CANTO V
Se levantaba la Aurora del lecho, a la vera del ilustre Titono, a fin de llevar su luz a los inmortales y a los mortales, cuando los dioses se establecían en asamblea, y entre ellos Zeus, que truena en lo alto y cuyo poder es supremo. En la reunión Atenea contaba los muchos pesares de Odiseo, recordándoselos. Porque la preocupaba que aún se encontrara en las mansiones de la ninfa.
«¡Zeus padre y demás dioses felices que existís para siempre! ¡Que no haya ya rey ninguno prudente, benévolo y amable portador del cetro, ninguno que respete en su mente lo justo, sino que sean siempre crueles 10 y autores de tropelías!
»Porque ninguno se acuerda del divino Odiseo, entre aquellas gentes a las que regía y para quienes era tierno como un padre. Ahora yace desesperado en una isla, sufriendo rigurosos pesares, en los aposentos de la ninfa Calipso, que por la fuerza lo retiene. No puede él arribar a su tierra patria, porque no tiene consigo naves remeras ni compañeros que lo transporten sobre el ancho lomo del mar.
»Ahora, además, andan tramando asesinar a su amado hijo, en cuanto trate de regresar a su casa. Él 20 marchó a por noticias de su padre a la muy sagrada Pilos y a la divina Lacedemonia».
Respondiendo, a ella le dijo Zeus, el Amontonador de nubes:
«¡Hija mía, qué discurso escapó del cerco de tus dientes! ¿Acaso tú misma no has decidido ya ese plan, de forma que Odiseo se vengara de ellos al regresar a su hogar? Respecto a Telémaco, envíalo tú cuidadosamente, que bien puedes, para que vuelva sano y salvo a su tierra patria. Y que los pretendientes retornen en su barco de un viaje frustrado».
Y de este modo habló luego a su querido hijo Hermes:
«Hermes, tú que en casos semejantes eres nuestro 30 mensajero, ve a decirle a la ninfa de hermosas trenzas nuestra inevitable decisión: el retorno del sufrido Odiseo, a fin de que se ponga a navegar sin escolta de dioses ni de camaradas humanos. Sino que él, después de soportar penalidades en una balsa de muchas ataduras, llegue, en el vigésimo día, a Esqueria de fértiles glebas, en el país de los feacios, que son casi dioses, quienes le honrarán de corazón como a un ser divino y le enviarán en una nave a su querida tierra patria, tras de haberle regalado bronce y oro en cantidad y muchos vestidos, tantos como ni siquiera de 40 Troya habría sacado Odiseo, de haber salido indemne y haber recibido su parte de botín. Que, en efecto, su destino es ver a los suyos de nuevo y llegar a su casa de altos techos y a su tierra patria».
Así habló, y no dejó de obedecerle el mensajero Argifonte. Al instante se anudó en sus pies las bellas sandalias, de oro, imperecederas, que le transportaban sobre el agua y la tierra sin límites a la par de las ráfagas del viento. Tomó consigo su varita, con la que hechiza los ojos de los hombres, de quien quiere, y con la que, a su vez, también despierta a los durmientes. Con ella en sus manos se echó a volar el poderoso Argifonte.
Descendiendo a la Pieria se lanzó desde el éter al 50 mar. Avanzó luego por sobre las olas semejante a una gaviota que da caza a los peces en los tremendos repliegues del estéril mar y se moja en la espuma salada sus presurosas alas. Parecido a ésta viajaba sobre las numerosas olas Hermes.
Mas cuando ya arribó a la isla que estaba lejana, entonces salió del mar de color violeta echando a andar sobre la tierra firme hasta que llegó a la vasta cueva en la que habitaba la ninfa de hermosas trenzas. Y la encontró a ella en su interior.
En el hogar ardía un gran fuego y el olor del cedro 60 de aromática madera y el de la tuya al quemarse se dejaba sentir desde lejos en la isla. Y dentro ella cantaba con bella voz, mientras manejando el telar con su áurea lanzadera tejía.
En derredor de la cueva había crecido un bosque frondoso, que poblaban el aliso, el álamo y el fragante ciprés. Allí anidaban aves de amplias alas: búhos, gavilanes y cornejas marinas de pico alargado, que encuentran su faena en el mar. Allí mismo, en torno a la cóncava gruta, se había extendido una rozagante 70 viña, que estaba colmada de racimos. Cuatro fuentes en hilera manaban con agua clara, cercanas entre sí y orientadas cada una hacia un lado, Y a ambos costados florecían los prados herbosos de violetas y apio silvestre. Hasta un inmortal, que por allí llegara, se asombraría contemplando el paisaje y se sentiría regocijado en su corazón. Entonces allí se detenía y lo admiraba el mensajero Argifonte.
