CANTO XXI
La diosa de ojos glaucos, Atenea, inspiró en la mente a la hija de Icario, la muy prudente Penélope, proponer a los pretendientes el arco y el grisáceo hierro, instrumentos del certamen y origen de la matanza en el palacio de Odiseo. Subió por la alta escalera de su casa y tomó en su fuerte mano la bien torneada llave, hermosa, broncínea, de empuñadura de marfil. Y echó a andar con sus criadas hacia el aposento del fondo. 10 Allí guardaba los tesoros del rey: el bronce, el oro y el bien trabajado hierro. Allí estaban el arco flexible y la aljaba portadora de flechas, y en ella había un manojo de dardos funestos. Se los había dado como regalo cuando él estuvo en Lacedemonia, su huésped, Ífito Eurítida, semejante a los inmortales. Los dos se encontraron mutuamente en Mesenia, en casa del sagaz Ortíloco. Allí llegó Odiseo a cobrar una deuda que le debía todo el pueblo, porque de Ítaca los hombres de Mesenia se habían llevado en sus naves de muchos bancos trescientas ovejas junto con sus pastores. Por 20 eso emprendió su gran viaje de embajada, aunque era un muchacho. Lo enviaron entonces su padre y los ancianos.
Ífito, por su lado, iba buscando sus yeguas, las doce, que le habían desaparecido, y, con ellas, unos mulos robustos. Éstas le atrajeron luego la muerte y el destino fatal, cuando se enfrentó al valeroso hijo de Zeus, el héroe Heracles, realizador de grandes trabajos, que lo mató, aunque era su huésped, en su propia casa. ¡Ingrato! No sintió temor a la venganza de los dioses ni respeto a la mesa que le había agasajado. Al punto lo mató allí, y se quedó él con los caballos de sólidas 30 pezuñas en su palacio. Cuando las estaba buscando se topó con Odiseo y le dio su arco, el que antes había llevado el gran Éurito, que, a su vez, se lo dejó a su hijo al morir en su mansión de alto techo. A éste Odiseo le ofreció una afilada espada y una recia lanza, como principio para una leal amistad como huéspedes. Pero no se frecuentaron uno a otro en la mesa, ya que antes el hijo de Zeus dio muerte a Ífito Eurítida, semejante a los inmortales, el que le había dado el arco. Nunca el divino Odiseo lo llevaba consigo al marchar a la guerra en las negras naves, sino que se 40 quedaba allí, en las habitaciones de su palacio, como recuerdo de un querido amigo. Pero lo usaba en su tierra.
Cuando llegó a la estancia la divina entre las mujeres, transpuso el umbral de roble que antaño había pulido expertamente el carpintero y enderezado con su regla, al tiempo que alzaba las jambas y ajustaba las relucientes puertas. Enseguida desató sin tardar la correa de la argolla, metió la llave y corrió los cerrojos de la puerta, y empujó de frente. Las batientes mugieron como un toro que pace en un prado. Así de fuerte 50 mugieron las batientes hermosas al empuje de la llave y se abrieron en un instante. Subióse luego a la tarima alta donde reposaban los arcones en los que se guardaban las perfumadas ropas. Apoyándose en ellos descolgó del clavo el arco enfundado en una espléndida envoltura. Se sentó allí, se lo colocó en las rodillas y se echó a llorar a voces, abrazando el arco del rey.
En cuanto se hubo saciado de llorar con muchas lágrimas, se encaminó hacia la gran sala en pos de los nobles pretendientes transportando en sus brazos el 60 flexible arco y la aljaba, cargada de flechas. Muchos dardos funestos cabían en ella. Tras Penélope sus criadas llevaban un arca donde había un montón de hierro y bronce, para el certamen regio. Cuando la divina entre las mujeres llegó ante sus pretendientes, se detuvo al pie de la columna del techo de sólida arquitectura, sosteniendo su traslúcido velo delante de sus mejillas. A cada lado la escoltaba una criada respetuosa. Y al punto dirigióse a los pretendientes y les dijo estas palabras:
«¡Prestadme atención, bravos pretendientes, vosotros que frecuentáis esta casa para comer y beber sin 70 tasa, sin tregua, la casa de un hombre que se ausentó hace mucho tiempo, y que no habéis aducido para ello ningún otro pretexto de palabra, sino que estáis ansiosos por casaros conmigo y hacerme vuestra esposa! Por tanto, atentos, pretendientes, porque aquí está el desafío. Os voy a presentar el gran arco del divino Odiseo. Aquel que más hábilmente tense el arco con sus manos, con ése me iré, abandonando esta casa, legítimamente mía, hermosísima, llena de bienes, de la que creo que seguiré acordándome incluso en mis sueños».
