánimo piadoso. Porque ninguno de los mortales quemó en honor de Zeus que disfruta con el rayo tantos pingües muslos ni tan escogidas hecatombes, como tú le ofreciste con ruegos de llegar a una vejez serena y poder educar a tu noble hijo. ¡Y ahora a ti 370 sólo te negó del todo el día del regreso! Tal vez también a él le insultaran las mujeres de extraños en países lejanos, cuando llegaba a la ilustre casa de alguno, como a ti te insultan todas estas perras. Para evitar ahora su ultraje y las muchas burlas no permites que te laven; y a mí, y no me disgusta, me lo manda la hija de Icario, la muy prudente Penélope. Lo haré también por ti, porque tengo conmovido el corazón por tus desdichas. Así que escucha ahora lo que te digo. Muchos extranjeros de sufrido aspecto han llegado hasta aquí, pero te 380 aseguro que nunca vi a ninguno tan parecido a Odiseo, como tú te asemejas, en el cuerpo, la voz y los pies».
Respondiéndola le dijo el muy astuto Odiseo:
«¡Ah, anciana! Así lo aseguran cuantos nos vieron ante sus ojos a nosotros dos, que somos muy semejantes uno a otro, como tú misma notaste y con sensatez proclamas».
Así dijo, y la anciana tomó una refulgente jofaina en la que solía lavar los pies y derramó en ella un chorro de agua fría y luego le agregó la caliente. Al momento Odiseo se sentó junto al hogar y se resguardó en un espacio sombrío, porque de pronto sospechó que, al 390 manosear sus pies, iba a reconocer su cicatriz y todo podía quedar descubierto.
Ella se acercó a su señor para lavarlo, y al pronto reconoció la cicatriz, que un jabalí le había hecho con su blanco colmillo antaño, cuando él marchaba por el Parnaso, con Autólico y los hijos de éste, el noble padre de su madre, que sobresalía entre los hombres en el arte de robar y jurar. Se lo había otorgado el mismo Hermes, ya que en su honor quemaba espléndidos muslos de cabras y corzos. Y el dios iba benévolo con ellos. Al llegar Autólico al próspero pueblo de Ítaca encontró al niño pequeño, hijo de su hija. Entonces 400 Euriclea se lo puso en sus rodillas, al acabar de comer y le habló y le dijo:
«Autólico, sugiere tú mismo ahora un nombre que ponerle al hijo de tu hija, que tanto has anhelado».
Y, respondiéndola, habló Autólico y dijo:
«Yerno mío e hija mía, ponedle el nombre que voy a deciros. Como yo he suscitado el odio de muchos, hombres y mujeres a lo largo de la tierra fecunda, que su nombre sea, para recordarlo, Odiseo. Yo, por 410 mi parte, cuando él acuda, ya muchacho, a la morada natal de su madre en el Parnaso, donde tengo muchas riquezas, le obsequiaré bien y os lo enviaré contento de vuelta».
Así que luego fue Odiseo a que le diera sus espléndidos regalos, y Autólico y los hijos de Autólico le acogieron con abrazos y palabras cariñosas. Anfítea, la madre de su madre, abrazó a Odiseo, y le cubrió de besos la cabeza y los hermosos ojos. Autólico ordenó a sus ilustres hijos preparar el banquete y ellos 420 obedecieron sus órdenes. Al momento trajeron un buey de cinco años, lo desollaron, y lo preparaban y hacían cuartos, lo desmenuzaban en pequeñas porciones que hábilmente iban ensartando en los espetones y asaban con cuidado y repartían luego en raciones. Así entonces todo un día hasta la puesta de sol disfrutaron del banquete y nadie en su ánimo echó en falta una equilibrada porción. En cuanto el sol se hundió y sobrevino la oscuridad se acostaron y recibieron el regalo del sueño.
Apenas brilló matutina la Aurora de dedos rosáceos, salieron a cazar a la vez los perros y sus dueños, 430 los hijos de Autólico. Y con ellos iba el divino Odiseo. Ascendieron al abrupto monte del Parnaso, recubierto de bosque, y pronto se adentraban en sus repliegues batidos por el viento. Hacía poco que el sol se expandía por los campos saliendo de la plácida y profunda corriente del océano, cuando los cazadores alcanzaron un desfiladero. Por delante avanzaban los perros venteando rastros y detrás los hijos de Autólico. Con ellos marchaba Odiseo al lado de los perros, blandiendo una lanza de larga sombra.