Y tras un rato de contemplarlo todo a su gusto, en seguida se dirigió hasta la anchurosa caverna. No dejó de reconocerlo al verlo de frente Calipso, la divina entre las diosas. Porque los dioses no son 80 desconocidos unos de otros, aunque alguno tenga muy apartada su morada. En cuanto al magnánimo Odiseo, no lo halló en el interior de la cueva, sino que él sollozaba sentado en la orilla, donde muchas veces, desgarrando su ánimo con llantos, gemidos y pesares, escrutaba el mar estéril derramando lágrimas. A Hermes preguntóle Calipso, la divina entre las diosas, después de haberle ofrecido un espléndido y magnífico asiento:
«¿Por qué a mi casa has venido, Hermes de la varita de oro, honorable y querido? Hasta ahora, al menos, no solías visitarme nunca. Dime lo que tramas. Mi ánimo 90 me incita a cumplirlo, si es que puedo cumplirlo y si es algo que pueda hacerse. Pero antes sígueme, para que te ofrezca unos presentes de hospitalidad».
Tras haber hablado así, la diosa dispuso una mesa que colmó de ambrosía y mezcló el rojo néctar. Entonces tomó bebida y alimento el mensajero Argifonte, y una vez que hubo comido y saciado su ánimo con la comida, entonces en respuesta le dirigió estas palabras:
«Me preguntas, diosa, a qué vengo yo, un dios, y al momento te expondré francamente mi mensaje, pues a eso me invitas.
»Zeus me manda venir aquí en contra de mi deseo. ¿Quién por propio impulso cruzaría a la carrera 100 tan inmensa extensión de agua salada? Tampoco hay cerca ciudad alguna de hombres, que en honor de los dioses ofrezcan sacrificios y excelentes hecatombes. Sin embargo de ningún modo es posible a otro dios esquivar o incumplir el designio de Zeus portador de la égida. Afirma que contigo habita un hombre, mucho más desdichado que los demás, de los guerreros que combatieron en torno de la ciudad de Príamo durante nueve años, y al décimo arrasaron la ciudad y se volvieron a su casa. Pero en el regreso ofendieron a Atenea, que sobre ellos lanzó un viento funesto y grandes olas. Entonces perecieron todos los otros, sus 110 nobles compañeros, pero a él hasta aquí le impulsaron el vendaval y el oleaje.
»A ése ahora te manda que lo despidas a toda prisa. Pues no es su destino morir acá lejos de los suyos, sino que por designio divino ha de ver a su familia y regresar a su mansión de alto techo y a su tierra patria».
Así habló, y estremecióse Calipso, la divina entre las diosas. Y tomando la palabra le replicó estas palabras aladas:
«Sois crueles, dioses, envidiosos en extremo de otros, y os irritáis contra las diosas que se acuestan con hombres sin reparos, cuando alguna hace a uno 120 compañero de lecho. Así cuando la Aurora de rosáceos dedos raptó a Orion, entonces tanto os irritasteis los dioses de fácil vida contra ella que al cabo lo mató en Ortigia la santa Ártemis, asaeteándolo con sus suaves flechas. Así cuando Deméter de hermosas trenzas, cediendo a su pasión, compartió su amor y su lecho con Jasión en la gleba labrada tres veces, no tardó en enterarse Zeus, que lo mató asaeteándolo con un fulgente rayo. Así ahora, de nuevo, os irritáis conmigo, dioses, porque conviva con un hombre mortal.
130»A él yo lo salvé, cuando subido sobre la quilla, solitario vagaba, después de que Zeus golpeando su rauda nave con el fulgente rayo la quebró en medio del ponto vinoso. Allí entonces perecieron todos sus otros compañeros, pero a él hasta aquí le arrastraron el vendaval y el oleaje. Yo lo trataba con cariño y lo cuidaba, e incluso le propuse hacerlo inmortal e inmune a la vejez para siempre.