Así habló, y ordenaba a Eumeo, el divino porquerizo, 80 que mostrara a los pretendientes el arco y el grisáceo hierro. Llorando lo recogió Eumeo y lo expuso. Lloraba, por su parte, también el vaquero, al ver el arco de su rey. Antínoo se puso a reñirles, los llamaba y les decía:
«¡Necios campesinos, que pensáis sólo en lo del día! ¡Desgraciados! ¿Por qué ahora derramáis lágrimas y apenáis el ánimo en el pecho a esta mujer? A ella, que ya tiene dolorido en exceso el corazón, por haber perdido a su querido esposo. De modo que comed sentados en silencio, o salíos por la puerta a 90 llorar afuera dejando aquí mismo el arco, un reto muy arduo para los pretendientes, pues no creo que sea fácil tensar ese arco bien pulido. Ningún hombre hay entre todos éstos que sea tal cual fue Odiseo. Yo mismo le vi con mis ojos y aún guardo el recuerdo, y eso que entonces era un niño».
Así dijo, pero en su pecho albergaba la esperanza de tensar la cuerda y atravesar con la flecha el hierro. Ahora bien, él iba a ser el primero en probar la flecha disparada por las manos del intachable Odiseo, a quien deshonraba aposentándose en su casa y jaleando 100 a sus compañeros.
Ante ellos tomó la palabra el sagrado coraje de Telémaco:
«¡Ay, ay, qué insensato me ha vuelto Zeus Crónida! Mi querida madre, que es bien sensata, me dice que va a marcharse con otro, abandonando esta casa, y entonces yo me alegro y me río con ánimo insensible. Pero que así sea, pretendientes, puesto que ya se presenta el certamen. Pues no hay otra mujer como ella ahora en la tierra aquea, ni en la sagrada Pilos, ni en Argos ni en Micenas, ni en la propia Ítaca, ni en el 110 oscuro continente. Y vosotros lo sabéis. ¿A qué debo ensalzar a mi madre? Bien, vamos, no os demoréis con excusas, ni remoloneéis en torno al arco de largo alcance, para que lo decidamos. También yo mismo quiero hacer la prueba del arco, y si logro tensarlo y lanzar la flecha a través de los hierros, no habrá de dejar mi señora madre esta casa e irse con otro, contra mi voluntad, mientras que yo me quedo atrás. A ver si soy capaz de emular los triunfos de mi padre».
Dijo, y se desprendió de sus hombros el purpúreo manto, levantándose rápido, y de sus hombros descolgó 120 la afilada espada. En primer lugar dispuso enhiestas las hachas, excavando para todas un surco único, y lo fijó recto según un cordel. Y apelmazó la tierra a ambos lados. El asombro pasmó a todos cuantos lo vieron, por lo muy decidido que actuó. Anteriormente nunca lo habían visto así. Marchó hasta el umbral y allí se detuvo, y manipulaba el arco. Tres veces lo blandió ansioso de tensarlo, y por tres veces desistió del empeño, aunque aún tenía confianza en su ánimo de que tendería la cuerda y dispararía la flecha a través de los hierros. Y tal vez lo habría tensado con aplomo al cuarto intento, de no ser porque Odiseo le hizo una 130 seña y contuvo su apasionado impulso. De nuevo habló el sagrado coraje de Telémaco:
«¡Ay, ay! ¿Voy a ser de ahora en adelante cobarde y flojo, o es que todavía soy muy joven y aún carezco de confianza en mis brazos para responder a un enemigo, cuando alguno me ofenda? Pero venid vosotros, que sois mejores que yo en vigor y probad el arco, y pongamos fin al certamen».
Diciendo esto, dejó el arco en el suelo, y se alejó, apoyándolo en las hojas de la puerta, ajustadas y bien pulidas, y allí, en una bella argolla, depositó la aguzada flecha, y fue a sentarse de nuevo en la silla de la que se había levantado. Entre los otros tomó la palabra 140 Antínoo, hijo de Eupites:
«Compañeros, acercaos uno tras otro, empezando por la derecha y a partir del sitio en donde se escancia el vino».