Allí, en la densa espesura, estaba tumbado un gran jabalí. No la penetraba el soplo húmedo de los vientos 440 briosos ni la atravesaba con sus rayos brillantes el sol, ni tampoco se filtraba por ella la lluvia. Tan espesa era, pues la formaba un denso amontonamiento del follaje. Pero al jabalí le llegó el rumor de los pasos de los perros y los hombres que avanzaban de cacería. Y salió del soto a su encuentro, con el pelaje del lomo erizado, chispeando en sus ojos miradas de fuego, y se paró ante ellos. Se precipitó primero Odiseo blandiendo en alto la larga lanza con su mano robusta, ansioso por herirlo. Pero el jabalí abalanzóse y le hirió junto a la rodilla y con su colmillo le hizo un desgarro 450 hondo en la carne, embistiéndole de lado, si bien no le llegó al hueso. Odiseo lo alanceó, hiriéndole en la paletilla derecha, y de lado a lado le hundió la punta de la brillante lanza. Cayó por tierra gruñendo, y se le escapó el ánimo.
A Odiseo lo rodearon los queridos hijos de Autólico, sabiamente vendaron la herida del intachable Odiseo, y restañaron con un ensalmo su oscura sangre. Y enseguida volvieron de regreso a la casa de su padre. Allí Autólico y los hijos de Autólico, después 460 de curarlo bien y haberle obsequiado con espléndidos presentes, lo despidieron pronto, alegres ellos y contento él, camino de Ítaca. Su padre y su venerable madre se alegraron de tenerlo de vuelta, y le iban preguntando sobre la herida que había sufrido. Él les contó punto por punto cómo en la cacería el jabalí lo atacó con su blanco colmillo al marchar por el Parnaso con los hijos de Autólico.
Al tantear la cicatriz con las palmas de sus manos la vieja la reconoció al tacto, y soltó el pie que alzaba. 470 Cayó en la jofaina la pierna y, resonó el bronce, se tumbó por un lado, y el agua se vertió en el suelo. En su mente brotaron a la par el gozo y la pena, los ojos se le colmaron de lágrimas y se le quebró la clara voz. Y agarrando de la barba a Odiseo, le dijo:
«Sí, de verdad tú eres Odiseo, querido hijo. Al principio no te reconocí, hasta tocarte del todo, mi señor».
Dijo y volvió su mirada hacia Penélope, queriendo advertirla con sus ojos de que allí estaba su querido esposo. Pero ella, desde enfrente, no podía apercibirse ni atenderla, porque Atenea había distraído su 480 pensamiento. Entonces Odiseo avanzó su mano y la agarró del cuello con la derecha, y con la otra la atrajo a sí, y le dijo:
«¿Abuela, por qué quieres perderme? Tú misma me criaste en tu pecho. Ahora, después de soportar incontables dolores, he vuelto a los veinte años, a mi tierra patria. Bien, ya que me has descubierto y un dios te iluminó en tu ánimo, ¡calla, que nadie más se entere en palacio! Porque te voy a decir algo que va a cumplirse. Si un dios concede a mis manos aplastar a los nobles pretendientes, no me olvidaré de ti, que fuiste 490 mi nodriza, cuando a las demás mujeres esclavas del palacio dé muerte».
Le respondió luego la muy prudente Euriclea:
«¡Hijo mío, qué amenaza escapó del cercado de tus dientes! Bien sabes que mi ánimo es leal y nada voluble. Me mantendré firme como una dura roca o como el hierro. Y algo más te diré y tú guárdalo en tu mente. Si bajo tus manos un dios sometiera a los pretendientes, entonces te diré de las mujeres de palacio quiénes te deshonran y quiénes son inocentes».
Respondiéndola, le dijo el muy astuto Odiseo:
«Abuela, ¿a qué vas tú a contármelo? Bien, lo 500 averiguaré yo mismo, y las tendré vistas una por una. Conque mantén silencio en tu charla, y confía en los dioses».
Así dijo. La nodriza cruzó con rápidos pasos la sala para traer agua a la jofaina. Toda la anterior se había derramado. Cuando ya le hubo lavado y ungido los pies con espeso aceite, Odiseo se colocó su asiento más cerca del fuego para rescaldarse y se cubrió la cicatriz con sus harapos.
Y tomó la palabra entre ellos la muy prudente Penélope:
«Extranjero, aún te voy a preguntar una pequeña cosa. Pues ya pronto será la hora del dulce reposo, 510 al menos para quien concilie el sueño, aunque ande con penas. Desde luego a mí una enorme pesadumbre me impuso la divinidad, de modo que paso todos mis días afligida, sollozando, atendiendo a mis tareas y las del servicio de la casa. Y cuando llega la noche y el reposo ampara a todos, me quedo echada en mi cama, pero en mi corazón angustiado densas, agudas penas me asaltan y torturan. Como antaño la hija de Pandáreo, el ruiseñor verdoso, canta su bella canción mientras se inicia la primavera, instalado en el 520 denso follaje de los árboles, y vierte en trinos variados su cantarina voz, llorando por su querido hijo, por Ítilo, el hijo del rey Zeto, al que mató con la espada en un rapto de locura. Así también mi ánimo se siente tironeado en dos sentidos. No sé si quedarme junto a mi hijo y velando por todo esto, mis bienes, mis sirvientes, y la gran mansión de alto techo, por respeto al lecho de mí esposo y la opinión del pueblo, o si marchar con aquel de los aqueos que resulte el mejor que me corteja en estas salas, y que me ofrezca grandes 530 regalos de boda. Mi hijo, mientras fue pequeño y aún con mente infantil, no me permitía casarme y dejar la casa de mi esposo; pero ahora que ya es mayor y ha alcanzado la plena juventud, incluso me suplica que salga de una vez de mi palacio, preocupado por su herencia, que se la comen los aqueos.