»Pero, puesto que de ningún modo es posible a otro dios esquivar e incumplir el designio de Zeus portador de la égida, que se vaya, ya que él me lo 140 manda y ordena, por el mar estéril. Pero yo no puedo transportarlo a otra parte. No tengo en mi casa ni naves ni compañeros que puedan escoltarlo sobre el ancho lomo del mar.
»No obstante, le aconsejaré benévola y nada le ocultaré, a fin de que sin grandes daños alcance su tierra patria».
A ella le contestó a su vez el mensajero Argifonte:
«Despídele ahora así, y evita la cólera de Zeus, no sea que te guarde rencor y sea luego duro contigo».
Cuando así hubo hablado se alejó el fuerte Argifonte, mientras ella, la venerable ninfa, se dirigía al 150 encuentro con Odiseo, tras de haber acatado el mensaje de Zeus. Lo encontró, pues, sentado en la orilla. Nunca estaban sus ojos secos de lágrimas, y consumía su dulce vida añorando su regreso, porque ya no le contentaba la ninfa. Pasaba, sin embargo, las noches por necesidad en la cóncava gruta al lado de la que le amaba sin amarla él. Pero durante los días, sentado en las rocas de la costa, desgarrando su ánimo con llantos, gemidos y pesares, escrutaba el mar estéril derramando lágrimas.
Deteniéndose junto a él le habló la divina entre las diosas:
«¡Desdichado, no te me lamentes más ni aquí 160 consumas tu vida! Porque ya voy a despedirte de muy buen grado. Conque, venga, corta unos largos maderos y construye con el bronce una ancha almadía. Luego instala sobre ella, por encima, una tablazón, para que te transporte por el brumoso mar. Por mi parte yo te traeré alimento, agua y rojo vino en abundancia, que te protejan del hambre, y vestidos para cubrirte. Y te enviaré luego un buen viento, a fin de que llegues muy salvo a tu tierra patria. Así lo quieren los dioses, que dominan el amplio cielo, que son más 170 poderosos que yo para preverlo y cumplirlo».
Así dijo. Se estremeció el muy sufrido, divino Odiseo, y respondiéndole dijo aladas palabras:
«Otra cosa es lo que tú, diosa, pretendes ahora y no mi viaje, cuando me incitas a cruzar en balsa el enorme abismo, terrible y dificultoso. Ni siquiera las naves bien equilibradas de veloz proa lo atraviesan, favorecidas por un viento favorable de Zeus. Tampoco yo, en contra de tu voluntad, me embarcaría en una balsa, a no ser que aceptaras, diosa, prometerme con un gran juramento que no vas a tramar contra mí otra mala desdicha».
Así habló, y sonrióse Calipso, la divina entre las 180 diosas, y le acarició con la mano y le dirigió su palabra diciendo:
«¡Qué taimado eres, y desde luego no tienes un vano entendimiento! ¡Qué palabras te has decidido a decirme en voz alta! Que atestigüen ahora la tierra y el ancho cielo arriba, y el agua que mana de la Estigia (que es el juramento máximo y más tremendo que hay entre los dioses dichosos), esto: que no voy a tramar contra ti ninguna otra mala desdicha. Sino que pienso y te aconsejo lo que para mí meditaría en caso 190 de que me alcanzara un apuro tan grande. Tengo, en efecto, una recta intención y no hay en mi pecho un ánimo de hierro, sino compasivo».
Tras de hablar así echó a andar ágilmente la divina entre las diosas, y Odiseo al punto caminaba tras los pasos de Calipso. Llegaron a la cóncava cueva la diosa y el humano. Allí él se colocó en el asiento del que se había levantado Hermes, y la ninfa dispuso a su alcance todo tipo de comida para que comiera y bebiera lo que comen y beben los mortales. Ella se sentó enfrente del divino Odiseo, y para ella trajeron las sirvientas 200 ambrosía y néctar. Tendieron ambos sus manos sobre los manjares preparados extendidos delante. Luego, una vez que se hubieron saciado de comida y bebida, comenzó la charla Calipso, la divina entre las diosas:
«Laertíada de linaje divino, Odiseo de muchos recursos, ¿conque ya ahora, enseguida, quieres marcharte a tu querida tierra patria? Que te vaya bien, aun así. Mas si supieras en tu mente cuantos rigores es tu destino soportar antes de regresar a tu tierra patria, quedándote acá conmigo guardarías esta casa y 210 serías inmortal, aunque añoraras contemplar a tu esposa, a la que anhelas de continuo todos los días. Me jacto, desde luego, de que no soy inferior a ella, ni en figura ni en talle, porque de ningún modo es normal que las mortales rivalicen en figura ni belleza con las inmortales».