Así habló Antínoo, y les pareció bien el consejo. Levantóse el primero Liodes, hijo de Énope, que tenían como adivino y que se sentaba muy al fondo siempre, junto a la hermosa crátera. Era el único a quien le eran odiosos los excesos y se enfadaba con todos los pretendientes. Éste fue el primero en tomar el arco y la aguzada flecha. Fue hasta el umbral y se detuvo para armar el arco, pero no llegó a tensarlo, ya que 150 antes se fatigó de estirar la cuerda en sus manos no encallecidas, flojas. Y dijo a los pretendientes:
«Amigos, no lo tenso, que lo intente ahora otro. Este arco va a privar a muchos pretendientes del ánimo y la vida, y estará así bien, pues acaso es mucho mejor estar muerto que vivir sin conseguir aquello por lo que nos reunimos acá, esperando un día tras otro. Hasta ahora cualquiera tiene en su mente esperanzas y deseos de casarse con Penélope, la compañera de Odiseo. Pero en cuanto pruebe el arco y vea el resultado, ya puede irse a cortejar a cualquiera de las 160 aqueas de bellos peplos, e intentar obtenerla con sus regalos de boda. Ella puede casarse con quien más regalos le ofrezca y le esté destinado».
Así entonces habló y dejó el arco a un lado, apoyándolo en las hojas de la puerta, bien ajustadas y pulidas, y en la bella argolla depositó la aguzada flecha. Luego se sentó de nuevo en la silla de la que se había levantado.
Antínoo, en réplica, le dirigía la palabra y le decía:
«¿Liodes, qué palabras se escaparon de la cerca de tus dientes? Tremendas y negativas, y me irrito al escuchar 170 que ese arco va a privar a muchos de los pretendientes de su ánimo y vida, sólo porque tú no eres capaz de tensarlo. Sólo porque a ti no te parió tu señora madre para ser un buen usuario del arco y las flechas. Pero otros nobles pretendientes lo tensarán enseguida».
Así habló y dio órdenes a Melantio, pastor de cabras:
«Venga ya, enciende el fuego en el salón, Melantio, y prepara un gran sillón y unas pieles sobre él; saca un gran bola de sebo de ahí dentro, para que los jóvenes 180 la calentemos y, tras untarle la grasa, probemos el arco y concluyamos la prueba».
Así habló y al momento Melantio se puso a encender el fuego infatigable, y acercóle un gran asiento y unas pieles sobre él, y sacó una gran bola de sebo del interior de la casa. Con esto los jóvenes calentaron el arco y lo probaban, pero no lograban tensarlo, y andaban muy faltos de fuerza. Quedaban sólo Antínoo y Eurímaco de divino aspecto, los caudillos de los pretendientes. Eran con mucho los más destacados por su valía.
De la mansión salieron juntos a la vez ambos, el 190 vaquero y el porquerizo del divino Odiseo. Y detrás de ellos salió de la casa el divino Odiseo. Tan pronto como se hallaron fuera de las puertas y el atrio, tomó él la palabra y les hablaba con amables términos.
«Vaquero y tú, porquerizo, quisiera deciros algo. ¿O voy a ocultarlo? Mas mi ánimo me impulsa a decíroslo. ¿Seríais capaces de pelear por Odiseo, si él llegara de donde fuera hasta aquí, de improviso, y el destino lo condujera? ¿Lucharíais a favor de los pretendientes o por Odiseo? Decídmelo, tal como vuestro corazón y vuestro ánimo os lo indiquen».
Le contestó pronto el hombre que era guardián de sus vacas:
«¡Zeus Padre, ojalá me cumplieras este voto: que 200 llegara aquel hombre y lo condujera un dios! ¡Conocerías cuál es mi fuerza y lo que valen mis brazos!».
Del mismo modo Eumeo rogó a todos los dioses que regresara el muy sagaz Odiseo a su hogar. Cuando él hubo constatado el verdadero talante de ambos, de nuevo respondiendo a sus palabras les dijo:
«Ése está ya aquí: soy yo. Después de soportar muchos males he vuelto a los veinte años a mi tierra patria. Soy consciente de que llego deseado sólo por vosotros entre mis siervos. De los otros a ninguno 210 escuché que rogara para que de nuevo estuviera de regreso en mi casa. A vosotros dos os diré la verdad, lo que va a pasar. Si por mis manos un dios hace sucumbir a los nobles pretendientes, os daré a los dos mujer y os proporcionaré riquezas y una casa construida cerca de la mía. Y en adelante os consideraré camaradas y hermanos de Telémaco.