»Pues bien, escucha este sueño mío e interprétamelo. En mi casa veinte gansos comen trigo, fuera del estanque, y disfruto mirándolos. Pero viene del monte un águila grande, de corvo pico, les desgarra a 540 todos el cuello y los mata. Todos quedan tendidos en un montón en mis salas, mientras ella remonta al claro cielo. Por mi parte, yo lloraba y gritaba en mi sueño, y a mi alrededor se reunían las aqueas de bellas trenzas, en tanto que yo sollozaba porque el águila había dado muerte a mis gansos. El águila de nuevo volvió y se posó sobre el alero del tejado, y con voz humana me consolaba y me decía:
»“No temas, hija del muy ilustre Icario, no es un sueño, sino un presagio que se te va a cumplir. Los gansos son los pretendientes y yo que antes era ave, un águila, 550 ahora, en cambio, me transformo en tu esposo, que daré a todos tus pretendientes un infausto destino”.
»Así dijo, y luego me abandonó el deleitoso sueño. Al abrir mis ojos contemplé a los gansos que en el patio picoteaban el grano junto al estanque, como de costumbre».
Respondiéndola le dijo el muy astuto Odiseo:
«Mujer, no es posible interpretar el sueño, buscándole un nuevo sentido, ya que Odiseo mismo te ha explicado cómo va a realizarse. Anuncia la masacre de todos los pretendientes. Ninguno va a escapar de la muerte y su destino funesto».
A su vez le contestó la muy prudente Penélope:
«Extranjero, los sueños son inaprensibles y de 560 oscuro lenguaje, y no todo se les logra a los humanos. Pues son dos las puertas de los ensueños de la imaginación. Una está hecha de cuerno, y la otra de marfil. Los sueños que llegan por la del tallado marfil, ésos son engañosos. Traen palabras que no se cumplen. Los que llegan por la puerta de pulido cuerno, ésos aportan hechos verídicos, cuando un mortal los atiende. En cuanto a mí, no creo que por ésta me haya llegado ese sueño estremecedor. ¡Sería muy agradable para mi hijo y para mí!
»Te voy a decir algo más y tú guárdatelo en tu mente. 570 Ya se aproxima la Aurora de triste nombre que me va a apartar de la casa de Odiseo. Porque ahora voy a convocar la prueba de las hachas, las que él en su sala solía colocar una tras otra, como puntales de barco, doce en total. Y él, apuntando desde lejos, solía atravesarlas todas con sus flechas. Ahora voy a invitar a mis pretendientes a ese certamen del arco. Quien más hábilmente tense en sus manos el arco y lance su flecha a través de todas las doce hachas, con ése me iré, dejando atrás esta casa señorial, tan hermosísima, que 580 creo que estaré recordando siempre, incluso en mis sueños».
Respondiéndola, a ella le dijo el muy astuto Odiseo:
«Ah, venerable mujer del Laertíada Odiseo, no demores ya más ese certamen en tu palacio, porque seguro que aquí ha de volver Odiseo antes, antes de que ésos tomen en sus manos el bien pulido arco, tensen sus cuerdas y atraviesen el hierro con la flecha».
A su vez le contestó la muy prudente Penélope:
«Si quisieras consolarme, extranjero, sentado a mi 590 vera en esta gran sala, no se vertiría sobre mis párpados el sueño. Pero no es posible de ningún modo que resistan sin dormir los humanos. A todos los mortales les impusieron esa norma los inmortales en la fructífera tierra. Así que yo, subiendo a mis estancias de arriba, descansaré en mi cama, que está acostumbrada a mis sollozos, bañada de continuo en mis lágrimas, desde que Odiseo partió a ver la maldita Troya, de funesto nombre. Allí puedo reposar. Descansa tú en esta sala, o echándote en el suelo o haciendo que te preparen la cama».
600 Después de hablar así, empezó a subir a sus relucientes estancias. No sola, sino que la acompañaban también las demás, sus criadas. Y después de ascender a sus habitaciones con sus doncellas seguía llorando por Odiseo, su querido esposo, hasta que sobre sus párpados vertió el sueño Atenea, la de los ojos glaucos.