Contestándole a ella le dijo el muy astuto Odiseo:
«Diosa soberana, no te enfurezcas conmigo por eso. Sé también yo muy claro todo esto: que la prudente Penélope es inferior a ti en belleza y en figura al contemplarla cara a cara, y ella es mortal, y tú inmortal e inmune a la vejez. Pero aun así quiero y anhelo todos los días llegar a mi casa y conocer el día del 220 regreso. Si alguno de los dioses me ataca de nuevo en la vinosa alta mar, lo soportaré con un corazón sufridor en mi pecho. Pues ya muy numerosos pesares pené y aguanté en medio de las olas y de la guerra. Que ahora se añada éste a aquéllos».
Así habló. Luego se sumergió el sol y llegó la tiniebla. Retirándose ambos al fondo de la cóncava gruta gozaron del trato amoroso, acostándose juntos.
En cuanto apareció nacida al alba la Aurora de rosáceos dedos, al momento Odiseo se vistió la túnica y el manto, mientras que la ninfa se ponía una amplia 230 vestidura de un blanco brillante, suave y graciosa, y en torno al talle se ajustó un hermoso cinturón de oro, y un velo sobre su cabeza. Y al momento se ocupaba del viaje del magnánimo Odiseo. Le entregó una gran hacha, adecuada a sus manos, de bronce, afilada por ambos lados. Tenía un excelente mango de olivo, bien ajustado. Le dio también una azuela bien pulida. Y le guió en su camino hasta el extremo de la isla, donde habían crecido altos árboles, el aliso y el álamo y el abeto que se alarga hasta el cielo, resecos desde antaño 240 y de dura corteza, que podían flotar ligeros.
Marchó a su casa ella, Calipso, divina entre las diosas, mientras él talaba los maderos. Presurosamente concluyó su trabajo. Derribó veinte en total, y los hacheó con el bronce luego, y los pulió sabiamente, y los enderezó con una plomada. Entonces le trajo un taladro Calipso, divina entre las diosas, y los taladró todos y los ajustó unos con otros, y los ensambló con 250 clavijas y junturas. Cuanto un hombre, buen conocedor de las artes de la construcción, redondearía el fondo de un amplio navío de carga, tanto de amplia hizo Odiseo la balsa. Luego construía la cubierta colocando ensamblados apretados maderos, y la remataba con enormes tablones. Y sobre ella alzaba un mástil y la entena ensamblada con él. Y, como es natural, construyó un timón para enderezar el rumbo. Y la protegió por los lados con mimbres entretejidos para que fueran una defensa contra el oleaje, y encima extendió mucha madera. Entonces le trajo Calipso, divina entre las diosas, telas para hacerse unas velas, y 260 él se fabricó también éstas diestramente. Ató a ellas cuerdas, cables y bolinas, y con unas estacas botó la almadía al divino mar.
Era el cuarto día y en éste quedó todo acabado. Así que al quinto lo despedía de su isla divina Calipso, después de lavarle y de haberle vestido un perfumado ropaje. La diosa le puso a bordo un odre de negro vino, otro grande de agua, y provisiones en un saco. A bordo le había llevado muchos víveres apetitosos. Y le envió un viento benéfico y suave.
Alegre desplegó las velas al viento el divino Odiseo, 270 al tiempo que sentado al timón enderezaba el rumbo sabiamente. Y no caía el sueño sobre sus párpados mientras él contemplaba las Pléyades y Bootes que se sumerge tardío y la Osa, que llaman por sobrenombre el Carro, que por allí gira y acecha a Orión, y es la única privada de los baños en el Océano. Pues le había aconsejado Calipso, divina entre las diosas, que surcara el alta mar teniéndola siempre a mano izquierda. Diecisiete días navegó cruzando el ponto, y al decimoctavo se le aparecieron los montes sombríos de la 280 tierra de los feacios, por donde le estaban más cerca. Le parecieron como un combado escudo en medio del neblinoso mar.