»Pero, venga, voy a mostraros otra señal muy clara, a fin de quedar bien reconocido y con plena confianza en vuestro ánimo: la cicatriz de la herida que me causó un jabalí de blanco colmillo cuando yo iba por el 220 Parnaso con los hijos de Autólico».
Tras hablar así apartó los harapos de la gran cicatriz. Y cuando ambos la vieron y examinaron bien a su señor, se echaron a llorar lanzando sus brazos en torno del bravo Odiseo, y le besaban cariñosamente la cabeza y los hombros. Así también Odiseo les besó la cabeza y las manos. Y allí hubieran sollozado hasta la puesta del sol, si el mismo Odiseo no los hubiera contenido. Y les dijo:
«Dejad los dos el gemir y el llanto, no vaya a ser que alguno salga de la sala y os vea, y luego vaya a contarlo 230 dentro. Ahora entrad uno tras el otro, y no vayamos todos juntos. Primero yo, luego vosotros. La señal convenida será ésta: todos los demás, todos esos nobles pretendientes no permitirán que se me ofrezca el arco y la aljaba; pero tú, divino Eumeo, cruza la sala con el arco y déjalo en mis manos, y di a las mujeres que cierren las puertas firmemente encajadas de la sala, y si alguna oyera griterío o estrépito procedente de allí, de los hombres de dentro de la estancia, que no se asome a la puerta, sino que atienda tranquila a su 240 tarea. A ti, Filetio divino, te encargo que cierres con llave las puertas del patio y las asegures prontamente con una soga».
Después de decir esto penetró en la mansión bien habitada, y fue y se sentó en la silla de la que se había levantado. Entraron luego los dos servidores del divino Odiseo.
Ya Eurímaco daba vueltas en sus manos al arco, caldeándolo por aquí y por allí a la llama del fuego. Pero ni aun así lograba tensarlo y por lo bajo gemía en su brioso corazón. Con pesadumbre luego comenzó a hablar, y dijo estas palabras:
«¡Ay, ay! ¡Qué congoja siento por mí y por todos! 250 No tanto me lamento por la boda, aunque mucho me apena. Hay, desde luego, otras muchas aqueas, unas en la misma Ítaca batida por el mar, y otras en otras ciudades. Sino porque tan faltos estamos de la fuerza del divino Odiseo que no conseguimos armar su arco. ¡Será baldón infame para nosotros cuando lo sepan los del futuro!».
Le contestó a su vez Antínoo, hijo de Eupites:
«Eurímaco, no va a ser así. Tú mismo lo sabes. Pues ahora es en esta región la fiesta santa del dios, ¿quién podría tensar el arco? Pero esperad tranquilos. En 260 cuanto a las hachas, podemos dejarlas ahí enhiestas. Nadie, pienso, va a llevárselas entrando en el salón del Laertíada Odiseo. Conque vamos, que el copero comience a servir las copas para que hagamos las libaciones y dejemos reposar el curvo arco. Ordenad que al alba Melantio, el pastor de las cabras, traiga unas cuantas, las mejores de todos los rebaños, a fin de que, después de ofrendar los muslos a Apolo Arquero, probemos de nuevo el arco y concluyamos la prueba».
Así habló Antínoo, y los demás aprobaron su consejo. Los heraldos les derramaron agua sobre las manos, 270 los mozos colmaron de bebida las cráteras hasta el borde y sirvieron a todos empezando a llenar las copas. Y ellos hicieron sus libaciones y bebieron cuanto quiso cada uno. Entre ellos tomó la palabra, meditando engaños, el muy astuto Odiseo:
«Prestadme atención, pretendientes de la muy ilustre reina, para que os diga lo que me dicta mi ánimo en mi pecho.
»A Eurímaco, ante todo, y a Antínoo de aspecto divino, les suplico, ya que él ha dicho este consejo de modo atinado, que ahora dejen el arco y lo confíen a los dioses. Por la mañana el dios dará fuerza a quien 280 él quiera. Pero, vamos, prestadme el arco bien pulido, para que después de vosotros ponga a prueba mis brazos y mi fuerza, a ver si aún me queda vigor como el que antes tenía en mis flexibles miembros o ya mi vagabundear y la vida azarosa lo han arruinado».
Así dijo. Todos los otros se indignaron de modo tremendo, temerosos de que él tensara el arco bien pulido. En réplica, Antínoo tomó la palabra y dijo:
«¡Ah, condenado extranjero, no tienes ni pizca de seso! ¿No te contentas con que ya comes con nosotros 290 los príncipes a tus anchas y que no careces de nada en el banquete, e incluso oyes nuestras palabras y charla? Ningún otro forastero y mendigo asiste a nuestras conversaciones. Te hace delirar el vino de dulzor de miel, que ya echó a perder a otros, a quien lo trasiega con ansia y bebe sin tasa. El vino también trastornó al centauro Euritión, el muy famoso, en el palacio del magnánimo Pirítoo, cuando fue a visitar a los lápitas. Y en cuanto él embriagó su mente con el vino, acometió sus desmanes en la mansión de Pirítoo. Pero la indignación sacudió a los héroes y se abalanzaron contra 300 él, lo arrastraron por el atrio hasta echarlo y le cortaron con el cruel bronce las orejas y la nariz. Y él se fue con la mente enloquecida arrastrando su perdición. Desde ese lance se fraguó el odio entre los centauros y los hombres y aquél, por sí mismo, se buscó la ruina, por emborracharse. Así también a ti te auguro una gran desgracia, si acaso tensaras el arco. Porque no vas a conseguir amparo alguno en nuestro país, sino que al momento te enviaremos en una negra nave hacia el rey Equeto, que aniquila a cualquier ser humano. De 310 eso nadie te salvará. Conque, tranquilo, tú bebe y no trates de competir con hombres más jóvenes».
A éste, a su vez, le contestó la muy prudente Penélope:
«Antínoo, no es hermoso ni justo insultar a los huéspedes de Telémaco, cualquiera que acuda a esta casa. ¿Crees acaso que si el extranjero, confiando en sus brazos y su fuerza, tensara el gran arco de Odiseo, me llevaría consigo a su casa y me haría su esposa? Ni siquiera él mismo en su pecho confía en eso. Que ninguno de vosotros se atormente con ese motivo aquí en el banquete, porque no es conveniente ni razonable».
A su vez a ella le replicaba Eurímaco, hijo de Pólibo: 320
«Hija de Icario, muy prudente Penélope, no creemos que éste te lleve y tampoco parece normal, sino que sentimos vergüenza del chismorreo de hombres y mujeres, de que alguien en alguna ocasión, uno muy ruin de los aqueos, diga: “¡Que hombres tan viles pretenden a la esposa de un hombre intachable, que ni siquiera tensaron su arco bien pulido, mientras que otro, un mendigo vagabundo recién llegado, armó fácilmente el arco y lo disparó a través de los hierros!”. Así dirán y eso será una vergüenza para nosotros».
De nuevo le contestó la muy prudente Penélope: 330
«Eurímaco, no es posible que mantengan buena fama de ningún modo en el pueblo quienes deshonran y devoran la casa de un hombre muy noble. ¿Por qué tomáis eso como afrenta? Ese extranjero es muy alto y muy robusto y, con respecto a su linaje, aseguro que es de noble padre. Así que, venga, dadle el arco bien pulido para que lo veamos. Ya que os voy a predecir lo que podría cumplirse. Si lo tensa, y le concede su ruego Apolo, lo vestiré con hermosas ropas, un manto y una túnica, y le daré un agudo venablo, arma de defensa 340 contra perros y hombres, y una espada de doble filo. Y le ofreceré sandalias para sus pies y le dispondré el viaje a donde su corazón y su ánimo lo impulsen».
Pero a ella, a su vez, le contestaba el juicioso Telémaco:
«Madre mía, respecto al arco ninguno de los aqueos tiene más autoridad que yo para darlo o negárselo a quien quiera, ni entre cuantos poseen sus dominios en la rocosa Ítaca, ni de cuantos los tienen en las islas frente a la Elide criadora de corceles. Ninguno de éstos me forzará contra mi voluntad, incluso si yo quisiera ofrecerle este arco al extranjero para que se lo 350 lleve. Así que retírate al interior de la casa y ocúpate de tus tareas del telar y la rueca, y ordena a tus sirvientas que se apliquen a sus labores. Del arco se cuidarán los hombres todos, y ante todo yo, de quien es el poder en esta casa».
Ella, asombrada, se retiró pronto a pasos raudos de la estancia, y obedeció en su ánimo el consejo juicioso de su hijo. Tras subir al piso de arriba con las mujeres a su servicio se echó a llorar por Odiseo, su querido esposo, hasta que el dulce sueño vertió sobre sus párpados Atenea de ojos glaucos.