Pero el poderoso Sacudidor de la tierra, que regresaba de entre los etíopes, le vio desde lejos, desde los montes Solimos, pues quedó a su vista mientras todavía navegaba por alta mar. El dios se enfureció aún más en su corazón, y sacudiendo la cabeza habló así a su ánimo:
«¡Ayayay! ¡Sin duda que los dioses tramaron algo nuevo respecto a Odiseo, mientras yo estaba junto a los etíopes! Ahora está ya cerca de la tierra de los feacios, donde es su destino escapar del aluvión de desgracias que le acosa. Pero afirmo que aún le daré un 290 montón de desdicha».
Tras hablar así, reunía nubarrones y, blandiendo su tridente, alborotó el mar. Excitó todas las furias de los vientos de varios rumbos, y con nubes recubrió a la vez la tierra y el mar. Desde el cielo caía de golpe la noche. Y juntos se lanzaron el Noto y el Euro y el borrascoso Céfiro y Bóreas nacido en el alto éter, revolviendo un enorme oleaje. Entonces desfallecieron las rodillas y el corazón de Odiseo, y angustiándose dijo entonces a su magnánimo corazón:
«¡Ay de mí infeliz! ¿Qué va a sucederme al final ahora? ¡Temo que la diosa me haya dicho toda la 300 verdad, cuando me dijo que en alta mar, antes de alcanzar mi tierra patria, sufriría de nuevo dolores! Todo eso ahora va a cumplirse. Con qué nubarrones cubre Zeus el amplio cielo, y revuelve el mar, y ya se desbocan las ráfagas de todo tipo de vientos. Ahora tengo segura una desastrosa muerte.
»¡Tres y cuatro veces dichosos los dánaos que antaño murieron sirviendo en favor de los Atridas en la amplia llanura de Troya! ¡Ojalá que también yo hubiera muerto y cumplido mi destino en aquel día, cuando muchísimos troyanos me lanzaron encima 310 sus lanzas de punta de bronce al costado del cadáver de Aquiles! En tal caso habría obtenido honores fúnebres y me habrían dado gloria los aqueos. Ahora, en cambio, está predestinado que me arrebate una muerte miserable».
Mientras lo decía, una ola enorme, precipitándose terrible desde la altura, lo alcanzó de lleno y volteó como un torbellino la balsa. Lejos de la balsa cayó él, y el timón se escapó de sus manos. Por la mitad quebróle el mástil el terrible turbión de las vientos mezclados que llegaba, y lejos la vela y la entena cayeron 320 en el mar. Quedó él sumergido un largo rato, y no pudo recobrarse en seguida del embate de la tremenda ola, porque le pesaban los vestidos que le había proporcionado la divina Calipso. Al fin emergió, y de su boca vomitó la amarga agua salada, que le chorreaba en abundancia por la cabeza.
Pero ni por ésas abandonó la balsa, aunque estaba agotado, sino que lanzándose a través de las olas se agarró a ella, y se echó en medio de la misma tratando 330 de escapar al embate de la muerte. La arrastraba el gran oleaje en su curso hacia acá y hacia allá. Como cuando el Bóreas otoñal arrastra los cardos por la llanura, y se amontonan espesos unos con otros, así a lo largo del mar la arrastraba hacia acá y hacia allá. Unas veces el Noto se la lanzaba al Bóreas para que la impulsara, y otras veces el Euro se la cedía al Céfiro para que la persiguiera.
Pero le vio la hija de Cadmo, Ino Leucótea de hermosos tobillos, que antes había sido una mortal dotada de voz humana, y que ahora en el fondo del mar comparte la gloria de los dioses. Ella se compadeció de Odiseo, que vagaba sufriendo pesares, y semejante a una gaviota voladora surgió de las aguas. Se posó en la ensamblada almadía y le dijo su palabra:
«Malaventurado, ¿por qué Poseidón que sacude la tierra se encolerizó tanto contigo, ferozmente, y tantos 340 daños produce contra ti? Con todo no va a acabar contigo ahora, por muy enfurecido que esté. Así que actúa del modo siguiente, ya que me pareces inteligente. Quítate esas ropas y abandona la balsa a que se la lleven los vientos, y nadando con tus brazos esfuérzate en regresar a la tierra de los feacios, donde es tu destino que consigas salvarte. Toma este velo divino para que lo extiendas bajo tu pecho, y no temas sufrir nada ni morir.
»Mas en cuanto arribes con tus brazos a la tierra firme, suéltalo y lánzalo de nuevo al vinoso ponto bien lejos de la tierra, y ponte de espaldas al tirarlo 350 hacia atrás».
Apenas hubo dicho esto, la diosa le entregó el velo, y ella se sumergió en el tempestuoso mar semejante a una gaviota, y una negra ola la cubrió. Se quedó entonces indeciso el divino y muy sufrido Odiseo, y dijo, abatido, a su magnánimo corazón:
«¡Ay de mí! Temo que otra vez alguno de los dioses ande tramando contra mí una trampa, cuando ahora me incita a abandonar la almadía. Pues bien, aún no voy a obedecerle, porque con mis ojos he visto remota 360 la tierra en donde dijo que encontraré refugio. Conque actuaré del siguiente modo, que me parece que es lo mejor: mientras los troncos se mantengan ajustados en su ensamblaje, entre tanto me quedaré aquí soportando estos tormentos; y si luego el oleaje descuartiza la balsa, me echaré a nadar, ya que no está a mi alcance prever algo mejor».
Mientras que esto él meditaba en su mente y su ánimo, alzó Poseidón Sacudidor de la tierra una gigantesca ola, enorme y espantosa, pronta a deslomarse, y la lanzó contra él. Como el viento embravecido desparrama un montón de pajas secas, y las dispersa 370 por todos lados, así la ola desparramó los maderos de la almadía. Pero Odiseo se asió a uno, encaramándose como sobre un potro de carreras, y allí se despojó de las ropas que le había ofrecido la divina Calipso. En seguida extendió el velo bajo su pecho, y se zambulló de cabeza al mar poniendo por delante sus manos, dispuesto a nadar.
Le vio el poderoso Sacudidor de la tierra, y moviendo su cabeza dijo para sí mismo:
«¡Así ahora, tras sufrir muchos daños, vaga a la deriva por el mar, hasta que consigas juntarte con humanos del linaje de Zeus! Mas ni aun así confío en que quedes saciado de desgracia».
380 Diciendo esto azuzó a sus caballos de hermosas crines, y se fue a Egas, donde tiene un famoso palacio.
Pero Atenea, la hija de Zeus, maquinó otra cosa. Entonces detuvo los embates de los demás vientos y a todos los mandó cesar y tumbarse; impulsó al impetuoso Bóreas y ante él abatió las olas, hasta que se encontrara entre los feacios amigos del remo Odiseo de estirpe divina, escapando de la muerte.
Allí durante dos noches y dos días en el denso oleaje marchó a la deriva, y muchas veces su corazón presintió su final. Pero cuando ya el tercer día anunció la 390 Aurora de hermosas trenzas, ya entonces cesó el viento y se impuso una calma serena. Y divisó cercana la tierra, aguzando mucho la vista, al ser levantado por una gran ola. Tan anhelada como se aparece a los hijos la vida de su padre, que yace padeciendo los fuertes dolores de la enfermedad, consumiéndose durante largo tiempo, y una odiosa divinidad lo tiene postrado, y los dioses según lo anhelado lo liberan de la calamidad, así de deseada apareció ante Odiseo la tierra y su bosque, y se puso a nadar apresurándose para arribar con sus pies a la tierra firme. Pero cuando distaba 400 tan sólo tanto como se alcanza gritando, entonces escuchó el estrépito del mar sobre los escollos costeros. Rugía tremendo el oleaje al chocar contra la tierra firme, y todo el litoral estaba cubierto por la espuma del mar. Pues no había allí puertos, refugios de naves, ni ensenadas, sino costas abruptas, escollos y rocas.
Así que entonces desfallecieron las rodillas y el corazón de Odiseo y afligiéndose dijo a su magnánimo corazón:
«¡Ay de mí! Una vez que Zeus me ha concedido contemplar esta tierra más allá de mi esperanza y que ya he logrado atravesar este abismo, no se ve un punto 410 de arribada para salir del espumoso mar. En la costa hay acantilados a pico, y en torno a ellos resuena estrepitoso el oleaje, y se alza lisa la roca y el mar es profundo a su lado, y no es posible poner allí los pies y escapar a esta angustia. Y que no vaya a echarme de golpe al salir una fuerte ola, violentamente, contra un pétreo peñasco, y sea lamentable mi intento.
»Pero si sigo nadando aún más allá, por si acaso puedo encontrar playas batidas al sesgo por las olas en un puerto marino, temo que me arrebate de nuevo la 420 tempestad y me arrastre hacia el alta mar poblada de peces en medio de pesados gemidos, o que envíe contra mí un dios un gran monstruo marino desde lo profundo del mar, de los muchos que cría la ilustre Anfitrite. Pues sé cuán enfurecido contra mí está el glorioso Sacudidor de la tierra».