Entre tanto el divino porquerizo tomó en sus manos 360 el curvo arco y se lo llevaba, mientras los pretendientes alborotaban en las salas. Así decía uno cualquiera de los soberbios pretendientes: «¿Adónde vas con el curvo arco, alocado porquerizo, perturbado? Pronto te devorarán los rápidos perros lejos de los humanos, entre esos cerdos que tú crías, si Apolo y los demás dioses inmortales nos son propicios».
Así gritaban, y el que lo llevaba lo volvió a dejar en su lugar, amedrentado, ya que eran muchos quienes le increpaban en la sala. Pero Telémaco, desde el otro lado, le gritaba con amenazas:
«¡Viejo, sigue con el arco! ¡No te irá bien si obedeces a todos! Cuida de que, aun siendo yo más joven, 370 no te persiga hasta el terruño apedreándote. En fuerza soy muy superior a ti. ¡Ojalá que así aventajara a todos cuantos están ahora en mi casa, y fuera más fuerte por mis manos y mi vigor que los pretendientes! Entonces expulsaría yo violentamente de nuestra casa a toda esa gente que aquí maquina maldades».
Así habló y, al punto, se rieron jocosamente de él todos los pretendientes y distendieron su tensa cólera gracias a Telémaco. El porquerizo transportó el arco a través de la sala y al llegar junto al audaz Odiseo lo puso en sus manos. Luego llamó aparte a la nodriza 380 Euriclea y le dijo:
«Telémaco te ordena, sensata Euriclea, que cierres las puertas de firme ensamblaje, y que si luego alguien escucha dentro de este recinto estrépito o griterío de los hombres, no venga a asomarse a través de la puerta, sino que calle y se ocupe de su tarea».
Así dijo, y para ella no fue un consejo alado. Cerró las puertas de la sala bien poblada. Silenciosamente Filetio se deslizó por las puertas del palacio y cerró enseguida el portón del patio de buenas tapias. Había 390 bajo el pórtico una soga de una nave veloz hecha de papiro. Con ella sujetó las puertas y luego regresó. Se sentó entonces en el asiento del que se había levantado, mirando a Odiseo. Manejaba ya él el arco, le daba vueltas por todos lados, lo probaba aquí y allí, por si la carcoma había roído el asta de cuerno en la ausencia de su dueño. De modo que así dijo alguno al verlo de cerca:
«Es un experto y entendido en arcos. Sin duda que también él guarda alguno así en su hogar, o, al menos, 400 ha pensado fabricárselo. ¡De tal modo lo zarandea en sus manos arriba y abajo el vagabundo cargado de desdichas!».
Al otro lado otro de los jóvenes pretenciosos decía:
«¡Ojalá que éste saque de él tanto provecho como capacidad va a tener para tensarlo!».
Así comentaban entonces los pretendientes. Pero el muy astuto Odiseo, después de haber sopesado el arco y remirarlo por todos lados, como cuando un hombre experto en la lira y el canto tensa hábilmente la cuerda en torno a una nueva clavija anudando por las puntas la tripa bien retorcida de oveja, así sin 410 esfuerzos armó su gran arco Odiseo. Agarrando con la mano derecha el nervio lo probó. La cuerda resonó agudamente, con un chillido semejante al de una golondrina.
A los pretendientes les inundó tremenda angustia, y a todos se les cambió el color. Zeus retumbó fuerte dando sus señales, y se alegró al punto el muy sufrido divino Odiseo de que le mandara su augurio el hijo de Crono de retorcida mente. Asió una flecha rauda que estaba sobre la mesa, desnuda. Las demás yacían todas a cubierto dentro de la aljaba hueca. Pronto iban a probarlas los aqueos. La encajó en el ángulo y 420 tiró de la cuerda y las barbas desde su sitio, sentado en la silla, y disparó la flecha, apuntando al frente, y no erró ninguna de las hachas desde el primer agujero. El dardo de broncínea punta las traspasó y salió al final.
Dijo entonces a Telémaco:
«Telémaco, el huésped sentado en tus salas no te deshonra. No ha errado el blanco y ni siquiera se fatigó al tensar el arco. Aún conservo firme mi coraje, y no soy como me calumnian con sus insultos los pretendientes. Ahora es tiempo de tener dispuesta la cena para los aqueos, mientras hay luz, y proponerles que la disfruten a fondo, con el canto y la lira, que son 430 el coronamiento del festín».
Dijo, e hizo una seña con las cejas. Se ciñó su aguda espada Telémaco, el hijo querido del divino Odiseo, y empuñó en su mano la lanza y se puso erguido a su lado, junto a su silla, con su yelmo de llameante bronce.