Mientras él estas cosas meditaba en su mente y su ánimo, entre tanto una gran ola lo llevaba contra la áspera costa. Allí se habría desgarrado la piel y quebrado los huesos, si la diosa Atenea de glauca mirada no le hubiera inspirado en su mente. Con las dos manos asióse presuroso a la roca y se mantuvo en 430 ella gimiendo, hasta que la gran ola hubo pasado. Y así la evitó, pero luego al refluir de nuevo le golpeó y lo lanzó lejos hacia alta mar. Como cuando al sacar a un pulpo de su escondrijo se quedan pegados a sus tentáculos incontables guijarros, así en la roca quedaron prendidos jirones de piel de sus manos fornidas, mientras que a él lo cubrió una ola enorme. Y allí habría perecido desdichado por encima de su destino Odiseo, si no le hubiera infundido perseverancia Atenea de glauca mirada, emergiendo de las olas, que 440 rompían rugiendo en las rocas, nadaba más allá observando la costa, por si acaso en algún punto encontraba playas sesgadas por las olas o un puerto marino. Mas cuando llegó nadando junto a la desembocadura de un río de hermosa corriente, aquél le pareció ya un excelente terreno, despejado de rocas, y al abrigo de los vientos. Advirtió que el río allí afluía y le suplicó en su ánimo:
«Escúchame, soberano, quienquiera que seas. Acudo ante ti con mil súplicas, huyendo de las amenazas de Poseidón desde el mar. Incluso para los dioses inmortales es digno de respeto cualquier hombre que se presenta errabundo, como yo ahora llego suplicante ante ti y tus rodillas, tras muchos padecimientos. Así 450 que apiádate, señor, que yo me proclamo suplicante tuyo».
Así dijo, y el río suavizó al momento su curso y contuvo su oleaje. Ante él se hizo la calma y se puso a salvo en las orillas del río. Odiseo entonces relajó ambas rodillas y sus robustos brazos, pues su ánimo estaba abatido por el mar. Toda su piel estaba hinchada y el agua marina incontable resbalaba por su boca y su nariz. Sin resuello y sin voz cayó tendido y exánime; un espantoso cansancio le acometía. Pero apenas alentó de nuevo y se recobró el ánimo en su interior, al instante se desanudó el velo de la diosa, y lo arrojó 460 en el río que al mar desembocaba, y de pronto una gran ola lo arrastró en su curso y muy pronto lo recogió Ino en sus manos. Apartóse él del río, tumbóse junto a unos juncos, y besó la fértil tierra.
Luego afligido dijo a su magnánimo corazón:
«¡Ay de mí! ¿Qué sufriré? ¿Qué me sucederá para acabar? Si velo junto al río en la noche de pesadilla, temo que a un tiempo la dañina escarcha y el sutil rocío acaben con mi ánimo exhausto por el agotamiento. Una brisa helada sopla desde el río por la ribera. Pero 470 si subo a la colina por el sombrío bosque y me echo a dormir entre los espesos matorrales, si es que me dejan el frío y la fatiga, temo ser pasto y presa de las fieras».
Después de pensarlo le pareció que esto era lo mejor. Y echó a andar hacia el bosque. Lo encontró cerca de la playa en un altozano. Se deslizó bajo dos arbustos, que habían crecido de un mismo suelo. Uno era un acebuche, el otro un olivo. No los atravesaba la húmeda brisa de los vientos que soplaban ni nunca 480 el sol brillante los hendía con sus rayos, ni la lluvia los empapaba del todo. Tan densamente enlazados entre sí crecían. Bajo ellos se resguardó Odiseo. Y en seguida se preparó con sus manos un mullido lecho. Pues había un montón de hojas por el suelo, tantas como para abrigar a dos o a tres hombres en la época invernal, por dura que se presentara. Y al verlo se regocijó el muy sufrido divino Odiseo, y se acostó allí en medio y se tapó con un montón de hojarasca.
Como cuando alguien, que no tiene otros vecinos, recubre un tizón con negra ceniza en una linde del campo, 490 conservando la semilla del fuego para no encenderlo luego de otro, así se recubrió Odiseo con el follaje. Atenea derramó sueño en sus ojos para que cuanto antes descansara de su penosa fatiga, cerrando sus párpados.